Frank DIKÖTTER - La Tragedia de La Liberación - PDFCOFFEE.COM (2024)

En 1949, tras una sangrienta guerra civil, Mao Zedong izó la bandera roja en la Ciudad Prohibida de Pekín. Pero la victoria del Partido Comunista de China sobre las fuerzas de Kai-shek no trajo paz, libertad y justicia, sino la instauración del sistema del terror propio de los regímenes totalitarios y la violencia sistemática que causó la muerte de cinco millones de personas. A la luz de los datos descubiertos tras la reciente apertura de los archivos gubernamentales de la República Popular, Frank Dikötter construye una estremecedora crónica de la revolución china en la que los testimonios de los civiles y el análisis de las brutales políticas del gobierno de Mao se conjugan para ofrecernos un revelador documento. Este fascinante libro —segundo volumen de la «Trilogía del pueblo», que incluye asimismo La gran hambruna en la China de Mao,— da voz a las numerosísimas víctimas del comunismo en China silenciadas durante décadas y arroja luz sobre los orígenes de una de las potencias mundiales del siglo XXI.

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Frank Dikötter

La tragedia de la liberación Una historia de la revolución china (1945-1957) Trilogía del pueblo - 2 ePub r1.0 Titivillus 30.01.2021

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Título original: La tragedia de la liberación Frank Dikötter, 2013 Traducción: Joan Josep Mussarra, 2019 Editor digital: Titivillus ePub base r2.1

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Gánate a la mayoría, oponte a la minoría y aplasta por separado a tus enemigos. MAO ZEDONG

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PREFACIO

El Partido Comunista de China llama «liberación» a su victoria de 1949. Dicho término evoca imágenes de multitudes exultantes que salen a la calle a celebrar la libertad recién conquistada. Pero en China la historia de la liberación, y de la revolución que la siguió, no es una historia de paz, libertad y justicia. Es, por encima de todo, una historia de calculado terror y violencia sistemática. En China, la Segunda Guerra Mundial fue muy sangrienta, pero la guerra civil que tuvo lugar entre 1945 y 1949 también segó cientos de miles de vidas civiles, por no hablar de las bajas militares. En la lucha por arrancar el país de las manos de Chiang Kai-shek y de los nacionalistas, los comunistas sitiaron una ciudad tras otra y las sometieron por medio del hambre. Changchun, en medio de la vasta llanura manchú que se encuentra al norte de la Gran Muralla de China, sufrió un sitio de cinco meses en 1948. Lin Biao, comandante de las tropas comunistas, ordenó transformarla en una «ciudad de muerte». Trazó un perímetro en torno a la ciudad con centinelas cada cincuenta metros y prohibió que los hambrientos civiles la abandonaran, obligándolos a consumir las reservas de cereales de los nacionalistas. La gente comía hierba, insectos y corteza de árbol para sobrevivir. Unos pocos se pasaron a la carne humana. La artillería antiaérea y la pesada bombardeaban la ciudad día y noche. Por lo menos 160 000 personas murieron de hambre y de enfermedades durante el asedio. Unos pocos meses más tarde, el Ejército de Liberación del Pueblo entró en Beijing sin hallar resistencia. Otras ciudades también se rindieron sin un solo disparo, para no tener que sufrir un prolongado asedio. En algunas partes del país, multitudes de simpatizantes recibían con alegría a los comunistas. Sentían alivio porque la guerra había llegado a su fin y albergaban esperanzas de un futuro mejor. Por toda China, las personas aceptaron la liberación con una mezcla de miedo, resignación y esperanza. En el campo, después de la liberación llegó la reforma agraria. Los granjeros recibieron parcelas de tierra a cambio de derrocar a sus dirigentes. La violencia fue un elemento imprescindible en la redistribución de la tierra e implicó a una mayoría en el asesinato de una minoría cuidadosamente seleccionada. A los equipos de trabajo les eran asignadas cuotas de personas a quienes los aldeanos, reunidos en asambleas de cientos de personas en una atmósfera cargada de odio, debían denunciar, humillar, apalear, expropiar y, al fin, asesinar. Como consecuencia de un pacto de sangre entre el Partido y los pobres, llegaron a morir hasta 2 millones de presuntos «terratenientes», que a menudo no vivían mucho mejor que sus vecinos. Liu Shaoqi, segundo al mando, informó desde Hebei que algunos de ellos habían fallecido enterrados en vida, que a otros los habían atado y desmembrado, y a otros los habían Página 6

matado a tiros o estrangulado. A algunos niños los asesinaron por ser «pequeños terratenientes». Menos de un año después de la liberación empezó un Gran Terror, planeado para eliminar a todos los enemigos del Partido. Mao decretó una cuota de ejecuciones de una persona por cada mil, pero en muchas regiones del país se ajustició al doble o el triple, a menudo con los pretextos más peregrinos. Aldeas enteras fueron arrasadas. Se acusaba a niños de tan solo seis años de haber espiado para el enemigo y se les torturaba hasta la muerte. A veces, los cuadros del Partido elegían presos al azar y hacían que los mataran a tiros para cumplir con la cuota. A finales de 1951, casi 2 millones de personas habían muerto asesinadas, a veces en espectáculos públicos que se celebraban en estadios, pero más a menudo a escondidas, en bosques, cañadas, junto a ríos. De uno en uno o en grupo. Una gigantesca red de prisiones establecidas a lo largo y ancho del país acabó con muchos más. Parafraseando la observación de Simon Schama sobre la Revolución francesa, podríamos decir que la violencia era la propia revolución. Pero bastaba con infligirla tan solo en algunos casos para que fuera efectiva. El miedo y la intimidación eran sus inseparables compañeros y se recurría ampliamente a ellos. Se animó a la gente a transformarse en lo que los comunistas llamaban un «Nuevo Pueblo». En todas partes —en las oficinas del gobierno, en las fábricas, en los talleres, en las escuelas y universidades— se les «reeducaba» y se les hacía estudiar periódicos y libros de texto para que aprendiesen las respuestas correctas, las ideas correctas, los eslóganes correctos. Aunque la violencia se apaciguara al cabo de unos años, la reforma del pensamiento no terminó, porque se obligaba a las personas a examinar sus propias convicciones y a reprimir las impresiones pasajeras que podían revelar pensamientos burgueses ocultos tras una máscara de acatamiento del socialismo. Una y otra vez, ante las multitudes, o en sesiones de estudio sometidas a una estricta supervisión, había que escribir confesiones, denunciar a los amigos, justificar las actividades del pasado y responder a preguntas sobre su fiabilidad política. Una víctima lo llamó «un Auschwitz del espíritu cultivado con esmero». Pero el régimen no se fundamentaba tan solo en la mera violencia y la intimidación. La historia del comunismo en China es también una historia de promesas quebrantadas. Antes de imponerse, los comunistas querían seducir. Igual que Lenin y los bolcheviques, Mao llegó al poder a base de prometer a cada uno de los grupos de desafectos lo que este más quería: tierra a los granjeros, independencia a todas las minorías étnicas, libertad a los intelectuales, protección de la propiedad privada a los comerciantes, unos niveles de vida más elevados a los trabajadores. El Partido Comunista de China arrastró tras de sí a una mayoría bajo la bandera de la Nueva Democracia, un eslogan que prometía cooperación con todo el mundo, salvo con los enemigos más empedernidos del régimen. Tras la fachada de un «frente unido», cierto número de organizaciones no comunistas, como el Partido

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Democrático, recibieron su cuota de poder, si bien siempre bajo el liderazgo del Partido Comunista. Las promesas se rompieron una tras otra. Mao era un maestro de la estrategia: «Gánate a la mayoría, oponte a la minoría y aplasta por separado a tus enemigos». Eliminó a toda una serie de oponentes, uno tras otro, con la involuntaria colaboración de los enemigos del día siguiente, de todos aquellos a quienes se engatusó para que colaborasen con las autoridades. Inmediatamente después de la cruenta campaña de terror de 1951, el régimen se volvió contra los antiguos funcionarios del gobierno a los que pocos años antes había rogado que permanecieran en sus puestos. Sus servicios ya no eran necesarios y más de 1 millón de ellos perdieron sus cargos o fueron a parar al calabozo. El ataque contra la comunidad empresarial tuvo lugar en 1952. Se arrastró a los empresarios a sesiones de denuncia en las que tenían que encararse con sus empleados, a quienes antes se había adoctrinado para que sintieran un odio febril (real o fingido) contra aquellos. En tan solo dos meses, más de 600 empresarios, hombres de negocios y comerciantes se suicidaron en la ciudad de Shanghai. Muchos otros se arruinaron. Todo lo que pudiera proteger al empresario contra el Estado desapareció. Se abolieron todas las leyes y órganos judiciales, y se reemplazaron por un sistema legal inspirado en el de la Unión Soviética. No había libertad de expresión. Los tribunales independientes desaparecieron y en su lugar se instauraron tribunales populares. Las delegaciones locales de la Federación de Industria y Comercio de Toda la China, controlada por el Estado, se apoderaron de las cámaras de comercio autónomas. En 1956, el gobierno expropió todas las propiedades privadas —desde los pequeños comercios hasta las grandes industrias— bajo la llamada «política de redención por medio de compra», aunque no hubiera compra ni redención. En el campo, a pesar de la violenta resistencia a la colectivización y de la devastación que esta produjo, los granjeros perdieron aperos de labranza, tierras y ganado en 1956. También perdieron la libertad de movimientos y se les obligó a vender sus cereales al Estado por los precios que fijaba el propio Estado. Se transformaron en siervos de la gleba, sometidos en todo a los cuadros locales del Partido. Ya en el año 1954, el propio régimen reconocía que los granjeros disponían de un tercio menos de comida que durante los años previos a la liberación. Casi todos los que vivían en el campo estaban sometidos a la dieta del hambre. En 1957, Mao se volvió contra los intelectuales y envió a medio millón de ellos al gulag. Fue la culminación de una serie de iniciativas del Partido para eliminar toda oposición, tanto si provenía de minorías étnicas como de grupos religiosos, granjeros, artesanos, empresarios, industriales, maestros, académicos o miembros del propio Partido escépticos. Al cabo de una década de gobierno comunista, apenas si quedaba nadie que pudiera oponerse al Presidente.

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Pero, al mismo tiempo que se quebrantaban todas las promesas, el Partido no dejaba de ganar seguidores. Muchos de ellos eran idealistas, algunos oportunistas y otros meros delincuentes. Exhibían una fe sorprendente y una convicción que lindaba con el fanatismo, a veces incluso después de que la propia maquinaria del Partido los devorara. Unos pocos intelectuales del Partido purgados en 1957 se presentaron como voluntarios para trabajar en el Gran Páramo Septentrional (en chino, Beidahuang), un vasto pantano infestado de mosquitos donde los prisioneros iban a trabajar en la recuperación de tierras. Lo vieron como una oportunidad de redimirse y de regenerarse, con la esperanza de que una vez más se les permitiera servir al Partido. «¿Se puede mencionar algo que los comunistas chinos hayan hecho bien?», se preguntaba Valentin Chu en un libro fundamental titulado The Inside Story of Communist China, publicado una década después de la conquista del poder por los comunistas. Su respuesta fue que un simple acto, o un simple programa, aislado de su contexto, puede parecer muy valioso; por ejemplo, una presa que funcionaba, una guardería donde los niños estaban bien atendidos, una cárcel en la que se trataba a los presos con humanidad. La campaña para erradicar el analfabetismo en el campo fue digna de todo encomio, mientras duró. Pero estos éxitos aislados, si los contemplamos en el contexto de cuanto acaeció en el país entre 1949 y 1957, no se pueden considerar hitos de una tendencia más general hacia la igualdad, la justicia y la libertad, los valores que pregonaba el propio régimen. Personas de todo tipo se vieron atrapadas en esta enorme tragedia y conforman el tema central de este libro. Sus experiencias se han silenciado a menudo, especialmente mediante la propaganda oficial, que garantizaba la circulación constante de declaraciones de los altos cargos. La propaganda versaba sobre el mundo que se aspiraba a construir y no sobre la realidad del país. Era un mundo de planes, proyectos y modelos, que presentaba trabajadores y campesinos modelo, y no personas de verdad, de carne y hueso. En ocasiones, los historiadores también han confundido el mundo abstracto presentado por la propaganda con las complicadas tragedias individuales de la revolución, y se han creído con excesiva facilidad la imagen deslumbrante que el régimen se esforzó por proyectar en el resto del mundo. Hay quien ha dicho que los años de la liberación fueron una «Edad de Oro» o una «Luna de Miel», por contraste con el cataclismo de la Revolución Cultural que empezó en 1966. En un plano más popular, los guardianes de la fe no dejan de presentar la revolución china como uno de los acontecimientos más importantes en la historia del mundo, sobre todo desde que otros dictadores comunistas, como Stalin en Rusia, Pol Pot en Camboya y Kim Il-sung en Corea del Norte, han perdido gran parte de su credibilidad. Pero, como demuestra este libro, la primera década de maoísmo fue una de las peores tiranías en la historia del siglo XX, condenó a una muerte prematura a por lo menos 5 millones de civiles y trajo la miseria a un número incontable.

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El grueso de la información que se presenta en este libro procede de los archivos del Partido en China. Durante los últimos años ha sido posible acceder a una gran cantidad de materiales y he recurrido a centenares de lo que hasta ahora eran documentos clasificados, como informes de la policía secreta, versiones no censuradas de importantes discursos de los líderes, confesiones extraídas durante las campañas de reforma del pensamiento, investigaciones sobre las revueltas que tuvieron lugar en el campo, estadísticas detalladas de las víctimas del Gran Terror, estudios sobre las condiciones de trabajo en fábricas y talleres, cartas de queja escritas por personas corrientes y mucho más. Otras fuentes pueden ser las memorias personales, cartas y diarios, así como narraciones de testigos oculares que vivieron la revolución. Los simpatizantes del régimen han descartado injustamente muchas de las afirmaciones de estos testimonios, pero ahora la información procedente de los archivos los corrobora y les infunde nueva vida. Tomadas en su conjunto, estas fuentes nos ofrecen una oportunidad sin precedentes de explorar por debajo de la vistosa superficie de la propaganda y recuperar las historias de hombres y mujeres corrientes que fueron, a la vez, los principales protagonistas y las principales víctimas de la revolución. La tragedia de la liberación es el segundo volumen de «La trilogía del pueblo». Precede cronológicamente al volumen anterior, La gran hambruna en la China de Mao[1], que abordaba la catástrofe provocada que se cobró decenas de millones de vidas entre 1958 y 1962. Más adelante aparecerá un tercer y último volumen sobre la Revolución Cultural. La naturaleza del material archivístico que sostiene la «La trilogía del pueblo» se explicaba con mayor detalle en una nota sobre las fuentes incluida en La gran hambruna[2],

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PRIMERA PARTE

LA CONQUISTA (1945-1949),

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ASEDIO

En verano del año 2006, unos obreros que trabajaban en un nuevo sistema de riego para Changchun se pusieron a cavar zanjas y efectuaron un descubrimiento espantoso: aquella tierra negra y fértil estaba repleta de restos humanos. A un metro bajo tierra había miles de esqueletos apilados. Al cavar más hondo, los trabajadores encontraron nuevas capas de huesos, amontonadas como si fueran leña. Una multitud de lugareños se congregaron en torno al área excavada y se quedaron desconcertados por la magnitud de la fosa común. Hubo quien pensó que los cadáveres debían de pertenecer a víctimas de la ocupación japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Nadie, salvo un anciano, se dio cuenta de que acababan de tropezar con restos de la guerra civil que se reanudó entre los comunistas de Mao Zedong y los nacionalistas de Chiang Kai-shek después de 1945. En 1948 los comunistas sitiaron Changchun durante cinco meses y rindieron por el hambre a una guarnición nacionalista estacionada tras los muros de la ciudad. La victoria tuvo un precio muy elevado. Al menos 160 000 civiles murieron de hambre durante el bloqueo. Después de la liberación, las tropas comunistas enterraron muchos de los cadáveres en fosas comunes sin una lápida, una placa funeraria, ni siquiera una simple señalización. Después de varias décadas de propaganda sobre la pacífica liberación de China, son pocos quienes recuerdan a las víctimas del ascenso al poder del Partido Comunista[1].

Changchun, ubicada en el centro de la vasta llanura manchú al norte de la Gran Muralla, fue una pequeña ciudad mercantil hasta la llegada del tren en 1898. Entonces conoció un desarrollo muy rápido, porque era un punto de enlace entre el Ferrocarril del Sur de Manchuria, en manos de los japoneses, y el Ferrocarril de China del Este, propiedad de los rusos. En 1932 Changchun se erigió en capital de Manchukuo, un Estado títere del Japón imperial. Los nipones nombraron jefe de dicho Estado a Henry Puyi, conocido posteriormente como «el último emperador». Los japoneses transformaron la ciudad en una urbe moderna de plano radial, con amplias avenidas, árboles para dar sombra y obras públicas diversas. Edificios grandes de color crema para la burocracia imperial aparecieron junto a parques espaciosos, al mismo tiempo que se construían elegantes mansiones para los colaboradores autóctonos y sus consejeros japoneses. En agosto de 1945, el ejército soviético ocupó la ciudad y desmanteló en la medida de lo posible las fábricas, las máquinas y los materiales, y cargó el botín de guerra en trenes para enviarlo a la Unión Soviética. Demolieron las instalaciones industriales y saquearon muchas de las casas más espléndidas. Los soviéticos se Página 13

quedaron hasta abril de 1946, y entonces la ciudad pasó al control del ejército nacionalista. Dos meses más tarde empezó la guerra civil y Manchuria se convirtió una vez más en un campo de batalla. Los ejércitos comunistas tomaron la iniciativa y descendieron desde el norte. Cortaron el ferrocarril que conectaba Changchun con las plazas fuertes nacionalistas que se hallaban más al sur. En abril de 1948, los comunistas avanzaron hasta la propia Changchun. Comandados por Lin Biao, un hombre de cuerpo enjuto que se había formado en la Academia Militar de Whampoa, sitiaron la ciudad. A Lin se le consideraba uno de los mejores comandantes en el campo de batalla y un brillante estratega. Además, era implacable. Cuando se dio cuenta de que Zheng Dongguo, oficial que se encargaba de la defensa de Changchun, no capitularía, ordenó rendir por hambre la ciudad. El día 30 de mayo de 1948 llegó su orden: «Transformad Changchun en una ciudad de muerte[2]». En Changchun había unos 500 000 civiles, muchos de ellos refugiados que habían huido del avance comunista y no habían podido terminar el viaje a Beijing porque las líneas de ferrocarril estaban cortadas. También había una guarnición de unos 100 000 soldados nacionalistas. Se impuso casi de inmediato el toque de queda. Todo el mundo debía permanecer en casa desde las ocho de la tarde hasta las cinco de la mañana. Se ordenó a todos los hombres capaces de trabajar que se pusieran a cavar zanjas. No se autorizaba a nadie a marcharse. Los centinelas tenían órdenes de matar en el acto a todo el que no se dejara registrar. Pero durante la primera semana de asedio todavía se respiraba cierto aire de buena voluntad, porque se arrojaban suministros de emergencia desde el aire. Algunas personas con cierta capacidad económica organizaron un Comité de Movilización de Changchun, que ofrecía dulces y cigarrillos, se encargaba de tratar a los heridos y montaba puestos donde los hombres tomaban té[3]. Pero la situación no tardó en deteriorarse. Changchun quedó aislada, sitiada por 200 000 soldados comunistas que excavaron minas ofensivas y sabotearon las conducciones subterráneas de agua. Dos docenas de cañones antiaéreos y artillería pesada bombardeaban la ciudad durante todo el día, centrándose en los edificios gubernamentales. Los nacionalistas construyeron tres líneas defensivas de blocaos en torno a Changchun. Entre las líneas nacionalistas y las comunistas quedó una tierra de nadie que no tardó en poblarse de bandidos[4]. El 12 de junio de 1948, Chiang Kai-shek mandó un cable en el que revocaba la prohibición de abandonar Changchun. Aunque el enemigo no hubiese disparado, los aviones del bando nacionalista seguían sin tener capacidad suficiente para abastecer una ciudad entera. Pero es que, además, la artillería antiaérea de los comunistas los obligaba a volar a una altura de 3000 metros. Muchos de los paquetes caían fuera del área controlada por los nacionalistas. Estos, para impedir la hambruna, animaron a la población a huir al campo. Una vez fuera, no se les permitía regresar a la ciudad, porque no había manera de alimentarlos. Todos los refugiados que se marchaban Página 14

tenían que pasar por una rigurosa inspección. Se les prohibía llevar objetos metálicos como cazos y sartenes, así como oro y plata, y también sal, porque esta se consideraba un producto de primera necesidad. A continuación, los refugiados tenían que atravesar la tierra de nadie, un terreno oscuro y peligroso dominado por bandas, por lo general desertores del ejército, que robaban a las personas indefensas. Muchas de las cuadrillas poseían armas de fuego, e incluso caballos. Algunas empleaban contraseñas. Los refugiados más hábiles lograban conservar alguna joya, un reloj o una estilográfica, pero si los forajidos descubrían un pendiente o un brazalete ocultos en las costuras de la ropa, era habitual que les pegasen un tiro. A veces les quitaban toda la ropa. Para salvar sus pertenencias de mayor valor, algunos las escondían en el fondo de un saco de lona repleto de andrajos, en ocasiones ropa de bebé empapada en orina, con la esperanza de que el hedor repeliera a los bandidos[5]. Muy pocos lograron traspasar las líneas comunistas. Lin Biao había apostado un centinela cada cincuenta metros a lo largo de un perímetro fortificado con alambradas y zanjas de cuatro metros de profundidad. Todas las salidas estaban cerradas. Le escribió a Mao: No permitimos que los refugiados se marchen y los exhortamos a volver sobre sus pasos. Al principio, este método era muy efectivo, pero luego la hambruna se agravó y los civiles hambrientos abandonaban la ciudad en rebaño a todas horas del día y de la noche, y cuando los rechazamos empezaron a agruparse en el área que media entre nuestras tropas y las del enemigo.

Lin describe la desesperación de los refugiados por pasar a través de las líneas comunistas y explica: Se arrodillaban en masa frente a nuestras tropas y nos rogaban que los dejáramos pasar. Había quien nos dejaba a sus bebés y sus niños pequeños y huía, otros se ahorcaban frente a los puestos de los centinelas. Los soldados que presenciaban toda esta miseria se desalentaban, y algunos llegaban al extremo de caer de rodillas y llorar con los hambrientos, al tiempo que les decían: «No hacemos más que seguir órdenes». Otros les dejaban pasar en secreto. En cuanto hubimos corregido esta situación, salió a la luz otra tendencia, a saber, que ciertos soldados pegaban, ataban y disparaban a los refugiados, y mataban a algunos de ellos (no tenemos cifras de los que han sido heridos o golpeados hasta la muerte).

Medio siglo más tarde, Wang Junru explicaba lo que había ocurrido en sus tiempos de soldado: «Nos dijeron que esas personas eran enemigos y que tenían que morir». Los comunistas habían obligado a Wang a enrolarse en su ejército cuando tenía quince años. Durante el asedio estuvo con los otros soldados a quienes se había ordenado que obligaran a los civiles hambrientos a retroceder[6]. A finales de junio, había unas 30 000 personas atrapadas entre los comunistas, que no los dejaban pasar, y los nacionalistas, que no les permitían regresar a la ciudad. Cada día morían cientos. Dos meses más tarde había más de 150 000 civiles atrapados en aquella zona de muerte, constreñidos a alimentarse de hierba y hojas, condenados a una muerte lenta. Había cadáveres por todas partes, con la barriga hinchada bajo un sol abrasador. Un superviviente recuerda que «el olor acre de la descomposición lo impregnaba todo[7]».

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Dentro de la ciudad la situación no era mucho mejor. Además de los paquetes que se arrojaban desde el aire para el mantenimiento de la guarnición, habrían sido necesarias unas 330 toneladas diarias de cereales para alimentar a los civiles, pero los cuatro o cinco aviones que se encargaban de ello lograban introducir, en el mejor de los casos, 84 toneladas por día, y a menudo mucho menos. Todo lo que pudiera haber en Changchun había sido requisado para la defensa. En agosto, Chiang Kai-shek había llegado al extremo de prohibir el comercio privado, bajo amenaza de muerte para el comerciante que se atreviera a contravenir la orden. Los soldados nacionalistas no tardaron en volverse contra los civiles y robarles a punta de pistola. Mataron todos los caballos del ejército, y luego también los perros, los gatos y las aves. La gente corriente devoraba el sorgo y el maíz podridos y finalmente arrancó la corteza de los árboles. Otros comían insectos y el cuero de los cinturones. Unos pocos recurrieron a la carne humana, que se vendía a 1,20 dólares la libra en el mercado negro[8]. Los casos de suicidio colectivo eran muy frecuentes. Familias enteras se quitaban la vida para escapar de la miseria. Todos los días morían docenas de personas en la calle. «Estábamos echados en la cama muriendo de hambre —explicaba Zhang Yinghua en una entrevista sobre la hambruna que acabó con su hermano, su hermana y la mayoría de sus vecinos—. No teníamos fuerzas ni para andar a gatas». Song Zhanlin, otra superviviente, recuerda que pasó frente a una casa que tenía la puerta abierta: Entré a echar un vistazo y encontré una docena de cadáveres, algunos sobre la cama y otros en el suelo. Entre los que estaban en la cama, uno había quedado con la cabeza sobre una almohada y una muchacha aún sostenía a un bebé. Parecía que se hubieran dormido. El reloj de la pared aún funcionaba[9].

Llegó el otoño y las temperaturas descendieron drásticamente, así que los que habían sobrevivido hasta entonces tuvieron que luchar por mantener el calor. Arrancaron tablas del suelo, techumbre y a veces hasta edificios enteros para utilizarlos como leña. Derribaron árboles e incluso robaron carteles de madera. Arrancaron el asfalto de la calle. Como si se hubiera tratado de una implosión a cámara lenta, la progresiva destrucción de la ciudad empezó por las afueras y avanzó poco a poco hacia el centro. El 40 % de los edificios terminó por desaparecer. El pesado fuego de artillería a bocajarro empeoraba todavía más la situación, porque la gente corriente se veía obligada a guarecerse en chabolas repletas de escombros y de cuerpos putrefactos, mientras que los altos cargos nacionalistas se refugiaban entre los gigantescos muros de hormigón del Banco Central de China[10]. Los soldados desertaron sin cesar mientras duró el sitio. Así como a los civiles se les obligaba a volver atrás, los comunistas acogían bien a los soldados desertores y les prometían buena comida y trato amistoso. De día y de noche, los altavoces atronaban con discursos propagandísticos que les animaban a desertar o rebelarse: «¿Te uniste al ejército del Guomindang? Te llevaron a rastras… pásate a nuestro bando… ahora ya no se puede salir de Changchun…». La tasa de deserción se elevó Página 16

después del verano, porque la ración diaria de los soldados se redujo 3300 gramos de arroz y harina diarios[11]. El sitio duró 150 días. Finalmente, el 16 de octubre de 1948, Chiang ordenó al general Zheng Dongguo que evacuara la ciudad y marchara en dirección sur hasta Shenyang, la primera gran ciudad que se hallaba a lo largo de la vía férrea que conducía hasta Beijing. Le preguntaron a Zheng: «Si cae Changchun, ¿cree usted que Peiping [el nombre por el que se conocía a Beijing antes de 1949] quedará a salvo?». El general suspiró y respondió: «Ningún lugar de China quedará a salvo[12]». Zheng tenía que retirar dos ejércitos: el 60.o, compuesto casi en su totalidad por soldados desmoralizados, procedentes de la provincia subtropical de Yunnan, y el Nuevo 7.o Ejército, integrado por veteranos curtidos, entrenados por los estadounidenses, que habían luchado en el frente de Birmania. El 7.o atacó como se le había ordenado, pero no logró romper el bloqueo, mientras que el 60.o Ejército se negó a abandonar su posición, y en cualquier caso sus soldados estaban demasiado débiles para recorrer todo el camino hasta Shenyang. Volvieron sus armas contra sus camaradas del 7.o Ejército y entregaron la ciudad a Lin Biao.

La caída de Changchun, celebrada en los libros de historia de China como una victoria decisiva en la batalla de Manchuria, tuvo un coste muy elevado. Se calcula que unos 160 000 civiles murieron de hambre dentro de la zona controlada por los comunistas. «Changchun fue como Hiroshima —escribió Zhang Zhenglong, teniente del Ejército de Liberación del Pueblo que documentó el asedio—. La mortandad fue aproximadamente la misma. Hiroshima duró nueve segundos. Changchun, cinco meses[13]».

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GUERRA

El 6 de agosto de 1945, un B-29 soltó una bomba atómica sobre Hiroshima. Tres días más tarde, un estallido de luz cegadora acabó con Nagasaki. Al cabo de una semana, el emperador Hirohito había ordenado a sus ejércitos que rindieran las armas. La rendición incondicional de Japón halló una acogida jubilosa en toda China y puso fin a uno de los capítulos más sangrientos en la historia del país. En Chongqing, capital de Chiang Kai-shek en tiempos de guerra, se oyeron gritos y petardos por toda la ciudad, «primero esporádicos, pero luego crecieron hasta transformarse en una erupción volcánica de sonido y alegría que duró una hora». Los haces de luz de los reflectores danzaron alegremente en el firmamento. Las calles se inundaron con una riada de gente que lanzaba vítores, se reía y lloraba, y regalaba cigarrillos a todos los soldados estadounidenses que encontraba en su camino, hasta abrumarlos. Chiang leyó por la radio el mensaje de victoria, ataviado con un sencillo uniforme caqui sin condecoraciones, y a continuación salió de la emisora y se encontró con una muchedumbre exultante. Algunas personas que querían felicitarlo se saltaban el cordón policial, otras se descolgaban por los balcones y gritaban desde las azoteas, o sostenían en alto a sus niños en medio de la multitud para que pudiesen ver al Generalísimo[1]. Los ocho años de guerra habían sacado a la luz lo más hondo de la depravación humana. En diciembre de 1937, las tropas japonesas habían tomado la capital, Nanjing, y habían masacrado sistemáticamente a civiles y soldados desarmados en una orgía de violencia que se prolongó durante seis semanas. Los japoneses juntaban a los cautivos y los ametrallaban, los hacían saltar por los aires con minas terrestres o los acuchillaban hasta la muerte con sus bayonetas. Las mujeres, niñas y ancianas incluidas, eran violadas, mutiladas y asesinadas por unos soldados sin control. No se ha logrado una estimación fiable del número de muertes, pero los cálculos van desde un mínimo de 40 000 hasta un máximo de 300 000. Durante los últimos años de la guerra, una implacable política de tierra quemada con la que se trataba de castigar la resistencia de las guerrillas devastó algunas regiones del norte de China, donde los japoneses quemaron aldeas enteras. Hombres de edades comprendidas entre los quince años y los sesenta, sospechosos de colaborar con el enemigo, eran arrestados y ejecutados. Los japoneses utilizaron armas biológicas y químicas durante todo el período de ocupación. Se llevaron a cabo experimentos letales con prisioneros de guerra en una serie de laboratorios secretos que se extendían desde el norte de Manchuria hasta la subtropical Guangdong. Las víctimas padecían vivisección sin anestesia después de que sus captores las infectaran con diferentes gérmenes. A otras les amputaban Página 18

miembros, les extraían el estómago o les seccionaban quirúrgicamente partes de los órganos. Se probaban armas como lanzallamas y agentes químicos con prisioneros atados a estacas. En el complejo del Escuadrón 731, unas notorias instalaciones cercanas a Harbin en las que había un aeródromo, una estación de tren, barracones, laboratorios, salas de operación, crematorios, un cine e incluso un templo sintoísta, se criaban moscas infectadas y se preparaba ropa contaminada para difundir la peste, el ántrax y el cólera, que luego se arrojaban dentro de bombas sobre la población civil[2]. Decenas de millones de refugiados que escapaban de los japoneses y de sus colaboradores huyeron hacia el sur, a Yunnan y Sichuan, donde los nacionalistas tuvieron sus bases militares en tiempos de guerra. Pero incluso en los territorios no ocupados la gente vivía con miedo, porque los japoneses lanzaban grandes expediciones de bombardeo contra objetivos civiles de la capital, Chongqing, y de otras ciudades importantes, y dejaban tras de sí a millones de personas muertas, heridas y sin hogar[3]. Cuando pareció que llegaba la paz, la marea humana que había abandonado la costa para dirigirse al interior inició el regreso. Un culi interpretó a la perfección lo que significaba la capitulación de Japón cuando, tras leer uno de los periódicos murales de Chongqing, murmuró: «Japón ha perdido la guerra. ¿Podremos volver a casa?». Por toda la inmensidad del interior de China, millones de exiliados involuntarios empezaron a vender sus muebles de construcción casera y se prepararon para regresar a sus antiguos hogares y retomar lo que quedara de su vida anterior, y reconstruir sus familias, casas y negocios. Algunas personas buscaban por las orillas del río Yangtsé embarcaciones con las que pudieran acercarse a la costa. Otras empujaban carretillas y se derrengaban haciendo el camino a pie bajo un sol abrasador[4]. El gobierno también se preparaba para volver a su hogar. La ceremonia de rendición formal entre China y Japón tuvo lugar el 21 de agosto de 1945 en el campo de aviación de Zhijiang, en Hunan. A la sombra de un cerezo, Takeo Imai, militar con un rango equivalente al de general de división, entregó un mapa en el que se indicaban las posiciones del millón de soldados que tenía en China. Se les permitía conservar sus armas y encargarse del orden público hasta la llegada de las tropas nacionalistas, que se desplazaron hacia todas las ciudades importantes al sur de la Gran Muralla en una espectacular operación de transporte marítimo y aéreo ejecutada bajo el mando del general Albert Wedemeyer, uno de los oficiales militares estadounidenses de mayor rango en Asia Oriental. En el transporte aéreo de tropas más importante de la Segunda Guerra Mundial, unos 80 000 soldados del 6.o Ejército volaron hasta Nanjing para recobrar el control sobre la antigua capital. Los soldados mal vestidos del 94.o Ejército que descendían de los gigantescos aviones de transporte en Shanghai se quedaban pasmados al ver a las grandes multitudes que los esperaban con banderas junto la pista de aterrizaje. Los soldados campesinos bajaban tímidamente por las empinadas escaleras y trataban de hacer un saludo militar,

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abrumados por lo que no era más que un vislumbre del pueblo que habían ido a liberar. Los liberados llevaban vestidos largos de seda y zapatos de cuero. Los libertadores calzaban polvorientas sandalias de paja[5].

Por las calles de Shanghai, las multitudes enfervorizadas exhibían grandes retratos de Chiang Kai-shek adornados con guirnaldas de flores y papel crepé. Por toda la costa «las multitudes salían a la calle y gritaban hasta enronquecer para dar la bienvenida a sus libertadores» cada vez que las tropas del gobierno nacional entraban en una ciudad. Un tercer ejército voló hacia Beijing. Las fuerzas aéreas estadounidenses desembarcaban a diario entre 2000 y 4000 soldados regulares nacionalistas, en una carrera contra reloj. A principios de noviembre, acorralaron y desarmaron a los últimos japoneses que quedaban al sur de la Gran Muralla[6]. Pero Chiang Kai-shek no era el único que quería afirmar su autoridad sobre el territorio de China. Dos días después del lanzamiento de la bomba sobre Hiroshima, la Unión Soviética declaró la guerra a Japón, en cumplimiento de una promesa que Iósif Stalin había hecho a Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt en Yalta en febrero de 1945. Durante una estancia en las instalaciones de recreo de los soviéticos en el mar Negro, Stalin había exigido el control sobre los puertos manchúes de Dalian y Puerto Lüshun, así como compartir con China el control sobre los ferrocarriles de Manchuria, a cambio de romper el pacto de no agresión con Japón. Roosevelt había accedido a todas estas concesiones sin consultar a su aliado de guerra, Chiang Kai-shek. Stalin también exigió dos meses de suministro de alimentos y combustible para un ejército de 1,5 millones de hombres. Roosevelt también aceptó, y así, cientos de navíos cargados de material de préstamo y arriendo —entre el que había 500 tanques Sherman— partieron hacia Siberia[7]. Como resultado, los mismos soviéticos que avanzaban a toda velocidad para llegar a Berlín y ocupar media Europa antes de que lo hiciesen los estadounidenses lograron mantener casi 1 millón de hombres en Siberia. El 8 de agosto de 1945 cruzaron el río Heilongjiang y entraron en Manchuria con el apoyo de aviones tácticos. Trenes blindados que transportaban tropas de élite avanzaron en dirección a oriente por la ruta del Ferrocarril de China del Este hasta llegar a Harbin, a un ritmo de 70 kilómetros diarios. Otra expedición procedente de Vladivostok avanzó hacia el sur y entró en Corea, y no tardó en tomar el puerto de Rashin. Los japoneses no disponían de muchos aviones y apenas ofrecieron resistencia. Al cabo de unos días, los rusos se habían hecho con el control de todos los puntos estratégicos en Manchuria[8].

No muy lejos de allí, unos 100 kilómetros al sur de la Gran Muralla, Mao Zedong contaba sus soldados. Después de varios años de colaboración, había estallado una guerra civil entre los comunistas y los nacionalistas en 1927, y en 1934 Mao Zedong y sus partidarios se habían visto obligados a retirarse al interior del país para escapar de las fuerzas de Chiang Kai-shek. Un año más tarde, unos 20 000 supervivientes de Página 20

la Larga Marcha habían establecido su cuartel general en Yan’an, sin acceso al mar, muy por detrás de las líneas enemigas. Muchos de los soldados tuvieron que vivir en cuevas. Al cabo de una década en la que había consolidado su autoridad, Mao controlaba a unos 900 000 guerrilleros en reductos rurales esparcidos por el norte de China. Estaba preparado para atacar. Pero en algunas ocasiones Mao calculaba el equilibrio de poder con un exagerado optimismo. Había trazado planes espectaculares para instigar una rebelión en Shanghai y apoderarse del centro financiero del país. Obró de manera impulsiva y ordenó que 3000 soldados entraran de incógnito en la ciudad y se preparasen para un alzamiento general, con la esperanza de que este precipitara una revolución. Aunque recibió informes que indicaban que sus fuerzas se veían claramente superadas en número y que apenas gozaba de apoyo popular, persistió en su estrategia. Stalin tomó cartas en el asunto y le dijo que contuviera a sus soldados y evitara la confrontación abierta con los nacionalistas. Mao accedió de mala gana. En cuanto el Ejército Rojo hubo ocupado Manchuria, Mao tuvo una nueva idea: se marcó el objetivo de enlazar con los rusos y apoderarse de una franja de territorio que iba desde Manchuria hasta la Mongolia Exterior. Cuatro grupos armados se desplazaron hacia el norte. Los 100 000 soldados del 8.o Ejército Itinerante al mando de Lin Biao se encontraban entre ellos. No tardaron en converger con el Ejército Rojo[9]. Pero la preocupación inmediata de Stalin era que el ejército estadounidense abandonase China y Corea. Estados Unidos, después de todo, tenía el monopolio de la bomba atómica y Stalin temía una nueva guerra mundial. A fin de conseguir su objetivo, proclamó públicamente su apoyo al Gobierno Nacional Chino y reconoció a Chiang Kai-shek como líder de una China unida por medio del Tratado ChinoSoviético. Además, el 20 de agosto de 1945 envió un mensaje a Mao en el que le pedía que sus tropas evitaran todo enfrentamiento abierto con los nacionalistas y se limitaran a consolidar sus posiciones en el campo. Mao se vio obligado a cambiar de rumbo[10]. En una China débil y dividida se planteaba una temible posibilidad: que la Unión Soviética prestara su apoyo al Partido Comunista de China y provocara una división entre una zona septentrional dominada por Rusia y una meridional protegida por Estados Unidos. Las negociaciones entre Stalin y Chiang Kai-shek se reanudaron el mismo día en que el Ejército Rojo invadió Manchuria. T. V. Soong, uno de los estadistas más eminentes entre los que colaboraban con Chiang, se hallaba en Moscú, pero apenas contaba con bazas que pudiera poner sobre la mesa de negociaciones. En sus acuerdos con Stalin tuvo que avenirse a las concesiones que Roosevelt había realizado en Yalta: Puerto Lüshun, puerto natural en el extremo sur de Manchuria, albergaría una base naval soviética, y los rusos podrían utilizar el moderno puerto de Dalian con las mismas condiciones que la propia China. La Unión Soviética y China serían copropietarias del Ferrocarril del Sur de Manchuria y del Ferrocarril de China del Este, ambos construidos por la Rusia imperial. A cambio, Stalin reconocería la Página 21

soberanía del Gobierno Nacional Chino sobre toda China y se comprometería a devolver Manchuria a Chiang Kai-shek. Con el Tratado Chino-Soviético en el bolsillo, y seguro de que Moscú apoyaría a su gobierno, Chiang invitó a Mao a unirse a las negociaciones de paz y discutir el futuro del país. Con un considerable riesgo personal, Mao voló a Chongqing en compañía de Patrick Hurley, el embajador estadounidense. Chiang y Mao no se habían visto desde hacía veinte años, y durante la recepción de la primera noche se saludaron con sonrisas forzadas y brindaron con vino de mijo. Mao se quedó seis semanas enteras y pugnó por lograr concesiones, mientras los enconados combates entre los comunistas y los nacionalistas proseguían sobre el terreno. Finalmente, el día 18 de septiembre, Mao proclamó: «Tenemos que detener [la] guerra civil y todas las partes deben unirse bajo el liderazgo del presidente Chiang para construir una China moderna». Se realizó una declaración formal el 10 de octubre, en el aniversario de la revolución de 1911 que había conducido a la caída del imperio de los Qing. Pocos días más tarde, en Yan’an, Mao explicó a sus compañeros de armas que la declaración conjunta de Chongqing no era más que «papel mojado[11]». Stalin había declarado públicamente su apoyo a Chiang, pero también quería reforzar al Partido Comunista de China para poder condicionar al Gobierno Nacional Chino y a sus valedores estadounidenses. En agosto autorizó a los comunistas a adueñarse de Zhangjiakou. Durante el siglo XIX, las caravanas de camellos procedentes de todo el imperio tenían por costumbre reunirse en dicha población, situada en un punto clave de la Gran Muralla, para dirigirse a Rusia con sus cargamentos de té. Zhangjiakou aún era conocida como la «Puerta Septentrional de Beijing», y quien la controlara se hallaba en una posición estratégica desde donde atacar Beijing. Los japoneses la habían transformado en un centro económico e industrial, y habían abandonado allí un imponente arsenal de municiones y armas, entre las que figuraban 60 tanques[12]. En otras ciudades de Mongolia Interior y Manchuria, los soldados soviéticos recibieron la orden de equipar a las divisiones comunistas con armas y vehículos japoneses. El volumen exacto de la asistencia logística y militar que los soviéticos proporcionaron a los comunistas es difícil de estimar, pero Moscú afirmó en fechas posteriores que les había entregado 700 000 rifles, 18 000 ametralladoras, 860 aviones y 4000 piezas de artillería. Los soviéticos recomendaban entre bastidores a los comunistas chinos que desplegaran la mayor parte de sus tropas en Manchuria. Mao, que aún se encontraba en Chongqing, ordenó al grueso de sus unidades guerrilleras que atravesaran la Gran Muralla y penetraran en Manchuria durante el mes de septiembre. Una vez allí y con la complicidad de los soviéticos, los comunistas reclutaron a soldados desmovilizados, excolaboracionistas y bandoleros. A finales de ese mismo año, Mao había logrado organizar una variopinta tropa de 500 000 soldados[13].

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Chiang sabía muy bien que los soviéticos estaban cooperando con los comunistas en Manchuria, pero su situación no le permitía enfrentarse con Stalin. También comprendía la importancia estratégica y económica de Manchuria, una región donde había fundiciones de acero, grandes reservas de mineral de hierro y carbón, bosques frondosos y tierras de labranza muy productivas. Encargó al general Du Yuming que recuperara la región. Sus tropas no estaban autorizadas a desembarcar en Puerto Lüshun y Dalian, porque el Tratado Chino-Soviético había dejado ambas ciudades bajo control de los rusos. En octubre de 1945, barcos de la 7.a Flota estadounidense pusieron rumbo a Yingkou, un puerto menor conectado por ferrocarril con el interior del país, donde encontraron una guarnición comunista. El general Du desembarcó más al sur, en Qinhuangdao, atravesó la Gran Muralla por Shanhaiguan y avanzó siguiendo la vía férrea, sin apenas hallar oposición por parte de las tropas comunistas. Recorrió los 300 kilómetros que separan la Gran Muralla del centro industrial de Shenyang en menos de tres semanas. Chiang entró en negociaciones con Moscú, con la esperanza de que los rusos por lo menos aceptaran la partición de Manchuria. Presionados para cumplir sus compromisos con el gobierno nacionalista, los soviéticos cedieron y autorizaron a las tropas nacionalistas a viajar por aire a Changchun, una ciudad que se hallaba más al norte, junto a la vía férrea que partía de Shenyang[14]. No tardó en verse el motivo de la renuencia soviética: las ciudades padecían una oleada de saqueos por parte del Ejército Rojo. James McHugh, uno de los primeros hombres de negocios a quienes se autorizó la entrada en Shenyang, informó de que los soldados se habían entregado a «tres días de violaciones y pillaje». Los soldados robaban todo lo que quedaba a la vista, destrozaban bañeras y baños a martillazos, arrancaban los cables eléctricos que sobresalían del yeso de las paredes, y encendían hogueras en el suelo y quemaban la casa entera, o por lo menos dejaban un considerable agujero en el suelo.

Las mujeres se rapaban y se disfrazaban de hombres para evitar la violación. En Shenyang, «las fábricas habían quedado como esqueletos podridos, les habían sustraído toda la maquinaria». La ciudad, de acuerdo con un reportero, «había pasado de gran centro industrial a trágico y abarrotado apeadero en la línea ferroviaria controlada por los rusos que conducía a Dairen (Dalian)». El saqueo sistemático de la infraestructura industrial de Manchuria se valoraría posteriormente en 2000 millones de dólares estadounidenses[15]. Los soviéticos demoraron durante cinco meses la retirada de sus tropas de Manchuria. Sus últimos tanques cruzaron la frontera en abril de 1946. Entregaron el país a los comunistas y permitieron que Lin Biao desplegara sus fuerzas en las afueras de todas las ciudades importantes. Su 8.o Ejército Itinerante, provisto de armas japonesas, atacó la guarnición nacionalista de Changchun y mató a la mayoría de sus 7000 soldados. Harbin, la ciudad helada de Manchuria cercana a la frontera rusa, pasó a manos de Mao el 28 de abril. El presidente Truman no apoyó a Chiang Kai-shek, su aliado de tiempos de Página 23

guerra, sino que envió a George Marshall para que impulsara un gobierno de coalición entre los nacionalistas y los comunistas. Chiang dependía de que la ayuda económica y militar estadounidense continuara, y apenas tenía otra opción que prestarse a lo que le dijeran, aunque la posibilidad de un acuerdo duradero entre ambos bandos pareciera más lejana que nunca. Los comunistas, por otra parte, no tenían nada que perder. Habían aprovechado la tregua para reagruparse y expandirse todavía más por Manchuria, y se habían atrincherado en el campo, lejos de las ciudades importantes y de los ferrocarriles. Mao había enviado a las conversaciones de paz a Zhou Enlai, un hombre agradable y modesto. En realidad, era un maestro del engaño. Cultivó una relación estrecha con Marshall y le presentó a los comunistas como reformadores agrarios deseosos de aprender las lecciones de la democracia. Zhou llegó a persuadir a Mao para que declarase solemnemente: «La democracia china tiene que seguir el camino estadounidense». Mao accedía a casi todo sobre el papel, con tal de que nadie se entrometiera en lo que estaba haciendo sobre el terreno. Cuando el Ejército Rojo se retiró de Manchuria, Marshall llegó a creer que Stalin había renunciado a China. Su predisposición a auxiliar a Chiang empezaba a flaquear[16]. Chiang comprendió que el apoyo estadounidense empezaba a tambalearse, pero estaba decidido a expulsar a los comunistas de Changchun. Sus soldados apenas hallaron oposición. A principios de junio de 1946, Lin Biao y su ejército de 100 000 hombres iniciaron una caótica retirada hacia el norte. Los Nuevos 1.o y 6.o Ejércitos de Chiang los persiguieron y los obligaron a cruzar al otro lado del río Songhua. Las tropas de Chiang se habían acercado a Harbin, la única ciudad que seguía en manos de los comunistas, a una distancia suficiente para iniciar el ataque. Las tropas de Lin Biao se habían derrumbado, porque los soldados desertaban en gran número. Zhao Xuzhen, que por aquellos tiempos era soldado, contó en una entrevista que incluso los oficiales militares, los miembros del Partido y los instructores políticos buscaron escondrijos durante la caótica retirada: «Unos regresaron a sus hogares, otros se dedicaron al bandidaje y unos pocos se rindieron». Pero Marshall, una vez más, aconsejó a Chiang que detuviera el avance nacionalista y proclamara un alto el fuego. El representante estadounidense acababa de visitar Yan’an, donde Mao había tenido la habilidad de proyectar una imagen de reforma y democracia de carácter liberal. Marshall llegó al extremo de escribirle a Truman que las fuerzas comunistas en Manchuria eran «poco más que cuadrillas escasamente organizadas[17]». Los comunistas aprovecharon las conversaciones de paz para reestructurar sus fuerzas, integrar en ellas al ejército de 200 000 soldados que había servido a las órdenes de los japoneses y reclutar más hombres en el campo. También reclutaron a prisioneros de guerra, delincuentes, unidades coreanas enteras y exiliados manchúes que regresaban de la Unión Soviética. Todos ellos se vieron sujetos a un severo entrenamiento y una disciplina brutal, a menudo con la colaboración de cientos de asesores técnicos y expertos militares soviéticos. Los rusos llegaron a abrir 16 Página 24

instituciones militares, entre las que había escuelas para la fuerza aérea, la artillería y los ingenieros. Algunos oficiales chinos se desplazaron a la Unión Soviética para recibir formación avanzada, mientras que otros pudieron refugiarse en los enclaves rusos de Puerto Lüshun y Dalian. Los soviéticos se llevaron buena parte de las riquezas de Manchuria, pero dejaron intactos los arsenales militares de Dalian. Con la ayuda de técnicos japoneses y de trabajadores locales, los pusieron en funcionamiento y produjeron millones de balas y cartuchos. También siguieron recibiendo apoyo logístico desde el otro lado de la frontera, por ferrocarril y por aire. Tan solo en Corea del Norte se asignaron 2000 vagones a dicha tarea. A cambio, los comunistas chinos enviaron de Manchuria a Rusia más de 1 millón de toneladas de cereales en 1947[18]. Al mismo tiempo que los rusos ayudaban a los comunistas a transformar su guerrilla de desharrapados en una formidable máquina de guerra, los estadounidenses se sentían tan defraudados por los nacionalistas que empezaron a recortarles las entregas de armamento. Mientras trenes enteros cargados de equipamiento cruzaban en uno y otro sentido la frontera que separaba Manchuria de la Unión Soviética, Estados Unidos comenzó a negarse a enviar material bélico a China, aun cuando el gobierno ya lo hubiera pagado. Entonces, en septiembre de 1946, Truman impuso un embargo de armas, que duró hasta julio de 1947, fecha en la que se autorizó a los nacionalistas a comprar municiones de infantería para tres semanas[19]. Durante un tiempo, los nacionalistas siguieron peleando y trataron de aferrarse a las ciudades adyacentes a la vía férrea que atravesaba la extensa llanura manchú, encerrada por cordilleras boscosas. A medida que se sucedían los altibajos de la guerra, los nacionalistas perdieron varias ciudades, para recuperarlas poco después en sangrientas batallas con las tropas comunistas en plena retirada. Ya no se trataba de las escaramuzas de una guerra de guerrillas. Cientos de miles de soldados se enfrentaban en gigantescas batallas con artillería y apoyo aéreo, a menudo con temperaturas que alcanzaban los 20 grados bajo cero. En 1947, Manchuria se estaba transformando en una trampa mortal. Chiang enviaba sin cesar a sus mejores soldados a la región, pero Mao no se rendía, resuelto a someter a su enemigo a una despiadada guerra de desgaste. Tan solo en Manchuria, 1 millón de hombres se alistó, voluntariamente o por la fuerza, en el bando comunista. Batalla tras batalla, las mejores tropas del gobierno de Chiang fueron exterminadas. Los nacionalistas también se resentían de su escasa moral de combate. Sus hombres se pasaban meses enteros acuartelados en ciudades, mal pagados y sin recibir provisiones adecuadas. Las líneas de suministros se estiraban hasta casi romperse. Cruzaban la Gran Muralla por la ruta del ferrocarril Beijing-Changchun, a menudo saboteado por los pelotones de demolición comunistas. El equipo militar se había deteriorado y en algunos casos los soldados andaban tan escasos de munición que no podían permitirse ni un solo disparo de práctica. La mayoría de los camiones se había averiado, pero no podían repararlos, porque el embargo de armas prohibía la venta de piezas de recambio[20]. Página 25

Como apuntaba más tarde Zhang Junmai, veterano diplomático, acérrimo defensor de la democracia parlamentaria y crítico implacable del gobierno nacionalista, ni siquiera un gobierno eficiente, de haber existido, habría podido hacer frente a las fuerzas combinadas de Moscú y Yan’an. Pero el gobierno de Chiang a duras penas funcionaba como tal. Los nacionalistas se enfrentaron al desmesurado reto de hacerse cargo de un país del tamaño de un continente, que además había quedado devastado al cabo de ocho años de guerra. Incluso al sur de la Gran Muralla tenían que hacer frente al constante acoso de los guerrilleros. Los comunistas se entregaban al pillaje en las ciudades, saqueaban los pueblos y dejaban a su paso millones de personas sin hogar. Controlaban buena parte de las áreas rurales en Hebei y Shandong, cortaban el suministro de combustible, energía y alimentos a las urbes, y promovían la inflación. El transporte, clave para la recuperación, había quedado seriamente dañado por las acciones de los japoneses y sufría los ataques de los comunistas, que volaban las vías férreas y dinamitaban los puentes. En una despiadada guerra de partisanos, todo desgarro en el tejido social redundaba en favor de los comunistas[21]. Por encima de todo, los nacionalistas se veían atrapados en un círculo vicioso cuyas raíces eran anteriores al enfrentamiento con los comunistas. Cuando los japoneses invadieron China en 1937, los nacionalistas no habían podido financiar la guerra ni siquiera mediante la venta de bonos. Los ingresos fiscales cubrían tan solo una pequeña parte de la financiación bélica. Lo único que podían hacer para salir adelante era imprimir papel moneda. Como consecuencia, el peso de la guerra recaía sobre la clase media y socavaba los niveles de vida de las personas con ingresos fijos, como por ejemplo maestros de escuela, profesores universitarios, funcionarios y, por supuesto, soldados y oficiales nacionalistas. «En 1940 se podía comprar un cerdo por 100 yuanes. En 1943, un pollo. En 1945, un pescado. En 1946, un huevo. Y en 1947, un tercio de una caja de cerillas». En 1947, el coste de la vida era aproximadamente 30 000 veces superior a lo que había sido en 1936, un año antes de que Japón atacara China. Chiang trató de frenar la inflación en 1947 con un veto a la exportación de divisas y lingotes de oro, impuso un tope a los tipos de interés y congeló los salarios, pero estas medidas no lograron ningún efecto duradero. En 1949 se veía a personas que transportaban su dinero en carretillas[22]. Los sueldos de los funcionarios —y tanto daba que se tratara de oficiales militares como de agentes del fisco— se mantenían en niveles extraordinariamente bajos. Los salarios de los soldados eran miserables y ni siquiera los oficiales podían mantener a sus mujeres e hijos con sus ingresos regulares. Los sobornos, las malversaciones y la corrupción florecieron de formas muy variadas. Los agentes del fisco aceptaban sobornos. La policía extorsionaba a los pobres con amenazas de arresto y prisión. En el ejército, los oficiales retenían los salarios, hinchaban las facturas y vendían equipamiento militar en el mercado negro. El problema no tenía una solución fácil. Un aumento de los sueldos de los funcionarios habría incrementado la inflación, y

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ello, a su vez, habría afectado al coste de la vida, y habría conducido rápidamente a la absorción de las subidas salariales y a la reaparición de la corrupción. Los nacionalistas necesitaban ayuda. Requerían auxilio financiero para frenar la inflación, reconstruir el país y adquirir armas y municiones. En abril de 1948 se puso en marcha el Plan Marshall, concebido por el mismo hombre que había tratado, contra todo pronóstico, de crear una coalición entre Chiang Kai-shek y los comunistas. Ofrecía 13 000 millones de dólares estadounidenses de asistencia económica y técnica para ayudar a la recuperación de Europa. Esta suma no incluía los 12 000 millones de dólares de ayuda que Europa había recibido entre el final de la guerra y el inicio del Plan. Aun cuando Truman se hubiera visto obligado a abandonar la imposición del embargo de armas en China, que ya no casaba con la Doctrina Truman —proclamada por el presidente en marzo de 1947, por la que Estados Unidos se comprometía a ofrecer ayuda económica y militar a Grecia y Turquía para evitar que cayeran bajo la esfera soviética—, el apoyo a los nacionalistas era mínimo. Estados Unidos ni siquiera les proporcionó a tiempo unos miserables 125 millones de dólares en asistencia militar, aun cuando una mayoría republicana hubiera impuesto su aprobación en el Congreso, porque esta no se logró hasta abril de 1948. Con dicha suma, el monto de la ayuda militar recibida por China después del Día de la Victoria sobre Japón se quedó entre los 225 y los 360 millones de dólares[23].

El conflicto se decantó en 1948. Durante varios meses seguidos, los comunistas habían lanzado un asalto tras otro en Manchuria y habían castigado sin tregua las ciudades controladas por los nacionalistas. Chiang, decidido a aguantar al precio que fuera, enviaba sin cesar soldados a la región para reemplazar a los muertos y heridos. Escribió en su diario privado que la caída de Manchuria dejaría todo el norte de China expuesto a los comunistas. Se jugó todo lo que tenía en una gran apuesta, en vez de retirarse y sostener una línea de defensa a lo largo de la Gran Muralla[24]. En diciembre de 1947, con más de un metro de nieve y temperaturas de 35 grados bajo cero, Lin Biao lanzó un ataque masivo a través del congelado río Songhua. El Ejército de Liberación del Pueblo —como habían empezado a llamarse las tropas comunistas— no contaba con cobertura aérea, pero sí con una bruma densa y gélida, y con un clima glacial que dificultaba mucho las operaciones de la aviación nacionalista. Los comunistas aprovecharon una situación ventajosa desde el punto de vista militar, y la mayoría de sus 400 000 soldados avanzaron hacia el sur, sitiaron las ciudades que se hallaban a lo largo de la línea férrea y destruyeron un buen número de divisiones que seguían al gobierno[25]. Shenyang, al sur de Changchun, era el baluarte de Manchuria y albergaba uno de los principales arsenales del país. Lin Biao cortó la línea de ferrocarril que unía Beijing con Shenyang y sitió la ciudad. Dentro de aquel islote de resistencia cada vez Página 27

más débil, una población civil de 1,2 millones, que había crecido hasta los 4 millones al acoger a las personas que huían de los comunistas, sufrió un bloqueo de diez meses. También quedaron atrapados 200 000 soldados nacionalistas. No tuvo que pasar mucho tiempo para que grandes multitudes abandonaran la asediada Shenyang. Los aviones de la aerolínea comercial del general Claire Chennault iban y venían, y llegaron a poner a salvo a 1500 pasajeros diarios, pero pocos podían pagar el soborno necesario para embarcar. Estallaban peleas en el aeródromo, mientras el estampido de los disparos de artillería se oía en la distancia. De noche, la gente se acurrucaba en un hangar sacudido por las explosiones de las bombas. La mayoría, más de 100 000 al mes, se marchaba en trenes que traqueteaban hasta el borde del perímetro de defensa de la ciudad, donde terminaba la línea[26]. Los que eran demasiado pobres o estaban demasiado enfermos para marcharse no tardaron en pasar hambre. Ya en febrero, Shenyang estaba necesitada de comida, combustible y municiones. La falta de vitaminas provocó que miles de personas perdieran la vista, y que muchísimas otras —en gran parte, niños— padecieran el noma —una dolencia gangrenosa que destruye la cara—, la pelagra, el escorbuto y otras enfermedades relacionadas con la desnutrición. En palabras de un reportero extranjero: «Caminaba por las calles desoladas, entre los cuerpos demacrados de los muertos que habían quedado en los desagües, perseguido por niños de aspecto lastimoso hasta lo insoportable y por mujeres que gritaban para pedir ayuda». A lo largo de las calles vacías, las tiendas estaban cerradas a cal y canto, y las fábricas de ladrillo rojo habían quedado en ruinas, muchas de ellas bombardeadas y luego saqueadas por las tropas soviéticas en 1946. La gente sobrevivía a base de comer corteza y hojas de árbol, y pasta de soja que en circunstancias normales se habría usado como fertilizante o como pienso. También había quien buscaba entre los escombros de las calles[27]. Una oleada de miseria partió de Manchuria: refugiados que escapaban de ciudades asediadas, soldados que huían de campos en los que corría la sangre. La mayoría avanzaba a pie, a duras penas, y unos pocos tenían que valerse de muletas y bastones. Durante el verano de 1948, unas 140 000 personas al mes lograban abrirse camino entre las líneas militares que cercaban Shenyang y se unían al éxodo. Luego tenían que avanzar por parajes despoblados, infestados de bandas armadas que se aprovechaban del caos provocado por la guerra civil. Pero un peligro aún mayor amenazaba 30 kilómetros al norte de Jinzhou, donde el ferrocarril cruzaba el río Daling. Los nacionalistas montaban guardia en la ribera opuesta y disparaban contra todo el que tratara de vadear, pasar a nado o cruzar en bote hacia la parte que ocupaban ellos. La única manera de atravesar el río consistía en pasar entre las retorcidas vigas del puente del ferrocarril destrozado por las bombas. Guías locales cobraban a los refugiados a cambio de atárselos a la espalda con cuerdas y pasar con ellos por el puente destrozado. Aterrorizada, la carga humana contemplaba desde lo alto las tumultuosas aguas. Una vez en Jinzhou, los metían en trenes de refugiados Página 28

que partían hacia Shanhaiguan, donde la Gran Muralla termina en el mar de Bohai. Al llegar, entraban en un improvisado centro de refugiados en el que había un solo grifo con agua corriente. Muchos se marchaban enseguida a Beijing y a Tianjin, aun cuando fueran muy pocos los que una vez allí hallaran alojamiento y alimentación adecuados[28]. El golpe de gracia tuvo lugar en septiembre de 1948. Lin Biao puso en marcha un ataque frontal contra Shenyang y desplegó casi 300 000 hombres para rodear Jinzhou, crucial en el acceso a Manchuria. Los ingenieros militares abrieron boquetes en las murallas de la ciudad. Después de sufrir 34 000 bajas, Jinzhou cayó el 15 de octubre. El Ejército de Liberación del Pueblo se llevó a los 88 000 prisioneros que quedaron con vida. Una fuerza de rescate de 90 000 hombres se abrió paso entre las líneas enemigas fuera de Shenyang y se metió de cabeza en una trampa: una semana más tarde, fue aplastada por fuerzas superiores en número comandadas por Lin Biao. En Changchun, los 80 000 soldados restantes entregaron la ciudad a los comunistas. La lucha prosiguió en Shenyang durante una semana, a menudo en sangrientos combates cuerpo a cuerpo en el interior de la ciudad, después de que el fuego de artillería derruyera los muros. El oficial superior que había quedado al mando se rindió el primero de noviembre. La batalla por Manchuria había acabado[29].

De un día para otro, los precios se cuadruplicaron y quintuplicaron en Shanghai. En el mercado internacional, el yuan de oro cayó a un décimo de su valor original. La China nacionalista se hundió en el derrotismo. Estados Unidos empezó a evacuar a las mujeres y los hijos del personal militar destacado en China y aconsejó a los ciudadanos estadounidenses que residían en ciudades tan al sur como Nanjing y Shanghai que abandonaran la zona. El pánico cundió por todo el país, porque un ejército de 750 000 soldados comunistas, reforzados con tanques, artillería pesada y otras armas arrebatadas a los nacionalistas marchaban por las heladas llanuras de Manchuria, atravesaban la Gran Muralla y avanzaban hacia el sur en dirección a Beijing. El general Fu Zuoyi, comandante nacionalista del norte, permaneció impotente mientras los comunistas se apresuraban a cortar las vías férreas del corredor septentrional, que iba desde Zhangjiakou hasta el puerto de Dagukou. En noviembre de 1948, cercaron Tianjin, la tercera ciudad más grande de China, y no tardaron en obligar a Fu Zuoyi a encerrarse con sus tropas tras las murallas de Beijing. Lin Biao sitió la ciudad y cortó la electricidad y el suministro de agua. Al cabo de una semana, los desguarnecidos aeródromos extramuros ya se hallaban en manos de los comunistas. Poco después, un extraño silencio se cernió sobre la capital imperial, perturbado de vez en cuando por los disparos de artillería y las ráfagas de las ametralladoras. Fu, uno de los oficiales militares que más se habían distinguido en la guerra contra Japón, parecía decidido en un primer momento a defender Beijing. Sus Página 29

hombres cavaron trincheras y erigieron barricadas en las calles. Los soldados iban de casa en casa requisando madera. Con el fin de que los aviones de carga pudieran aterrizar con sus suministros, despejaron una pista en el campo de polo del barrio donde habían estado las legaciones internacionales, en el corazón del casco antiguo. En medio de un gélido invierno, cuadrillas de trabajadores forzosos, en ropa acolchada, retiraron postes, talaron árboles e incluso derribaron edificios enteros para despejar la pista. Se impuso la ley marcial. Camiones cargados con equipos de policías y soldados, armados con metralletas y sables, avanzaban tambaleantes por las calles como recordatorio para la población de la presencia militar. Extramuros se derruyeron miles de hogares sin necesidad alguna, parece ser que con la intención de abrir un buen campo de tiro para las tropas defensoras[30]. Pero en Beijing todo el mundo sabía lo que había ocurrido en Changchun, transformada en una «ciudad de muerte» por el mismo general que en aquel momento acampaba frente a las murallas. Fu Zuoyi cayó en una depresión, atormentado por la perspectiva de que Beijing, el corazón cultural de China, quedara devastada sin motivo. En un primer momento pidió permiso a Chiang para dimitir, pero el Generalísimo se negó, y entonces Fu retomó las conversaciones secretas que había iniciado con el Ejército de Liberación del Pueblo por medio de su hija, miembro del Partido Comunista. Tras un asedio de 40 días, se firmó un documento de capitulación el 22 de enero de 1949. Los 240 000 soldados a las órdenes de Fu se incorporaron al ejército comunista. El trato que recibieron tanto él como sus soldados fue un acicate para que otros oficiales nacionalistas desertaran[31]. Durante ocho días fue como si la capital imperial hubiera quedado atrapada en una transición que no acababa de resolverse, porque los nacionalistas, en algunos casos todavía armados, merodeaban libremente por la ciudad a la espera de los comunistas. Apenas cambió nada. En aquel extraño vacío de poder, Beijing celebró el Año Nuevo Chino todo lo bien que pudo. Las tiendas estaban abarrotadas de los tradicionales farolillos en forma de leones, conejitos verdes brillantes y tigres amarillos que se ponían a la puerta de las casas para celebrar la llegada del Año Nuevo. Pero el retrato de Chiang Kai-shek en la plaza de Tian’anmen desapareció. Finalmente, el 31 de enero de 1949, una avanzadilla del Ejército de Liberación del Pueblo entró por las puertas occidentales de Beijing. Un camión iba al frente del desfile y sus altavoces repetían sin cesar: «¡Dadle la bienvenida al Ejército de Liberación en su llegada a Beijing! ¡Dadle la bienvenida al Ejército de Liberación en su llegada a Beijing! ¡Damos la enhorabuena al Pueblo de Beijing en el día de su liberación!…». Entonces llegaron los soldados, que marchaban en columna de a seis con todos los pertrechos de combate, las mejillas rojas y aparente buen humor. Después de los soldados entraron estudiantes con dos grandes retratos, uno de Mao Zedong y otro de Zhu De, comandante en jefe del ejército. Una banda militar y más soldados y funcionarios cerraban la marcha. La mayoría de los habitantes de Beijing sentían alivio por haber sobrevivido al cerco, pero desconfiaban de los soldados: Página 30

«Los observaban desde las cunetas [y] no expresaban otra emoción más intensa que la curiosidad». Las tropas nacionalistas desperdigadas miraban en silencio. Jia Ke, por aquel entonces joven soldado comunista, recuerda: «Todo el mundo se apiñaba alrededor de nuestros muchachos, que estaban sentados en el suelo, en silencio. Querían vernos bien. La curiosidad era muy grande. Me sentí muy orgulloso[32]». Los comunistas tenían partidarios fervientes. Dan Ling, un estudiante de dieciséis años, fue uno de ellos. El día de la liberación se suspendieron todas las clases y Dan se halló entre los elegidos para enarbolar, o bien una bandera, o bien un farolillo de papel en forma de estrella al extremo de un tallo de sorgo para dar la bienvenida al Ejército de Liberación del Pueblo. Él y sus compañeros de estudios se sumaron a la multitud en Xidan, una importante zona de tiendas situada un kilómetro al oeste de la plaza de Tian’anmen. Como la curiosidad hacía que cada vez se les sumaran más transeúntes, los estudiantes tuvieron que aguantar empujones en una dirección y otra, y acabaron por separarse. Dan trató de abrirse paso a codazos, pero apenas logró ver nada del desfile. Abandonó la bandera, que había quedado hecha jirones, buscó un trolebús y subió al vehículo. El revisor estaba distraído con el espectáculo y no se dio cuenta de que el muchacho no llevaba billete. Dan apoyó el rostro contra el cristal y contempló los rifles, las bayonetas, las bandoleras y los uniformes sencillos pero pulcros, sin distintivos de rango. Fue testigo de la disciplina que reinaba entre las tropas y se sintió rebosante de alegría[33]. Un retrato de Mao Zedong realizado a toda prisa se izó en la plaza de Tian’anmen. El propio Mao no entraría en la ciudad hasta varios meses más tarde. Fue hasta el Palacio de Verano, situado en las afueras, en una limusina blindada Dodge fabricada en Detroit para uso personal de Chiang Kai-shek en la década de 1930[34].

Mientras Lin Biao se encargaba de la anexión del corredor septentrional, una campaña todavía más sangrienta tenía lugar cerca de Xuzhou. Igual que en Manchuria y en el norte, el objetivo que perseguían ambos bandos era el control de las principales vías de comunicación del país. Xuzhou era un nudo de comunicaciones de importancia vital, en el que la línea interurbana que iba en dirección sur hacia Beijing enlazaba con el único ferrocarril este-oeste, que hacía un recorrido sinuoso desde el lejano oeste del país hasta el mar Amarillo. Xuzhou era clave para llegar a Nanjing, la capital nacionalista, así como al próspero valle del Yangtsé. En noviembre de 1948, más de 1 millón de hombres avanzó sobre Xuzhou en una de las más grandes batallas de la historia de China, también conocida como la campaña de Huaihai. Una expedición comunista partió desde Manchuria. Constaba de casi 400 000 hombres que pasaron de largo de Beijing y avanzaron a marchas forzadas sobre Xuzhou. Otros 200 000 salieron de la provincia vecina de Shandong, Página 31

donde los guerrilleros controlaban gran parte de las áreas rurales. Los nacionalistas desplegaron 400 000 soldados en las llanuras prósperas y bien irrigadas que circundaban la intersección ferroviaria. El calvo y fornido general Chen Yi, comandante en jefe de las tropas comunistas, cortó en muy poco tiempo las líneas férreas y sometió al principal aeródromo a un bombardeo con artillería. Du Yuming, el general que se había enfrentado a Lin Biao en Manchuria, lanzó a sus hombres a un avance desesperado por carreteras repletas de baches y vías férreas destrozadas, con el fin de establecer una nueva línea de defensa al este de la ciudad y valerse de las inundaciones otoñales para defender los terrenos pantanosos del norte y el noroeste[35]. La lucha en el campo fue feroz, porque ambos bandos batallaban por controlar el corazón del país. Nacionalistas y comunistas desplegaron tanques y artillería pesada. Los aviones del gobierno controlaban el espacio aéreo y aprovechaban los días y las noches sin nubes para sembrar la destrucción entre el enemigo. Ciudades antiguas guarnecidas con fosos y murallas sufrieron los bombardeos. Las aldeas atrapadas en el fuego cruzado se teñían del color de las explosiones. Solo quedaban las ruinas de las casas chamuscadas entre sembrados de trigo de invierno. Una aldea al norte de Caolaoji quedó completamente calcinada bajo el fuego de los morteros. Envueltos por el olor de la paja y la techumbre carbonizadas, niños y mujeres se abrían paso tristemente entre las cabañas sin techo y las paredes ennegrecidas. En una ladera que quedaba frente a las ruinas, una vieja envuelta en una chaqueta negra acolchada se mecía en su silenciosa pena. Había perdido todas sus pertenencias. Tal como recordaba tiempo después un general comunista, el Ejército de Liberación del Pueblo borró del mapa una aldea tras otra con disparos de artillería indiscriminados: «En la lucha contra Du Yuming prácticamente arrasábamos las aldeas. Disparamos miles de proyectiles de artillería e incontables bombas». Un piloto informó a su regreso de que todas las aldeas que había avistado ardían: «Los campos estaban cubiertos de cadáveres[36]». Los comunistas contaban con la ayuda de unos 5 millones de hombres y mujeres —en algunos casos prácticamente niños— reclutados contra su voluntad por uno de los dirigentes del Partido, el duro Deng Xiaoping. Imponía cuotas estrictas a cada una de las aldeas y amenazaba con aplicar severos castigos a quienes no cumplieran sus órdenes. Los sacrificados auxiliares no ofrecían tan solo apoyo logístico —puesto que cargaban con alimentos y materiales que llevaban al frente—, sino que también se les forzaba a caminar delante de los soldados y se les usaba como escudos humanos. Densas oleadas de aldeanos sin armas desbordaban a los nacionalistas. Lin Jingwu, un soldado que se hallaba en las trincheras, recordaba años más tarde cómo las manos se le entumecieron a fuerza de disparar contra un mar de civiles. Le repugnaba la mera idea de hacerlo y probó a cerrar los ojos, pero no dejó de apretar el gatillo[37]. La gente huía en tropel de las llanuras de tierra rojiza. Trenes abarrotados de refugiados avanzaban entre cadáveres de hombres, mujeres y niños tendidos junto a Página 32

las vías «como muñecas de trapo». Habían viajado de noche sobre el techo de otros convoyes y habían caído al suelo después de que el frío les helara las manos. Los más afortunados —mujeres con vestidos andrajosos y bebés a la espalda, hombres con fardos donde llevaban sus últimas pertenencias— habían podido atarse al techo. Otros se agolpaban entre los vagones[38]. En Xuzhou se repitió lo de Shenyang: los movimientos de tropas sin coordinación, una línea de mando confusa, la intromisiones constantes del Generalísimo, la falta de información fiable sobre lo que ocurría en el terreno y la baja moral de la tropa se combinaron para provocar un desastre. Los nacionalistas, sometidos a un fuego incesante, se retiraron enseguida al interior de Xuzhou y sobrevivieron tan solo gracias a los suministros que la aviación les lanzaba en paracaídas. No tardaron en quedarse sin comida. Sacrificaron a los caballos. Los civiles deambulaban por la calle buscando cortezas de árbol y raíces. Extramuros, las mujeres y los niños que se hallaban en las aldeas atrapadas entre las líneas de combate se helaban en sus chozas de barro, porque no les quedaba nada con lo que encender un fuego. Los aviones encargados de la evacuación que regresaban a Shanghai estaban abarrotados de soldados que «morían entre su propia sangre y excrementos», en palabras de uno de los pilotos. Cundió el pánico, porque corrió el rumor de que Chiang había ordenado que se bombardeara la ciudad para impedir que el equipamiento cayera en manos del enemigo. Una tras otra, las divisiones atrapadas se rindieron. Los comunistas ofrecían comida y alojamiento por los altavoces. Du Yuming se disfrazó de soldado para tratar de escapar, pero fue capturado. El 10 de enero de 1949, la batalla terminó. Los comunistas habían asestado un golpe mortal a los nacionalistas[39].

Una vez que el norte se hubo rendido, la derrota de los nacionalistas fue inevitable. El 14 de enero de 1949, los comunistas presentaron una propuesta de ocho puntos para poner fin a la guerra. Las condiciones eran muy duras. Dos semanas más tarde, un derrotado Chiang Kai-shek dimitió de su cargo, después de haber sido la figura dominante en China durante veintidós años. Ataviado con un sencillo uniforme color caqui, sin insignias, compareció en una pequeña sala del Ministerio de Defensa Nacional en Nanjing y leyó una declaración formal en la que confiaba la responsabilidad de las negociaciones de paz al vicepresidente[40]. Pero la decisión era fútil y tardía. En todas partes, la gente estaba apática, castigada por la inflación y los elevados impuestos. En algunos casos, incluso, su hostilidad contra los nacionalistas era manifiesta. Aunque la prensa estuviera amordazada, los abusos de un régimen cada vez más represivo eran bien conocidos. Sobre todo, los brutales métodos que empleaba la policía en su búsqueda de agentes infiltrados se granjearon la animadversión de amplios sectores de la población urbana. Una potente maquinaria de propaganda presidida por Zhou Enlai explotaba Página 33

sin piedad todos los fallos del régimen nacionalista. Era una guerra de imagen y los comunistas lograron proyectar una visión de democracia y reforma social, en buena medida porque nadie, salvo unos pocos periodistas en visita guiada, lograba pasar algún tiempo en el territorio que controlaban. Pero, por encima de todo lo demás, la gente estaba harta de la guerra. Al cabo de más de una década de miedo y violencia, anhelaban la paz a cualquier precio, aunque fuera bajo el comunismo. Los comunistas, entretanto, aprovecharon las negociaciones de paz para descansar y reagruparse. Un trasiego constante de carretillas y carros tirados por asnos que circulaba por los caminos rústicos al norte del río Yangtsé transportaba alimentos que se sumaban a sus reservas. Desmontaban motores de camiones y los transportaban en embarcaciones fluviales. A finales de marzo, 1 millón de soldados abarrotaba la orilla septentrional del río que divide las mitades norte y sur de China. Al mismo tiempo que los comunistas se preparaban para cruzar el Yangtsé y apoderarse de toda China, el gobierno británico mandó una fragata de guerra desde Shanghai para rescatar a los compatriotas atrapados en Nanjing, la capital, situada en la orilla meridional del río. El Amethyst lucía una bandera británica de cinco metros en cada uno de los costados de su casco de acero gris. Parecía un recuerdo pintoresco de una época que había quedado atrás, en que las cañoneras extranjeras patrullaban por las aguas del Yangtsé. A medio camino entre Shanghai y Nanjing, dos disparos de artillería procedentes de la orilla septentrional impactaron en el navío. Este quedó dañado y fue a la deriva, arrastrado por la corriente, hasta encallar en el fango. Allí izó dos banderas blancas, pero el bombardeo continuó durante varios días y acabó con la vida de 44 marineros. La fragata de la Marina Real británica quedó atrapada durante diez semanas, hasta que por fin se desprendió de la cadena que sujetaba el ancla y logró escapar, mientras los comunistas exigían que Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia retiraran sus fuerzas armadas de toda China. Mao veía en el Amethyst el símbolo perfecto de la China de antes y ordenó a sus tropas que «no permitieran injerencias extranjeras». El ataque contra la Marina Real británica apareció en los titulares del mundo entero. Mao estaba encantado con todo ello[41]. El incidente del Amethyst puso en guardia a los extranjeros que residían en Shanghai. Pocos días más tarde, las tropas comunistas iniciaron la campaña final. Nanjing ofreció tan solo una resistencia simbólica. El Ejército de Liberación del Pueblo desplegó gran cantidad de juncos, sampanes y lanchas en el río Yangtsé para cruzarlo al son de los sones de trompeta y de la música marcial. Con la ciudad debilitada como consecuencia de las deserciones a gran escala, la población civil se entregó al pillaje. En el ajetreado distrito comercial de Fuzimiao, hombres, mujeres y niños harapientos saqueaban de buen humor, reían y se gritaban. Sacaban los sofás, las alfombras y la ropa de cama de los pisos superiores de los chalés de dos plantas y los amontonaban sobre el césped. Un soldado sonriente había abandonado el rifle y acarreaba con cautela una lámpara en cada mano. Una vieja con los cabellos grises recogidos en un moño, ataviada con un vestido negro y andrajoso, andaba a saltitos sobre unos

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pies diminutos, vendados a la antigua usanza, y se llevaba cuatro cojines con unos bordados muy elaborados.

Todo lo que había en el Ministerio de Comunicaciones, hasta las ventanas de guillotina y las instalaciones de fontanería, desapareció. El entablado de los suelos se transformó en leña. Las multitudes cercaban el aeropuerto y trataban de llegar a los aviones por la fuerza, o por medio de sobornos. Los soldados esgrimían sus bayonetas en un intento por mantenerlos a raya. Un general nacionalista gritaba órdenes a unos subordinados que cargaban un lujoso piano a bordo de un avión[42]. Al tiempo que los ánimos se ensombrecían, con la oscuridad llegó el miedo. Se oían disparos a lo lejos, y entonces unas atronadoras explosiones sacudieron la capital. El fuego tiñó el cielo de un rojo profundo, porque los soldados que se marchaban prendían fuego a las municiones y al combustible abandonado a orillas del río. En un hotel ruinoso, los miembros del Comité para el Mantenimiento de la Paz se sentaban en torno a mesitas, bebían té y preparaban eslóganes para dar la bienvenida a los comunistas: tenían a su cargo una ciudad con 1 millón de civiles y no dejaban de producir carteles en los que exhortaban a la población a mantener el orden[43]. El 23 de abril, las columnas del Ejército de Liberación del Pueblo entraron en la ciudad, con el cuerpo sudoroso bajo las prendas acolchadas de los uniformes. Al día siguiente se les vio sentados en formación sobre los sacos de dormir que habían puesto sobre la acera. Escuchaban las instrucciones políticas de los cuadros o entonaban canciones revolucionarias. Multitudes de curiosos acudían a observarlos, o les ofrecían agua caliente que los soldados echaban en unos tazones que llevaban en el cinturón. Estudiantes vestidos con pulcritud —muchachos y muchachas muy serios — salían de sus residencias y aclamaban a las tropas recién llegadas, aunque la mayoría de los soldados no les hiciera el menor caso. Eran dos mundos completamente separados. En el palacio Presidencial, Chen Yi y Deng Xiaoping se turnaban en la silla de Chiang Kai-shek[44]. Una vez que hubieron atravesado el Yangtsé —la última gran barrera defensiva en China—, los comunistas avanzaron con gran celeridad. La toma de Nanjing les llevó cuatro días. No tardó en seguirle Wuhan, el centro comercial e industrial del curso medio del Yangtsé. Al término de una marcha acelerada hacia el este, en dirección a la costa, cortaron la línea férrea Shanghái-Guangzhou. Shanghai, el centro financiero de China, quedó aislada. El general designado para defender la ciudad dijo: «Shanghai será la Stalingrado de China». Pero la mayoría de los habitantes de la ciudad permisiva apodada el «París de Oriente» temía la destrucción que se produciría como consecuencia de un largo asedio y abrigaba la esperanza de que la promesa no se cumpliera[45]. La defensa principal de Shanghai era una empalizada de 50 kilómetros de largo. Sus postes procedían de maderos proporcionados por un organismo de las Naciones Unidas destinado a la ayuda humanitaria. Dentro de la ciudad imperaba una falsa sensación de calma, porque todavía vibraba con un bullicio que parecía querer negar Página 35

la llegada de los comunistas. Todavía se hacían apuestas en los clubes, cabarés y bares del Bund. Los residentes británicos aún jugaban al críquet y trasegaban ginebra rosa en sus impecables céspedes a la hora en que se pone el sol. En el Duke Lear’s, en el Tango, en el Rainbow, las camareras se sentaban en los taburetes de la barra o se repantigaban en las butacas, aparentemente ajenas al bloqueo. Y, a pesar de la inflación, parecía que todo el mundo comerciara, fuera en dólares, en lingotes de oro o por medio del trueque. En un intento por evitar los saqueos que habían tenido lugar en Nanjing, se declaró la ley marcial. Los pelotones de ejecución ajusticiaban a presuntos agentes comunistas, estraperlistas y otros maleantes en las afueras de la ciudad. Antes de alinear a las víctimas y ajusticiarlas de un tiro en la nuca, los nacionalistas las paseaban por las bulliciosas calles de Shanghai, de pie en la caja de camiones descubiertos, con carteles en los que se explicaban sus crímenes. En otros lugares, en las carreteras periféricas, cientos de trabajadores forzosos preparaban emplazamientos para ametralladoras, alambradas y terraplenes. En las intersecciones principales se erigían puestos de centinela protegidos por sacos terreros. Los soldados apostados en ellos hurgaban con sus bayonetas en las bolsas y los fardos de los refugiados que entraban en la ciudad. Se organizó un Desfile de la Victoria para levantar la moral y los camiones avanzaron por las calles con trabajadores y estudiantes que lanzaban gritos de lealtad a Chiang Kai-shek. Los inquilinos del edificio Broadway Mansions, el bloque de apartamentos más alto de Shanghai, divisaban desde el ático el centelleo de los cañonazos en la otra orilla del río Huangpu. Más al norte se columbraba el fulgor de las aldeas en llamas. Aquí y allá las bengalas trazaban estelas rojas en el horizonte[46]. Cuando Chen Yi y sus soldados se acercaron a las zonas donde se hallaban las granjas, la verdura fresca desapareció de los mercados y de los puestos callejeros. El asedio también obligaba a los pescadores a quedarse en dique seco. El precio de la corvina amarilla, el producto alimenticio más popular en la ciudad, se multiplicó por seis en un solo día. En poco tiempo, dicho pescado desapareció por completo de los puestos de venta. La multitud se agolpaba en torno a los establecimientos donde se vendía arroz, acongojada ante la inflación creciente y la reducción de los suministros. El alcalde de la ciudad efectuó un llamamiento público para que los ciudadanos plantaran sus propios Jardines de la Victoria[47]. El 25 de mayo, tras una fatigosa espera que se prolongó durante varias semanas, Shanghai cayó ante los comunistas. Apenas hubo disparos, porque la comunidad empresarial y las tríadas habían cambiado discretamente de bando. Los nacionalistas estaban en plena retirada. En algunos casos, sus tropas desfilaban casi en formación, mientras que en otros escapaban por la ciudad, presa del terror y la confusión, cubiertas del fango de los campos de batalla. Los desertores buscaban desesperadamente ropa de segunda mano por las tiendas del distrito de los prostíbulos. Las calles se llenaron de uniformes abandonados. Un día más tarde, en Página 36

plena noche, pequeños pelotones bajo el mando de Chen Yi empezaron a infiltrarse en la Concesión Francesa, que se hallaba en el sudoeste. Luego avanzaron con precaución por las aceras de la Avenue Joffre y la Great Western Road, con el cuerpo pegado a los edificios, para guarecerse de los ocasionales disparos de francotiradores nacionalistas aislados. Al salir el sol, ya estaban en el Bund. Shanghai suspiró con alivio. No hubo saqueos, violaciones ni requisas. Igual que en otras ciudades, los soldados tuvieron una conducta ejemplar. Dormían sobre las aceras y ni siquiera aceptaban el agua que les ofrecían los compasivos vecinos. Parecían un ejército de adolescentes en lugar de los soldados hoscos y belicosos que retrataba la propaganda anticomunista. Mariano Ezpeleta, el cónsul general de las Filipinas, quedó asombrado de su juventud: Estaban allí: los soldados comunistas. En su mayoría, adolescentes que apenas habían llegado a la juventud, muchachos de cuerpo menudo, de andar desgarbado. Otros, campesinos casi adultos, que trataban de mantenerse erguidos apoyando el peso ahora sobre una pierna, ahora sobre la otra. Se quedaban de pie en los cruces de calles, sostenían la carabina en posición de descanso con desenfado, miraban en derredor con los ojos como platos, visiblemente desconcertados por los suntuosos edificios de la ciudad. Alguien habría podido pensar que se trataba de cadetes llenos de curiosidad, procedentes de una población rural del interior, que aprendían sus primeras lecciones en el arte de montar la guardia[48].

Los periódicos comentaban la buena conducta de los soldados. El diario shanghaiano Takung Pao («El Imparcial») anunciaba: «Los transportes públicos vuelven a funcionar y no hay ni un solo soldado del Ejército de Liberación del Pueblo que viaje sin billete, ni que trate de saltarse la cola para acceder a los vehículos». Circulaban muchas historias similares que tranquilizaban a los angustiados habitantes de las ciudades[49]. La población se sentía aliviada. Aún se referían a los soldados con términos peyorativos y corrían chistes que los pintaban como paletos. Una de las anécdotas hablaba de un pelotón que descubría una taza de váter de porcelana blanca y trataba de utilizarla para lavar arroz: uno de los soldados tiraba de la cadena y veía, horrorizado, cómo el arroz desaparecía del recipiente arrastrado por el agua. En el lujoso hotel Cathay, los palurdos que habían venido del campo jugaban con los ascensores y ataban las mulas en el vestíbulo. No todos los relatos de ese tipo eran invenciones. Feng Bingxing, un veterano que tenía veinticinco años en el momento de entrar en Shanghai, recordaría luego: «Tratábamos de encender cigarrillos en las bombillas y lavar arroz en las tazas de los inodoros. ¿Sabe?, es que muchos de los oficiales y soldados provenían de áreas rurales y no habían visto nada de todo aquello antes de entrar en Shanghai[50]». Al cabo de un día se colgaron pancartas cerca del Club Americano que proclamaban: «Damos la bienvenida al Ejército de Liberación del Pueblo». Un gran retrato de Mao Zedong fue izado sobre el Shanghai Dashijie, un bullicioso edificio de seis pisos que alojaba instalaciones recreativas. Los pendones rojos ondeaban sobre los portales de las tiendas, y camiones cubiertos de banderas del mismo color transportaban a estudiantes y obreros jubilosos que enarbolaban banderines Página 37

igualmente rojos. Si bien aún se oía en la distancia el traqueteo de las ametralladoras, los altavoces bramaban canciones comunistas en el centro de la ciudad. Un día después de la caída de Shanghai, tranvías y autobuses empezaron a circular de nuevo en algunas partes de la ciudad. Los policías habían salido de nuevo a la calle a dirigir el tráfico. Unos brazaletes rojos indicaban su nueva filiación política. «En las esquinas de las calles, los buhoneros exhibían de nuevo sus mercancías, y los puestos de verdura callejeros, que llevaban casi una semana vacíos, volvieron a llenarse rápidamente con productos del campo[51]».

En cuanto Nanjing y Shanghai se hallaron bajo el control de los comunistas, las tropas nacionalistas que aún no se habían rendido prosiguieron con la retirada hacia el sur. Guangzhou, eje comercial y puerto sureño cercano a Hong Kong, era la ciudad donde Sun Yat-sen había puesto en marcha el primer gobierno nacionalista tras la caída del imperio en 1911. La mayoría de los generales que se enfrentaban en la guerra civil se habían formado en la Academia Militar de Whampoa, creada en 1924. Durante unas pocas semanas, la población de Guangzhou, capital provisional de los nacionalistas, creció sin freno. Los representantes de la Unión Soviética, integrantes de la primera legación extranjera que había huido cuando las tropas comunistas se acercaban a Nanjing, se había encerrado en el sexto piso del hotel Oi Kwan, un moderno edificio art déco que se erguía sobre el Bund. En el décimo piso se hallaban los diplomáticos estadounidenses. Los nacionalistas se habían quedado con la mayoría de los otros pisos para emplearlos como cuartel general. Un trecho más allá por el Bund, en la isla de Shamian, los miembros del gobierno habían adquirido lujosas viviendas de estilo occidental a la sombra de los banianos. Los recién llegados se disputaban los pocos edificios y apartamentos que quedaban libres, y se llegaron a exigir depósitos en metálico de 4000 dólares estadounidenses por un piso pequeño con dos habitaciones. En las afueras de la ciudad, los pobres vivían en chozas que habían levantado de un día para otro. La ciudad estaba desbordada por una población que aumentaba sin cesar[52]. El brutal crecimiento no duró mucho. Al cabo de unas pocas semanas de reposo, los comunistas reanudaron la marcha. Guangzhou cayó el 14 de octubre de 1949, «sin apenas nada más que un suspiro silencioso». Los comunistas terminaron así una marcha de 3500 kilómetros que había empezado un año antes con la caída de Changchun[53]. Tras una rápida y caótica retirada a Chongqing, el 10 de diciembre Chiang Kai-shek huyó a Taiwan. No regresaría jamás.

Mientras los comunistas avanzaban hacia el sur en dirección a Guangzhou, otro ejército seguía la vía férrea que partía de Xuzhou hacia el oeste. Más adelante se hallaba una extensa región fronteriza que colindaba con el Tíbet, India, Afganistán, la Página 38

Unión Soviética y la República Popular de Mongolia. Su población era escasa: unos 13 millones de personas, menos del 3 % del total estimado de China. Desiertos, montañas, estepas y lagos conformaban un paisaje inclemente pero hermoso, que escondía valiosas reservas de petróleo, carbón, oro, wolframio, uranio y tierras raras. Una franja poblada por musulmanes atravesaba el noroeste. Había mezquitas en todas las principales poblaciones y se empleaba el árabe en los servicios religiosos. Un visitante observaba en 1948: Los gorros de los hombres y los velos de las mujeres son un rasgo distintivo, por supuesto, pero sus rasgos faciales también son muy característicos. Tienen la nariz más grande y los ojos más redondos que los típicos chinos, y los hombres lucen unas barbas exuberantes que se distinguen fácilmente por sus pobladas patillas[54].

Muchos otros grupos contribuían a formar una población extremadamente heterogénea, sobre todo en Xinjiang, la provincia que se hallaba más al oeste, colindante con Asia central. En aquellas tierras de pastoreo, interrumpidas por desiertos y montañas de cumbres nevadas, las sucesivas invasiones y migraciones habían ido dejando poblaciones de uigures, kazajos, chinos, taranchis, kirguises, mongoles, bielorrusos, uzbekos, tayikos, tártaros y manchúes, entre otros. Los uigures, «con sus gorros multicolores bordados, sus chaquetas y botas de cuero», eran con mucha diferencia el grupo dominante en Xinjiang, y suponían tres cuartas partes de una población de 4 millones. Las relaciones entre los distintos pueblos podían ser hostiles, incluso violentas, sobre todo durante el siglo XIX, cuando habían estallado revueltas contra el imperio de los Qing y los manchúes se habían visto obligados a reconquistar toda la región. La plena incorporación de Xinjiang al imperio se hizo esperar hasta 1884[55]. El noroeste disfrutaba de uno de los gobiernos provinciales más eficaces de todo el país, en evidente contraste con lo que ocurría en las zonas gobernadas por los nacionalistas. Ma Bufang, general musulmán de cuerpo fornido y aspecto cuidado, se valió de métodos autoritarios para transformar Qinghai: plantó sauces y álamos a lo largo de las carreteras lisas y asfaltadas, limpió las ciudades, irrigó el campo y construyó hospitales y centros médicos. En la capital, Xining, un tercio de la población estaba escolarizada. La comida, la ropa y la educación eran gratuitas para todos los estudiantes. Mientras casi toda la China sufría la guerra civil, Qinghai prosperaba[56]. Pero Ma Bufang no tenía ninguna posibilidad contra el ejército que avanzaba por la vía férrea proveniente de Xuzhou. Peng Dehuai, hombre corpulento de cabeza rapada y facciones de bulldog, conducía a unos 150 000 soldados contra los 40 000 jinetes musulmanes armados de la caballería de Ma, y se disponía a aplastar todas las esperanzas que los nacionalistas pudieran conservar en la región. Lanzhou, una de las ciudades de la antigua Ruta de la Seda y puerta del noroeste, cayó en agosto de 1949, y los comunistas se apoderaron de las explotaciones petrolíferas de Yumen.

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Estaban a punto de llegar a Xinjiang. Aquel territorio había vivido una atormentada historia de enfrentamientos étnicos, que una significativa presencia soviética había contribuido a empeorar. A cambio de privilegios comerciales y concesiones sobre campos petrolíferos y minas de estaño y wolframio, las fuerzas soviéticas habían ayudado repetidamente a Sheng Shicai, gobernador de la provincia entre 1933 y 1944, a reprimir las rebeliones locales. La Unión Soviética, necesitada de un Estado tapón para protegerse de los japoneses, había tomado el control efectivo de la región en noviembre de 1940. Sheng Shicai temía que Xinjiang pudiera correr la suerte de Polonia, invadida y dividida varios años antes por Stalin y Hitler, y firmó un acuerdo por el que se otorgaban concesiones adicionales durante cincuenta años. Al terminar la guerra, Chiang Kai-shek logró que la desaparición de la presencia soviética en Xinjiang se incorporara al Tratado Chino-Soviético. También llegó a un acuerdo con los kazajos y los uigures, y accedió a formar un gobierno de coalición en el que los nacionalistas compartían el poder con representantes de la República del Turkestán Oriental, entidad política establecida por los rebeldes con ayuda soviética en el norte de la provincia. Los comunistas se hicieron con el control de Xinjiang mediante una combinación de conquistas y negociaciones. En primer lugar, Mao Zedong invitó a cinco líderes clave de la República del Turkestán Oriental a un Congreso Político Consultivo que se celebró en Beijing. El 22 de agosto de 1949, Stalin les ordenó que cooperaran con Mao. Dos días más tarde, subieron a un avión en Kazajistán y se dirigieron a Beijing. El avión se estrelló cerca del lago Baikal y todos los que viajaban a bordo murieron. Circularon numerosas especulaciones y se llegó a sospechar que habían muerto por orden de Stalin, como consecuencia de un acuerdo secreto entre este y Mao. Los dirigentes que quedaron con vida estuvieron de acuerdo en que su república pasara a formar parte de la provincia de Xinjiang y aceptaron importantes puestos de mando en la nueva República Popular China. Entonces, en octubre, Peng Dehuai cercó Ürümqi, la capital provincial, y obligó a los nacionalistas a rendirse. Xinjiang fue liberada, pero Peng empezaba a flaquear. El 29 de diciembre de 1949 escribió a Mao para explicarle que se hallaba en plena bancarrota y que no le quedaban medios para alimentar a sus tropas: «Entiendo que la concesión de una considerable ayuda por parte de la Unión Soviética es indispensable para la resolución de nuestras dificultades actuales y la futura construcción de Xinjiang». Al cabo de pocas semanas, los comerciantes, ingenieros y asesores soviéticos acudían en masa a la región. Caravanas de camiones que transportaban soldados rusos vestidos con ropa de invierno circulaban de noche por las calles de Ürümqi[57]. La liberación del Tíbet tuvo que esperar un tiempo. Lhasa expulsó a una delegación nacionalista en julio de 1949 y pocos meses más tarde remitió una carta al Departamento de Estado de Estados Unidos en la que expresaba su intención de defenderse «por todos los medios posibles» de la intrusión comunista. Se enviaron copias de la carta a Londres y Beijing. Beijing aguardó. Se abrieron negociaciones. Página 40

Se hicieron ofertas. El 7 de octubre de 1950, mientras Lhasa deliberaba, 40 000 soldados comunistas entraron en el Tíbet, avanzando por los pasos a 4000 metros de altitud por los que se accedía a la desolada meseta tibetana. Aplastaron toda la oposición armada que hallaron en Chamdo y pusieron bajo control al débil gobierno teocrático. India, independiente desde 1947, acababa de reconocer a la República Popular. Su primer ministro, Jawaharlal Nehru, había hablado en favor de la China comunista y había asegurado al mundo que la cuestión tibetana se resolvería por medios pacíficos. China, por su parte, se había adueñado de todos los pasos importantes del Himalaya por los que se podía llegar a India y Nepal. Gran Bretaña se mantuvo neutral, porque la independencia de la India le había hecho perder todo interés en establecer un Estado tapón que la defendiera. Las Naciones Unidas no intervinieron, porque estaban ocupadas con la guerra de Corea[58]. Los comunistas habían logrado recuperar el territorio gobernado por el imperio de los Qing a finales del siglo XIX. Igual que los bolcheviques habían heredado un reino conquistado por los zares, los comunistas podrían desarrollar su proyecto en el imperio forjado por los manchúes. Tan solo Hong Kong y Taiwán habían escapado al poder de la República Popular[59].

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SEGUNDA PARTE

LA TOMA DEL PODER (1949-1952),

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LA LIBERACIÓN

La liberación se anunció a bombo y platillo. En todas las poblaciones de cierta importancia, la instauración del gobierno comunista se celebró con un desfile minuciosamente coreografiado. En todos los casos, los soldados iban en cabeza, seguidos por un camión que exhibía un gran retrato de Mao Zedong. Cuerpos de danza que agitaban banderas rojas, ataviados con ropajes de color azul, rojo y verde, con fulares de seda y toallas blancas enrolladas en la cabeza cual turbantes, ejecutaban una danza tradicional de la cosecha llamada «la canción del brote de arroz» (yangge), y mecían el cuerpo al son de la música de los tambores de cintura, los pesados gongs y las trompetas. En teoría, los fluidos movimientos de la danza homenajeaban a los campesinos y a sus actividades diarias, como la siembra o el transporte de agua con percha. En apariencia, se trataba de una forma artística del pueblo para el pueblo, y se repetía en todos los desfiles y asambleas. Incluso en el norte, donde la canción del brote de arroz era popular, los campesinos sentían desconcierto ante la manera en que los cuerpos de danza ejecutaban el baile tradicional. Algunas de las melodías ya no tenían nada que ver con las canciones tradicionales locales, sino que procedían del ejército soviético. Muchas de las letras tradicionales —como es habitual en los espectáculos folklóricos de todo el mundo— eran atrevidas, e incluso abiertamente obscenas, y contaban historias de amores y traiciones, mientras que las nuevas letras celebraban la abolición de los tratados injustos y la victoria del Ejército de Liberación del Pueblo. Los complejos pasos de danza tradicionales se habían simplificado en tres o cuatro movimientos básicos. El reparto de personajes tradicionales, que iba desde adivinos y maridos calzonazos hasta sacerdotes, caballeros y dioses, se había visto reemplazado por obreros, soldados y campesinos. Pero es que, además, la gente corriente de buena parte de China desconocía las canciones del brote de arroz. Los espectadores de Xi’an fueron incapaces de identificar a alguno de los personajes del espectáculo, porque no tenían nada que ver con la ópera local. «Lo único que no cambiaba era el estruendo ensordecedor de los gongs y los tambores, que resonaban por la ciudad con tanta frecuencia que casi todos los días parecían Año Nuevo, signo audible de que los tiempos habían cambiado». Con todo, la mayoría de los espectadores gozaba con las festividades, porque los sonidos de celebración anunciaban el final de la guerra[1]. En las ciudades grandes de la costa, las asambleas políticas de este tipo tenían una importancia mucho mayor. El 6 de julio de 1949, los tanques y obuses desfilaron con gran estruendo por la calle de Nanjing, eje del distrito comercial de Shanghai, seguidos por ejércitos de trabajadores que alzaban repetidamente los puños cerrados bajo una lluvia torrencial. Algunas firmas habían enviado camiones repletos de trabajadores. Un camión de la Shell Oil Company cargaba con un enorme capitalista Página 43

de cartón piedra que sostenía un gigantesco billete de cinco dólares. Otros transportaban estudiantes ataviadas con pulcras blusas blancas y pantalones de algodón de media pierna, que recitaban eslóganes al ritmo de los gongs. Unas pocas semanas antes, idénticos camiones habían transitado por las calles para celebrar el Desfile de la Victoria de Chiang Kai-shek. Las mismas caras habían gritado hasta enronquecer, pero en esta ocasión lo hacían a favor de los comunistas[2]. La concentración más importante tuvo lugar en Beijing el primero de octubre, día en el que Mao Zedong anunció la creación del Gobierno Central del Pueblo en una ceremonia fundacional a la que asistieron 400 000 personas. Los preparativos habían empezado temprano. La plaza de Tian’anmen, como la mayor parte de la capital imperial, se hallaba en un estado lamentable, porque había caído en el abandono durante los años de la guerra civil. Por aquel entonces era mucho más pequeña que hoy en día, y albergaba muros medievales, calles antiguas y edificios en ruinas que en otro tiempo habían servido para hospedar a los funcionarios que aguardaban a que el emperador les concediera una audiencia en el Palacio Imperial, también conocido como Ciudad Prohibida. El deteriorado pavimento de la plaza estaba cubierto de basura. Cardos y arbolillos crecían en las grietas de las baldosas[3]. Dan Ling fue uno de los estudiantes que se ofrecieron con entusiasmo para contribuir a asear la plaza. Como recompensa por su duro trabajo, se le permitió asistir al desfile. Llegó a la ceremonia a hora temprana y esperó frente a la puerta con un frío glacial. Después del alba empezó a lloviznar. En cuanto los otros estudiantes hubieron llegado, formaron en fila y marcharon con otros grupos hasta el lugar que tenían asignado en la plaza. La hallaron repleta de profundos socavones sin reparar. Dan y los otros estudiantes se guarecían en los socavones, muy apretujados, para darse calor entre sí[4]. Miles de banderas ondearon a la brisa del otoño sobre un mar de personas cuidadosamente seleccionadas entre los diversos estamentos de la sociedad. Li Zhisui, un médico de veintinueve años que había trabajado en Australia y había regresado a China tras leer que los comunistas se habían adueñado de Beijing —su ciudad natal— sin un solo disparo, se unió a la multitud para gritar eslóganes: «¡Larga vida al Partido Comunista de China!», «¡Larga vida a la República Popular China!», «¡Larga vida al presidente Mao!». También cantaban canciones revolucionarias. A las diez en punto, Mao Zedong y el resto de los líderes aparecieron en una tribuna instalada sobre la gran Puerta de Tian’anmen, al sur de la Ciudad Prohibida. Mao electrizó a una multitud que había acudido ya con entusiasmo. Muchos de los asistentes entreveían por primera vez al nuevo mesías de China. Mao era un hombre de cincuenta y seis años, alto, saludable, con buen color. Su voz era potente y clara, y la acompañaba con gestos enérgicos. Ya no vestía el uniforme militar con el que había aparecido en tantas fotografías, sino un traje estilo Sun Yat-sen de color marrón oscuro, que no tardaría en conocerse como traje Mao. Una gorra de obrero cubría sus Página 44

tupidos cabellos negros y dejaba al descubierto una frente alta y amplia. Para transmitir un mensaje de unidad y democracia, se presentó junto a varias personalidades políticas no comunistas, entre las que se hallaban Song Qingling, también conocida como la señora de Sun Yat-sen. Aunque su hermana estuviera casada con Chiang Kai-shek, había apoyado a los comunistas durante la guerra civil y se había transformado en una figura emblemática del frente unido. Pero el centro de atención era el propio Mao. Para muchos de los presentes tenía un verdadero magnetismo. Habló con voz suave, casi musical, teñida por un fuerte acento de Hunan que a la mayoría les resultaba relativamente fácil de comprender. Su discurso produjo fascinación. Proclamó: «¡Queda establecido el gobierno central de la República Popular China!», y la muchedumbre enloqueció, volvió a corear eslóganes y estalló en un aplauso atronador. Li casi lloraba: Me sentía tan lleno de alegría que el corazón estuvo a punto de salírseme por la garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me sentía tan orgulloso de China, tan lleno de esperanza, tan feliz de que la explotación, el sufrimiento y las agresiones de los extranjeros hubiesen terminado para siempre… No tenía ninguna duda de que Mao era el gran líder de la revolución, el artífice de una nueva historia china[5].

Para Dan Ling, lo más emocionante de aquel día fue la exhibición militar. Los cuerpos de danza bailaban al ritmo de la canción del brote de arroz que marcaban los tambores y los gongs, y los zancudos brincaban alegremente con disfraces de colores entre la multitud. Pero el ejército era la estrella del espectáculo, con unos 16 400 soldados entre infantería y caballería, tanques, coches blindados y camiones equipados con ametralladoras. Mientras el Ejército de Liberación del Pueblo desfilaba por Tian’anmen, unos pocos aviones rugieron en lo alto para exhibir unidad y fuerza militar. Detrás de la marcha cadenciosa de los soldados venían las filas cerradas de trabajadores, estudiantes y funcionarios. Muchos de ellos enarbolaban estandartes de papeles de colores y retratos de Mao Zedong, algunos de ellos hechos jirones por el viento. Dan y sus amigos estuvieron plantados bajo la lluvia durante más de diez horas, sin comida, sin agua, sin poder guarecerse, pero no por ello fue menor su entusiasmo[6].

Al día siguiente, Dan Ling padeció una diarrea que se alargó durante todo un mes y lo debilitó tanto que estuvo a punto de costarle la vida. Dan había conocido el Partido Comunista en 1947, cuando tenía catorce años. Los nacionalistas llamaban «bandidos» a los comunistas, con lo que el prestigio del que gozaban estos a ojos del muchacho no había hecho más que crecer. A menudo, las leyendas populares pintaban a los forajidos como héroes que luchaban contra funcionarios corruptos del gobierno. Varios miembros del Partido Comunista fueron arrestados y encerrados en un patio cercano al hogar de Dan. Las veces que se les permitía salir, cantaban y representaban historias que impresionaban a Dan y a otros muchachos del vecindario. Dan los idolatraba y creía que los pobres de las zonas liberadas podían comer hasta Página 45

hartarse y recibían el mismo trato que los demás. Cierto día, Dan y otros dos chicos decidieron unirse a los comunistas. Se rumoreaba que habían creado una base en las montañas al oeste de Beijing. Provistos de comida, agua y un cuchillo, los muchachos escaparon de noche y atravesaron campos desolados y espeluznantes cementerios en la oscuridad. Pasaron la noche en una aldea, agotaron enseguida su provisión de comida y, finalmente, decidieron abandonar el plan. La escapada de Dan no había hecho más que acrecentar su entusiasmo por los comunistas. Un año más tarde, durante el asedio de Beijing, la ciudad se llenó de soldados nacionalistas heridos. Algunos de ellos perpetraban abusos e incluso intimidaban a la policía local. Cuando las tropas comunistas acampadas junto a la capital cortaron el suministro de comida, aviones de carga empezaron a lanzar en paracaídas las tan necesarias provisiones. Los soldados peleaban entre sí por conseguir los paquetes arrojados desde el aire. Dan se había formado una imagen de la abundancia socialista que se reforzó todavía más con una visita a una exposición de fotografías sobre la vida en la Unión Soviética. Quedó pasmado ante la imagen de una familia obrera: padres sonrientes y niños de mejillas sonrosadas sentados a una mesa repleta de huevos, pan, carne y otros manjares de los que ni siquiera sabía el nombre. Dan hablaba acerca la exposición como si hubiera sido experto sobre la vida en la Unión Soviética y trataba de captar conversos entre familiares y amigos. Sus padres no le hacían mucho caso, quizá porque una vida de trabajo duro les había embotado la imaginación, pero sus dos hermanos menores babeaban ante la idea de lograr abundancia para todos. Dan se unió al Partido a los quince años, motivado por su ignorancia juvenil y por la promesa de comida[7]. Li Zhisui, médico de veintinueve años, se había criado en una mentalidad patriótica y estaba orgulloso de la cultura, la literatura, el arte y la historia de su país. En 1948 se sintió atraído por la posibilidad de trabajar como cirujano naval en Australia para escapar de la guerra civil, pero únicamente pudo quedarse allí un tiempo, porque el país tenía normas estrictas de inmigración basadas en el principio de «solo blancos». Vivía en una pequeña pensión, debatiéndose contra las políticas racistas del país, y poco a poco se hundió en una depresión. Alquiló una casa en Hong Kong para su mujer, pero tampoco quería vivir allí, porque su orgullo le impedía transformarse en un súbdito sin derechos de un rey extranjero en una colonia de la Corona. La liberación lo sacó de su estado depresivo. Li se sintió entusiasmado al leer las noticias de la victoria comunista y pensó que China por fin ocuparía el lugar que le correspondía en el mundo. Interpretó los titulares sobre el incidente del Amethyst como una victoria contra las incursiones imperialistas. Después de que su hermano le escribiera desde Beijing para pedirle que regresara, su patriotismo se reavivó y se decidió a volver a su hogar. Creyó que el frente unido con los intelectuales ajenos al Partido existía de verdad: «Sentía veneración por el Partido. Era la esperanza de una

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nueva China. En Australia había sido como un hombre ciego, que no tiene ni idea de hacia dónde se dirige. La política del frente unido me había mostrado la luz[8]». Muchos otros chinos residentes en el extranjero respondieron a la llamada para servir a la madre patria. En Hong Kong, agentes clandestinos pasaban la frontera con grupos de personas que se dirigían a Guangzhou. El viaje era difícil. Se pedía a los nuevos reclutas que se vistiesen de campesinos y se reunieran en un lugar convenido cerca de la frontera. Desde allí, seguían a pie a su guía por colinas y ríos hasta las zonas liberadas de Dongjiang. Para muchos de ellos, el momento culminante del viaje llegaba al enarbolar la bandeja roja. «Los ojos se me llenaron de lágrimas al ver nuestra bandera en lo alto del asta». Se sacaban una foto en grupo para conmemorar la ocasión. Wong Yee Sheung, educada en la Escuela Diocesana de Muchachas de Hong Kong, se cambió el nombre por el de Huang Xing, que significa Estrella Amarilla. Ella y otros cientos de personas se albergaban en escuelas locales que hallaban a lo largo del camino y dormían en sus aulas, tendidos en el suelo en impecables hileras. Al cabo de siete días llegaban a Guangzhou, donde se les alojaba de diez en diez en las habitaciones del hotel East Asia. Al otro lado de la calle se encontraba el hotel Oi Kwan, donde los nacionalistas habían instalado su cuartel general hacía tan solo unos meses. Lo adornaba un largo cartel que colgaba de la azotea: «El pueblo chino se ha puesto en pie[9]». Hong Kong se transformó en un gigantesco cruce de caminos. Un gran número de personas venía del extranjero para unirse a la revolución, al mismo tiempo que los refugiados entraban en masa en la colonia de la Corona y suplicaban protección contra el avance comunista. Personas de todos los estamentos sociales huían de China con sus conocimientos y su capital. El doctor T. V. Soong, que había participado en las negociaciones del Tratado Chino-Soviético de 1945, desembarcó en Hong Kong, donde una guardia de honor acudió a recibirlo. El general Long Yun, antiguo cacique militar de Yunnan, llegó a la ciudad con todo su séquito, pero no tardó en regresar a China para ocupar altos cargos en el país. Igual que Soong y Long, la mayoría de los refugiados estaban en Hong Kong tan solo de paso y no tardaban en instalarse en el Sudeste Asiático, Estados Unidos, América Latina u otros lugares. Pero aproximadamente 1 millón de personas optó por quedarse. Algunos de ellos eran prósperos empresarios industriales que se traían fábricas enteras y ligaban su destino al de la colonia de la Corona. La mayoría eran artesanos, tenderos, granjeros e indigentes que habían cruzado la frontera sin apenas nada más que ropa. Cientos de miles mendigaban y deambulaban por las calles, y vivían en chozas hechas con barro, madera, bambú, chapa metálica, cartón alquitranado y otros materiales en las colinas de Hong Kong y Kowloon. Otros 40 000 vivían en la calle. Habían logrado hacerse con un espacio bajo una galería o en un sótano, y vivían y cocinaban al aire libre. También los había que se instalaban en chabolas ilegales en lo alto de los edificios. Los que estaban un poco mejor compartían cubículos en bloques de apartamentos, en los que cada una de las familias Página 47

disponía de unos pocos metros cuadrados. Entre los refugiados había varios miles de soldados, muchos de ellos tullidos e inválidos. El régimen de Taiwán los veía como un riesgo para su seguridad y les prohibía la entrada. Después de varios meses de supervivencia en un barrio de chabolas que había surgido en Mount Davis, el Departamento de Bienestar Social los trasladaba a Rennie’s Mill, donde moraban en grandes tiendas y cobertizos construidos con chapa. El lugar no tardó en recibir el nombre de Pequeña Taiwán[10]. Otro contingente de refugiados, entre 1 y 2 millones de personas, cruzó el estrecho de Taiwán siguiendo los pasos de Chiang Kai-shek y los nacionalistas. Muchos de ellos arrastraban traumas profundos. A menudo, las familias se habían dividido, porque los soldados y funcionarios habían dejado atrás a mujeres y niños en su precipitación por escapar. Así, por ejemplo, en septiembre de 1949 Ying Mei-jun se había despedido de su hijo de un año en una estación de ferrocarril. El niño lloraba tanto que lo había dejado al cuidado de la abuela, porque tenía miedo de cargar con él en un tren abarrotado. No volvería a ver a su primogénito hasta 1987, transformado en un hombre de cuarenta años, destrozado por años de trabajos forzados en una granja estatal. De niño, había tenido por costumbre correr en pos de los trenes que pasaban enfrente de su casa, porque pensaba que su madre viajaba a bordo. Cientos de miles de refugiados perdieron todo contacto con amigos y parientes, y durante tres décadas, muchos de ellos ni siquiera supieron si los que habían permanecido en el continente seguían con vida. El aislamiento se agravaba como consecuencia de la hostilidad que sufrían por parte de la población local. En 1947 tuvo lugar en Taiwán una masacre conocida como Incidente 228, en la que los nacionalistas asesinaron a miles de manifestantes desarmados que protestaban contra la corrupción y el autoritarismo del régimen de posguerra. A continuación se declaró la ley marcial y se impuso un régimen de terror que creó una profunda división entre los refugiados del continente y los taiwaneses nativos, que se prolongaría durante varias décadas[11]. Por otra parte, el telón de bambú no tardó en descender sobre el continente y puso fin a una de las migraciones humanas más importantes de la historia de China. Pero la gran mayoría de la población ni respaldaba con entusiasmo ni se oponía con intransigencia al nuevo régimen. La mayoría no tuvo otra opción que quedarse y asistir a la liberación y a las celebraciones que la acompañaron con una mezcla de alivio, esperanza y recelo.

Después de las celebraciones apareció la policía. Los agentes no eran tan amistosos como los soldados. Patrullaban y se arrogaban el derecho a entrar en los domicilios privados en busca de objetos prohibidos, como armas y radios. El policía que acosaba a la familia de Kang Zhengguo en Xi’an vestía un uniforme andrajoso y hablaba con fuerte acento septentrional. «Siempre le servíamos té en la sala de estar, pero no parecía que estuviera acostumbrado a las sillas de madera lisa de cedro, y al cabo de Página 48

un rato solía ponerse en cuclillas sobre la silla, sin molestarse siquiera en descalzarse». Estaba interesado en la radio de válvulas que poseía la familia. La policía sospechó que, en lugar de como receptor de radio, el dispositivo servía para transmitir radiotelegramas. El cabeza de la familia Kang tuvo que acudir una y otra vez a la comisaría de policía para someterse a interrogatorios. Exasperado, acabó por entregar el aparato[12]. En toda China, la policía visitaba a las personas de quienes sospechaban que simpatizaban con el antiguo régimen. En grandes ciudades como Beijing, Shanghai y Wuhan, pocos días después de la liberación llegaron unos equipos especiales instruidos para hacerse cargo de la seguridad pública. Tras una sesión informativa con miembros de la organización clandestina del Partido Comunista, se desplazaban a las comisarías y los cuarteles generales de policía y ordenaban que todo el mundo permaneciera en sus puestos. El general Chen Yi, nuevo alcalde de Shanghai, reemplazó la gorra de visera por una boina de color oscuro y soltó un discurso de tres horas a la fuerza policial con un cigarrillo sin encender en la boca. Les explicó que debían «reformarse y al mismo tiempo llevar a cabo su trabajo sin preocupaciones indebidas[13]». Los comunistas apenas podían hacer otra cosa que pedir a los antiguos funcionarios del gobierno y policías sin adscripción ideológica que se mantuvieran en sus puestos. En todos los departamentos —servicio de correos, ayuntamiento, comisaría de policía—, algunos altos cargos del antiguo régimen se esfumaban y aparecían nuevas caras. Se trataba de los cuadros del Partido, encargados de supervisar la toma del poder: El típico burócrata del régimen, con su uniforme azul o caqui, como el de un soldado, con una gorra de tela que suele ponerse incluso en el despacho, recuerda mucho más a un comisario soviético que a un funcionario chino. Lleva una vida frugal… es un hombre pobre y el Partido lo viste, alimenta y aloja. No consume más tabaco y jabón que los que forman parte de su ración oficial y las ganancias de un mes a duras penas le llegan para pagarse unas burdas sandalias. Duerme en el suelo y, si está en uno de los edificios requisados a los europeos, rechaza los colchones mullidos que le impedirían dormir. Se muestra distante con los desconocidos y, aparte de los pocos que son asignados para llevar las «relaciones extranjeras», es inaccesible. Insiste en que los demás chinos le hablen en el idioma de Beijing, que ahora, más que nunca, es la lengua oficial de todo el país, y no en el dialecto de Shanghai, ni de ningún otro lugar[14].

Los empleados que habían trabajado para el antiguo gobierno aún se encargaban a diario de la mayoría de las tareas rutinarias. En 1945, la policía nacionalista había empezado a registrar unidades domiciliarias y a repartir carnés de identidad en las ciudades que se hallaban bajo su control. Por unidad domiciliaria no se entendía tan solo una familia. El término podía referirse a cualquier unidad colectiva, como el dormitorio de una fábrica o un departamento de hospital. El nuevo régimen se apropió del sistema de registro de unidades domiciliarias, que en un primer momento los comunistas habían condenado por «fascista», pero le dio un nuevo giro. Las cartillas de racionamiento se confiaban al jefe de cada una de las unidades domiciliarias —cabeza de familia, encargado de fábrica, sacerdote de un templo— y Página 49

dicha persona se hacía responsable de informar de todos los cambios que se produjeran en la constitución de esta. El racionamiento y la distribución de comida basados en el sistema de registro exigían un trabajo burocrático apabullante, porque todas las comisarías de policía tenían que emitir cupones de racionamiento varias veces al mes. Pero así se garantizó que el Estado pudiera controlar todas y cada una de las unidades domiciliarias de una manera hasta entonces imposible[15]. Además del registro en la unidad domiciliaria, se confería a cada una de las personas una designación de clase (chengfen) en la que constaba su «ascendencia familiar», «ocupación» y «estatus individual». Había unas sesenta designaciones de clase, que se distribuían, a su vez, en categorías de clase más amplias. Estas, además, se clasificaban en «buenas», «medianas» y «malas» de acuerdo con su presunta lealtad para con la revolución: CLASES BUENAS CLASES INTERMEDIAS CLASES MALAS Cuadros revolucionarios Pequeña burguesía Terratenientes Soldados revolucionarios Campesinos medios Campesinos ricos Mártires revolucionarios Intelectuales y profesionales Capitalistas Trabajadores industriales Campesinos pobres y semipobres

Estas designaciones de clase no tardaron en simplificarse en dos términos opuestos: rojo o negro, amigo o enemigo. Determinarían el destino de las personas durante décadas, porque los descendientes heredaban el estatus del cabeza de unidad domiciliaria[16]. La policía empezó por arrestar a los enemigos del régimen más obvios: presuntos criminales de guerra, jefes de sociedades secretas, dirigentes notorios del antiguo régimen que aún no se habían escondido. Pero, poco más tarde, todo el que pertenecía a las «clases malas» se transformó en sospechoso, porque los comunistas trataban de prender a los enemigos ocultos de la revolución, agentes secretos y espías. Al fin y al cabo, China seguía en guerra. A pesar de todos los desfiles de la victoria, quedaron regiones continentales sin liberar hasta finales de 1950. Los nacionalistas controlaban la mayor parte de las aguas territoriales del país y establecieron un bloqueo en todos los puertos a partir del verano de 1949. Se valieron de su fuerza aérea para bombardear miles de juncos y sampanes que se habían reunido en la costa meridional de China para una invasión anfibia de Taiwán, y también lanzaron bombas sobre ciudades costeras, desde Shanghai hasta Guangzhou, que provocaron cientos de bajas, aun cuando en teoría sus objetivos fueran militares e industriales. Armas, municiones, alimentos y otras provisiones de vital importancia viajaban por aire hasta las guerrillas que operaban en Guangxi y en otras partes del país. Parecía que los agentes secretos trabajaran sin cesar, aunque a menudo los capturaran, y los comandos de fuerzas especiales procedentes de Taiwán efectuaban ataques en la costa que alimentaban los rumores que corrían entre el pueblo sobre una inminente invasión de Chiang Kai-shek. Página 50

Se impuso el toque de queda en las ciudades. En Shanghai se prohibió que automóviles y otros vehículos circularan por la calle después de las 21 h, y los peatones después de las 23 h. Se apostaron centinelas en todas las esquinas con rifles y bayonetas[17]. Los periódicos y la radio difundían sin cesar las actividades secretas del temido enemigo y los carteles propagandísticos exhortaban a la población a mantenerse vigilante. El enemigo parecía estar por todas partes. Un eslogan habitual en Tianjin era: «Liberad al país entero y capturad con vida al enemigo del pueblo, Chiang Kai-shek[18]». Se animaba a la gente a escribir a la policía y los periódicos. Los vecinos y amigos se denunciaban entre sí, a menudo con la esperanza de cobrar una recompensa. Parecía que la mitad de la población se hubiera vuelto comunista de un día para otro. Un observador extranjero presente en Shanghai afirmó que «todo el mundo se hacía pasar por guerrillero, por partisano rojo hasta la médula», porque todo el mundo se peleaba por mostrar su adhesión al nuevo régimen[19]. La policía visitaba a los miembros de las «clases malas» y les interrogaba sobre su pasado, les inquiría sobre sus vínculos con extranjeros y a veces efectuaba registros domiciliarios en busca de documentos sospechosos y armas escondidas. A veces, incluso la posesión de una inocua radio podía resultar sospechosa. Solo en Shanghai, se confiscaron miles de aparatos, así como armas y municiones. No hubo ejecuciones en masa. No empezarían hasta más tarde. Pero entre bastidores se encarcelaba o ejecutaba discretamente a los enemigos más peligrosos del nuevo régimen. A otros se les fichaba, interrogaba y mantenía bajo vigilancia. Varios centenares de presuntos «contrarrevolucionarios» —espías, agentes secretos, jefes del crimen organizado— murieron de un disparo en Shanghai durante los meses que siguieron a diciembre de 1949. Más de 20 000 sospechosos fueron ejecutados en la provincia de Hebei durante el primer año de liberación, lejos de la mirada inquisitiva de los transeúntes. El número de muertes no tardó en dispararse por todas partes[20]. Pero por aquel entonces aún podía ocurrir que incluso personas con un pasado dudoso desde el punto de vista del régimen apenas sufrieran molestia alguna. La mayoría de los profesionales —profesores universitarios, empleados de oficina y de banca, abogados, administradores, médicos, ingenieros— eran demasiado importantes para un régimen que trataba de asentar su autoridad e impulsar la economía. Pero había terminado el tiempo de las risas y las canciones. Los mandaron a todos ellos a las escuelas para que aprendiesen la nueva ortodoxia. En todas partes, en despachos del gobierno, fábricas, talleres, escuelas y universidades, las personas pasaban por un proceso de «reeducación», leían folletos oficiales, revistas, periódicos y libros de texto, y aprendían la nueva doctrina. «Todo el mundo aprende las respuestas correctas, las ideas correctas y los eslóganes correctos». Lo llamaban «lavado de cerebro» (xinao). Desde Beijing hasta Guangzhou, las ciudades se transformaron en centros para la educación de adultos. Los bancos, grandes Página 51

establecimientos y oficinas comerciales tenían sus propias bibliotecas. Se pedía a la gente que se transformara en lo que los comunistas llamaban un «Nuevo Pueblo[21]». Los individuos con un pasado sospechoso tenían que escribir confesiones en las que reconocían sus faltas y errores pretéritos. A veces bastaba con reconocer que se había obrado mal, mientras que en los periódicos controlados por el Partido aparecían retractaciones públicas de mayor calado. A unos pocos se les convocaba para que se presentaran ante grandes audiencias. Una vez allí, se les obligaba a pasar revista a sus pecados y expresar contrición en sesiones que duraban varias horas. Otra de las armas que se utilizaba era la discusión. Los individuos recalcitrantes se fatigaban en interminables debates. A algunos los encerraban en sus despachos, por donde iban desfilando cuadros e instructores políticos resueltos a acabar con toda resistencia y ganar la discusión. En todos los casos, la admisión de culpabilidad se incluía en el expediente de la persona y acompañaría a esta durante el resto de su vida.

Los seres más vulnerables eran los que el régimen consideraba una amenaza para el orden social y una carga para sus recursos. En la jerga marxista se les denominaba lumpenproletariado, pero los cuadros que trataban con ellos los llamaban «parásitos» y «escoria»: indigentes, mendigos, carteristas y prostitutas, pero también los millones de refugiados y desempleados que habían acudido a las ciudades en busca de refugio durante la guerra civil. Buena parte de la población de las ciudades, que deseaba un retorno al orden social anterior a los años caóticos de la guerra civil, aprobó estas medidas. Con todo, algunos de ellos temían que las ciudades se vaciaran[22]. En Beijing, las tropas comunistas que tenían que hacerse cargo de las prisiones las encontraron vacías en su mayor parte. Con el fin de ahorrar alimentos y calefacción, las autoridades municipales habían ordenado meses antes una liberación de presos a gran escala. Algunos de los mendigos que andaban por las calles de la capital se creyeron literalmente «liberados»: deambulaban por esas mismas calles matando perros, destrozando ventanas y chantajeando a los tenderos. Algunos de ellos conseguían el equivalente de 8-10 kilos de cereales en un día. Los hombres que tiraban de los rick-shaws, por su parte, entendieron que la «liberación» les había liberado de las normas de circulación y el caos se adueñó de las calles. Las autoridades detuvieron a miles de ellos y los confinaron en campos de concentración improvisados en las afueras de la ciudad. A finales de 1949, unos 4600 vagabundos languidecían en centros de reeducación y reformatorios gubernamentales[23]. Se les pidió, igual que a todos los demás, que reflexionaran sobre sus pecados, estudiaran la nueva ortodoxia y aprendieran un oficio de verdad. Los hubo que sacaron partido de su encierro, pero otros se hundieron en la depresión, a pesar de toda la propaganda en torno a su «liberación». Un informe indicaba: «Se sienten tan miserables e infelices que fingen locura, hacen disparates y tratan de fugarse. Hay incluso niños pequeños que lloran todo el tiempo y ruegan que se les permita volver a Página 52

casa». Unos pocos se negaban a reeducarse. Liu Guoliao, matriculado en un curso de instrucción para vagabundos, era un hombre orgulloso y proclamaba con obstinación: «Mi cabeza está hecha de acero, huesos y cemento. No tiene enmienda[24]». A menudo, las condiciones de vida en los reformatorios eran espantosas. Se producían abusos con frecuencia. En los centros ubicados en la periferia occidental de Beijing, los guardias robaban la comida y la ropa, y golpeaban con regularidad a las personas a las que tenían que reformar. Una investigación minuciosa descubrió que algunos de los niños habían sido sodomizados. Las enfermeras podían actuar con mucho descuido, a veces incluso con brutalidad, sobre todo cuando usaban jeringas. Había muertos todos los meses. La tasa de mortalidad era especialmente elevada entre los de mayor edad[25]. En Shanghai también se arrestó a miles de ladrones, vagabundos y conductores de rickshaws, y se les envió a campos de trabajo. Los arrestos se efectuaban periódicamente. En tan solo tres días de diciembre de 1949 se apresó 85 000 mendigos y carteristas, y se les llevó a centros de custodia. A gran parte de ellos se les seleccionó para la reeducación y se les envió a unidades de formación, pero también fueron muchos los que terminaron en la cárcel. En mayo de 1951, más de 3000 elementos indeseables habían ido a parar a Tilanqiao —así había pasado a llamarse la prisión conocida anteriormente como Ward Road Gaol— o se les había enviado a campos de trabajo fuera de la ciudad. Varias docenas fueron ejecutados o murieron mientras se hallaban bajo custodia[26]. También se sacó de las calles a las personas que se ganaban la vida como vendedores ambulantes y buhoneros. En la China republicana era habitual que se sirviera todo tipo de productos de puerta en puerta. Normalmente las mercancías se transportaban con perchas que se llevaban sobre los hombros, en cestos, en carretillas, y a veces también en burros cargados con cuévanos. Cada uno de los vendedores ambulantes tenía su cantilena peculiar o tamborileo para anunciar su mercancía. Los vendedores y mercaderes itinerantes también se plantaban en las esquinas y ofrecían todos los productos imaginables, como frutas y verduras de la región, ropa, vajilla, cestos, carbón, carne, juguetes, dulces y nueces, así como jabón, calcetines, pañuelos y toallas[27]. En cuestión de meses los detuvieron, interrogaron y enviaron de vuelta a sus aldeas. Unos pocos pudieron quedarse en la ciudad, pero se les prohibió la venta ambulante. Se organizaron mercados al aire libre en los que se les asignaban puestos para vender sus mercancías. Uno de estos mercados se hallaba en un descampado de Tianjin. En dos días se montó un armazón de bambú para sostener una gigantesca carpa, y el tercero se cubrió el techo y los laterales con esteras. Se marcaron los espacios y se colocaron mesas y bancos. Se organizaron espectáculos de feria para atraer a los compradores. Malabaristas, volatineros, actores y cantantes abarrotaban el mercado. Pero las imágenes y sonidos de los buhoneros que iban de puerta en puerta con sus mercancías pertenecían, en buena medida, al pasado[28]. Página 53

Se cerraron los burdeles. Unos 2400 agentes de policía hicieron una redada en los de Beijing el 21 de noviembre de 1949, en la que se arrestó a más de 1000 mujeres y a varios cientos de propietarios, proxenetas y chulos. Los campos de reeducación ya estaban tan abarrotados que se encerró a las mujeres en unos burdeles desmantelados de Hanjiatan, en el corazón de lo que había sido el barrio de prostitución de la ciudad. A ellas también las hicieron estudiar y las obligaron a asistir a sesiones de estudio en las que se analizaban los males del feudalismo, así como a clases de educación profesional. Para que rompieran del todo con su pasado, las llevaban a grandes salas de actos donde tenían que denunciar a sus antiguos empresarios. Estos, a menudo, se hallaban presentes en el estrado, esposados con grilletes[29]. Se vieron escenas similares por todas partes. Entre octubre de 1949 y enero de 1950, Suzhou, Bengbu, Nanjing, Hangzhou y Tianjin, así como varias otras ciudades, erradicaron la prostitución. En Shanghai se siguió un procedimiento más gradual: unas regulaciones cada vez más estrictas lograron que los burdeles, poco a poco, se quedaran sin clientes. Empezaron por prohibirse los banquetes, las apuestas, la búsqueda de clientes y el alboroto. Luego se declararon nulos todos los contratos anteriores entre las trabajadoras y los propietarios. La policía ejerció una presión inmisericorde, gracias a un directorio elaborado por el régimen anterior en el que constaban las direcciones y los números de registro de todos los burdeles conocidos. Cada vez que cerraba uno de los establecimientos, que al principio eran unos 930, borraban su dirección de la lista. Varios propietarios de burdeles fueron condenados a muerte como advertencia para los demás. La noticia de su ejecución se publicitaba en anuncios con letra negrita y margen igualmente negro. Varios de los propietarios entregaban por voluntad propia los locales, a menudo por la falta de clientes. Algunos de ellos regresaban a sus pueblos de origen y otros se ponían a trabajar como sastres, vendedores de cigarrillos e incluso transportistas. A muchas de las mujeres las enviaron a un campo de reeducación. Una vez allí, igual que en el resto del país, tenían que cumplir un estricto programa penitenciario. Empleaban buena parte de su tiempo en sesiones de estudio en las que denunciaban los malos tratos que habían sufrido durante el antiguo régimen. Pero eran pocas las que se ajustaban a la imagen de la prostituta contrita que difundía la propaganda. Muchas de ellas eran tercas y pendencieras, y las había que insultaban o agredían a los cuadros encargados de su reeducación. Denunciaban como una nueva forma de explotación las labores manuales a las que se veían obligadas. No parecía que estuvieran satisfechas con su nueva vida de confinamiento, en la que se pasaban el día cosiendo camisas de color verde oliva para los soldados del Ejército de Liberación del Pueblo. Cao Manzhi, uno de los cuadros que estaban a cargo del programa, admitió en una época posterior que ni siquiera las internas procedentes de burdeles de baja estofa aceptaban bien el encierro, y que añoraban su vida anterior como prostitutas. Pero la mayoría de ellas se acomodaron a la situación en cuanto vieron que toda resistencia sería fútil. A la mayoría las enviaron a regiones del Página 54

interior. Finalmente, el cierre de los últimos burdeles que quedaban tuvo lugar el 2 5 de noviembre de 1951. Incluso en esa fase, algunas de las mujeres atacaron a los cuadros que se encargaban de los arrestos[30]. Al cabo de poco tiempo, se proclamó que la prostitución era un mal del pasado. Pero tan solo en Beijing, 350 mujeres, algunas de las cuales habían salido hacía muy poco tiempo de los campos de reeducación, regresaron a su oficio. Solo lo hizo un puñado, porque no habían encontrado otra manera de vivir. Algunas se hacían pasar por estudiantes o amas de casa, y se hacían acompañar por niños y suegras para pasar inadvertidas. Las había, incluso, que lucían uniformes del Partido con insignias. Se apostaban en las puertas y llamaban abiertamente a sus clientes: «¡Entra a tomar una taza de té!». También en otras ciudades la prostitución se transformó en una actividad clandestina. Después de la liberación, cientos de miles de refugiados abandonaron el campo, desesperados, y las mujeres siguieron vendiendo sexo en las ciudades. Cientos de ellas fueron arrestadas en Shanghai en 1952. Después de cada una de las redadas, las mujeres aprendían a ocultar sus actividades con mayor habilidad. Durante los años siguientes, las autoridades adoptaron medidas mucho más severas para erradicar el vicio[31]. Sacar de la calle a los vagabundos y las prostitutas era un reto, pero hacerse cargo de millones de refugiados, soldados desmovilizados y desempleados en las ciudades suponía una tarea todavía más difícil. Los deportaban por grupos al campo, que se había transformado en un gran vertedero de elementos indeseables. Pero eran pocos los que querían abandonar las ciudades donde habían rehecho su vida, aunque fuera sobre bases precarias. En Shanghai, tan solo uno de cada diez estaba de acuerdo con que lo repatriaran a una aldea[32]. La fracción que cooperó en Nanjing era todavía más pequeña. Algunos se negaban en redondo al reasentamiento y se oponían al enfoque militar con el que se había elaborado el plan de dispersión. Pero, pese a toda su oposición, más de 300 000 personas —lo que equivalía a una cuarta parte de la población— fueron expulsadas de la capital del régimen anterior. A la mayoría la enviaron a Shandong, Anhui y el norte de Jiangsu, pero muchos de ellos acabaron trabajando en proyectos de recuperación de recursos. Más de 14 000 indeseables, casi todos mendigos, tuvieron que ir a «campos de instrucción para la producción[33]». El Partido daba por supuesto que todos tenían un pueblo natal, pero en realidad muchas personas se habían marchado hacía décadas y no les quedaban familia ni amigos en el lugar. Se suponía que debían cultivar la tierra, pero muy a menudo sufrían discriminación por ser foráneos y se les confiaban pequeñas parcelas de tierra improductiva que los granjeros locales no querían. Unos pocos no se beneficiaron en absoluto de la reforma agraria y cayeron en la marginación. Muchos de ellos trataron de regresar clandestinamente a las ciudades. También se envió a cientos de miles de soldados desmovilizados, ladronzuelos, mendigos, vagabundos y prostitutas a contribuir al desarrollo y población del Página 55

noroeste, una región rica en recursos y estratégica por motivos políticos, que compartía frontera con la India, Mongolia y la Unión Soviética. A finales de 1949 ya se habían enviado a casi 16 000 personas a Xinjiang y Gansu tan solo desde Beijing. Fueron muchos los que se opusieron. Un mendigo se negó a unirse a un equipo de trabajo, con el siguiente argumento: «Beijing es mi ciudad. ¿Cómo puedo ir al noroeste a recuperar tierras baldías?». En un caso, un grupo de soldados desmovilizados se rebeló ante la perspectiva de que lo enviaran a las regiones fronterizas. Se hicieron con el control del campo de reeducación donde habían estado confinados y escaparon en grupos. Las decisiones sobre el reasentamiento de personas eran tan tajantes que en cierta ocasión se envió a recuperar tierras en Ningxia a 87 individuos, clasificados todos ellos como ancianos o inválidos[34]. A muchos de los que llegaban al noroeste se les obligaba a vivir en agujeros excavados en el suelo y a realizar trabajos forzados durante todo el día. Allanaban dunas de arena, plantaban árboles y cavaban acequias. Una mujer recordaba que la habían atraído a aquella región con el cuento de que todas las casas disponían de agua caliente y electricidad. Cuando dicha mujer y otros migrantes llegaron allí, se les dijo: «Camaradas, tenéis que estar dispuestos a enterrar vuestros huesos en Xinjiang[35]». Sobre el papel, estaba muy claro en qué consistía el plan: sacar a los indeseables de las ciudades, reformar a todos los parásitos y crear empleo. Pero se trataba de una tarea ingente, y los arraigados prejuicios ideológicos contra las ciudades no la facilitaban (un periódico se quejaba en 1949: «Shanghai es una ciudad improductiva. Es una ciudad parasitaria[36]»). El problema era que, por cada grupo de personas que las autoridades deportaban, había otro que se las apañaba para volver a entrar en la ciudad. En octubre de 1950, hasta 2 millones de refugiados deambulaban por las calles después de que las inundaciones causaran estragos en la provincia de Anhui. Nanjing, por sí sola, recibía todos los días a unas 340 personas procedentes del campo. Muchas de ellas, tanto jóvenes como mayores, tenían que mendigar y robar para sobrevivir. Los refugiados que se habían instalado en Shanghai dormían, cocinaban y hacían sus necesidades en la calle, porque todos los campos de internamiento, prisiones y reformatorios construidos por las autoridades desde 1949 ya estaban abarrotados[37].

La situación se agravó por el constante crecimiento del desempleo durante los dos primeros años que siguieron a la victoria, a pesar de las descabelladas promesas que se habían hecho a los trabajadores durante los días de entusiasmo de la liberación, en los que se les había dicho que serían los «dueños del país» y que estaban a punto de «ponerse al mando[38]». Por otra parte, los empresarios e industriales también se sentían defraudados con la retórica de inclusión que pregonaba el nuevo régimen bajo el nombre de la Nueva Democracia, un eslogan que prometía cooperación con todo el mundo, salvo con sus enemigos más empedernidos. Como parte de la operación de Página 56

maquillaje, un pequeño número de partidos no comunistas, como por ejemplo la Liga Democrática, se incorporó al régimen y se les permitió formar parte de la Conferencia Consultiva Política, un organismo asesor que se reunía al mismo tiempo que el Congreso Nacional del Pueblo. Todo empezó muy bien. Los años de destrucciones, inflación y corrupción habían causado graves daños en la economía. Las comunicaciones se hallaban en muy mal estado y el caos se había adueñado de las redes ferroviarias. Las zonas donde las bombas habían destruido las centrales eléctricas locales, o faltaba carbón, se habían quedado sin electricidad. Así, la tarea más inmediata que había que acometer en las ciudades no era construir, sino recuperar lo que ya existía. En Beijing, Tianjin, Wuhan y Shanghai, se retiraron de las calles las barricadas que los nacionalistas habían erigido antes de huir. Se despejaron los cascotes de los bombardeos, se derribaron las casas devoradas por el fuego, se echaron abajo los fortines y fortificaciones de hormigón. Los escombros se usaban para rellenar los cráteres que habían abierto las bombas. En Changchun y otras ciudades asediadas, decenas de miles de cadáveres fueron a parar a fosas colectivas. Se desinfectaron las calles. Por todas partes, las líneas telefónicas empezaron a funcionar. En ocasiones, una red militar funcionaba conjuntamente con las instalaciones civiles restauradas. Se extrajeron los barcos hundidos que bloqueaban ríos y puertos. El ejército ayudaba a los técnicos a reparar la maquinaria y los cables de los generadores dañados. Se instalaron vías dobles en las líneas férreas y se repararon los puentes[39]. La inflación no se llegó a eliminar del todo, pero por lo menos se hallaba bajo control. La República Popular emitió su propia «moneda del pueblo», llamada renminbi, y la institucionalizó como único medio de cambio. El uso de las monedas rivales —billetes, dólares de plata, oro— se toleró durante unos meses, pero luego los cambistas se vieron obligados a cerrar sus establecimientos. En Shanghai, una gigantesca manifestación de medio millón de personas denunció a los comerciantes en oro y otros negociantes como especuladores. Se movilizó a miles de estudiantes para que exhortaran a la población a no acumular dólares de plata. Vigilaban los bazares y patrullaban por las aceras donde las monedas foráneas solían cambiar de manos[40]. Al cabo de poco tiempo, la mano del Estado empezó a reprimir otras actividades económicas. Las gigantescas corporaciones comerciales estatales controlaban las materias primas y restringieron con severidad el ámbito propio de la empresa privada. Dichas corporaciones, organizadas por regiones, llegaron a acuerdos de intercambio con el fin de transferir mercancías desde las zonas donde había excedentes hasta los lugares donde reinaba la escasez. Así, por ejemplo, la Compañía Comercial del Norte de China intercambiaba tejidos, hilo, queroseno, gasolina, soda cáustica y cristal por algodón, aceite de cacahuete y tabaco procedentes de la Compañía Comercial del Centro de China. Muchas de ellas, además, gestionaban tiendas y cooperativas del Estado, concebidas para impedir que la especulación incrementara el precio de toda Página 57

una gama de productos, como por ejemplo alimentos, tejidos, aperos de labranza, menaje, ferretería, jabón, cerillas, azúcar y artículos de escritorio[41]. En muchos sentidos, el régimen no hizo más que ampliar al resto del país los procedimientos con los que había gestionado la economía en las regiones que controlaba antes de la liberación, pero esta tendencia se aceleró todavía más como consecuencia del eficaz bloqueo de los puertos impuesto por Chiang Kai-shek. Ciudades como Tianjin, Shanghai y Guangzhou dependían del comercio marítimo. Ya no podían conseguir carbón, algodón, acero ni petróleo para sus fábricas, ni piezas de recambio para las máquinas. Y como no les era posible comprar en el extranjero, tampoco podían vender en él. Todo el comercio de Shanghai tuvo que desplazarse de los mercados exteriores al interior del país[42]. Pero la economía se habría paralizado igualmente sin el bloqueo. El régimen no ocultaba su hostilidad contra los gobiernos extranjeros, con la única excepción de la Unión Soviética y sus satélites. El comercio exterior había quedado en manos de organismos gubernamentales y la tasa de cambio del renminbi se había elevado de manera artificial, lo que significaba que las exportaciones no resultaban muy atractivas en el mercado internacional. Aun cuando hubiera sido posible abrir los puertos, las complejas y sofisticadas industrias de la costa habrían carecido de capitales. La industria de Shanghai, que suponía más de la mitad de la producción del país, operaba tan solo en parte. Tal y como indicaba un observador extranjero: Las hilanderías de algodón funcionan tres días por semana y disponen de existencias para únicamente seis meses, a pesar de los grandes esfuerzos para reemplazar el algodón estadounidense por algodón chino que traen en juncos desde el interior. De acuerdo con las fuentes más fiables, la industria de Manchuria, que en 1945 fue víctima de las requisas rusas, produce tan solo el 30 % de lo que producía bajo control japonés.

Pero los comunistas se mantenían firmes contra todo recurso al capital extranjero, símbolo de la explotación comunista, y al carecer de capital adecuado todo terminó por paralizarse. Entonces se vieron obligados a solicitar un préstamo muy cuantioso a la Unión Soviética[43]. Los trabajadores no recibían los incentivos materiales prometidos por el Partido, sino que se les exhortaba a producir más. Pero, por irónico que pueda parecer, eran el sector más rebelde de toda la sociedad. Con la esperanza de hallarse en la vanguardia de la revolución, exigían incrementos salariales y mejoras en las condiciones de trabajo. Sus quejas fueron tan lejos que los comunistas introdujeron un nuevo decreto laboral que prohibía las huelgas. Por otra parte, sus jefes protestaban, porque se les había prometido protección bajo el eslogan de la Nueva Democracia y se les había asegurado que podrían conservar sus empresas como propiedad privada. Pero al cabo de poco tiempo se les obligó a aceptar subidas de sueldo que hincharon enormemente el coste del trabajo en sus balances generales[44]. A continuación se implantaron tributos onerosos, variables e impredecibles, que afectaban a todo el mundo, porque el régimen estaba desesperado por conseguir dinero. En Beijing, donde los impuestos se calculaban en mijo, se habían llegado a Página 58

recaudar 31 400 toneladas en 1946, frente a las 21 000 toneladas de 1947 y las meras 10 000 del año siguiente. En el primer año de liberación se exigió al pueblo de Beijing que entregara el equivalente de 53 000 toneladas de mijo. Todo el mundo protestaba, desde los pequeños comerciantes que perdían sus establecimientos hasta los trabajadores corrientes que no podían alimentar a sus familias. En la otrora próspera Changsha, capital de Hunan, provincia natal de Mao, el tributo medio que se impuso a sus 420 000 residentes fue de 250 kilos de cereal por persona y año, muy por encima del límite de 80 kilos que el régimen había dictado para una ciudad de ese tamaño. Algunos de los tributos que se imponían a la empresa privada eran retroactivos y apenas se tuvo en cuenta cuáles habían sido los ingresos durante los correspondientes años. Al cabo de poco tiempo, el propio ministro de Finanzas, Bo Yibo, reconoció que los tributos punitivos que los cuadros se cobraban sin orden y al azar habían dañado al comercio. Un impuesto del 120 % había arruinado a la industria tabacalera[45]. Los propios cuadros eran parte del problema. Estaban más familiarizados con los rigores de la guerra de guerrillas que con las complejidades de la banca y las finanzas internacionales que formaban parte de la rutina diaria en Shanghai, el centro comercial más importante de Asia. Las dimensiones de la metrópolis equivalían a un Moscú y medio, y su población extranjera superaba en número a la de cualquier otra ciudad, excepto Nueva York. Antes de la liberación, recibía más inversiones extranjeras que Londres o París. Al principio, los cuadros permitieron que la ciudad funcionara con toda la independencia que aún podía conservar, pero al cabo de poco tiempo la propia distancia que cultivaban frente al pueblo llegó a ser un problema. Desconfiaban de todos los consejos que recibían por miedo a cometer un error y en cualquier caso carecían de los conocimientos financieros necesarios para comprender los problemas que se les planteaban. Se mostraban reticentes, reservados, distantes. Se comportaban con una cautela y una suspicacia irrazonables y no querían mezclarse con la gente. No eran sociables, y tampoco abiertos ni comunicativos. Se comportaban con fría corrección en los asuntos oficiales, pero no querían que se les explicaran los problemas a los que tenían que hacer frente, e incluso se negaban a discutirlos […] No toleraban intromisiones, ni animaban a que se les presentaran propuestas. Si alguien les daba un consejo, lo consideraban una impertinencia, y si les ofrecía ayuda, un exceso de celo. Todo el mundo padecía el estigma de la duda, e incluso de la culpa.

Como indicó en su día Mariano Ezpeleta, insistían en llamar «camarada» a todo el mundo, pero no había ni rastro de camaradería en su conducta[46]. Se mantenían a distancia, no solo de los extranjeros y grandes hombres de negocios, a quienes veían como espías en un cubil imperialista, sino también de los demás sectores de la población. A mediados de 1949, unos 38 000 cuadros del norte habían entrado en la región que colindaba con el río Yangtsé por el sur. Muchos de ellos no se acostumbraron a la comida, el clima y el idioma locales. Tan solo unos pocos lograron echar raíces. En Hangzhou, Ningbo y Wenzhou, los ejes comerciales de Zhejiang, los cuadros desahogaban su odio en reuniones consultivas con

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representantes del comercio y la industria, que degeneraban en «sesiones de lucha» con burlas, humillaciones y palizas. Al cabo de poco tiempo, ya nadie se atrevía a decir ni una sola palabra. Shaoxing, una hermosa ciudad de jardines y canales, célebre por su vino de arroz, se administraba como si el Partido aún se hallara en plena guerra de guerrillas[47]. Al cabo de unos pocos meses, la populosa Shanghai era una ciudad moribunda. Tianjin entró en la senda de un lento deterioro. Guangzhou estaba al borde de la bancarrota. Las fábricas habían dejado de funcionar, el comercio cesó. Muchas de las empresas, tanto grandes como pequeñas, quedaron en números rojos. La franja superior del mercado de productos de lujo fue la primera en sufrir. En las joyerías antaño opulentas de la calle de Nanjing (Shanghai), donde los adornos de oro habían rivalizado con piezas de jade finamente labradas, los comerciantes empezaron a vender jabón, DDT, medicamentos, toallas y ropa interior. De las 136 fábricas que en otro tiempo habían producido cosméticos, tan solo siguieron funcionando 30, y en su mayor parte únicamente producían dentífrico. En el bazar al aire libre del Jardín de Yuyuan (Shanghai), donde se habían vendido objetos curiosos, obras de artesanía y antigüedades, los desanimados comerciantes se pasaban el día sentados en sus puestos con cara de aburrimiento o leyendo el periódico[48]. Luego les tocó el turno a otros sectores de la industria. Cientos de fábricas que producían papel, cerillas, goma y tejidos de algodón tuvieron que cerrar. Observadores contemporáneos que se hallaban en Hong Kong calcularon que unos 4000 negocios de Shanghai, entre los que había 2000 empresas comerciales y 1000 fábricas, cayeron en la bancarrota. En una ciudad donde había habido unos 500 bancos, el número de los que seguían abiertos no llegaba al centenar, y la mitad de estos pidió permiso al gobierno para cerrar. Buena parte de las empresas de transporte y compañías eléctricas de la ciudad, que se hallaban en manos extranjeras, se vieron obligadas a financiar los déficits operativos mediante onerosos préstamos del Banco del Pueblo, que las dejaron prácticamente en manos del gobierno. Los centros comerciales de la mayoría de las grandes ciudades se veían apagados y desiertos. Un comerciante observaba en Shanghai: «Entre el Bund y el Park Hotel, los escaparates de todas las tiendas —incluidas las grandes y ostentosas, como Wing On, Sincere, Sun Sun y Sun— están cubiertos de carteles que proclaman: “¡Reducimos precios con dolor!”, “Esta tienda cierra”, “Precios por debajo del coste”». En Wuhan, el puerto fluvial que en otro tiempo había sido conocido como la Chicago de Oriente, más de 500 tiendas cerraron y centenares de fábricas dejaron de funcionar. En Wuxi, la ciudad industrial al norte de Shanghai donde antaño los silbatos de vapor, las sirenas eléctricas y las bocinas habían competido por hacerse oír, se impuso el silencio, porque cientos de tiendas fueron entabladas. En Songjiang, tan solo una de las dieciocho fábricas de algodón sobre las que se asentaba la reputación de la ciudad logró permanecer en activo[49].

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El paro creció vertiginosamente. En diciembre de 1949, Beijing contaba con 54 000 desempleados, sobre una población de 2 millones. Al cabo de cuatro años, la población se había multiplicado por 1,5, pero el número de parados se había triplicado, a pesar de las sucesivas oleadas de vagabundos, indigentes, soldados, refugiados, buhoneros y otros «elementos indeseables» a quienes se había expulsado de las calles después de la liberación. El desempleo también había crecido en Shanghai. En verano de 1950, un informe recopilado por el propio Partido deploraba los casos «incesantes» de suicidio y la venta de niños, debida a la situación de paro en la que se hallaban unas 150 000 personas[50]. También en el sur de China muchos parados vendían a sus propios hijos o se suicidaban. Algunos de ellos se morían de hambre. Había más de 100 000 desempleados en una ciudad que no alcanzaba el medio millón de habitantes como era Fuzhou, capital de la provincia de Fujian, enfrente de Taiwán. De acuerdo con un boletín de noticias de circulación restringida, destinado tan solo a los altos cargos, el único auxilio provenía de los nacionalistas, que volaban sobre las regiones menesterosas y arrojaban sacos de arroz en paracaídas. El descontento popular había llegado a tal punto que en Changsha los obreros sin trabajo cercaron en seis ocasiones la Unión de Trabajadores y se manifestaron contra el Partido Comunista. Se oían gritos entre la multitud que pedían sangre. Protestas similares sacudieron Guangzhou, la capital de Guangdong, donde en verano de 1950 uno de cada tres trabajadores se hallaba en el paro. En Zhengzhou, uno de los ejes ferroviarios de China, cientos de mozos de cuerda asaltaron la oficina municipal de transportes, golpearon a los hombres que trabajaban en ella y destrozaron puertas, ventanas y muebles para protestar contra los bajos salarios que recibían. En Nanjing, donde los trabajadores industriales tenían que salir adelante con menos beneficios y salarios más bajos que antes de la liberación, las quejas eran «incesantes» y los eslóganes «reaccionarios» aparecían «por todas partes», garabateados en las paredes de oficinas y fábricas. El alcalde de Shanghai, Chen Yi, informó al propio Presidente de que el desencanto había llegado a tal punto que los miembros del Partido lo abandonaban en gran cantidad, mientras que la gente corriente enviaban peticiones al gobierno y arrancaban carteles de Mao Zedong[51]. Se decía a la gente que tenía que practicar el ahorro y la frugalidad. Se cantaban las virtudes de la producción y se denunciaba el consumo. La pureza ideológica se aparejó con el declive económico para transformar ciudades llenas de vida en urbes grises y resignadas. Al cabo de unos de meses de revolución, la búsqueda de placer pasó a estar mal vista como signo de frivolidad burguesa. En Shanghai, igual que en el resto del país, se cerraron los cafés y salas de baile. Los casinos clandestinos desaparecían sin necesidad de intervención policial. Los hoteles que en otros tiempos habían dado reputación a la ciudad en todo el mundo, como el Cathay (rebautizado como Hotel de la Paz), el Palace y el Park, acogían a tan pocos huéspedes que algunos de ellos empezaron a ofrecer habitaciones por 25-50 dólares al mes. El Página 61

Shanghai Club, que presumía de la barra de bar más larga del mundo entero, atraía a pocos clientes. Incluso los salones de té cerraban sus puertas. El hipódromo de la calle de Nanjing se transformó en acuartelamiento militar. La vida nocturna era insignificante, porque las tiendas cerraban a las seis y las salas de fiestas unas pocas horas más tarde. Los que se arriesgaban a salir de noche se encontraban con jóvenes comunistas que les pedían sus certificados de residencia y otros papeles. El número de rickshaws, autobuses y triciclos que se veían por las calles había disminuido. Casi todos los coches que circulaban eran oficiales, porque el precio de la gasolina se había vuelto prohibitivo. Miles de vehículos desaparecían de las calles todos los meses. Un Buick sin utilizar, que no llegaba al año de antigüedad, se puso a la venta por 500 dólares en junio de 1950, pero no halló comprador[52]. El inglés ya no era la lengua de los negocios internacionales, sino una manifestación de explotación imperialista. No se toleraba la realización de transacciones en inglés, y al cabo de poco tiempo se exigió que los extranjeros en misión oficial —canalizados todos ellos a través de una Oficina de Asuntos Exteriores— llevaran sus propios intérpretes. Randall Gould, que trabajaba para el Shanghai Evening Post and Mercury, explicó: «Las charlas eran formales, tenían buen cuidado de no brindar mucha información, y un estenógrafo tomaba nota de todo lo que se decía». A continuación se prohibió la transmisión de cables y telegramas en lenguas extranjeras, salvo cuando estaban acompañadas de una traducción que se considerara satisfactoria. «Los letreros de neón y otros anuncios públicos en inglés fueron retirados o se tradujeron al chino. Se eliminaron las placas en inglés y francé que había en los parques públicos». La presión se extendió a los cines y restaurantes, donde los nombres extranjeros devinieron tabú. En la antigua Concesión Francesa de Shanghai se cambiaron los nombres de las calles: las ciudades y provincias chinas sustituyeron a los sacerdotes, dignatarios, cónsules y escritores franceses. Por todas partes se izaban la hoz y el martillo, o la estrella roja: eran visibles en tranvías, edificios, estandartes y banderas, e invariablemente adornaban las insignias de los funcionarios. Se colgaron pinturas de líderes chinos y soviéticos en lugares públicos prominentes, librerías, estaciones de ferrocarril, fábricas, escuelas y oficinas, y en la puerta de la Ciudad Prohibida. Y desde el principio, los comunistas se protegieron mejor que sus predecesores, porque había centinelas que montaban estricta guardia en todas las oficinas comunistas, incluso en lugares donde el régimen anterior no había tenido ninguno[53]. La prensa tuvo que acomodarse casi enseguida. En febrero de 1949, lo único que quedaba en Beijing —aparte del periódico oficial— era un diario con una sola hoja, en neto contraste con los más de veinte que había habido poco antes. En Shanghai, cerraron con pocos días de diferencia dos de los cuatro periódicos en lengua inglesa, ambos de propiedad china. Al cabo de pocos meses quedaban tan solo unas pocas publicaciones de los cientos que habían existido, y todas ellas publicaban las mismas noticias. Solo quedaba un canal por el que llegaba información del extranjero: la Página 62

agencia soviética TASS. También en este terreno, las autoridades, más que imponer censura desde lo alto, se fiaban de la autocensura, que resultó sorprendentemente eficaz en cuanto periodistas y jefes de redacción hubieron pasado por un proceso de reeducación. Cierto periodista observó que un politicastro del Partido les orientaba en la dirección correcta: «El más insignificante error comporta una reprimenda, y en todas las redacciones hay unos pocos comunistas de confianza que examinan todos los textos». El resultado fue de absoluta conformidad. Como observaba por aquella época un estudioso de la propaganda: La técnica comunista para difundir propaganda en los periódicos podría caracterizarse como de «tipo mazazo». No se andaban con sutilezas. Bueno y malo, amigo y enemigo, se definían en términos de blanco y negro. Todo quedaba reducido a eslóganes y fórmulas sencillos, y todos los canales (tanto la radio como la prensa) aunaban esfuerzos para inculcarlos[54].

La manera de vestir de la gente cambió de la noche a la mañana. Las joyas, y todo lo que pudiera asociarse a la ostentación, pasaron a considerarse propias de burgueses. Los lápices de labios y el maquillaje desaparecieron. Las muchachas empezaron a llevar el cabello corto. Hombres y mujeres dejaron de ponerse anillos. Reemplazaron las caras correas de los relojes por tiras de cuero o de cuerda. Una mujer que acababa de unirse al Partido contaba: «La manera de vestir se volvió tan austera que lindaba con lo harapiento». Li Zhisui volvió de Australia después de una ausencia de diecisiete años y quedó consternado ante la desoladora apariencia de hombres y mujeres, porque la gran mayoría de las personas de Beijing vestían prendas estándar de algodón azul o gris que se desteñían casi por completo si se lavaban con frecuencia. La gran mayoría llevaba el mismo calzado negro de algodón, e incluso los peinados eran idénticos: los hombres al rape y las mujeres con el cabello corto a lo garçon. «El traje y la corbata de estilo occidental, los zapatos de cuero y unos cabellos que de pronto parecían largos me hicieron sentir extranjero». Su mujer llevaba un vestido de colores y zapatos de tacón alto, así como una permanente recién hecha, y por todo ello se veía totalmente fuera de lugar. No tardaron en hacerse con ropas más discretas. Pero de todos modos contemplaron con emoción los cambios que tenían lugar. «Desestimaba los atisbos de que el Partido no era lo que yo había pensado como si no fueran más que excepciones triviales a la norma[55]».

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EL HURACÁN

Durante años, el joven Mao Zedong luchó por encontrar su camino, primero como estudioso, luego como editor y por último como activista obrero. En 1926, por fin, descubrió su vocación mientras se hallaba en el campo, cinco años después de unirse al Partido Comunista de China. Todavía era un hombre joven de treinta y tres años, alto, delgado y apuesto. Sintió fascinación por la violencia campesina que había estallado en el campo después de que los nacionalistas lanzaran una campaña militar desde su base de Guangzhou para arrebatar el poder a los caudillos militares locales y unificar el país. Asesores rusos acompañaban al ejército nacionalista, porque en aquella época Chiang Kai-shek todavía colaboraba estrechamente con Stalin. En Hunan, provincia natal de Mao, las autoridades nacionalistas, de acuerdo con las instrucciones de los rusos, financiaron a las asociaciones campesinas y promovieron una revolución de tipo soviético. El orden social se quebró. En Changsha, la capital provincial, se exhibía a las víctimas con capirotes. Los niños correteaban por las calles y cantaban: «¡Abajo las potencias [imperialistas]! ¡Acabad con los caciques militares!». Trabajadores armados con bastones de bambú montaban piquetes frente a las oficinas de las empresas extranjeras. Se destrozaban instalaciones públicas[1]. En el campo, los aldeanos más pobres se hicieron con el control de las asociaciones de campesinos y pusieron el mundo patas arriba. Se habían convertido en los amos y elegían a sus víctimas al azar. Atacaron a los ricos y poderosos, y crearon un reino del terror. A algunas de las víctimas las mataban con cuchillos, a unas pocas las decapitaban. Exhibían por las calles a los pastores protestantes chinos como «perritos falderos del imperialismo», con las manos atadas a la espalda y una soga en torno al cuello. Saqueaban las iglesias. Mao se admiró de la audacia y la violencia de los rebeldes. Se sentía atraído por los eslóganes que acuñaban: «Todo el que posea tierras es un tirano, todos los terratenientes son malos». Marchó al campo para investigar las insurrecciones. Mao escribía en su informe sobre el movimiento campesino: Están aplastando a los terratenientes […] La gente se apiña en las casas de los tiranos locales y malvados terratenientes contrarios a la asociación campesina, sacrifican a sus cerdos y se comen sus cereales. Llegan a repantingarse unos minutos en las camas guarnecidas de marfil donde duermen las jóvenes de las familias de los tiranos locales y de los malvados terratenientes. A la menor provocación, llevan a cabo arrestos, encapirotan a los arrestados y los pasean por los pueblos.

Estaba tan prendado de la violencia que sintió un «entusiasmo que jamás había conocido[2]». Él mismo predijo que un huracán destruiría el orden existente: Dentro de poco tiempo, varios cientos de millones de campesinos se alzarán en las provincias centrales, sureñas y norteñas de China, como una poderosa tormenta, como un huracán, con una fuerza tan rápida y violenta que no

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habrá poder, por grande que sea, capaz de contenerla. Romperán todos los lazos que los tienen atados y se lanzarán por el camino de la liberación. Arrastrarán a todos los imperialistas, caciques militares, funcionarios corruptos, tiranos locales y malvados terratenientes hasta sus tumbas[3].

La violencia que reinaba en el campo repugnaba a los nacionalistas, porque muchos de los que ostentaban cargos en sus filas provenían de familias prósperas, y no tardaron en distanciarse del modelo soviético. Un año más tarde, después de que las tropas nacionalistas entraran en Shanghai en abril de 1927, Chiang Kai-shek lanzó una sanguinaria purga en la que 300 comunistas fueron arrastrados por las calles y ejecutados. Se arrestó a muchos miles. El Partido Comunista de China pasó a la clandestinidad. Mao guio a las montañas a una variopinta fuerza de 1300 hombres y buscó el apoyo de los campesinos que lo llevarían al poder.

Veinte años más tarde, en un homenaje al Presidente, que ya controlaba grandes extensiones rurales, Zhou Libo publicó una novela sobre la reforma agraria, cuyo título podría traducirse como «El huracán». El autor, director del suplemento literario del Jiefang Ribao («Diario de la Liberación») en Yan’an, había sido enviado a Manchuria en 1946 para unirse a un equipo de trabajo destinado a agitar a la gente del campo. Dicho equipo fue uno de los primeros en seguir una directriz que Mao había emitido en mayo de 1946, cuando las conversaciones de paz entre los nacionalistas y los comunistas se acercaban a su desenlace. Hasta aquel momento, los comunistas habían seguido una política moderada de reducción de las rentas, porque estaban atados por el frente popular que habían constituido junto a los nacionalistas en la guerra común contra Japón. Pero la directriz de mayo llamaba a una guerra de clases desatada en el campo. Mao ordenaba que se confiscaran todas las tierras a traidores, tiranos, bandidos y terratenientes, y que se distribuyeran entre los campesinos pobres. Había que liberar el potencial revolucionario del campo, barrer el viejo orden y expulsar a los nacionalistas. El equipo de Zhou Libo fue enviado a Yuanbaotun, una ciudad cercana a las orillas del río Songhua, a unos 130 kilómetros al este de Harbin. En teoría, «El huracán» contaba lo que ocurrió después. Bajo el liderazgo del Partido Comunista de China, los campesinos de Yuanbaotun arrebataron el poder a los tiranos locales y pusieron fin a miles de años de propiedad feudal de la tierra. En juicios públicos en los que se obligaba a los depravados terratenientes a confesar sus pecados, las masas enfurecidas empuñaban bastones y golpeaban a los villanos hasta matarlos. Al cabo de poco tiempo, su celo revolucionario les hizo acudir a otras aldeas, y se llevaron por delante todos los vestigios de feudalismo, como si de un huracán se tratase. La novela, que tuvo un éxito inmediato, la usaron como libro de texto otros equipos de trabajo encargados de la reforma agraria y ganó el muy codiciado Premio Stalin de Literatura en 1951[4].

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Sin embargo, lo que había sucedido realmente en Yuanbaotun era muy distinto. Después de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los aldeanos de Manchuria defendía posiciones conservadoras y veía a los nacionalistas como su gobierno legítimo. Eran pocos los que sabían algo sobre el comunismo. «Cuando llegamos allí, los lugareños aún no sabían cómo éramos los comunistas, ni lo que era el 8.o Ejército. No tenían ni idea», recordaba Han Hui, que a la sazón tenía veintidós años y ejercía de cuadro del Partido. En Yuanbaotun, tan solo unos pocos rufianes y vagabundos sintieron algún interés por los comunistas, y fueron ellos quienes se hicieron activistas del Partido. Una de las primeras tareas del equipo de trabajo fue dividir a los habitantes de los pueblos en cinco clases, de acuerdo con criterios que seguían de cerca lo que se había hecho en la Unión Soviética: «terratenientes», «campesinos ricos», «campesinos medios», «campesinos pobres» y «trabajadores[5]». Llevaban a cabo la labor mediante interminables reuniones que se celebraban al anochecer. Los equipos de trabajo estudiaban la vida de todos y cada uno de los habitantes de los pueblos a partir de la información obtenida por los activistas recién captados. El problema era que ninguna de estas distinciones de clase artificiales correspondía de verdad al panorama social de las aldeas, donde la gran mayoría de los aldeanos vivía en condiciones bastante parecidas. En Yuanbaotun no había terratenientes. Han Laoliu, que había de convertirse en villano arquetípico en la novela de Zhou Libo, había sido elegido jefe de la asociación local de campesinos por los propios aldeanos. Su esposa era maestra de música y a altas horas de la noche remendaba prendas para los escolares. No tenía tierras, pero sí cobraba rentas en representación del propietario, que vivía en la capital del distrito o centro administrativo. Como los demás, comía cereales secundarios y carecía de ropa suficiente para capear el frío en invierno. Su principal título de riqueza eran dos pequeños cristales que había instalado en su casa de paredes de tierra con techumbre de paja. Un aldeano recuerda: «En realidad, Han Laoliu no tenía nada de valor. No era como aparece en el libro». La siguiente tarea consistía en lograr que los que habían sido identificados como «campesinos pobres» y «trabajadores» transformaran sus privaciones en odio. Esto también les costaba semanas de persistencia y persuasión, porque el equipo de trabajo tenía que convencer a los «pobres» de que los «ricos» eran responsables de todos sus infortunios y de que habían explotado su trabajo desde tiempos inmemoriales. En las reuniones denominadas «de expresión de amargura», se animaba a los participantes a bucear en sus propias quejas. Algunos de ellos expresaban genuinas frustraciones que habían tenido que guardarse durante mucho tiempo, a otros se les coaccionaba para que inventaran acusaciones contra sus vecinos más ricos. La codicia se transformó en una poderosa herramienta para atizar el odio de clase, porque los miembros del equipo de trabajo calculaban el equivalente monetario de las faltas del pasado y apremiaban a los aldeanos pobres a exigir compensaciones.

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Semanas de adoctrinamiento acababan por producir seguidores convencidos que ya no necesitaban que el equipo de trabajo les espoleara. Los había que se transformaban en fanáticos revolucionarios, dispuestos a quebrar los lazos familiares y de amistad por la causa. Arrastrados a una ideología que prometía la liberación, se entusiasmaban con la posibilidad de transformarse en campeones de los explotados y de forjar un nuevo mundo de esperanza y de luz. Ya no se sentían como simples granjeros que trabajaban sin cesar en una aldea olvidada, a merced de las estaciones, sino que se creían parte de algo que dotaba de sentido a sus vidas. Como observó un misionero que se vio atrapado en plena reforma agraria: «Conocían bien la región y pronunciaban con agudeza el eslogan del Partido adecuado en el momento adecuado, con el énfasis adecuado[6]». Tras varios meses de trabajo paciente, los comunistas lograron soliviantar a los pobres contra las figuras prominentes de las aldeas. Una comunidad que en otro tiempo había estado muy unida se polarizó en dos extremos. Los comunistas armaron a los pobres, a veces con pistolas, más a menudo con picas, bastones y azadas. Se denunciaba a las víctimas como «terratenientes», «tiranos» y «traidores», se les detenía y se les encerraba en establos. Milicias armadas sellaron la aldea. No se permitía entrar ni salir a nadie. Todo el mundo tenía que llevar una tira de tela que identificaba su origen de clase. Los terratenientes exhibían una tira blanca, los campesinos ricos una rosada y los campesinos medios una amarilla. Los pobres exhibían con orgullo una tira roja. Uno tras otro, los enemigos de clase eran arrastrados a un escenario donde sufrían las denuncias de una multitud de cientos de personas que pedían su sangre a gritos y exigían un ajuste de cuentas en una atmósfera impregnada de odio. Las víctimas eran denunciadas sin piedad, sufrían burlas, humillaciones, palizas, y se les daba muerte en las «sesiones de lucha». Al cabo de poco tiempo, una orgía de violencia se adueñó del pueblo, porque todo el mundo vivía con miedo de las represalias procedentes de milicias privadas, dirigidas por personas que habían sido prominentes y habían logrado salvarse. A muchas de las víctimas las pegaban hasta matarlas y a otras las ejecutaban de un disparo, pero en muchos casos las torturaban antes para obligarlas a revelar dónde se encontraban sus bienes, tanto si estos existían como si eran imaginarios. No faltaban voluntarios. Liu Fude recordaba: «Los había que, solo con que les dijeran que había que pegar a alguien, lo hacían. La señora Ding, por ejemplo, era de ese tipo de personas». La señora Ding, que trabajó para Zhou Libo, afirmaba: «Hice exactamente lo que él me decía que hiciera. Zhou Libo podía decir: “Hay que meter en cintura a ese tal Sun Liangba”, eso me decía. Y entonces yo le pegaba una paliza». Cuando estaban a punto de enterrar fuera de la aldea, dentro de un ataúd, a una mujer a la que habían golpeado hasta dejarla inconsciente, alguien se dio cuenta de que aún respiraba. Uno de los dirigentes ordenó que la sacaran del ataúd y la ejecutaran. Algunos de los que habían sido etiquetados como «campesinos ricos» trataron de Página 67

ocultarse en los campos, pero murieron de frío. En un solo pueblo con una población de unas 700 personas, se mató a 73. El pacto entre el Partido y los pobres se selló con sangre, porque todas las tierras y los bienes de las víctimas se distribuyeron entre la multitud. Se procedió a medir los terrenos, calcular su extensión y repartirlos entre los pobres. El nombre de cada uno de los beneficiarios quedó inscrito en un rótulo de madera que marcaba el límite de la parcela. Se llevaron los cereales en grandes cestos, sacaron los muebles a rastras, se llevaron a los cerdos en manada. Incluso los potes y jarras iban a parar a canastas de mimbre. Parecía una mudanza. «¿Y qué saqué de todo ello?», se preguntaba Liu Yongqing, más de cincuenta años después del saqueo. Era un hombre de piel correosa y bronceada, cabellos escasos y canosos. «Me llevé una jarra. Una jarra para el agua». Lü Kesheng, un hombre de rostro franco, coronado por una densa mata de cabellos blancos, consiguió todavía menos: «Me tocó caballo. Una pata de caballo, no un caballo entero. [Matamos y] dividimos un caballo entre cuatro familias». Zhang Xiangling, por aquel entonces joven cuadro, también se marchó con una pata de caballo. «Mi abuelo, mi abuela, mi bisabuelo, varias generaciones, no habían tenido nunca una pata de caballo. ¡Y entonces tuvimos una! ¡Era increíble!». Incluso los harapos se repartieron entre los aldeanos, siempre de acuerdo con las divisiones de clase. Los primeros en elegir eran siempre los «campesinos pobres» y los «trabajadores». Una vez que se hubo repartido todo lo que había en el pueblo, cuando ya no quedaba ni un puñado de cereal, los pobres salieron en carro en plena noche y visitaron otras aldeas, con la esperanza de encontrar nuevos objetivos de lucha. La divisa era: «Te llevarás lo que encuentres». Al cabo de poco tiempo, centenares de carros convergieron en la capital del distrito. En todos ellos se agolpaban granjeros armados con pendones, horcas y picas adornadas con borlas rojas. «Las ratas de la ciudad están más gordas que los puercos de la aldea». Los habitantes de las ciudades tenían dinero. Se actuó contra 21 000 personas en un distrito que tenía una población total de 118 000. Muchos hombres jóvenes se unieron al ejército con el fin de garantizar que los partidarios del antiguo régimen no regresaran jamás. Sus familias recibieron tierras extra y protección especial. Al cabo de poco, los soldados iniciaron el asedio de Changchun[7].

China disponía de un recurso oculto, uno que protegía celosamente de los forasteros fisgones en los pequeños pueblos estructurados en torno a la institución familiar que abundaban por todo el país. Dicho recurso era la tierra. Nadie sabía exactamente cuánta había y todos los gobiernos habían fracasado estrepitosamente al tratar de medirla, tasarla y someterla a tributación. En la mayoría de los casos, los impuestos sobre la tierra se basaban en burdas estimaciones que tenían décadas y, en algunos casos, siglos de antigüedad. A menudo se contemplaba con recelo a los foráneos, y a Página 68

todos los aldeanos les interesaba ocultar una parte de sus tierras al Estado. Así, por ejemplo, no se solían pagar impuestos por la tierra no cultivada, como cementerios, bosques, terrenos arenosos y otras tierras que se hallaban en lo alto de colinas. A medida que la población aumentaba y aparecían nuevos cultivos (por ejemplo, la patata y el cacahuete después del siglo XVIII) adecuados para suelos que hasta entonces quedaban sin labrar, cada vez más tierras no sujetas a impuestos empezaron a cultivarse sin que lo supieran los agentes del fisco. Además, grandes extensiones de tierra quedaban sin registrar. Nadie conocía la extensión de la llamada «tierra negra» y se habría necesitado una investigación en todo el país, con el auxilio de un gran número de personas, para calcularla[8]. La reforma agraria enfrentó a los campesinos entre sí, y cuando empezaron a denunciarse los unos a los otros en despiadadas sesiones, la verdadera extensión de las propiedades rurales salió a la luz. Se expropió a los ricos y sus tierras se parcelaron y se distribuyeron entre los pobres. El alquiler de terrenos se abolió. Pero el Partido había descubierto la extensión exacta de las tierras. Determinaba qué producción correspondía a cada uno de los terrenos y exigía a cada una de las unidades familiares que entregara el volumen de cereales asignado. Un observador afirmaba a propósito de Manchuria: «Las cuantiosas requisas de cereales con las que se mantiene a los 3 o 4 millones de hombres que integran los ejércitos comunistas han dejado a muchas zonas sin excedentes alimentarios y, en algunos casos, les han arrebatado incluso los medios de subsistencia». Aparte de los impuestos, alimentos como la soja, el maíz, el arroz y los aceites vegetales se entregaban a la Unión Soviética a cambio de equipamiento industrial, vehículos de motor, petróleo y manufacturas, con lo que el déficit alimentario crecía aún más. Como resultado, cientos de miles de personas murieron de hambre en Manchuria[9].

En los días previos a la toma de poder por los comunistas, la vida en las aldeas era muy variada. En los pueblos que moteaban las llanuras secas y polvorientas del norte, donde se apiñaban las casas construidas con ladrillos de adobe secados al sol, el alimento básico era el trigo. La mayoría de los granjeros eran propietarios de las tierras que trabajaban. Tierra adentro, por la antigua Ruta de la Seda, entre los cerros pelados y los escarpados barrancos de una meseta de loess, decenas de millones de personas vivían en cuevas excavadas en la tierra quebradiza. Esta gente que vivía en el polvo esculpía delgadas terrazas en las empinadas laderas de loess erosionado y plantaba patatas, maíz y mijo. Más al sur, en el fértil valle del Yangtsé, los granjeros producían abundantes cosechas de arroz, gracias a los ricos depósitos de sedimento. Casas de paredes blancas enlucidas y tejados de tejas negras se agolpaban entre los diques, presas y terraplenes de los arrozales. Se encontraba una variedad todavía mayor entre las comunidades del sur, desde las aldeas de pescadores de la costa hasta los pueblos de aborígenes que se hallan en Página 69

lo más recóndito de las montañas. Había pueblos enteros esparcidos por la ribera donde a su regreso los emigrantes habían erigido mansiones ostentosas. Se inspiraban directamente en la arquitectura extranjera, salvo por las ventanas, que tendían a ser angostas y se hallaban en lo alto, cerca del tejado, a modo de concesión a la geomancia local… y también como protección contra los robos. La individualidad de estas casas y de sus propietarios contrastaba con las ciudades fortificadas erigidas por los hakka, que hablaban un idioma propio y construían enormes edificios circulares, semejantes a torres, que ofrecían alojamiento a docenas de familias. A menudo, los aldeanos compartían apellido y vivían juntos para poder disfrutar de apoyo y protección. Por todo el sur subtropical, familias poderosas controlaban la tierra y edificaban pueblos extensos con santuarios consagrados a los ancestros, escuelas, graneros y templos comunitarios. La distinción social más básica —como en cualquier otro pueblo del mundo— era la que se daba entre los lugareños y los foráneos. En estas sociedades tan diversas no era posible encontrar a nadie que recibiera el apelativo de «terrateniente» (dizhu). Este término había sido importado de Japón a finales del siglo XIX y Mao Zedong le había dado su formulación moderna. No tenía ningún significado para la mayoría de los que vivían en el campo. Estos se referían a algunos de sus vecinos más afortunados como caizhu, apelativo que implicaba prosperidad pero carecía de connotaciones peyorativas. También se usaban muchas otras etiquetas menos respetuosas, como «barrigón» (daduzi). Como decía en aquellos tiempos S. T. Tung, editor de Chung-kuo nung-min («El Granjero Chino»), con un doctorado en agricultura por la Universidad de Cornell: «China no tiene una “clase de terratenientes”». Difícilmente podemos negar que los propietarios absentistas abusaban de su poder y que las prácticas abusivas eran frecuentes en el campo, pero el país no contaba con una clase dominante de Junker ni de squires, ni nada que equivaliera a la servidumbre[10]. Tampoco existía en el campo nada que se pareciese, ni siquiera aproximadamente, al «feudalismo» (fengjian) del que hablaban los comunistas. Durante siglos, la tierra se había comprado y vendido por medio de sofisticados contratos que se podían defender en los juzgados de primera instancia. En algunos casos, los contratos llegaban a establecer distinciones entre la superficie y el subsuelo. La tierra se podían enajenar en todas partes. Los derechos de arriendo también se definían mediante contrato, si bien la mayor parte de las tierras se hallaba en manos de pequeños propietarios. Las entidades corporativas —por ejemplo, templos, escuelas y, sobre todo en el sur, clanes que compartían apellido y estaban organizados en torno a un antepasado común— creaban compañías fiduciarias para poder poseer tierras. El estudio de muestras más sistemático, fiable y extenso sobre los granjeros lo llevó a cabo un equipo de la Universidad de Nanking dirigido por John L. Buck entre 1929 y 1933. Estudiaron en detalle toda la población de 168 aldeas distribuidas por 22 provincias y recopilaron información abundante y minuciosa sobre la vida en más Página 70

de 16 000 granjas. Land Utilization in China tomó nota de las muchas diferencias regionales y de las variadas formas de trabajo que se daban en el campo, pero la imagen global que emergió del estudio desmentía la existencia de grandes desigualdades. Más de la mitad de los granjeros eran propietarios, muchos de ellos eran copropietarios y menos del 6 % trabajaban como arrendatarios. La mayoría de las granjas eran relativamente pequeñas y muy pocas de ellas superaban el doble del tamaño medio. Por lo general, los arrendatarios no eran mucho más pobres que los propietarios, porque tan solo se podía arrendar la tierra fértil. Así, por ejemplo, los arrendatarios de campos de arroz irrigados en el sur vivían mejor que los propietarios en el norte, en parte porque a menudo conseguían dos cosechas en un mismo año. La mayoría de los granjeros complementaban sus ingresos mediante la producción de objetos artesanales y otras formas de empleo no agrícola con las que obtenían, aproximadamente, una sexta parte de sus ingresos. Un tercio de los granjeros entrevistados no eran conscientes de que se dieran factores adversos en la agricultura. Ninguno de ellos echaba la culpa al elevado precio del crédito, a la explotación por parte de los mercaderes ni al régimen de propiedad de la tierra[11]. Pero todo esto había sido así antes de la guerra. La década de luchas entre nacionalistas, comunistas y japoneses no había transformado sustancialmente el régimen de propiedad de la tierra, pero sin lugar a dudas incrementó la violencia en el campo. Un ejemplo lo tenemos en Xushui, pueblo situado a unos 100 kilómetros al sur de Beijing, en las tierras áridas y polvorientas del norte de China. Sus campos estaban cubiertos de tallos de sorgo cubiertos de granos purpúreos que crecían hasta dos metros de altura. Allí, los comunistas y los japoneses se mostraron igualmente violentos. La abuela Sun, una mujer saludable y habladora en el momento de la entrevista, cuando ya contaba ochenta y nueve años, explicó que los aldeanos habían quedado atrapados entre ambos bandos. Los japoneses habían capturado a su suegro, que era guerrillero, y le habían dado a elegir: trabajar para la policía en su pueblo o morir enterrado en vida. Eligió la segunda opción, porque sabía que, si se prestaba a trabajar para los japoneses, serían los comunistas quienes enterraran en vida a toda su familia a modo de venganza. Al fin, su familia pagó un rescate muy cuantioso y logró que lo liberaran. Es probable que las rencillas entre familias y los agravios personales fueran corrientes en los pueblos incluso en tiempos normales. Pero los granjeros que se hallaban en zonas desgarradas por el conflicto se veían obligados a la difícil elección entre la resistencia, la colaboración y la supervivencia[12]. Muchas personas eran acusadas de traición. Jack Belden, un periodista que simpatizaba con los comunistas, explicó cómo un líder local llamado Mu había colaborado con los japoneses y dado muerte a docenas de guerrilleros. Inmediatamente después de la guerra lo exhibieron por el pueblo, donde la gente lo esperaba con cuchillos de cocina para herirlo. Lo arrastraron a un escenario para encararlo con sus acusadores y una vez allí se encontró con una multitud de personas que quisieron abalanzarse todas a la vez sobre él. Página 71

A los cuadros no les gustó cómo pintaba la cosa y se llevaron a Mu a un descampado, y una vez allí le pegaron un tiro. Entregaron el cadáver a su familia, que lo cubrió con esteras de paja. La multitud descubrió dónde estaba y arrebató el cuerpo a su familia, desgarró las esteras de paja y lo golpeó sin cesar con bastones de madera. Un muchacho lanceó el cuerpo dieciocho veces seguidas. «¡Tú apuñalaste a mi padre dieciocho veces —gritaba—, y voy a hacerte lo mismo!». Para terminar, lo decapitaron[13].

La reforma agraria hizo correr la sangre en los pueblos que se hallaban bajo el control de los comunistas. En todas partes, los equipos de trabajo avivaron viejos rencores, atizaron el resentimiento y transformaron las enemistades locales en odio de clase, y por doquier se manipuló a la turba para que cayera en un frenesí de odio y se apropiara de las posesiones de los jefes tradicionales de las aldeas. Yuanbaotun fue uno de los primeros pueblos donde se intercambió tierra por sangre, pero durante los años 1947-1948 todas las aldeas pasaron por un ritual parecido: se clasificó a las personas en clases, se indujo un odio febril en los pobres, se humilló, golpeó y en ocasiones se mató a las víctimas, y los vencedores se repartieron los despojos. Una de las regiones más violentas fue Shanxi, donde Kang Sheng presidió un reino de terror. Kang, hombre de aspecto siniestro con un pasado turbio, había trabajado en estrecha colaboración con la policía secreta soviética para eliminar a centenares de chinos en Moscú durante las grandes purgas iniciadas por Stalin en 1934. Los estudiantes desaparecían de noche y jamás se les volvía a ver. En 1936 había establecido el Departamento de Eliminación de Contrarrevolucionarios y, al año siguiente, Stalin lo había enviado a Yan’an en un avión especial. Se alineó enseguida con Mao y utilizó los métodos policiales que había aprendido en la Unión Soviética para supervisar la seguridad y la inteligencia. Sus métodos eran tan brutales que en 1945 fue reemplazado[14]. En 1947 lo enviaron a Shanxi para supervisar la reforma agraria y promovió una guerra de clases total en el campo, en la que obligó a todos los aldeanos a elegir bando. En una aldea llamada Haojiapo, aprobó que los granjeros obligaran a los terratenientes a arrodillarse sobre cascotes de ladrillo. A continuación, las víctimas sufrían palizas y escupitajos, y se les arrojaban excrementos. Kang Sheng autorizó a «las masas» a decidir quiénes no les gustaban y liberó frustraciones reprimidas que podían volverse contra casi cualquiera. En algunas partes de la región, la búsqueda de enemigos llegó hasta el punto de incluir a granjeros clasificados como «campesinos medios». Se les arrestaba, golpeaba y torturaba, y se les despojaba de su propiedad. En algunos lugares se clasificaba como «terrateniente» a una de cada cinco personas. En el distrito de Shuo, nadie osaba alzar la voz cuando se clasificaba a alguien como «rico», porque las quejas podían tener como consecuencia la acusación de «proteger a los terratenientes», que a veces comportaba la muerte. Bastaba con que uno de los pobres señalara a un granjero y lo llamara «terrateniente» para que su destino quedara sellado. Tan solo en el distrito de Xing se ejecutó a más de 2000 personas, entre las que había 250 ancianos y 25 niños. A estos últimos se les llamaba «pequeños terratenientes».

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Una de las víctimas fue un hombre llamado Niu Youlan. Su apellido significa «buey» y había ayudado a los guerrilleros con la entrega gratuita de grandes cantidades de cereales, ropa y plata. Su colaboración no lo salvó. En septiembre de 1947, Niu Youlan, que por aquel entonces contaba sesenta y un años, fue llevado a rastras a lo alto de un escenario y tuvo que encararse con 5000 aldeanos. Le perforaron la nariz con un alambre de acero. Entonces forzaron a su hijo a que tirase de él como si fuera un buey, con la cara ensangrentada. Lo marcaron con un hierro al rojo vivo y murió ocho días más tarde, encerrado en una cueva. Xi Zhongxun le comunicaba a Mao Zedong el 19 de enero de 1948: «Ahogan a las personas en tinajas repletas de agua salada. A algunas les echan aceite hirviendo sobre la cabeza y mueren abrasados[15]». Kang Sheng también dirigió la reforma agraria en otros lugares del país. Sus métodos no tardaron en copiarse en todas partes. Liu Shaoqi informaba acerca de Hebei: «Las masas en lucha golpean, torturan y matan, y ahora mismo han escapado a todo control». Las personas morían enterradas en vida, desmembradas, acribilladas, estranguladas. En algunos casos los cuerpos de las víctimas se colgaban en los árboles y los despedazaban[16]. Zhang Mingyuan, encargado de la reforma agraria en el Hebei oriental, presenció como en una sola aldea 48 personas morían a golpes en menos de treinta minutos. Pero en muchos casos la violencia se orquestaba meticulosamente y los pobres votaban en las asambleas de las aldeas para decidir quién iba a morir: se gritaban los nombres y la gente votaba a mano alzada o con semillas de soja[17]. Uno de los motivos por los que se difundió la violencia era que los aldeanos podían asesinar con una impunidad total. Después de cada uno de episodios de violencia, la multitud se repartía las posesiones materiales de las víctimas. La codicia y las ansias de poder empujaban a los activistas del Partido a definir de maneras cada vez más vagas a los individuos contra los que había que actuar. Aunque el miedo a la venganza también alimentó la violencia. Deng Xiaoping describía de este modo su experiencia de la reforma agraria en Anhui: En un lugar de Anhui occidental, las masas odiaban a varios terratenientes y exigieron su muerte, y nosotros cumplimos sus deseos y los matamos. Una vez muertos, las masas temieron represalias por parte de los parientes de las víctimas, y así fue como confeccionaron una lista de nombres todavía más larga, y dijeron que, si podíamos acabar con ellos, todo iría bien. Una vez más, cumplimos sus deseos y matamos a esas personas. Una vez muertos, las masas pensaron que serían todavía más las personas que buscarían venganza, y por eso nos presentaron una nueva lista de nombres. Y, una vez más, los matamos de acuerdo con sus deseos. Matábamos sin cesar, y las masas se sentían cada vez más inseguras, y acababan huyendo aterrorizadas. Al final matamos a 200 personas y todo el trabajo que habíamos realizado en 12 aldeas se echó a perder[18].

A principios de 1948, cuando la presión empezó a ceder, unos 160 millones de personas se hallaban bajo control comunista. El Partido decidió sobre el papel que por los menos un 10 % de la población estaba constituido por «terratenientes» y «campesinos ricos», pero sobre el terreno, un 20 %, e incluso un 30 % de los aldeanos sufrieron persecución. Por desgracia, el material estadístico de que Página 73

disponemos es insuficiente, pero, de acuerdo con una estimación aproximada, entre 500 000 y 1 millón de personas fueron asesinadas o empujadas al suicidio.

En marzo de 1951 se publicó una carta en el Renmin Ribao («Diario del Pueblo»), escrita por varios granjeros de Hunan para preguntar por la reforma agraria: «¿Cómo es que el presidente Mao no imprime billetes, compra la tierra a los terratenientes y nos da nuestra parte?»[19]. Se trataba de una buena pregunta. Eso era, después de todo, lo que se estaba haciendo en la isla fortaleza del archivillano Chiang Kai-shek. Entre 1949 y 1953, se indemnizó a los grandes terratenientes de Taiwán con certificados para la adquisición de mercancías y acciones en empresas de titularidad estatal a cambio de la tierra que se redistribuyó entre los pequeños campesinos. Esta manera de proceder empobreció a algunos aldeanos ricos, pero otros aprovecharon las indemnizaciones para emprender iniciativas comerciales e industriales. No se vertió ni una sola gota de sangre. La experiencia se basaba en la de Corea y Japón, donde la reforma agraria se había llevado a cabo con éxito bajo el mando del general Douglas MacArthur entre 1945 y 1950.En estos países tampoco se había vertido una sola gota de sangre[20]. La reforma agraria en el norte de la China continental se había llevado a cabo en plena guerra civil. Pero en el sur, donde la campaña tuvo lugar entre junio de 1950 y octubre de 1952, podría haber sido pacífica, porque los nacionalistas ya habían huido a Taiwán. Incluso Stalin advirtió a Mao de que empleara métodos menos dañinos en el campo. Al haber presidido una guerra inmisericorde contra los kulaks de la Unión Soviética en el punto álgido de la colectivización de la década de 1930, estaba en buena posición para ofrecer sus consejos. Stalin había lanzado una despiadada campaña de deskulakización en 1928, que había llevado a la ejecución de miles de personas y en la deportación de casi 2 millones a colonias de trabajo en Siberia o en el Asia Central soviética. Pero ahora Stalin subrayaba la necesidad de acotar las persecuciones a los terratenientes y dejar en paz a los campesinos ricos, a fin de acelerar la recuperación de China tras años de guerras. Telegrafió sus puntos de vista a Beijing en febrero de 1950. Pocos meses más tarde se promulgó la Ley de Reforma Agraria, que prometía una política menos beligerante[21]. Nada más lejos de la realidad. Las promesas que se efectuaban sobre el papel no tenían nada que ver con la violencia que se vivía sobre el terreno. Mao quería derribar a los capitostes tradicionales de las aldeas para que no hubiera interposición alguna entre el pueblo y el Partido. Un proverbio chino afirma que «los pobres están sometidos a los ricos, y los ricos están sometidos al Cielo». Había llegado el momento en el que todo el mundo estuviera sometido al Partido. Y a diferencia de la Unión Soviética, donde habían sido los organismos de seguridad los que habían liquidado a los kulaks, Mao quería que los granjeros hicieran el trabajo por sí mismos. Había que empujar a una mayoría contra una minoría con el fin de destruir Página 74

los valores morales y los vínculos sociales de reciprocidad que habían regulado la vida en las aldeas. Solo si se implicaba a las personas en los asesinatos sería posible atarlas para siempre al Partido. Nadie podía quedarse al margen. Todo el mundo debía mancharse las manos con sangre mediante la participación en concentraciones masivas y sesiones de denuncia. Aun antes de que se promulgara la ley, Mao advirtió a una reunión de líderes el 6 de junio de 1950 que tenían que prepararse para una lucha a muerte: Una reforma agraria que afecta a una población de más de 300 millones de personas es una guerra enconada. Es más ardua, más compleja, más problemática que el paso del Yangtsé, porque nuestros efectivos son 260 millones de soldados campesinos. Esto es una guerra por la reforma agraria, esto es la guerra de clases más horrible entre campesinos y terratenientes. Es una lucha a muerte[22].

La necesidad de poner fin a los vínculos tradicionales que existían en las aldeas era particularmente crucial en el sur, donde una serie de rebeliones populares desafió de manera directa al Partido Comunista. Los aldeanos tenían muchos motivos para oponerse a sus nuevos gobernantes, pero el más importante de todos eran las requisas de cereales. El ejército se encargaba de realizarlas y a menudo procedía con brutalidad. En algunas partes de Guangdong se llegaba a requisar entre el 22 % y el 30 % de todos los cereales, y en algunos casos hasta el 60 %, con lo que la gente se veía obligada a vender todo lo que tenía, desde el ganado hasta las semillas necesarias para la cosecha siguiente. Por todo el sudoeste, la región donde Deng Xiaoping ejercía sus competencias, se llevaron a cabo implacables registros casa por casa que dejaron a los propietarios tan solo con la comida necesaria para tres días. Los granjeros de Sichuan que se negaban a entregar sus cosechas sufrían palizas, se les dejaba suspendidos en aire, se les metía humo en los ojos o alcohol por la nariz. Un boletín que únicamente podían consultar los más altos cargos observaba que las mujeres embarazadas recibían «con frecuencia» palizas tan severas que abortaban. Familias enteras tomaban veneno para que la muerte los liberara de los inspectores fiscales. En el distrito de Rong tuvo lugar un grotesco incidente en el que se obligó a 4 mujeres y 1 hombre a desnudarse y correr con lámparas de queroseno atadas entre las piernas como incentivo para entregar mayores volúmenes de comida. Como resultado, el Estado se apropió de 2,9 millones de toneladas de cereales en concepto de impuestos en el sudoeste de China a lo largo de 1950, si bien al mismo tiempo gastó 4,3 millones de toneladas, que en su mayoría se destinaban a un ejército de 1,7 millones de soldados. Tradicionalmente, la región había producido excedentes de cereales. En aquel momento estaba arruinada[23]. Las personas se rebelaron por todo el sur. Los aldeanos de Hunan salieron a la calle para manifestarse contra el nuevo régimen. En un solo incidente que tuvo lugar en el distrito de Nan, una región arrocera cercana al lago de Dongting, más de 2000 granjeros se enfrentaron a los soldados. Hubo disparos y 13 personas resultaron muertas o heridas. Al día siguiente, una multitud de 10 000 granjeros enfurecidos se presentó en la capital del distrito. Sus demandas eran: «Interrumpid las requisas, Página 75

oponeos al transporte de grano». Una docena de incidentes similares tuvo lugar por toda la provincia. Un informe secreto afirmaba que los asaltos a los graneros eran «incesantes» en Hubei. En Xiaogan, una muchedumbre de 2000 personas se adueñó de 7,5 toneladas de cereales de un almacén estatal. En Xishui, un distrito con una larga historia revolucionaria, una multitud se llevó por la fuerza la comida depositada en barcos de carga. En Enshi, una manifestación masiva contra las requisas finalizó con 4 muertos. En Wuli, a las afueras de Wuchang, los lugareños se rebelaron contra los maltratos físicos que les infligían los cuadros locales y las «palizas y asesinatos arbitrarios» perpetrados por la asociación de campesinos. En marzo de 1950, docenas de «rebeliones relativamente importantes de carácter masivo» —en la jerga burocrática del Partido— sacudieron Hubei. En Guizhou, algunos de los incidentes llegaron a implicar a más de 100 000 insurgentes, dispuestos a luchar hasta la muerte contra el Partido Comunista[24]. La agitación y la rebelión también se inflamaron cual diminutas llamaradas en algunas regiones del norte donde la reforma agraria aún no se había llevado a cabo. En muchas regiones de Shaanxi, donde las tierras áridas y resecas se agrietaban bajo la sequía estival, los granjeros empuñaron las azadas y empezaron a esconder el trigo por miedo a las requisas estatales[25]. En el distrito de Yongdeng (Gansu), una tierra del interior que se hallaba junto a la antigua Ruta de la Seda, las personas se unieron para resistirse a las requisas del Estado. En una aldea, 200 granjeros cercaron a recaudadores de cereales y les dieron una paliza. En el distrito de Minie, los ataron[26]. Tan solo en los tres primeros meses de 1950, unas 40 rebeliones sacudieron las zonas rurales de la China oriental. La mayoría de ellas tuvo lugar en regiones pobres y siempre con el mismo objetivo: aldeanos hambrientos se alzaban contra el Partido y asaltaban los graneros. Los rebeldes sustrajeron 3000 toneladas de cereales y asesinaron a más de 120 personas, entre militares y cuadros del Partido. Un informe observaba lo siguiente acerca de las autoridades locales: «No muestran ninguna preocupación por el sufrimiento de las personas, e incluso las golpean, arrestan y matan arbitrariamente en el transcurso de su labor, con lo que se vuelven hostiles[27]». El Partido culpaba a los «terratenientes» —así como a los espías y saboteadores — de promover las rebeliones. Los comunistas expropiaron las posesiones de un gran número de ellos y redistribuyeron sus bienes, con la esperanza de granjearse el apoyo de los aldeanos[28]. Sin embargo, al empezar una segunda fase de la reforma agraria, se planteó un nuevo problema: cuanto más al sur iban los comunistas, menos tierra encontraban. Existía una diferencia abismal entre las llanuras poco pobladas de Manchuria y las aldeas superpobladas al sur del Yangtsé. Como no había tierra suficiente que distribuir entre los pobres, la promesa de no molestar a los «campesinos ricos» no tardó en incumplirse. En Sichuan, bastaba con que un granjero obtuviera beneficios para que se le clasificara como «terrateniente». Familias que poseían un pote de Página 76

azúcar blanco, o un búfalo para arar los campos, sufrían denuncias que comportaban la confiscación de sus escasas posesiones. Incluso al norte del Yangtsé, donde una parte de las zonas rurales ya había pasado por un duro proceso de redistribución de tierras durante los años 1947-1948, los aldeanos se vieron sometidos a una nueva oleada de terror. En Shandong, muchos granjeros corrientes sufrieron arrestos y palizas arbitrarios, con independencia de que encajaran o no en la definición de «terrateniente». En el distrito de Pingyi, donde tan solo una cuarta parte de los encarcelados eran propietarios de tierras, un dirigente local del Partido proclamó: «A partir de ahora tenemos que matar a alguien en cada una de nuestras asambleas». Las palizas indiscriminadas en las asambleas de aldea eran una «práctica común»: «Algunos de los cuadros sueltan insinuaciones con las que promueven las palizas, otros no interfieren cuando las palizas tienen lugar». Un secretario del Partido informó de que en el distrito de Teng se obligaba a ciertas personas a llevar gorros equivalentes a las antiguas «orejas de burro» de las escuelas, tenían que arrodillarse por la fuerza y recibir palizas, o las desnudaban y exponían al frío del invierno. A algunas les arrancaban los cabellos, a unas pocas les cortaban las orejas a mordiscos. En el pueblo de Xigangshan, los aldeanos orinaban sobre sus víctimas[29]. Algunas áreas rurales se hundieron en una espiral de violencia, porque muchos de los granjeros corrientes a quienes se había clasificado como «terratenientes» o «campesinos ricos» empezaron a tomar represalias. En una aldea de Guizhou, un hombre de setenta años, Zhang Baoshan, fue clasificado como terrateniente por error. Activistas del Partido lo arrastraron a una asamblea donde le pegaron una paliza, lo torturaron y lo empaparon con agua helada. Dos de sus hijos, enfurecidos, mataron a cuchilladas a varios de sus enemigos. Como no podían volver a casa, los hijos se ocultaron en lo más recóndito de las montañas, donde poco después una cuadrilla que había salido a buscarlos los encontró y los linchó. Una turba enloquecida les cortó la lengua y los genitales. Quemaron los cadáveres y arrojaron las cenizas al río. Toda la familia de Zhang Baoshan, más de 20 personas, sufrió palizas antes de ingresar en prisión. Una investigación posterior descubrió que 8 personas de la aldea habían perdido la vida porque, aun siendo pobres, habían sido clasificadas arbitrariamente como «terratenientes[30]». A veces, pueblos enteros se volvían contra los comunistas. En el distrito de Lanfeng (Henan), se mató a un promedio de un granjero cada tres días durante abril de 1950. Algunas de las víctimas eran gente corriente de camino al mercado. Sufrían el maltrato de los cuadros del Partido, que los golpeaban con las culatas de los rifles. En cierta ocasión en la que una mujer sufrió un disparo en el estómago y murió entre los chillidos de los niños y los aldeanos asustados, la multitud se rebeló, capturó a los culpables y los desarmó[31]. Por doquier aparecían formas más sutiles de resistencia. A pesar de todos los esfuerzos realizados por los equipos de trabajo que se encargaban de la reforma agraria —la concienzuda recopilación de información sobre las estructuras de poder Página 77

locales, la meticulosa coreografía de las asambleas donde se «expresaba la amargura», la propaganda sin fin, las asambleas en los pueblos respaldadas por el poder de las milicias locales—, la gente corriente sentía reparos en perseguir a sus antiguos vecinos y robarles. Eran muchos los que sabían reprimir sus emociones y guardárselas en lo más hondo para mostrarlas tan solo en las situaciones adecuadas. Aprendían a actuar, porque era su manera de sobrevivir. Esther Cheo, que se había unido al Ejército de Liberación del Pueblo en 1949, veía cómo las personas mostraban o reprimían sus emociones durante las asambleas en los pueblos: Me fijé en que una mujer gritaba e insultaba al terrateniente. Tan pronto como su actuación hubo finalizado, regresó a su lugar entre la muchedumbre, tomó a su bebé, que hasta entonces había mamado en silencio del pecho de otra mujer, y siguió amamantándolo ella misma, mientras contemplaba en calma al siguiente que intervenía en la sesión de lucha.

A veces, los que más gritaban, apoyaban luego a las víctimas, por ejemplo, devolviéndoles en secreto el botín que se les había asignado. En Xushui, un joven activista del Partido llamado Sun devolvió un cubo de cereales a un hombre para el que había trabajado y que siempre le había tratado como a un miembro de la familia. Sun fue expulsado del Partido[32]. A medida que los equipos de trabajo que tenían a su cargo la reforma agraria se desplegaban al sur del Yangtsé hallaban clanes poderosos mucho más diversos e integrados de lo que daba a entender la retórica de la guerra de clases. Aldeas enteras compartían un único apellido. En Hubei, algunos de los líderes locales a quienes se exhibía en las sesiones de denuncia lograban volver a la multitud contra los cuadros del Partido. En el distrito de Fang, los granjeros alcanzaron el acuerdo unánime de no arrebatar las propiedades de los que se vieran señalados como terratenientes. En Hunan, algunos granjeros ricos mataron a su propio ganado, vendieron las tierras y canjearon sus aperos de labranza antes incluso de que empezase la reforma agraria. En Xiangtan, un hombre derribó su propia casa para poder vender los ladrillos. En dos distritos se talaron unos 27 000 abetos en tierras privadas para que no fuese posible redistribuirlos. En Zhejiang, los dirigentes locales pronunciaban discursos contra la reforma agraria ante los aldeanos y les advertían: «Los impuestos subirán de año en año». Unos pocos predijeron que sería «difícil evitar la hambruna en el futuro[33]». En Sichuan, unos pocos terratenientes se hicieron con el control de la situación, estudiaron atentamente la ley de reforma agraria, convocaron asambleas de aldeanos y pusieron en marcha falsas «sesiones de lucha» antes incluso de que llegaran los equipos de trabajo. Eligieron su propio estatus de clase y clasificaron como «terrateniente» a tan solo un puñado de personas. Hubo algunas que distribuyeron de buen grado una parte de sus tierras. Otras dejaron su propiedad en manos de ciertos aldeanos, la canjearon con ellos o se la regalaron, con lo que se aseguraban de que estos los respaldaran. En algunas ocasiones, aldeas enteras apoyaron con firmeza a las personas denunciadas como «terratenientes». Y si todo lo demás fallaba, los había Página 78

que prendían fuego a sus propias casas antes que entregarlas a las masas. Esto ocurrió por toda Sichuan[34]. El Partido interpretaba la resistencia popular como una prueba evidente de que las fuerzas oscuras del feudalismo todavía controlaban las zonas rurales. Cuanto menos apoyo hallaba entre los aldeanos, más fuerte era su llamada a la violencia. Los dirigentes del Partido afirmaban que los terratenientes y contrarrevolucionarios, auxiliados e instigados desde el extranjero, emponzoñaban el cerebro de los aldeanos con la religión, se infiltraban en las asociaciones de campesinos con sus secuaces y corrompían a los cuadros del Partido mediante dinero y mujeres. Tan solo el terror podría derrotar a las fuerzas de la reacción, y así fue como se ordenaron todavía más asesinatos. El 21 de abril de 1951, en Sichuan oriental, un dirigente provincial llamado Li Jingquan ordenó que se exhibiera públicamente y se ejecutara a 6000 terratenientes —algunos de ellos ya en prisión— para dar un mayor impulso a la reforma agraria: Al realizar la reforma agraria, tenemos que arrestar a cuantos disimulan, cooperan con las potencias extranjeras y cometen crímenes contrarrevolucionarios. Debemos matar a la mitad de ellos, unos 4000, aparte de los 1000 o 2000 que ahora mismo se hallan en las mazmorras y a los que todavía tenemos que ejecutar. Si seguimos este plan, ejecutaremos a unos 5 000 06 000, lo que corresponde, en líneas generales, al principio de matar a un grupo pequeño durante la reforma agraria.

Su informe llegó a Chongqing y halló el apoyo de Deng Xiaoping, el hombre que estaba al mando del sudoeste de China[35]. Otras regiones eran igualmente resistentes, si bien es difícil conseguir cifras precisas. En Luotian, un distrito de Hubei cubierto de bosques de castaños, se dio muerte con arma de fuego a uno de cada 330 aldeanos. En tan solo veinte días de mayo de 1951 se ejecutó a más de 170 «terratenientes». Al principio se solicitó a algunas de las víctimas que entregaran 500 kilos de cereales. Luego se les solicitó 1 tonelada. Y después les pegaron un tiro. Muchas de las víctimas no eran ricas en absoluto, pero «las masas no se atrevían a hablar» en las sesiones de denuncia[36]. El propio Mao marcaba el tono. En el delta del río de las Perlas, en la provincia de Guangdong —una de las regiones más ricas y con más comercio de toda China—, muchos de los propietarios de tierras mantenían amplios contactos con los empresarios de Hong Kong. Por otra parte, los chinos de ultramar compraron grandes extensiones de tierra en las que pensaban instalarse cuando les llegase el retiro. Y a lo largo de la costa había pueblos dominados por los emigrantes ricos. Sus casas modernas y sus modales extranjeros contrastaban fuertemente con algunas de las aldeas más tradicionales del interior. En el conjunto de la provincia, más de 6 millones de personas dependían de familiares en ultramar. Numerosos niños, mujeres y ancianos contaban con los envíos de dinero. En total, una quinta parte del total de la tierra pertenecía a emigrantes que vivían en el extranjero. Fang Fang, máximo dirigente del Partido en Guangdong, era consciente de su importancia económica y trató de impedir la expropiación de una parte de sus tierras. En 1952, Mao envió a Página 79

Tao Zhu a reemplazar a Fang Fang. Tao Zhu se había labrado un nombre al destruir de manera implacable toda la oposición que existía en Guangxi y había matado a decenas de miles de personas a quienes se acusaba de ser «terratenientes» y «contrarrevolucionarios». Había quien lo comparaba con un tanque, porque aplastaba a todos los enemigos que se interponían en su camino. Al cabo de poco tiempo, Mao convocó a Fang para una audiencia en Beijing. Fang fue acusado de «localismo», se le sometió a una purga y no se volvió a saber nada más de él. En mayo de 1952, se desposeyó de sus cargos o persiguió a más de 6000 cuadros de Guangdong por haber seguido una «línea de Partido incorrecta». Por toda la provincia las violentas palizas y ejecuciones arbitrarias de propietarios de tierras y granjeros acomodados se convirtieron en la norma. El eslogan era: «Todas las aldeas sangran, todas las casas luchan». Los perseguidores ataban a las víctimas, las suspendían de vigas, las enterraban hasta el cuello, las quemaban. En el distrito de Huiyang, en la frontera con Hong Kong, casi 200 personas sufrieron una muerte violenta. Más al norte, en Chaozhou, más de 700 se suicidaron. En cuestión de tres meses, más de 4000 personas perdieron la vida, algunas como consecuencia de las palizas, y otras arrastradas a la tumba por el constante acoso padecido[37].

La pobreza se convirtió en la norma. La relativa prosperidad que algunas familias habían logrado con el esfuerzo de varias generaciones se evaporó de un día para otro. Las personas que habían logrado escapar de la pobreza mediante una combinación de iniciativa, diligencia y perseverancia se vieron proscritas. En las aldeas, el conocimiento y la experiencia se volvieron objeto de mofa. El éxito se había convertido en un estigma del explotador. Por el contrario, se ensalzaba a campesinos y trabajadores pobres. Habían nacido rojos. El Partido proclamaba: «Ser pobre es glorioso». Pero los aldeanos no solo se gloriaban de su pobreza, sino que además empezaron a temer la riqueza. En Shandong, muchos de ellos se negaban a sobrepasar el mínimo estricto: «El Partido quiere a los pobres, y cuanto más pobres, mejor». Nada menos que Kang Sheng, que se hizo cargo de la provincia en 1949, informó de que la productividad estaba en caída libre en las zonas donde se había llevado a cabo la redistribución de tierras, porque los aldeanos pensaban que «ser pobre es glorioso». En el norte de China, la producción agrícola se redujo rápidamente en un tercio. La guerra civil provocó destrucciones masivas y desplazamiento de la población, pero, tal como expresaban los propios cuadros con brutal franqueza: «La reforma agraria ha destruido la producción[38]». Un gran número de estímulos negativos se reforzaban entre sí para desincentivar la producción y crearon un círculo vicioso de empobrecimiento. Los derechos sobre la tierra eran vagos y los aldeanos nunca se sintieron seguros de poseer realmente las propiedades confiscadas. Ante todo, las feroces campañas, alimentadas por el miedo, la codicia y los celos, habían conducido a que nadie quisiera destacar por encima de Página 80

los demás. Las parcelas de tierra eran pequeñas y a menudo dispersas. Muchos de los beneficiarios carecían de los conocimientos, utensilios, semillas y fertilizantes necesarios para cultivar la tierra. El vínculo que unía las aldeas con los mercados se rompió. Las tiendas y empresas regentadas por propietarios de tierras sufrieron saqueos o cayeron en bancarrota. Ocupaciones complementarias a las que en otro tiempo se habían dedicado los aldeanos pasaron a verse como actividades «capitalistas». En Sichuan, una de las provincias más prósperas del país, unos dos tercios de las tierras redistribuidas entre los pobres producían menos que antes[39].

Apareció otra forma de empobrecimiento. Muchas de las personas a las que se había atacado en el curso de la campaña apenas vivían mejor que sus vecinos, pero en el conjunto del país también había familias que habían acumulado una riqueza material considerable. Muchas de esas personas, tanto si eran estudiosos como si se dedicaban al comercio o la política, coleccionaban piezas artísticas. En algunos casos no adquirían más que curiosidades, como por ejemplo piedras de entintar y pequeños recipientes para el agua de los que se usaban en la elaboración tradicional de la tinta china, y estatuillas con las que se adornaba un escritorio o un despacho. En otros casos reunían colecciones más amplias de manuscritos raros, monedas de bronce, muebles de madera o pinturas hechas con tinta. De hecho, tras siglos de gobierno por parte de funcionarios eruditos, en el país se respiraba tal respeto por la cultura que prácticamente todas las casas que podían permitírselo mínimamente tenían antigüedades. Una parte de dichas piezas se redistribuyeron durante la reforma agraria, pero muchas otras fueron destruidas, hasta el punto de que en junio de 1951 el Ministerio de Cultura ordenó que todas las antigüedades y libros raros confiscados en el curso de la reforma se reunieran y se hiciese un inventario. En muchos casos, fue demasiado tarde. Así, por ejemplo, la mayoría de las antigüedades de Shandong ya habían acabado en la hoguera o en el vertedero, y se habían reciclado como tantas otras reliquias de un pasado de explotación. De acuerdo con una investigación llevada a cabo por el Partido: «En todas partes, los libros antiguos de los que se pensaba que contenían ideas feudales acabaron en la basura o se aprovecharon como papel viejo». Remanentes del feudalismo mucho más voluminosos también sufrieron ataques. La torre Taibai de Jining, donde se rumoreaba que había vivido Li Bai, el célebre poeta de los tiempos de la dinastía Tang, fue demolida (se construyó una réplica en 1952). En Liaocheng se excavó la tumba de Gao Fenghan, poeta y pintor del siglo XVIII. En Jimo, las masas de trabajadores saquearon seis tumbas de los tiempos de la dinastía Han. En Zibo, varias estatuas y templos budistas, a los que se veía como emblemas de la superstición, sufrieron mutilaciones. En Laoshan, una montaña costera cercana a Qingdao, considerada una de las cunas del taoísmo, una gran colección de más de cien manuscritos de los períodos Ming y Qing conservados en el templo de Huayan Página 81

se utilizaron como si hubieran sido papel viejo. Algunos de los clásicos del budismo se usaron para liar cigarrillos. Hubo muchos otros ejemplos, que según un informe eran «demasiados como para enumerarlos en su totalidad», porque muchos de los cuadros consideraban que las reliquias históricas eran «basura» o «superstición[40]».

Partiendo de la información disponible, a finales de 1951 se había expropiado a más de 10 millones de terratenientes y más del 40 % de la tierra había cambiado de manos. No sabremos jamás el número exacto de víctimas que murieron en el curso de la reforma agraria, pero es probable que no baje de 1,5 o 2 millones entre 1947 y 1952. La vida de muchos otros millones quedó destruida, porque se les estigmatizó como explotadores y enemigos de clase[41].

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EL GRAN TERROR

En verano de 1950 los comunistas conservaban ya pocos amigos. Mao explicó a sus colegas que el Partido golpeaba «en todas las direcciones» y tan solo se ganaba enemigos. Los capitalistas veían con desagrado al Partido Comunista, entre los parados reinaba la agitación y la mayoría de los trabajadores estaban descontentos como consecuencia del desastre económico. En el campo, los aldeanos se asfixiaban bajo los impuestos, mientras que los intelectuales de las ciudades temían perder sus puestos de trabajo. Los que trabajaban en el ámbito artístico veían con resentimiento las intromisiones políticas. La oposición al nuevo régimen abundaba en los círculos religiosos. «El país entero está tenso», destacaba Mao, y también: «Estamos bastante solos». El Partido tenía que ganarse amigos y aislar a los enemigos uno a uno. Mao abogó por relajar la presión sobre las minorías étnicas. Apaciguar a los mercaderes, crear un frente unido con los demócratas y plantearse la reforma de los intelectuales como un objetivo a largo plazo: «Avanzar poco a poco[1]». ¿Quiénes eran los verdaderos enemigos a los que había que hacer frente? «Nuestra política general —proseguía Mao— consiste en eliminar a las fuerzas nacionalistas que aún existen, los agentes secretos y los bandidos, derribar a la clase de los terratenientes, liberar Taiwán y el Tíbet, y llevar hasta el final la lucha contra el imperialismo[2]». Menos de tres semanas después del discurso del presidente Mao, el Ejército del Pueblo de Corea del Norte cruzó el paralelo 38 e invadió Corea del Sur. El 25 de junio de 1950, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas condenó la invasión por unanimidad y, pocos días más tarde, el presidente Truman emprendió la defensa de su aliado surcoreano. El primero de octubre de 1950, primer aniversario de la fundación de la República Popular China, una contraofensiva de las Naciones Unidas, bajo la autoridad del general Douglas MacArthur, obligó a los norcoreanos a retroceder hasta más allá del paralelo 38. 200 000 soldados chinos entraron secretamente en Corea del Norte el 18 de octubre. Una semana más tarde atacaron a las tropas de las Naciones Unidas cerca de la frontera chinocoreana. La guerra ofreció un pretexto para suscitar apoyo popular a favor del régimen y atacar con dureza a los enemigos designados por Mao tan solo unos meses antes. El 10 de octubre, que los nacionalistas celebraban como Día Nacional, Mao emitió una directriz que ordenaba la liquidación de las «fuerzas nacionalistas restantes», «agentes secretos», «bandidos» y otros «contrarrevolucionarios» que se interponían en el camino de la revolución. Durante todo un año, el Gran Terror acompañó a la reforma agraria, sacudió al país hasta sus mismas raíces y obligó a personas de todo tipo a tomar partido.

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¿Cuántos «bandidos» y «agentes secretos» amenazaban todavía con derribar al régimen comunista en octubre de 1950? Debían de ser muchos, según la maquinaria propagandística que bombeaba sin cesar siniestras advertencias contra el sabotaje y la subversión, obra de espías ocultos y quintacolumnistas. La paranoia era inherente al régimen, que vivía con miedo a su propia sombra. Desde hacía mucho tiempo, el Partido había desarrollado la costumbre de culpar de todos los contratiempos a enemigos reales o imaginarios. Detrás de cada pozo envenenado o granero envuelto en llamas acechaba un espía o terrateniente. Todos los actos de resistencia de los granjeros —y eran muchos— se tomaban como un indicio de contrarrevolución. Asimismo, se cultivaban deliberadamente las tensiones para que la gente estuviera nerviosa y para justificar métodos de vigilancia todavía más invasivos. Por otra parte, el nuevo régimen se enfrentaba a una verdadera amenaza en buena parte del sur. Como hemos visto, docenas de rebeliones armadas e insurrecciones populares lo ponían en peligro en provincias como Hubei, Sichuan y Guizhou. Hacia el verano de 1950, en Guangxi, provincia subtropical cercana a la frontera vietnamita, cubierta de montañas cársticas y selvas frondosas, los elementos opositores habían ya emboscado y dado muerte a más de 1400 cuadros y 700 soldados. Los comunistas habían eliminado a 170 000 soldados nacionalistas en dicha provincia durante los primeros meses de la liberación, pero la violencia no tardó en estallar de nuevo, porque los aldeanos se unían a la oposición. En el distrito de Yulin, más de 200 pueblos tomaron parte en las rebeliones armadas. En un único pueblo del distrito de Yining, un tercio de los hombres desapareció en el bosque para unirse a las fuerzas rebeldes. Durante varias décadas, los comunistas habían librado una guerra de gran movilidad contra el gobierno nacionalista mediante incursiones y emboscadas dispersas. Tenían por costumbre atacar objetivos vulnerables y volver a desaparecer de inmediato en el campo. «Si el enemigo avanza, nos retiramos; si el enemigo acampa, lo hostigamos; si el enemigo se retira, lo perseguimos», había escrito Mao en 1930. En el momento del que hablamos, era su propio ejército el que tenía que hacer frente a la amenaza de la guerra de guerrillas en el sur[3]. Mao culpó en especial a Guangxi y arremetió contra sus dirigentes por su «escandalosa indulgencia» para con los insurgentes. La provincia actuó con rapidez y mató a 3000 guerrilleros durante los dos primeros meses que siguieron a la directriz del 10 de octubre de 1950. A continuación, Mao envió a Tao Zhu, el hombre conocido popularmente como «el tanque», para que aplastara toda oposición. En marzo de 1951, Tao Zhu había acabado con 15 000 personas. Más de 100 000 fueron encarceladas y muchas de ellas murieron de hambre y enfermedad durante su cautiverio. En algunas partes de Yulin, hasta una quinta parte de la población acabó entre rejas. A otros los señalaron como terratenientes y, en su ausencia, se persiguió a sus mujeres e hijos. En verano de 1951, Tao Zhu envió un telegrama a Mao:

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«Guangxi: 450 000 bandidos pacificados; 40 000 muertos; un tercio quizá merecía, o quizá no, la muerte[4]». En octubre de 1951, al terminar la campaña, habían muerto un total de 46 200 personas, el 2,56 ‰ de la población total de la provincia. En otras palabras: se había ejecutado a más de una persona de cada 400[5]. Pero el terror era igualmente implacable en otras regiones. El hombre a quien Mao confió la supervisión de la operación era Luo Ruiqing. Había nacido en el seno de una familia de terratenientes en Nanchong, región de la montañosa Sichuan rica en arroz, naranjas y gusanos de seda. Nunca sonreía, porque había sufrido una herida en el rostro mientras luchaba contra los nacionalistas, y su boca había quedado paralizada en un rictus permanente. Igual que Lin Biao, Luo se había formado en la célebre Academia Militar de Whampoa bajo Chiang Kai-shek, pero luego se había unido al Partido Comunista en 1928. Fue uno de los primeros a quienes enviaron a la Unión Soviética, donde trabajó con la policía secreta. En Yan’an le encargaron la eliminación de una facción anti-Mao en el rival Ejército del Cuarto Frente. Según parece, llevó a cabo la tarea con tal «crueldad, salvajismo y malicia» —en palabras de un refugiado de gran importancia— que se ganó la gratitud del Presidente. Una vez que estuvo al frente del aparato de seguridad en Beijing, hizo colgar un enorme retrato de Félix Dzerzhinski en su despacho. El fundador de la Cheká, la siniestra organización para la defensa de la seguridad del Estado en la Unión Soviética, era su modelo y mentor[6]. Luo fue un engranaje esencial en la maquinaria de represión. Era él quien comunicaba las órdenes del Presidente a los dirigentes provinciales. Li Xiannian, dirigente de Hubei, acudió a visitarlo en Beijing en enero de 1951. Por aquel entonces, no había liquidado a más de 220 contrarrevolucionarios en su provincia. A partir de la visita, las ejecuciones se aceleraron. En febrero, 8000 sospechosos habían muerto ejecutados. Otros 7000 se les añadieron en primavera. Al cabo de poco tiempo, el número de personas asesinadas ascendía a 37 000, porque algunas zonas rurales se hundieron en un reino de terror en el que los cuadros gobernaban echando mano a la pistola. El recurso del terror se volvió tan habitual que el propio Li Xiannian fue incapaz de frenar la campaña que él mismo había empezado. Algunos funcionarios locales se negaban a detener las matanzas y se valían del terror como herramienta rutinaria de control. Si sus superiores les ordenaban frenar las ejecuciones, respondían con el chantaje: «Si no se me permite matar, no colaboraré con la producción ni movilizaré a las masas. No me dedicaré a ello hasta que me dé permiso». A la postre, hubo más de 45 000 ejecuciones, el 1,75 ‰ de la población de Hubei[7]. Las muertes se regulaban de acuerdo con una cuota impuesta desde arriba, igual que la producción de acero y de cereales. Luo Ruiqing no habría podido supervisar el arresto, juicio y ejecución de los muchos millones de personas que eran objetivo del terror, y por ello Mao orientaba su actuación mediante una cuota de muertes que Página 85

había que alcanzar. El Presidente pensaba que la norma había de ser una ejecución por cada mil habitantes, si bien estaba dispuesto a adaptarla a las circunstancias particulares de cada región. Sus subordinados seguían las tasas locales de ejecuciones con mentalidad de contable y en algunas ocasiones negociaban para obtener una cuota más alta. Así, por ejemplo, en mayo de 1951 se comunicó a la provincia de Guangxi que se debía aumentar el número de muertes, aun cuando ya hubiera alcanzado una tasa del 1,63 ‰. La provincia de Guizhou, desestabilizada por las revueltas populares, solicitó permiso para matar el 3 ‰, y la región de Liuzhou, el 5 ‰. «El Comité Provincial del Partido en Guizhou solicita un objetivo del 3 ‰. Me parece que es demasiado. Yo lo veo así: podemos superar el 1 ‰, pero no por mucho». El Presidente opinaba que si la tasa de mortalidad por ejecuciones alcanzaba el 2 ‰ era preferible dictar sentencias de cadena perpetua y enviar a los condenados a campos de trabajo[8]. Mao decidía las cifras y se presentaba a sí mismo como la voz de la moderación. Cargaba contra los «derechistas» que no alcanzaban los objetivos propuestos, pero al mismo tiempo frenaba el celo de los «izquierdistas». Las directrices que circulaban entre los altos cargos contenían palabras de encomio. En marzo de 1951, el Presidente alabó a Henan por la muerte de 12 000 contrarrevolucionarios, al tiempo que la provincia se preparaba para liquidar a otros 20 000 en primavera, con lo que se alcanzaría un total de unos 32 000. «En un provincia con 30 millones de habitantes, es un buen número». Pero advirtió que las cifras eran orientativas, porque tal vez fuera necesario matar a más. Mao enfatizaba que el terror tenía que ser «estable» (wen), «preciso» (zhun) e «implacable» (hen). Había que llevar a cabo la campaña con precisión de cirujano, sin caer en ningún momento en matanzas al azar que habrían socavado la autoridad del Partido. «Pero, por encima de todo, hay que enfatizar el término implacable». Al examinar los informes que le enviaba Luo Ruiqing, presionó para que el país avanzara por ese camino: «En las provincias donde ha habido pocas muertes, hay que matar a un buen número. No podemos permitir, en ningún caso, que las muertes terminen antes de tiempo[9]». Mao se expresaba con deliberada imprecisión y obligaba a sus subalternos a interpretar todas y cada una de sus numerosas observaciones, discursos y directrices sobre la aplicación del terror. Permitía que sus subordinados compitieran entre sí en la presentación de nuevas ideas y políticas. Mao seleccionaba y elegía entre sus propuestas sin comprometerse. Este estilo de gobierno permitía que los elementos ambiciosos fueran más radicales en el cumplimiento de lo que ellos entendían que eran las verdaderas intenciones del Presidente, aunque luego quedaran expuestos a las críticas si sus iniciativas no lograban el efecto deseado. Además, todos los altos cargos estaban implicados en el terror. No había nadie que siguiera órdenes sin más, porque los dirigentes trataban de adivinar lo que se esperaba de ellos y trazaban sus propias líneas de acción. Así, por ejemplo, Deng Zihui, dirigente regional del sur de China, y Deng Xiaoping propusieron en febrero de 1951 que se ejecutara entre la Página 86

mitad y dos tercios de todos los contrarrevolucionarios. Mao aprobó la propuesta, con la condición de que las muertes «se controlaran en secreto, sin desórdenes ni errores[10]». Otra de las propuestas provenía de Rao Shushi, el hombre que controlaba el este del país. En 29 de marzo de 1951, Rao propuso que la campaña pasara del «círculo exterior» al «círculo interior», lo que significaba que había que empezar a luchar contra los traidores y espías que se hallaban dentro del propio Partido. Mao aprobó dicha propuesta y rechazó la idea de que el Partido estuviera «matando demasiado». El 21 de mayo de 1951 se emitió una directriz central sobre una purga de enemigos en las filas del Partido[11]. En abril de 1951, tres de cada cinco provincias habían alcanzado o sobrepasado el objetivo de una ejecución por cada mil personas. En Guizhou se había eliminado a tres por mil, a pesar de las advertencias del Presidente[12]. Había encarceladas más de 1 millón de personas y Luo Ruiqing ordenó que se suspendieran los arrestos durante varios meses para dar curso a las causas pendientes. Pero en verano se reanudaron las ejecuciones. Luo se lamentó por la indulgencia con que había tratado a los enemigos del régimen y proclamó la necesidad de «matar y eliminar con resolución lo que queda de las fuerzas contrarrevolucionarias[13]».

Mao supervisaba la campaña desde su sede de trabajo, adyacente a la Ciudad Prohibida, y adjudicaba despreocupadamente tasas de ejecuciones según los casos. En unos pocos lugares, el terror a duras penas merecía ese nombre, porque quedaba mitigado en las manos de cuadros muy selectivos. Pero muchos de los subalternos de Mao ordenaban ejecuciones de buen grado. En una sociedad en la que la fractura era cada vez más profunda, el terror también se veía impulsado por personas de abajo que buscaban venganza, saldaban viejas cuentas o se desquitaban de agravios personales en nombre de la revolución. Los archivos del Partido están repletos de casos de abusos evidentes cometidos por cuadros deseosos de demostrar su firmeza en la erradicación de la contrarrevolución. En el distrito de Yanxing, próspera región de Yunnan cubierta de salinas, se arrestó y torturó a más de 100 niños en edad escolar en abril de 1951, como consecuencia de una delación anónima que llegó a la sede local del Partido. A Wu Liening, de diez años, lo suspendieron de una viga y lo golpearon. A Ma Silie, de ocho años, lo ataron de rodillas a una cruz. Dos de sus torturadores le colocaron un poste de madera sobre los muslos y presionaron hacia abajo, de tal modo que le aplastaron las piernas y las rodillas contra el suelo de hormigón. Se dio, incluso, el caso de Liu Wendi, de seis años, a quien acusaron de dirigir un grupo de espías. 2 de los niños fueron torturados hasta la muerte. No se trata de un ejemplo aislado. Un equipo de milicianos de Sichuan también trató de hallar contrarrevolucionarios entre los niños en edad escolar. A algunos de ellos los suspendían cabeza abajo con las Página 87

manos y los pies atados, a otros los sometían a simulacros de ejecuciones. A 3 de ellos los torturaron hasta la muerte, otros 5 niños se suicidaron. Unas 50 víctimas sobrevivieron a los abusos, pero muchas de ellas quedaron tullidas o mutiladas de por vida[14]. En Guangdong, una tercera parte de las víctimas fueron injustamente acusadas… de acuerdo con los principios del propio Partido. En el distrito de Luoding, un único caso de sospecha de robo por parte de un estudiante condujo al arresto e interrogatorio de 340 jóvenes entre trece y veinticinco años. Hubo que enviar cientos de cartas de queja a la inspección provincial para que al año siguiente se destinara a un alto funcionario a investigar el caso[15]. La persecución de los contrarrevolucionarios llevó a que pequeñas aldeas fueran destruidas por error. En Bigu (Jiangxi) tuvo lugar un notorio incidente en el que un jefe de brigada descubrió humo que salía de un grupo de casas en las que se sospechaba que podía haber enemigos. Abrió fuego sin preguntar. A continuación ordenó incendiar todas las casas. 21 personas murieron y otras 26 perecieron más tarde a causa de las heridas. Todas ellas, excepto una, eran mujeres y niños pequeños[16]. Como los cuadros se esforzaban por cumplir las cuotas de ejecuciones, los falsos arrestos eran moneda corriente. En algunas partes de Guizhou llegaron a sobrepasar el 50 % del total. Menos de un tercio de los arrestos que se llevaron a cabo en el distrito de Congjiang se basaban en algún tipo de prueba. En la aldea de Chang’an, Xie Chaoxiang despertó sospechas tan solo por haber llamado a la puerta de un terrateniente. Lo encerraron y golpearon hasta que denunció a otros 48 granjeros, pobres en su mayoría. A 8 de ellos los arrestaron y los golpearon hasta dejarlos inconscientes, y luego los rociaron con agua, y en cuanto se hubieron reanimado les volvieron a pegar. 6 de ellos se suicidaron. En otro caso, un hombre se suicidó después de que lo acusaran de haber matado a 8 personas en 1929… cuando tan solo tenía un año de edad[17]. El mero hecho de parecer sospechoso podía decidir el destino de una persona. En el distrito de Qujing (Yunnan), 150 «bandidos espías» estaban encerrados en prisión sin ninguna prueba que lo justificara. Según explicó el cuadro que estaba al mando: «Si tienen pinta de bandidos, y también de espías, entonces los llamamos bandidos espías». Una mera conexión con el régimen anterior, por insignificante que fuera, podía conducir a la muerte. En Fushun, distrito de la provincia de Sichuan, 4000 empleados del gobierno sufrieron arresto por haber tenido contacto con los nacionalistas en un momento u otro de sus respectivas carreras. A menudo, los cuadros locales tenían que deducir lo que sus superiores esperaban de ellos, igual que los dirigentes del Partido trataban de adivinar lo que de verdad quería el Presidente. Tanto Yunnan como Sichuan se hallaban bajo el férreo control de Deng Xiaoping, que escribió a Mao para anunciarle que el gobierno local estaba repleto de

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contrarrevolucionarios, y que hasta el 90 % de los cuadros locales de algunos pueblos de Sichuan eran espías, terratenientes y otros elementos indeseables[18]. Igual que en el caso de la reforma agraria, los dirigentes locales tenían miedo de quedarse atrás y comparaban sus resultados con los de otros. Pueblos, distritos y provincias competían entre sí y preferían matar a demasiados en vez de a demasiado pocos, para evitar el riesgo de que los purgaran por «derechistas». En Yunnan, algunos cuadros asesinaban al azar: «En ciertos lugares, lo único que se hace es averiguar cuántos arrestos y ejecuciones ha habido en otros sitios, y entonces apresurarse a realizar arrestos y ejecuciones en unos pocos días». Algunos miembros del Partido tenían tanto miedo de que se les considerara tibios que se veían obligados a endurecerse. En palabras de un funcionario del Partido: «Debes odiar aunque no sientas ningún odio, debes matar aunque no quieras hacerlo». Miles de personas fueron ejecutadas en silencio con el objetivo de cumplir y sobrepasar la cuota[19]. Como los centros de detención —desde prisiones formales hasta escuelas, templos y sedes de clanes requisados por el ejército— estaban desbordados, las autoridades juzgaban que era más conveniente ejecutar a los presos en vez de proceder de acuerdo con todas las formalidades de una investigación. Hu Yaobang informaba acerca de Sichuan occidental: «Son poquísimas las personas condenadas a cinco años o más, porque algunos camaradas piensan que, para el caso, mejor matar al preso a fin de ahorrar tiempo que condenarlo a una sentencia larga[20]». A veces, los miembros del Partido recurrían al terror para llevar a cabo venganzas particulares contra la población local, a espaldas de sus superiores. Por toda Sichuan, los cuadros locales mataban en secreto y eliminaban a sus enemigos sin pasar por las asambleas públicas exigidas por Beijing. En Maogong, población donde los comunistas se habían reagrupado en junio de 193 5 bajo el mando de Mao Zedong tras cruzar las escarpadas montañas Daxue durante la Larga Marcha, tan solo se anunciaron públicamente 10 de las víctimas de una campaña de terror que duró cuatro meses. Otras 170 habían sido asesinadas en secreto. A 20 las acuchillaron hasta la muerte con bayonetas. A unos pocos los decapitaron y expusieron las cabezas a las puertas de la ciudad. Algunas de las víctimas eran granjeros que nunca habían participado en ninguna actividad de oposición al Partido. La zona de Maogong estaba habitada por grupos étnicos y los cuadros locales habían llegado a la conclusión de que tan solo podrían someterlos mediante la fuerza bruta[21]. En mayo de 1951, la situación en las regiones de China meridional gobernadas por Deng Zihui y Deng Xiaoping escapaba a todo control. El Presidente intervino y ordenó que la autoridad de matar se transfiriera a un nivel superior, y se desposeyera a los distritos de la capacidad de tomar la iniciativa en ese terreno[22]. Entonces se desató una locura asesina, porque los funcionarios del Partido se apresuraban a eliminar a sus objetivos antes de que se cumpliera el plazo en el que se verían desprovistos de la necesaria autoridad. En la región de Fuling (Sichuan), constituida por diez distritos a lo largo del río Yangtsé en los que abundaban los cultivos en Página 89

bancales, se ejecutó a 2676 sospechosos en diez días. Otros 500 fueron ejecutados durante los dos días posteriores al vencimiento del plazo. En total, se asesinó a 8500 personas en poco más de dos meses. El caso de Fuling no era excepcional, si bien es imposible conocer los hechos en toda su extensión. Cuando figuras subalternas solicitaron al secretario del Partido del distrito de Wenjiang que les permitiera realizar nuevas ejecuciones entre los miembros de un grupo de 127 prisioneros, este les respondió: «Echad una ojeada y seleccionad a unos pocos». Hubo 57 ejecuciones durante los tres días posteriores a la entrada en vigor de la moratoria. En el Sichuan occidental se llevó a cabo la matanza sistemática de un millar de víctimas diarias durante la espantosa semana que precedió a la fecha en la que expiraba la potestad de matar[23].

Se torturaba y se propinaban palizas mortales por todo el país. Algunas de las víctimas morían bajo las bayonetas o decapitadas. Pero lo más habitual eran las ejecuciones con arma de fuego. Estas no son siempre tan sencillas como pudiera parecer. En la antigua ciudad de Kaifeng, donde abundan los templos y las pagodas, los verdugos empezaron por disparar a las víctimas en la cabeza, pero ensuciaban tanto que al cabo de un tiempo empezaron a disparar al corazón. Esto último también resultaba difícil. A veces erraban el tiro, y entonces las doloridas víctimas se retorcían en el suelo y sus verdugos tenían que disparar de nuevo. La tarea de matar exige habilidades que tan solo se adquieren con la práctica[24]. De vez en cuando hacían arrodillarse a la víctima, la obligaban a inclinarse y la decapitaban con un cuchillo largo semejante a un machete. En Guangxi se daban casos en los que las cabezas se exhibían a la entrada del mercado, colgadas con cuerdas en una estructura de madera que podía recordar a una portería de fútbol. Al lado de los postes había carteles donde se escribían los delitos de las víctimas[25]. Las disparos de los verdugos resonaban en los campos. Enemigos reales e imaginarios eran obligados a arrodillarse sobre improvisadas plataformas y se les disparaba por la espalda ante los aldeanos reunidos en asamblea. Por lo general, solo unas pocas de las víctimas morían bajo las balas. Así es como lo recuerda Zhang Yingrong, a quien subieron al escenario tumbado sobre una tabla de madera después de pegarle una paliza: Había otros diez a quienes habían subido al escenario para denunciarnos. Todos ellos estaban atados con cuerdas. A mi lado se hallaba mi hermano mayor. Dos milicianos le sujetaban las manos a la espalda. Su cuerpo estaba inclinado a 90 grados. Yo estaba echado bocarriba sobre la tabla de madera. La lluvia había cesado. Entre el fuerte griterío, alcanzaba a oír el rumor del río que discurría a un lado. Las nubes se habían dispersado y el cielo estaba de un color azul claro. Pensé: «La gente ha vivido en armonía bajo un mismo cielo, en una misma aldea, durante muchos años. ¿Cómo es que ahora actúan así? ¿Cómo es que se odian así y se torturan el uno al otro de este modo? ¿Esto era la revolución comunista?». Habían propinado palizas a todos los «enemigos de clase». Tenían las caras hinchadas y las cabezas cubiertas de cicatrices. Las palizas no habían bastado para saciar la sed de los comunistas. Empezaron a matar. Después de aquella asamblea, ejecutaron a todos los que habían tenido cargos

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bajo el antiguo régimen, incluido mi hermano. A sus hijos los sentenciaban a diez o veinte años de cárcel, donde algunos enloquecían o morían[26].

Tras las ejecuciones públicas, a menudo se autorizaba a los familiares a llevarse el cuerpo. En el campo, era habitual que unas figuras silenciosas se acercaran a hurtadillas a los cadáveres a la hora del ocaso. Llevaban paja en las manos para cubrir los cuerpos y camillas improvisadas para transportarlos a casa. Sin embargo, en algunos casos los verdugos hacían estallar los cuerpos de sus víctimas con dinamita. Dicha práctica era tan habitual que ciertas provincias tuvieron que prohibirla formalmente. Algunas de las ejecuciones tenían lugar lejos de la mirada pública, en bosques, cerca de barrancos y de las orillas de los ríos, individualmente o en grupos. Los cuerpos se arrojaban a hoyos o a fosas comunes de poca profundidad, aunque algunos se dejaba que se pudrieran al aire libre. A menudo, los parientes necesitaban varias semanas de búsqueda para encontrar los cadáveres de sus seres queridos. Los que tenían suerte recogían todos los restos que lograban encontrar y les ofrecían un discreto sepelio. Zhang Mao’en tuvo que esperar diez meses hasta que recibió la autorización para recoger el cuerpo de su hermano. Lo habían matado de un tiro al borde de la carretera y lo habían arrojado por un barranco en Yunnan. El cuerpo putrefacto de mi hermano parecía un árbol caído que se ha quedado atrapado en un río. Mi segundo hermano mayor y mi madre se metieron en el agua para sacarlo y se les deshizo entre las manos. Recogimos los huesos, los lavamos y los guardamos en una caja que habíamos llevado[27].

En algunos casos, los animales salvajes devoraban los cuerpos. Algunas de las fosas comunes de Hebei se hallaban a tan poca profundidad que los perros salvajes desenterraban los restos y los devoraban. En Sichuan, una mujer sospechosa de haber ocultado un arma de fuego sufrió arresto y torturas tan dolorosas que se ahorcó en un árbol. Dejaron su cadáver en el bosque, donde los jabalíes lo devoraron[28]. En una primera fase, el terror no se cobró tantas víctimas en las ciudades. Los dirigentes del Partido temían a la publicidad adversa que podía generar un exceso de ejecuciones. Por otra parte, tenían que llegar a componendas con los profesionales, hombres de negocios, empresarios e industriales de los que aún dependía la economía. Pero el tono conciliador no tardó en cambiar. El 13 de marzo de 1951, unos 200 oficiales del ejército se reunieron en Jinan, capital provincial de Shandong, para asistir a un concierto organizado en su honor. Al finalizar un espectáculo folklórico, el público estalló en aplausos, y en ese mismo momento un joven que estaba sentado en una de las mesas se puso en pie, se acercó a Huang Zuyan, militar de alto rango, y le disparó. La bala entró por el cuello y salió por la mandíbula. Huang se desplomó sobre la silla y acabó por derrumbarse en el suelo, cubierto de sangre. Mientras los invitados, presas del pánico, se ocultaban bajo las mesas, el agresor volvió a disparar y luego se suicidó. Huang murió mientras lo llevaban al hospital. Wang Jumin, el asesino, tenía treinta y cuatro años y se había

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unido al Partido Comunista en 1943. Los ataques que había sufrido su familia durante la reforma agraria lo habían vuelto contra la causa. Mao puso el Partido en alerta roja. Aquel caso demostraba lo taimado que podía llegar a ser el enemigo: se había infiltrado en el Partido y había logrado pasar inadvertido durante varios años, para luego golpear contra el nivel más alto de dirigentes. «No podemos permitirnos irresolución de ningún tipo. Tolerar el mal es lo mismo que promoverlo. Esto tiene una importancia crucial[29]». Pocos días después del atentado, Mao exigió «muertes a gran escala» en las ciudades. En una misiva a Huang Jing, secretario del Partido en Tianjin, invocó la voluntad del pueblo para justificar nuevas ejecuciones: «El pueblo dice que la muerte de contrarrevolucionarios es un motivo de alegría aún mayor que un buen aguacero[30]». Se organizaron redadas por todo el país. En Shandong, donde pocas semanas antes había tenido lugar el atentado, la policía detuvo a más de 4000 sospechosos durante la noche del primero de abril. En Jinan, donde se produjeron 1200 arrestos, la gente miraba atemorizada por la ventana durante la noche tratando de averiguar a quién se estaban llevando. Al cabo de pocos días, varias docenas de presos habían sido ejecutados en público y sus verdugos se habían ganado palabras de gratitud del Presidente. Mao afirmó que Shandong era un modelo para esos «camaradas asustadizos» que llevaban a cabo la campaña sin la resolución necesaria[31]. Tres semanas más tarde, el 28 de abril, la policía peinó Shanghai, Nanjing y otras catorce ciudades en una redada coordinada, con el fin de apresar a 16 855 individuos. Era sábado, y Robert Loh, un estudiante que había vuelto al país y se había incorporado a la Universidad de Shanghai dos años antes, preparaba trabajos de clase al anochecer. Durante horas oí el aullido de las sirenas y el fragor de los camiones que avanzaban a toda velocidad por las calles. Sentía la incómoda certidumbre de que ocurría algo importante, pero no me asusté. Sin embargo, a la mañana siguiente los criados me explicaron, consternados, que habían arrestado a miles de personas. Me dijeron que la policía de seguridad se llevaba a todos los que habían ocupado alguna posición en el Partido Nacionalista durante el régimen anterior[32].

Las puertas de los hogares de los que habían sido arrestados se sellaban con una gran X de papel rojo, lo que quería decir que las propiedades del ocupante no se podían tocar mientras la policía no las hubiera investigado. Fueron tantas las X rojas que aparecieron en las puertas que la policía de Shanghai tuvo que requisar edificios públicos para usarlos como prisiones. La redada se había preparado a conciencia. Durante varias semanas anteriores a la noche de los arrestos, el Departamento de Seguridad Pública había solicitado a todos los que habían trabajado para los nacionalistas que se registraran. El propósito declarado era que todos los que habían cometido «errores políticos» tuvieran la oportunidad de «recomponer su vida». Había que presentar autobiografías y entregar información detallada sobre todas las

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personas a las que se conociera, fueran familiares, amigos o colegas. Se prometió que todos los que presentaran confesiones exhaustivas obtendrían un trato indulgente. Se llevaron a cabo ejecuciones públicas. Uno de los sitios donde se practicaban ejecuciones estaba cerca de la universidad. Cada día veíamos pasar camiones cargados de presos. Mientras estábamos en clase, oíamos los terribles disparos. Los camiones que se llevaban los cadáveres dejaban un rastro de sangre sobre la calle que se encontraba frente a los edificios de la universidad.

Robert Loh, igual que otros por todo el país, se vio obligado a asistir a más de una ejecución. El propósito declarado era educar al pueblo, si bien fueron muchos más los que quedaron aterrorizados y asqueados que los que se volvieron más sabios. Recuerdo, sobre todo, el juicio a un capataz de la industria que había extorsionado a sus empleados y había seducido a mujeres que trabajaban bajo sus órdenes. En cuanto lo declararon culpable, lo sacaron a rastras al escenario. Rodó de manera grotesca, porque tenía las manos atadas. Mientas todavía estaba en el suelo, un policía le disparó en la cabeza. Yo estaba a unos diez pasos. Vi el cerebro de la víctima derramándose por el suelo y las horrendas contorsiones de su cuerpo[33].

Al mismo tiempo que las ejecuciones tuvo lugar una oleada de suicidios, porque personas desesperadas se arrojaban desde los altos edificios del Bund. La policía no tardó en adosar redes a las ventanas de los primeros pisos. Entonces los candidatos a morir dejaron de saltar desde las ventanas y tomaban carrerilla en las azoteas. Un hombre aterrizó sobre un rickshaw y murió junto con el culi y su pasajero. Después de que la policía y el ejército pusieran bajo vigilancia todos los edificios altos, empezaron a aparecer cadáveres a diario en los ríos de Shanghai[34]. Se llevaban a cabo ejecuciones masivas en todas las ciudades. En Beijing las presidía el alcalde. Peng Zhen gritó durante una concentración de masas en Beijing: «¿Cómo vamos a tratar con este tropel de tiranos bestiales, bandidos, traidores y espías, culpables de los crímenes más atroces?». «¡Hay que fusilarlos!», respondió una multitud de seguidores. «Ya hemos eliminado a una parte de los contrarrevolucionarios, pero quedan otros en prisión. Además, todavía hay espías y agentes especiales ocultos en Beijing. ¿Qué les haremos?», preguntó Peng Zhen. «¡Acabar resueltamente con los contrarrevolucionarios!», gritó la multitud. «Entre los acusados de hoy tenemos a déspotas de los mercados, pescaderos, agentes de la propiedad, aguadores y mendigos que traficaban con heces humanas. ¿Cómo hemos de tratar a esos restos del feudalismo?». «¡Hay que fusilarlos!»[35]. Las grandes concentraciones en los estadios de Shanghai, Tianjin y Beijing se orquestaban con sumo cuidado, desde los discursos escritos de antemano hasta las denuncias rituales de las víctimas que subían al escenario. Pero también se ejecutaba a grupos más pequeños en presencia de los activistas del Partido para probar la resolución, determinación y lealtad a la causa de estos últimos. Esther Cheo, a quien estaban preparando para promoverla a cuadro del Partido, tuvo que asistir a una ejecución masiva en Beijing:

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Nos llevaron en camión hasta el lugar donde había de realizarse la ejecución, cerca del famoso punto turístico del Templo del Cielo. Las víctimas estaban arrodilladas al lado de ataúdes baratos. Les habían atado las manos a la espalda con alambre. Unos seis agentes de la policía de seguridad pasaban con aire despreocupado y les iban disparando en la nuca. Cuando caían, algunos tenían la cabeza partida, otros solo un orificio limpio, mientras que los cerebros de los demás se desparramaban sobre el polvo y la ropa de las víctimas siguientes.

Esther Cheo se volvió, asqueada, pero un cuadro del Partido la agarró por los hombros: «¡Mira bien! —le gritó—. ¡La revolución es esto!». Cheo chilló y quiso taparse la cara, pero el hombre la sujetó y le volvió la cabeza a la fuerza para que tuviese que mirar. La mujer vio cómo sus compañeros corrían sobre los cadáveres y gritaban vítores[36]. Pocas de las víctimas levantaban la voz. Los cuadros que estaban al mando habían afinado sus habilidades en las grandes concentraciones de la reforma agraria y sabían cómo evitar que los condenados, en el último minuto, trataran de proclamar su inocencia o gritar eslóganes anticomunistas. Las amenazas de represalias contra sus familiares eran muy efectivas. También se recurría a otras medidas. Tal como explicaba uno de los organizadores: «Rodeamos con alambre el cuello de cada uno de los acusados. Si trata de forcejear o de resistirse, basta con que los soldados tiren del alambre y lo estrangulen». A veces, las autoridades locales ordenaban que se utilizara una cuerda, en vez de alambre[37]. En las ciudades no se cometieron tantos excesos. Es improbable que se llegara a matar a más del 1 ‰ de la población. Mao pensó que era preferible asesinar a menos gente para no granjearse la animadversión de la opinión pública. En abril de 1951, calculaba: «Así, en Beijing, con su población de unos 2 millones de personas, ya se ha arrestado a más de 10 000 y se ha dado muerte a 700 de estos, y tenemos programada la ejecución de otros 700. Con que matemos aproximadamente a 1400 será suficiente[38]».

A finales de 1951, la campaña de terror había terminado, pero las ejecuciones nunca llegaron a interrumpirse de verdad. Con cada nueva iniciativa, se atacaba a sectores aún más amplios. En Zhejiang, una de las provincias más pequeñas y con mayor densidad de población, un territorio con valles, llanuras costeras y cordilleras que cubrían la mayor parte del interior, un cuarto de millón de milicianos llegó a montar guardia en las vías principales en el momento culminante de la campaña. Eran pocos los enemigos del régimen que lograban escapar de aquella densa red, y muchos murieron de hambre y frío en las montañas[39]. Pero a lo largo de la accidentada costa de Zhejiang había varios miles de islas a donde apenas llegaba la mano del Estado. El agua tenía gran importancia en el sur de China. El territorio estaba cubierto de canales, ríos serpenteantes cuya agua se extraía para practicar la irrigación de superficie, bancales inundados y lagos tanto naturales como artificiales. Aunque la mayoría de las ciudades acondicionaron sus vías de tránsito para el transporte moderno con asfalto, hormigón o macadán, el viaje por Página 94

agua conservaba su popularidad. A todo lo largo de la ajetreada costa china, los barcos de carga, buques cisterna y transbordadores laboraban junto a los pesqueros de arrastre y los tradicionales juncos. El tráfico también era abundante en los ríos navegables y abarcaba desde lorchas con velas de junquillos al tercio hasta modernas embarcaciones de motor. Los habitantes de este mundo acuático se dedicaban a la pesca y a la acuicultura. Algunos de ellos eran nómadas del mar. Tradicionalmente se les había marginado y durante mucho tiempo se les había prohibido vivir en la costa y unirse en matrimonio con la gente de tierra firme. Los tanka vivían en el delta del río de las Perlas, en el sur de China, y veían el agua como el elemento seguro. En cambio, la tierra les parecía llena de peligros. Hablaban su propio dialecto, y sus juncos y embarcaciones camaroneras, amarrados en serie, se juntaban en enormes flotillas que disponían de sus propios templos flotantes y embarcaciones para el culto religioso. Muchos de ellos huyeron después de la liberación y escaparon con sus embarcaciones y familias a Hong Kong, donde se sumaron a inmensas ciudades flotantes en las que vivían hasta 60 000 personas cerca de Aberdeen y Yaumatei. Había otros grupos que también prosperaban en el medio acuático. Generaciones de barqueros habían trabajado y vivido a bordo de grandes embarcaciones de carga en el Gran Canal, una antigua vía acuática terminada en el siglo VII para transportar tributos en cereales procedentes del sur hasta la capital imperial, que se hallaba en el norte. Embarcaciones decoradas a menudo con gran profusión de colores transportaban los excrementos humanos que fertilizaban los campos en las provincias costeras. Las barcazas con carbón y los botes cargados de cereales viajaban por las numerosas vías navegables de Shandong, donde el río Amarillo se encontraba con el Gran Canal. La orilla del río Yangtsé en Sha Shi estaba abarrotada de juncos anclados uno al lado del otro. Río arriba, una población variable de sirgueros aguardaba a que la contrataran para remolcar barcos a través de los bajíos y las gargantas del Yangtsé. Este mundo acuático siempre había sido un centro de atracción para contrabandistas, vagabundos y marginados. El Partido lo veía como el último refugio de los contrarrevolucionarios. Las autoridades estaban convencidas de que en los puertos de la costa de Guangdong hasta la mitad de la población traficaba con mercancías de contrabando y ocultaba a agentes enemigos. Más al norte, en las islas de Fujian y Zhejiang, los había que estaban secretamente en contacto con los nacionalistas de Taiwán. Wang Shoudao, viceministro de Comunicaciones, dijo que la gente que vivía en embarcaciones constituía un problemático submundo habitado por 4 millones de personas, anclado en costumbres feudales y plagado de gánsteres que controlaban los puertos de la costa. Calculó que uno de cada cincuenta era contrarrevolucionario[40]. Luo Ruiqing le dio la razón. En diciembre de 1952 fijó una cuota de una ejecución por cada mil individuos. Además, había que deportar a nueve de cada mil a campos de trabajo. Durante el año siguiente se ejecutó a un gran número de personas. Página 95

A muchas otras las arrancaron de sus embarcaciones y las sometieron a trabajos forzados. La revolución, por fin, había pasado de la tierra al agua[41].

Jamás se sabrá cuántas personas murieron ejecutadas en el momento álgido del Gran Terror. Los procedimientos seguidos al recopilar las estadísticas varían mucho de un sitio a otro y, lo más importante, casi en todas partes tuvieron lugar ejecuciones secretas, de las que raramente se informaba. Las cifras más exhaustivas son las que se refieren a las provincias gobernadas por Deng Zihui de octubre de 1950 a noviembre de 1951. El número total de víctimas superó las 300 000, lo que supondría un 1,7 ‰ de la población local. Y, como Luo Ruiqing advirtió en su informe sobre dichas provincias, se habían programado otras 51 800 ejecuciones durante los meses ulteriores, la mayoría en Guangdong[42]. Es improbable que las provincias que se hallaban bajo el mando de Deng Xiaoping —Guizhou, Sichuan y Yunnan— se quedaran en una tasa de ejecuciones por debajo del 2 ‰. En toda la región de Fuling, compuesta por diez distritos, la tasa fue del 3,1 ‰. En otras partes de Sichuan, alcanzó el 4 ‰. En la totalidad de la provincia de Guizhou, como hemos visto, la tasa fue del 3 ‰. La cifra de 150 000 ejecuciones en las tres provincias se mencionó en noviembre de 1951, en un informe oral ante Deng Xiaoping[43]. En la China oriental, las tasas de muertes por ejecución ya habían sobrepasado el 2 ‰ en Fujian y Zhejiang en fecha tan temprana como abril de 1951. Fueron menos en Shandong, pero antes de que empezara el verano el conjunto de la región ya superaba las 109 000 ejecuciones[44]. La situación en el norte era más compleja, porque ya se habían producido muchas muertes antes del 10 de octubre de 1950, día de inicio de la campaña. Así, por ejemplo, 12 700 víctimas fueron ejecutadas en Hebei en 1951, pero en el período de doce meses que terminó en octubre de 1950 ya se había matado a más de 20 000[45]. Resulta mucho más difícil aventurar cifras para todo el noroeste, desde Gansu hasta Xinjiang y el Tíbet, porque carecemos de archivos fiables. Por otra parte, la tasa de muertes en Manchuria, ya desangrada por la guerra civil, descendió del 0,5 ‰ en mayo de 1951[46]. Tabla 1: número total de ejecuciones declaradas en seis provincias desde octubre de 1950 hasta noviembre de 1951. PROVINCIA NÚMERO TOTAL DE EJECUCIONES TASA DE MORTALIDAD (‰) Henan 56 700 1,67 Hubei 45 500 1,75 Hunan 61 400 1,92 Jiangxi 24 500 1,35 Guangxi 46 200 2,56 Guangdong 39 900 1,24

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Fuente: Informe de Luo Ruiqing, Shaanxi, 23 de agosto de 1952, 123-25-2, p. 357.

El único total general que ha salido de los archivos hasta el día de hoy es la cifra de 710 000 de Liu Shaoqi, presentada en una cumbre del Partido en 1954. Mao repetiría esa misma cifra dos años más tarde[47]. Con una población total que en aquellos tiempos era de aproximadamente 550 millones de seres humanos, la cifra indicada tan solo puede considerarse como la estimación más baja posible, equivalente a una tasa de ejecuciones del 1,2 ‰ a escala nacional. No cabe duda de que lo único que Liu quería presentar al Partido era una cifra políticamente aceptable y muy alejada de las pruebas que se hallan en los informes archivados durante aquellos días. Una estimación más plausible proviene de Bo Yibo, que en otoño de 1952 hizo referencia a más de 2 millones de víctimas. Aun cuando no sea posible verificar dicha cifra, se trata en resumidas cuentas de la estimación más probable, si tenemos en cuenta las muertes tanto declaradas como secretas de contrarrevolucionarios desde 1950 hasta el final de 1952[48]. Varios millones de personas fueron enviadas a campos de trabajo o sujetas a la vigilancia de milicias locales. Muchas más quedaron proscritas. A medida que la política del odio rasgaba el tejido social de la vida comunitaria, decenas de millones de personas quedaron marcadas para siempre como «terratenientes», «campesinos ricos», «contrarrevolucionarios» y «delincuentes». Esas eran las clases negras, opuestas a la vanguardia de la revolución, las llamadas clases rojas. Pero la clasificación se heredaba, lo que quería decir que la progenie de los proscritos también sufría persecución y discriminación constantes, siempre sancionada por el Partido. Aquellos niños recibían un trato diferenciado por parte de los maestros y sufrían el acoso de sus compañeros en la escuela. A veces, los seguidores de la Liga de las Juventudes los agredían en el camino de vuelta a casa. Los adultos fueron blanco de todas las campañas políticas subsiguientes y a algunos de ellos se les exhibía en público, se les gritaba y se les escupía en sesiones de denuncia hasta en 300 ocasiones. Y todo esto antes de 1966, año del inicio de la Revolución Cultural. Eran los chivos expiatorios de la revolución, a quienes se mantenía con vida en el marco de una lucha de clases permanente, para que todo el mundo recordase el destino que esperaba a los opositores al Partido descubiertos[49]. No obstante, incluso los que habían sobrevivido al terror con su reputación intacta vivían atemorizados. El Partido no tenía escrúpulos en ejecutar inocentes y, por eso mismo, la inocencia no garantizaba la supervivencia. Por supuesto que la propia imprevisibilidad de la campaña era la base del terror, porque nadie podía estar seguro de hallarse a salvo de todo reproche. Comunidades que en otro tiempo habían estado unidas se disolvían, y sus miembros quedaba aislados y se temían entre sí. Al terminar la campaña, la ruptura en las relaciones humanas normales ya era perceptible. Tal como observaba Robert Loh:

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Durante la persecución, se había obligado al amigo a traicionar a su amigo y se había forzado a miembros de una misma familia a denunciarse entre sí. Por ello, la cálida hospitalidad que había sido tradicional entre los chinos desapareció. Descubrimos que, cuanto más amigos tuviéramos, más insegura era nuestra posición. Empezamos a conocer el miedo de vernos aislados de nuestro grupo y de encontrarnos solos e impotentes ante el poder del Estado[50].

La sociedad alcanzó grados mayores de regimentación, incluso para los miembros del Partido. Durante los meses que siguieron al asesinato de Huang Zuyan, empezaron a aparecer centinelas en las principales oficinas del gobierno. Los registros se volvieron más frecuentes. Li Changyu, miembro del Partido desde enero de 1951, recuerda: En aquellos días había guardias destinados específicamente a las puertas de los despachos de los dirigentes de alto rango, y un guardia tenía que estar presente en la puerta cada vez que se celebraba una asamblea de cierta entidad. Se registraba a todos los que entraban en el lugar donde tendría lugar la asamblea, y si se encontraba un arma todo el mundo se ponía en alerta máxima[51].

Durante el primer año de la liberación, aún se podía entrar a voluntad en las oficinas de los organismos gubernamentales, o pasar por ellos a visitar a los amigos. Pero se implantaron regulaciones de seguridad mucho más estrictas en todas partes. Esther Cheo observaba: Teníamos que firmar un papel en la puerta [de los organismos gubernamentales] y se nos preguntaba cuál era el motivo de nuestra visita. La insistencia en el secreto llegó a extremos ridículos. Nos inculcaron a todos que había espías por todas partes. Nos proporcionaron carnés de identidad, distintivos y todavía más carnés de identidad, y nos sacaron fotografías. Aún las conservo. Están algo gastadas, pero todavía se puede leer el nombre, el lugar de nacimiento y el rango. Desconfiábamos de los desconocidos, desconfiábamos el uno del otro, y por eso mismo ya no nos resultaba cómodo encontrarnos, porque podía ocurrir que luego nos obligaran a informar con detalle de qué habíamos hablado y por qué. Nos convertíamos en islas y no salíamos del lugar de trabajo, vivíamos con los compañeros de trabajo, compartíamos con ellos dormitorios y cantinas.

Las antiguas amistades desaparecían. Las visitas cesaban. Las personas se volvían introvertidas y vivían unas vidas cada vez más resguardadas. El éxodo en masa de todos los extranjeros agudizó aún más el aislamiento del país[52].

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EL TELÓN DE BAMBÚ

De acuerdo con el calendario lunar, el Festival de los Fantasmas cae en el decimoquinto día del séptimo mes. Tradicionalmente se celebra una fiesta por los espíritus errantes que todavía no han logrado llegar al otro mundo. En 1951, coincidió con el 17 de agosto, pero en Beijing había grupos de personas que, en vez de celebrar el festival con farolillos, canciones y números teatrales, rondaban por las calles a la espera de que ocurriese algo. No tenían claro qué podía suceder. Era evidente que se preparaba una ejecución, porque grupos de vehículos se dirigían al Puente del Cielo, donde tenía lugar la mayor parte de los ajusticiamientos. Cuando por fin llegó el cortejo oficial, los transeúntes se quedaron desconcertados ante lo que vieron. Después del primer vehículo, repleto de soldados con armas, venía un jeep con un extranjero de pie en la parte de atrás. Un hombre alto, erguido, con barba blanca y larga, y los cabellos peinados hacia atrás, miraba hacia la lejanía con las manos atadas a la espalda. Un segundo jeep transportaba a un japonés, también maniatado y obligado a estar en pie. A continuación venían varios vehículos más, llenos de agentes de policía que se reían, y que parecían divertirse. Según Radio Peking, las calles estaban abarrotadas de gente que gritaba: «¡Abajo el imperialismo! ¡Eliminad a los contrarrevolucionarios! ¡Larga vida al presidente Mao!». Según contó la cuñada de uno de los condenados y también la embajada británica, las masas guardaron un incómodo silencio[1]. Antonio Riva y Ruichi Yamaguchi fueron los primeros extranjeros condenados a muerte en la China comunista. Riva, piloto italiano que se había mudado a Beijing durante la década de 1920 para entrenar a los nacionalistas, y Yamaguchi, librero japonés, fueron condenados en un juicio de una hora de duración por haber conspirado para asesinar al Presidente. Según pregonaban los medios estatales, ambos conspiradores habían trazado un plan para disparar fuego de mortero cuando Mao pasara revista a las tropas frente a la Puerta de Tian’anmen durante las celebraciones del Día Nacional. Se condenó a varios extranjeros más a largas sentencias de prisión como parte de la misma conjura. El obispo italiano Tarcisio Martina, de sesenta y cuatro años, que se hallaba al frente de la diócesis católica del distrito de Yi, en la provincia de Hebei, recibió una condena a cadena perpetua (fue expulsado del país en 1955 y murió unos años más tarde). Las únicas pruebas eran un mortero requisado en casa de Riva y un dibujo en el cuaderno de trabajo de Yamaguchi. El mortero Stokes en cuestión no era más que una parte inservible de una antigualla de la década de 1930 que Riva había encontrado en un montón de basura frente a la legación de la Santa Sede; mientras que el dibujo era un plano de la plaza de Tian’anmen encargado por el departamento de bomberos de Beijing, al que Yamaguchi vendía equipos de extinción de incendios. El organizador Página 99

del complot imperialista era un militar estadounidense llamado David Barrett, que había sido vecino de los otros dos hombres, pero se había mudado un año antes. Durante el juicio, protestó desde Taiwán: «Nunca, en ningún momento […] he tratado de asesinar ni de planear el asesinato de nadie». Veinte años más tarde, Zhou Enlai, primer ministro desde 1949, le pidió disculpas y le invitó a regresar a China. Todo el asunto fue una invención, que tenía como propósito intimidar a los residentes extranjeros y disuadir a los chinos de tener tratos con forasteros[2]. Después de que los ejecutaran en la capital, se enterró discretamente a Riva y a Yamaguchi en las afueras de la ciudad, en una granja que no parecía distinta de las demás, salvo por unos rótulos de madera y unas pocas lápidas dispersas por los extensos campos de melones y calabacines. La mayoría de las tumbas habían quedado ocultas bajo la vegetación, pero aquí y allá los rótulos eran más recientes y aún se podían identificar. Era uno de los lugares donde se enterraba a los contrarrevolucionarios ejecutados en el Puente del Cielo. La esposa de Riva, resuelta a conseguir que su marido fuera enterrado en un cementerio católico, logró que el Departamento de Seguridad Pública le devolviera el cuerpo. Se exhumó el improvisado ataúd de madera delgada y el cuerpo pasó a descansar en un féretro de verdad. En un día claro, bajo un inhóspito cielo azul, cargaron el ataúd en una carreta tirada por mulas y lo cubrieron con un paño negro marcado con una cruz blanca. Después de un viaje de cinco horas por caminos llenos de baches y cubiertos de polvo, la carreta llegó al cementerio de Zhalan, a la sombra del follaje verde de cipreses, pinos y chopos. Un emperador de la dinastía Ming, Wanli, había cedido aquel terreno a los jesuitas en 1610 para que pudieran enterrar el cuerpo de Matteo Ricci. Allí tuvo lugar el sepelio definitivo de Antonio Riva. Durante los años siguientes se denunció y expulsó a los jesuitas. En 1954, la Escuela del Partido Comunista en Beijing se apropió del terreno. Para más inri, la mayoría de los sepulcros fueron profanados durante la Revolución Cultural. Hoy en día solo quedan unos pocos, ocultos a la vista[3].

Matteo Ricci fue un jesuita italiano que llegó a China en 1583 y adoptó el idioma y la cultura del país para poder difundir la fe católica. Fue el primer extranjero a quien, en 1601, se autorizó a residir en la capital imperial, y empleó el resto de su vida en enseñar, traducir y entablar amistad con eminentes eruditos de Beijing. No tardaron en seguirle otros misioneros, pero a pocos de ellos se les permitió permanecer en el Imperio. Desde 1757, los comerciantes extranjeros —portugueses, españoles, holandeses, británicos— estuvieron confinados en una pequeña zona exterior al recinto amurallado de Guangzhou. Hubo que esperar a después de las guerras del Opio en 1839-1842 y 1858-1860 para que comunidades extranjeras más numerosas se instalaran en el país. Vivían en concesiones bajo administración extranjera en puertos abiertos al comercio extranjero como los de Shanghai y Tianjin. Los Página 100

residentes extranjeros estaban sometidos a la jurisdicción extraterritorial de sus propios tribunales. Podían comprar tierra y casas en los puertos abiertos y viajar por el interior para realizar negocios. Después del Tratado de Shimonoseki, firmado en 1895, también podían construir fábricas y administrar talleres. Algunos de dichos puertos se transformaron en faros de modernidad. En Shanghai, que hasta 1842 había sido una ciudad tranquila de tejedores y pescadores, apareció una gigantesca infraestructura urbana que rivalizaba con las más importantes del mundo y que comprendía alcantarillado, instalaciones portuarias, redes de transporte y seguros para hospitales, bancos y escuelas. Primero los rusos y luego los japoneses desarrollaron Dalian y transformaron lo que había sido una pequeña villa de pescadores en un importante puerto de aguas profundas en Manchuria. Muchas de las mejores empresas locales también se instalaban en las concesiones, a menudo en cooperación con socios extranjeros, a fin de lograr seguridad para personas y propiedades. El historiador Hao Yen-p’ing ha escrito sobre la «revolución comercial» que tuvo lugar a finales del siglo XIX, en la que compradores locales y empresarios extranjeros unían fuerzas para aprovechar las nuevas oportunidades creadas por el libre comercio. Las letras de cambio facilitaban la concesión de crédito, la masa monetaria creció gracias a los dólares mexicanos y el papel moneda chino, el volumen de comercio se expandió en los mercados internacionales y las comunicaciones mundiales experimentaron una revolución. A menudo, los mercaderes locales dominaban estas nuevas sinergias y financiaban hasta el 70 % del transporte marítimo extranjero[4]. Pero el verdadero despegue económico tuvo lugar en 1911, tras la caída del imperio de los Qing. En menos de una década, el número de extranjeros residentes en la República de China se triplicó hasta superar los 350 000. A la vez que las concesiones volvían al control chino —algunas en 1918, las pocas restantes en 1943 —, la entrada de extranjeros continuó. Muchos de ellos vivían en una burbuja: su existencia transcurría íntegramente en el seno de la comunidad forastera. Aunque hubo muchos otros que se arraigaron en el país. Familias británicas, francesas, estadounidenses y japonesas, entre otras, se establecían en el país y residían en él durante varias generaciones. En muchos casos vivían en los puertos abiertos, con independencia de que tuviesen mucho o poco contacto con la población local. Gran parte de sus familias tenían hijos y no todos ellos estudiaban en los internados ingleses, estadounidenses, franceses, alemanes y japoneses que impartían en China el mismo programa educativo de los países de origen. Muchos hijos de misioneros y hombres de negocios crecían en China, y algunos de ellos se volvían bilingües y creaban lazos profundos con su país de adopción. El palabras del historiador John K. Fairbank: «Los cementerios de los puertos abiertos están repletos de extranjeros que comprendieron China lo suficiente como para vivir y morir allí[5]». El propio gobierno tenía plena consciencia del papel de los extranjeros como canal de comunicación cultural y tecnológico. Líderes como Yuan Shikai y Chiang Página 101

Kai-shek recurrieron a un gran número de expertos, entre los que había técnicos de la Sociedad de Naciones, asesores jurídicos japoneses, oficiales del ejército alemán, ingenieros civiles británicos, personal de correos francés y expertos en transporte estadounidenses. Si nos fijamos tan solo en los primeros años de la República, veremos que entre los asesores más prominentes figuraban: Ariga Nahao, destacado jurista internacional; George Padoux, experto en administraciones públicas; Henry Carter Adams, encargado de regularizar las cuentas del ferrocarril; Henri de Codt, que escribió sobre jurisdicción extraterritorial; William Franklin Willoughby, destacado politólogo; Frank J. Goodnow, asesor legal, y Banzai Rihachiro, experto militar. En un plano más modesto, fueron muchos los empleados extranjeros que contribuyeron a la modernización del país, desde ingenieros, oficinistas, contables y abogados hasta maestros y traductores[6]. En la China republicana también había miles de misioneros que trabajaban en los ámbitos religioso, médico y educativo. El cristianismo era la tercera religión más importante del país y tenía casi 4 millones de seguidores. Las misiones sostenían varios cientos de institutos de secundaria y trece instituciones universitarias, como la Universidad Cristiana de Hangchow, la Universidad de Lingnan, la Universidad de Nanking, la Universidad St. John’s, la Universidad de Shanghai, la Universidad Cristiana de Shantung, la Universidad de Soochow y la Universidad de Yenching. Uno de los motivos del espectacular incremento de las actividades misioneras que había tenido lugar a principios del siglo XX eran los numerosos vínculos que se habían forjado con las fuerzas reformistas del país en asuntos como la reforma educativa y la salud pública. El historiador Albert Feuerwerker escribe que la «“Joven China” de las décadas de 1910 y 1920 era a menudo un producto de las escuelas de los misioneros», semillero de reformadores del urbanismo, periodistas prominentes y sociólogos profesionales, entre otros. Los misioneros también estuvieron presentes desde fecha tan temprana como 1919 en todos los 1704 distritos de China y Manchuria, salvo en un centenar. Muchos de ellos hablaban el dialecto local y mantenían una relación estrecha con los lugareños. Por otra parte, China había acogido a más de 100 000 refugiados europeos. Para empezar, 80 000 rusos blancos (anticomunistas) que se habían desplazado hasta allí desde 1917, seguidos por unos 20 000 judíos procedentes de Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia, Lituania, Estonia y Letonia durante la década de 1930. Habían aportado conocimientos y experiencia, y habían enriquecido el tejido social de la China republicana. Dirigían negocios muy variados, desde salones de belleza hasta pastelerías y restaurantes kosher. Algunos de ellos habían adquirido la ciudadanía china. El efecto acumulativo de las oleadas de inmigración fue que las ciudades de la costa de China, desde Beijing, en el norte, hasta Guangzhou, en el sur, se habían vuelto tan cosmopolitas como sus equivalentes en Europa y en Estados Unidos. Tan solo Nueva York tenía más habitantes extranjeros que Shanghai. Página 102

El primer indicio de que no todos los extranjeros serían bienvenidos por el nuevo régimen llegó de Shenyang, que había caído bajo el poder del Ejército de Liberación del Pueblo en octubre de 1948. Elden Erickson contempló desde la azotea del consulado estadounidense a los soldados que marchaban por las calles: «Recuerdo que le pegaron un tiro a una mujer mayor y siguieron adelante. Se dieron cuenta de que les mirábamos desde lo alto del edificio y empezaron a dispararnos». Siguiendo el consejo de Stalin, los comunistas acordonaron el edificio del consulado pocas semanas más tarde. El cónsul estadounidense Angus Ward y todo el personal tuvieron que permanecer en arresto domiciliario durante un año, acusados de valerse del consulado como centro de espionaje. Les cortaron toda comunicación. Ward recuerda: «Llegaron a arrestar a transeúntes por saludarnos con la mano». Les negaron el agua, la luz, la calefacción y los medicamentos. Tuvieron que aprovisionarse de cubos de agua con temperaturas de 40 grados bajo cero. Todos los días, manifestantes antiestadounidenses desfilaban en torno al edificio, gritaban eslóganes y exhibían carteles. Al fin, en noviembre de 1949, Ward y otros cuatro trabajadores del consulado fueron arrestados y se les juzgó por «incitar disturbios». Un día después de que Estados Unidos apelara a treinta naciones —Rusia entre ellas —, China conmutó las sentencias por la deportación inmediata. A finales de diciembre de 1949, después de cuarenta horas en un vehículo a temperatura gélida, con todas las ventanillas bajadas, llegaron a Tianjin, donde las autoridades los entregaron a unos diplomáticos estadounidenses[7]. No fue, en absoluto, un incidente aislado. Los comunistas acosaron a los extranjeros en general y a los estadounidenses en particular entre 1948 y 1949, a medida que ganaban terreno en China. En abril de 1949, los soldados comunistas entraron en el domicilio del embajador estadounidense John Leighton Stuart. Irrumpieron en el dormitorio de la primera planta, donde el embajador yacía enfermo. «¿Quiénes sois?», preguntó el diplomático. Stuart era uno de los pocos extranjeros que se habían quedado en Nanjing con la esperanza de llegar a entenderse con el Partido Comunista. Nacido en Hangzhou en 1876, hijo de misioneros presbiterianos, hablaba con mayor fluidez el mandarín que el inglés. Toda su carrera había transcurrido en China, y en 1919 había sido el primer presidente de la Universidad de Yenching. Unos meses después del incidente, Mao Zedong publicó un sarcástico editorial titulado «Adiós, John Leighton Stuart», en el que le denunciaba como «leal agente de la agresión cultural de Estados Unidos contra China[8]». Sin embargo, para la mayoría de los extranjeros, el éxodo había empezado antes que la liberación. Muchos de ellos comprendieron qué se avecinaba e hicieron el equipaje antes de que fuera demasiado tarde. Israel evacuó varios barcos de refugiados judíos procedentes de Shanghai en fecha tan temprana como 1948. Pero cuando el Ejército de Liberación del Pueblo ya se hallaba a las puertas de Beijing y Tianjin, la mayoría de los gobiernos se limitó a recomendar que quienes no estuvieran atados por ningún compromiso importante se marcharan mientras aún dispusieran de Página 103

medios de transporte adecuados. Un antiguo residente británico de Shanghai recordaba: «Casi todo el mundo hablaba de lo mismo en el trabajo, en casa y en las fiestas: marcharse o no marcharse». Estados Unidos fue el primer país que ordenó la evacuación de todos sus ciudadanos. El 13 de noviembre de 1948, medio año antes de que los comunistas llegaran a Nanjing, el embajador Leighton Stuart declaró a su secretario de Estado que había que decretar «procedimientos urgentes de evacuación para prácticamente toda China». Las fuerzas navales estadounidenses del Pacífico occidental ayudaron a transportar a miles de norteamericanos y también a ciudadanos de otros países[9]. La decisión conmocionó a toda la comunidad de residentes extranjeros. Otros países siguieron su ejemplo. Así, por ejemplo, las Filipinas adaptaron un buque de desembarco de tanques para que evacuara a una variopinta multitud de músicos ambulantes con sus familias. Manila también tuvo la generosidad de aceptar a 6000 rusos blancos que se habían trasladado a China para escapar del Estado soviético y se hacían pocas ilusiones acerca de la naturaleza del comunismo. Pero los británicos persistieron en subestimar el riesgo de desorden social y aconsejaron «aguantar por el momento». Reaccionaron en abril de 1949, cuando el Ejército de Liberación del Pueblo cañoneó el Amethyst y la embarcación quedó atrapada durante diez semanas. «Uno tras otro, todos llegan a la conclusión de que tienen que marcharse», escribió la empleada de las Naciones Unidas Eleanor Beck una semana después de que la fragata de la Royal Navy quedara encallada[10]. No obstante, fueron muchos los que optaron por esperar y ver lo que ocurría, porque no querían abandonar sus hogares, puestos de trabajo y pertenencias. Cuanto más tiempo vacilaran, mayores eran las pérdidas que podían sufrir en un mercado que caía con rapidez. Los periódicos se llenaban de anuncios de casas, coches, neveras y otros enseres domésticos[11]. Al principio pareció que todo iba bien. Muchos extranjeros suspiraron aliviados, porque asistieron a la liberación sin haber sufrido ningún daño. Los comunistas garantizaron una y otra vez la protección de los extranjeros residentes y de sus propiedades, y en el momento en el que se apoderaron del país parecían dispuestos a cumplir su palabra. No hubo motines ni saqueos. Algunos extranjeros escribieron con entusiasmo sobre la cortesía de las cuadrillas de soldados que, de vez en cuando, tomaban prestados sus enseres domésticos y los devolvían puntualmente, en nítido contraste con el comportamiento de los soldados nacionalistas, más propio de matones[12]. Pero la hostilidad de las autoridades era evidente, igual que la propaganda mordaz que difundía la prensa, y que atacaba sin cesar todas las presuntas ofensas e injusticias del pasado. Todo recuerdo del imperialismo, real o imaginario, parecía ser motivo de dolor, con lo que todas las trazas de presencia extranjera en la economía, la religión, la educación y la cultura se consideraban incompatibles con las metas de la nueva China, desde las escuelas de los misioneros, las instituciones democráticas, los Página 104

bancos internacionales y las películas extranjeras hasta el lenguaje del Derecho y las calles rotuladas en inglés. Incluso se denunció con grandes alharacas el uso prolongado del inglés en las facturas de electricidad de Shanghai, como una evidencia del «fuerte alcance de la influencia colonial». En cierta ocasión, un extranjero se presentó en la oficina de telégrafos con una duda sobre un envío de un radiograma, y uno de los funcionarios le puso en la cara un rótulo de cartón que decía: «Solo se habla chino». Sus colegas se rieron e hincharon el pecho[13]. La historiadora Beverley Hooper escribe: «Los que habían sido humillados durante mucho tiempo aprovechaban todas las oportunidades para humillar a su vez». Los extranjeros se volvieron vulnerables e incluso faltas menores se transformaban en símbolos perennes de la agresión imperialista en cuanto llegaban a los medios de comunicación. Uno de los casos más notables es el que implicó al vicecónsul William Olive, joven menudo, de apariencia modesta, que pasó tres días detenido a pan y agua en Shanghai por haber entrado en coche en una calle que se había cerrado para el desfile de la victoria del 6 de julio de 1949. Sufrió una paliza brutal, se le denegó tratamiento médico y se le obligó a firmar varias confesiones. La prensa local explotó ampliamente el caso para retratar a los comunistas como libertadores que habían rescatado a Shanghai de la opresión imperialista. El 12 de julio de 1949, un periódico vespertino proclamaba: «No todo le va bien al imperialismo», con estos versos: Cuando cambian las tornas, los chinos ya no os necesitamos, bellacos. Estad alerta, imperialistas, ahora ya no todo os va bien[14].

Los extranjeros fueron víctimas de incontables incidentes. Algunos no pasaron de molestos y engorrosos, mientras que otros suscitaron la condena internacional. Se ninguneaba deliberadamente a los consulados extranjeros y se les sometía a humillaciones y molestias de poca entidad. Se expulsaba o censuraba a los corresponsales extranjeros. Se impusieron varias restricciones sobre los movimientos de los foráneos. Al cabo de poco, toda la población extranjera se vio obligada a registrarse en el Departamento de Seguridad Pública local. Tal como un estudiante extranjero informaba desde Beijing en julio de 1949: El procedimiento es largo y oneroso. Exige varias visitas, la cumplimentación por cuadruplicado de un cuestionario en chino muy exhaustivo (que se rechaza si las respuestas son incompletas o erróneas) y la presentación de seis fotografías. El momento culminante lo constituye una entrevista personal que puede durar entre quince minutos y una hora, y en la que se graban todas las respuestas.

A veces los entrevistadores eran antiguos funcionarios del régimen nacionalista, pero un cuadro del Partido Comunista se sentaba en un rincón, sin tomar parte en los procedimientos. Más adelante el personal de seguridad empezó a llamar a los domicilios privados. Un empleado de Jardine Matheson recuerda: «No era extraño

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Menos de dos meses después de la liberación, muchos extranjeros habían llegado a la conclusión de que ya tenían bastante. En septiembre de 1949 se permitió que un barco de socorro se dirigiera a Shanghai y evacuara a 1220 pasajeros de 34 nacionalidades distintas. Cada uno de ellos tuvo que solicitar un visado de salida. El proceso era complicado y llevaba varios días. «Jamás en mi vida había sentido tanta gratitud por algo como por estar aquí —escribió Eleanor Beck en su diario mientras el General Gordon navegaba río abajo por el Whampoa—: No permitáis que nadie os engañe acerca del comunismo». Un periódico proclamaba en tono triunfal: «Adiós, pasajeros del Gordon[16]». Con todo, algunos extranjeros apretaron los dientes y decidieron seguir adelante. En 1950, unos impuestos abusivos arruinaron las organizaciones culturales y de beneficencia de la comunidad extranjera. Los tributos ahogaron hospitales, escuelas e iglesias, y clubes sociales que en otro tiempo habían sido prósperos cayeron en bancarrota. Se exprimió hasta el límite a las empresas extranjeras. Los sindicatos alimentaban el odio de clase de los trabajadores más proactivos, y estos exacerbaron la situación al exigir cuantiosos incrementos salariales y menos horas de trabajo. Cuando los propietarios extranjeros ya no podían asumir los costes, el Estado se quedaba con sus empresas sin una expropiación formal y sin derecho a compensación. El General Gordon acudió una vez más, en esta ocasión a Tianjin, para recoger a cientos de extranjeros que se habían rendido al desaliento[17]. La campaña de malos tratos llegó a su punto álgido durante los meses posteriores a la entrada de China en la guerra de Corea, que tuvo lugar en octubre de 1950. Unos pocos meses más tarde, el 16 de diciembre de 1950, el Departamento de Estado estadounidense ordenó la congelación de todos los activos materiales e inmateriales de los ciudadanos chinos residentes en Estados Unidos. La República Popular respondió con la congelación de todos los bienes estadounidenses, que pasaron a la autoridad de Comisiones de Control Militar. Durante los meses siguientes, cierto número de extranjeros, sobre todo estadounidenses, fueron denunciados como espías y agentes encargados de conseguir información para el campo imperialista. Poco importaba que se tratara de estudiantes, misioneros, empresarios o diplomáticos. En marzo de 1951, docenas de ciudadanos estadounidenses se hallaban en prisión por acusaciones sin fundamento, incomunicados, a veces sin saber de qué se les acusaba. Los fondos depositados por las iglesias, escuelas, hospitales y organizaciones caritativas que seguían en el país fueron congelados. No tuvo que pasar mucho tiempo para que todas las empresas estadounidenses presentes en China se hallaran bajo control gubernamental. Los trabajadores, según la prensa china, celebraron la ocasión «con el lanzamiento de fuegos artificiales, y despliegue de banderas y estandartes[18]». También se persiguió a ciudadanos de otros países. Los visados de salida se demoraron varios meses, hasta que los extranjeros hubieron entregado

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También se persiguió a ciudadanos de otros países. Los visados de salida se demoraron varios meses, hasta que los extranjeros hubieron entregado voluntariamente todos sus bienes. Bill Sewell, profesor universitario de Chengdu (Sichuan), explicaba: La intención de abandonar el país debía hacerse pública en la prensa local, y entonces surgían reclamaciones sin fin de antiguos sirvientes, y otros, que había que investigar y resolver, con lo que el retraso era todavía mayor. Los cuadros tenían que asegurarse de que ninguna de las propiedades de la Universidad se colara entre las pertenencias privadas, por lo que había que hacer inventario de todo el equipaje y se examinaba repetidamente cada uno de los objetos. Hubo quien pensó que muchos de los mandos se recreaban en aquellos procedimientos tan desagradables. Todo ello se sumaba a las dificultades que hallaban muchos extranjeros para disponer de dinero en efectivo. La angustia, a veces mezclada con ira, a veces con depresión, acosaba a cuantos aguardaban impotentes la señal para partir[19].

Una vez que se les permitía marcharse, las estrictas regulaciones limitaban la cantidad de posesiones personales que podían llevarse al extranjero: ni automóviles, ni bicicletas, ni ningún objeto de bronce, plata u oro, y tan solo un número muy limitado de alfombras, pergaminos, persianas y otros objetos. Únicamente se autorizaba una pieza de joyería o un reloj por persona. Los papeles personales despertaban sospechas y su confiscación era frecuente, y en algunos casos se entendía que contenían información clasificada. Fueron muchas las personas que dejaron atrás toda una vida y se marcharon sin más equipaje que una maleta con ropa. Liliane Willens, hija de judíos rusos que habían huido de la Revolución bolchevique y nacida en Shanghai, tuvo que presentar sus álbumes de fotografías y sellos para su inspección. El encargado de examinarlos tuvo buen cuidado de retirar una fotografía en la que aparecían la propia Liliane y su hermana, aún niñas, sentadas a lado y lado de su amah, que vestía chaqueta blanca y pantalones negros. Al parecer, las ropas de la aya constituían un inaceptable indicio de explotación imperialista[20]. A algunas personas no se les permitía marcharse ni siquiera después de obtener el permiso de salida. En junio de 1951, Godfrey Moyle, que había trabajado en el departamento de seguros de jardines, se presentó en la frontera de Tianjin. Un funcionario cogió su pasaporte, lo examinó con atención, volvió a mirarle y luego, sin despegar los labios, hizo pedazos el documento. El funcionario gritó una única palabra: «¡Anulado!». Moyle se quedó sin habla. «No logré proferir ni una sola palabra, no me salió ni una sola». Nunca le dijeron por qué se había revocado su permiso de salida y tuvo que esperar otros dos años para recibir un nuevo documento[21]. No obstante, la salida del país podía ser mucho más dificultosa para los propietarios de empresas. Los comunistas rechazaron el principio de responsabilidad limitada e hicieron responsables del cumplimiento de las obligaciones de las empresas a cualquiera que pareciese hallarse al mando: accionistas, directores de oficina, contables, en algunos casos incluso meros encargados. Grandes empresarios e industriales que no podían satisfacer las exorbitantes exigencias de los agentes del fisco y los sindicatos entraban en prisión hasta que se ingresaba o se enviaba desde el Página 107

bloqueo y de la insuficiencia del transporte marítimo, acabó entre rejas por no haber podido abonar la paga extra anual a sus trabajadores. «Se vio en compañía de un chino de unos cuarenta años y pico que también se hallaba en detención provisional. Aparte de unos pocos bocadillos que llevaba, y un banco estrecho que había en la habitación, no disfrutó de ninguna otra comodidad[22]». La política fiscal se volvió retroactiva, con lo que no solo se aplicaba a los bienes y beneficios actuales de las empresas extranjeras, sino también a sus actividades pretéritas. Los cuadros locales examinaban con atención los libros de contabilidad y lograban testimonios por la fuerza, y siempre acababan por reclamar bienes a los que, en su opinión, el régimen tenía derecho. En buena parte lo consiguieron gracias a un estrecho control sobre los bancos. El régimen se hizo cargo del Banco de China y empezó a actuar como interventor principal. Era el único autorizado a ofrecer crédito para comerciar con el extranjero. Las operaciones bancarias que se realizaban en el antaño célebre Bund de Shanghai quedaron reducidas al mínimo. La ley apenas ofrecía protección alguna, porque las propias autoridades la cuestionaban enérgicamente como instrumento de la explotación imperialista. A los abogados se les prohibía incluso presentarse en los tribunales, donde los procedimientos judiciales se hallaban a merced de jueces leales al Partido. En esta época se pierde el rastro de muchos abogados prominentes de Shanghai que habían trabajado como asesores legales de firmas extranjeras. Todos los códigos existentes, incluidos el civil y el penal, quedaron en suspenso[23]. Se persuadía a los extranjeros para que abandonasen sus hogares. La técnica siempre era la misma: los impuestos abusivos sobre la propiedad de tierras y casas, y las fuertes multas acumulativas por impago, unidos a la circunstancia de que las propiedades ya no se podían vender en términos razonables, tenían como consecuencia que la mayoría de los propietarios se avinieran de forma tácita a perder sus derechos. Y una vez que surgía la amenaza de que la concesión del visado de salida se aplazara indefinidamente, los extranjeros solían prestarse a entregar sus bienes al Gobierno Popular[24]. Un ejemplo de ello fue Beidaihe, un lujoso complejo vacacional con promontorios rocosos y playas de arena donde centenares de entidades foráneas, como embajadas y misiones, poseían bellos edificios con vistas al golfo de Bohai. A finales del siglo XIX, ingenieros ferroviarios ingleses habían conectado lo que entonces era un pueblo de pescadores con Tianjin y Beijing. Posteriormente, Beidaihe se había transformado con rapidez en un destino popular entre las élites adineradas y los diplomáticos extranjeros que huían del calor del verano. La Segunda Guerra Mundial y la guerra civil habían obligado a muchos de ellos a marcharse de China sin tener ni siquiera tiempo para vender. En septiembre de 1952, el único extranjero que quedaba era un tal Baldwin, que llevaba «una vida tranquila, pero más bien melancólica», dedicada a la pesca de lubinas y al cuidado de sus árboles frutales. La mayoría de las propiedades se habían transformado en Centros de Descanso y Página 108

melancólica», dedicada a la pesca de lubinas y al cuidado de sus árboles frutales. La mayoría de las propiedades se habían transformado en Centros de Descanso y Recuperación para los miembros del Partido. Después de que Mao escribiese un poema sobre el complejo turístico en 1954, se transformó en uno de los lugares de descanso favoritos de los líderes del Partido[25]. El 25 de julio de 1951 tuvo lugar una batida contra todos los extranjeros, un hito en el camino que llevó a la ejecución pública de Antonio Riva y Ruichi Yamaguchi. En Beijing, la policía esposó y se llevó a docenas de sacerdotes, monjas, estudiantes, profesores, comerciantes y médicos de diferentes nacionalidades. Gran parte de ellos desaparecieron sin dejar rastro, porque en aquel momento ya eran muchos los extranjeros que llevaban una vida aislada, sin contacto con el mundo exterior. Harriet Mills, hija de padres presbiterianos que había recibido una beca Fulbright para llevar a cabo una investigación sobre el ensayista y literato Lu Xun, pasó casi dos años en la cárcel por ser propietaria de una radio que había pertenecido al ejército y por haber tenido contacto con Yamaguchi. Allyn y Adele Rickett, también con becas Fulbright, fueron arrestadas aquella misma noche mientras cenaban con Harriet Mills. También pasaron varios años en prisión y padecieron sesiones de lavado de cerebro tan a menudo que terminaron por creer que eran espías[26]. El 2 de agosto de 1951, Beijing comunicó en secreto una nueva resolución que ordenaba la expulsión de todos los extranjeros, salvo los que se hallaran bajo arresto. A finales de verano, la comunidad extranjera ya no se hacía ninguna ilusión. El único lugar donde aún se veían extranjeros en número significativo era Tianjin. El puerto de la China septentrional, antaño floreciente, se había transformado en la única salida oficial para los extranjeros que querían abandonar el país. Incluso los residentes de Shanghai tenían que tomar un tren a Tianjin para poder subir a un barco. La ciudad estaba abarrotada de personas que aguardaban para poder salir. Hoteles que en otro tiempo habían sido atractivos y sofisticados no eran más que un triste recuerdo de su antigua gloria. Unos pocos extranjeros angustiados ocupaban sus habitaciones. En uno de los hoteles había una sala de baile de color rojo y dorado, y un comedor más pequeño con flores marchitas en las mesas. Nadie se había preocupado de arrancar las tiras de papel que se habían pegado a las ventanas como precaución contra los ataques aéreos durante la guerra civil[27]. A finales de 1951, Shanghai se había vaciado de extranjeros. También la comunidad extranjera de Beijing, en otro tiempo floreciente, había sido aplastada y destruida. Una cena de Navidad reunió 336 personas en la embajada británica. No solo constituían todo el personal diplomático, sino también toda la comunidad británica de la región[28]. Dos años más tarde les tocó el turno a otros grupos de extranjeros. Para empezar, 25 000 japoneses a quienes se retenía desde el final de la guerra fueron repatriados. Luego 12 000 rusos blancos. Muchos de ellos se vieron reducidos a la miseria más

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Siniestros presagios amenazaron a las iglesias cristianas durante 1926, al producirse disturbios en el campo en Hunan. Un joven Mao Zedong, entusiasmado con la violencia revolucionaria, informó de que se exhibía por las calles a los pastores chinos, se saqueaban las iglesias y se silenciaba a los misioneros extranjeros. Aunque los disturbios no tardaron en apaciguarse, los misioneros extranjeros siguieron amenazados en las zonas controladas por los comunistas durante la década de 1930 y principios de los cuarenta. Durante la guerra civil, las tropas comunistas confiscaron propiedades de las iglesias, cerraron escuelas de las misiones, y persiguieron y mataron a docenas de creyentes chinos y extranjeros en el curso de su avance. En julio de 1947, los guerrilleros se apoderaron de un monasterio trapense en Yangjiaping, un valle remoto al norte de Beijing. Prendieron fuego al claustro e interrogaron, torturaron y secuestraron a los monjes que vivían en él. En enero de 1948, en mitad del invierno, tomaron a 6 de los monjes, los esposaron, encadenaron y condujeron a una tarima improvisada. Sus hábitos blancos estaban llenos de piojos y manchas de sangre seca. Obligaron a las víctimas a ponerse de rodillas y una multitud enfurecida avanzó hacia ellas. Un cuadro local leyó la sentencia: pena de muerte, que debía ejecutarse de inmediato. Fueron cayendo uno al lado del otro, a medida que sonaban los disparos. «Arrastraron sus cuerpos sin vida hasta una zanja de aguas residuales cercana y los arrojaron allí, amontonados». Pocos meses más tarde, otros 27 monjes, chinos en su mayoría, murieron como consecuencia de los malos tratos. Nadie sabe cuántos misioneros protestantes y católicos murieron asesinados en China entre 1946 y 1948, pero se estima que un centenar[30]. La mitad de los más de 4000 misioneros protestantes evacuaron sus misiones antes de la liberación. Algunos de ellos habían pasado años en los campos de concentración japoneses y desconfiaban de los comunistas. Otros se marcharon como consecuencia de su mala salud y edad avanzada. Pero más de 3000 misioneros católicos recibieron la orden de permanecer en sus puestos. Las actitudes de los misioneros variaban en extremo, desde los austeros y solitarios trapenses, que rehuían las posesiones materiales y evitaban la cháchara inútil, hasta los miembros de la YMCA (Asociación de Jóvenes Cristianos), que estaban a favor de las reformas, y por ello se implicaban en actividades de asistencia social en las ciudades. Unos pocos siguieron adelante con la esperanza de poder trabajar con los comunistas. Otros veían toda cooperación de ese tipo como «una componenda con el Diablo[31]». Durante un período de aproximadamente un año, la decisión de permanecer en China pareció justificada. Se inscribió a los extranjeros en registros, se introdujeron infiltrados en las escuelas, se inspeccionaron los hospitales, se censuró la religión y se interrogó a los cristianos, pero muchos de los misioneros conservaron su optimismo. Con todo, los indicios no apuntaban a nada bueno, si bien las presiones tampoco eran uniformes. Medio año después de que los comunistas entraran en su diócesis del sur de Jiangxi, el obispo John O’Shea observaba: «Los lazos se estrechan día a día». Los Página 110

Con todo, los indicios no apuntaban a nada bueno, si bien las presiones tampoco eran uniformes. Medio año después de que los comunistas entraran en su diócesis del sur de Jiangxi, el obispo John O’Shea observaba: «Los lazos se estrechan día a día». Los misioneros, como el resto de los foráneos, se enfrentaban a todo tipo de restricciones. Algunos de ellos quedaron prácticamente cautivos en sus propias misiones, porque se les prohibía abandonar el recinto. Y los comunistas se incautaron cada vez con mayor frecuencia de dichos edificios y los usaron para acuartelar tropas militares, almacenar cereales y acoger asambleas públicas, y así, poco a poco, muchos de los misioneros se vieron obligados a abandonar sus locales[32]. También se presionó económicamente a través de alquileres, impuestos y multas, experiencia que los misioneros compartieron con otros foráneos. A mediados de 1950, el Vaticano escribió a propósito de sus misiones que el gobierno las estaba «gravando con impuestos que las arruinaban». Una tras otra, se vieron obligadas a cerrar sus puertas[33]. Entonces estalló la guerra de Corea. Los arrestos de misioneros extranjeros empezaron en octubre de 1950, un mes después de que China entrara en el conflicto. Se les acusó de espionaje y actividades subversivas en juicios colectivos y furibundas manifestaciones. Los misioneros protestantes huyeron en masa. A finales de 1951 no quedaban en China más de 100[34]. Pero los católicos seguían las órdenes del Vaticano, y el legado apostólico, Antonio Riberi, les ordenó resistir a cualquier precio. A pesar de los juicios, humillaciones y denuncias públicas, más de 2000 misioneros cerraron filas para evitar infiltraciones oficiales. El arresto del obispo italiano Tarcisio Martina en septiembre de 1950 por implicación en el complot para asesinar a Mao Zedong sirvió como pretexto para expulsar a la Santa Sede de China. Aun antes de que se encarcelara de por vida a Martina, Riberi sufrió un arresto domiciliario de varios meses, que incluía visitas nocturnas e interrogatorios frecuentes por parte de la policía. En septiembre de 1951, las autoridades lo expulsaron por «actividades de espionaje». Soldados comunistas lo escoltaron desde Nanjing hasta la frontera de Hong Kong. A lo largo del recorrido se organizaron ruidosas campañas, con altavoces en las esquinas de las calles y estaciones de ferrocarril, en hoteles y restaurantes. Todos ellos vociferaban propaganda en la que se denunciaba al legado papal como «lacayo del imperialismo extranjero[35]». El propio Mao se sentía intrigado por el Vaticano, y sobre todo por su capacidad para lograr adhesión sin que importaran las fronteras nacionales. La tenacidad de los católicos le turbaba. Pero sus recelos eran todavía mayores en el caso de la Legión de María, conocida en chino como el «Ejército de María», (Shengmujun), lo que hacía temer a los comunistas que se tratara de una formación militar. Muchos de sus miembros se negaban a firmar confesiones en las que renunciaban a presuntas actividades «contrarrevolucionarias», aunque se les amenazara con la cárcel. El 14 de

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armados con subfusiles arrestó a Aedan McGrath, representante de la Legión de María. No solo fue a prisión, sino que las autoridades le confiscaron un reloj, un rosario y medallas de carácter religioso. Le sustrajeron los cordones de los zapatos y los botones de los pantalones. Lo obligaron a pasar varias horas desnudo. Meses más tarde, lo enviaron a la prisión de Ward Road, sólido centro penitenciario construido por los británicos en 1901. En su celda no había cama, sillas, ni ventanas. No había nada de nada, aparte de un cubo. Le metían la comida dentro de un pote mugriento y se lo pasaban entre los barrotes. Sufrió interrogatorios sin cuento, acompañados por la privación de sueño y la exposición al intenso frío del invierno. Al cabo de treinta y dos meses, por fin, compareció ante un tribunal, donde se leyó la lista de sus delitos. Dos días más tarde lo liberaron, lo escoltaron en tren y lo expulsaron de China[37]. Otros no tuvieron tanta suerte. En diciembre de 1951 se acusó de «espionaje» y «posesión de armas» a Francis Xavier Ford, estadounidense de sesenta años, obispo de la Iglesia católica. No llegó a comparecer ante un tribunal. Lo pasearon por algunos de los pueblos donde había trabajado como misionero desde 1918. Llevaba el cuello atado con una cuerda húmeda que casi lo estranguló al secarse y encogerse. La turba lo apaleó y lapidó hasta que perdió la consciencia y se desplomó. Murió en prisión y lo enterraron en las afueras de Guangzhou[38]. En muchos casos se arrestaba a grupos enteros de misioneros en redadas contra objetivos que se elegían con precisión. En Qingdao, Shandong, 27 Misioneros del Verbo Divino sufrieron arresto el 3 de agosto de 1951, fueron a prisión y dos años más tarde se les expulsó del país. Mientras se hallaban bajo investigación, la policía confiscó sus cálices, vestiduras y otros objetos sacros. Se profanaron cementerios, se abrieron tumbas, se sustrajeron altares y se derribaron columnas en busca de armas y radiotransmisores ocultos. Si no aparecía nada, se buscaba todo tipo de chatarra, como cables y rosarios viejos, y se presentaba como prueba de que se habían utilizado equipos de radio. Los medicamentos se denunciaban como veneno. La paranoia se contagiaba y algunos de los misioneros empezaban a desorientarse al cabo de meses de encarcelamiento en condiciones severas, interrogatorios sin fin y acusaciones descabelladas. En Lanzhou, el padre Paul Mueller se negó a comer, porque pensaba que la comida estaba envenenada, y alegó que los guardias habían usado rayos mortíferos contra él. Murió en la cárcel a causa de una infección no tratada[39]. Incluso los que se marchaban por su propia voluntad sufrían malos tratos. Adolph Buch, sacerdote francés que había llegado a China como misionero vicentino en 1906, resolvió hacer el equipaje y marcharse en octubre de 1952. Pensaba llevarse la colección de mariposas que había reunido durante su tiempo libre a lo largo de los años. Los funcionarios de aduanas se la confiscaron. «Me acusaron de querer enviarla a Estados Unidos, con la intención de volver a traerla infectada con gérmenes». A sus ochenta y siete años, atravesó a rastras el puente de Lowu que conducía a Hong

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años. Los funcionarios de aduanas se la confiscaron. «Me acusaron de querer enviarla a Estados Unidos, con la intención de volver a traerla infectada con gérmenes». A sus ochenta y siete años, atravesó a rastras el puente de Lowu que conducía a Hong Kong, y tuvo que hacerlo sin su audífono, porque era ilegal llevarse del país cualquier dispositivo mecánico[40]. Pero hubo un gran número de acusaciones mucho más siniestras. Al tiempo que el régimen liquidaba centenares de hospitales de las misiones, algunos de los extranjeros que los habían dirigido fueron acusados de malos tratos y se inventaron cargos para justificar su arresto. En cierta ocasión en que una mujer moribunda ingresó en el Hospital Católico de Luoyang, su marido rogó al médico que la operase, a pesar de repetidas advertencias de que la operación apenas tenía posibilidades de éxito. Semanas más tarde, los cuadros locales presionaron al hombre para que presentase cargos contra el padre Zotti, director del hospital, que fue sentenciado a un año en prisión y otro año en arresto domiciliario. Se produjeron muchos otros casos similares[41]. Absurdas acusaciones de asesinato premeditado acompañaron a la confiscación de más de 250 orfanatos de las misiones. Después de la liberación, parientes y desconocidos habían dejado en tales establecimientos a niños con enfermedades graves. Las monjas no pudieron salvarlos a todos. En diciembre de 1951, las autoridades exhibieron a 5 religiosas por las calles de Guangzhou en medio de multitudes que las abucheaban, bajo la acusación de haber asesinado a 2116 niños que se hallaban a su cuidado. Los procedimientos judiciales tuvieron lugar en el Memorial de Sun Yat-sen, un edificio de paredes rojas, y se retransmitieron durante horas enteras en cinco idiomas distintos. La voz chillona y emotiva del fiscal leyó las acusaciones, que comprendían cargos de trato inhumano y trata de menores. En los intervalos que separaban sus incendiarios discursos, comparecieron varios testigos, entre los que se hallaban algunos niños que sollozaron ante el micrófono: su voz se perdía entre sus propias lágrimas y los gritos de la muchedumbre. En el momento culminante del simulacro de juicio, se condenó a 2 de las monjas a penas de prisión, y al resto a la expulsión inmediata de China[42]. Una semana más tarde, dos monjas y un sacerdote franceses recibieron la orden de desenterrar los cuerpos putrefactos de bebés a quienes se les acusaba de haber dado muerte en otro orfanato. Antes de empezar a trabajar, sufrieron una paliza a bastonazos. Excavaron durante doce horas diarias doce días seguidos. Guardias armados garantizaban que trabajaran sin respiro. Más al norte, en Nanjing, se hallaba el Hogar para Niños del Sagrado Corazón, que desde hacía algún tiempo recibía el apodo de «Pequeño Buchenwald». Sus monjas también fueron acusadas de conducta negligente deliberada e infligir hambre y torturas a los niños, y de venderlos como esclavos. Incidentes similares, todos ellos producto de una cuidadosa preparación, tuvieron lugar en Beijing, Tianjin y Fuzhou[43].

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una nueva purga para acabar con la influencia que pudieran conservar las iglesias cristianas. Un año más tarde, tan solo quedaba un misionero protestante en el país. Otros 15 estaban arrestados y aguardaban su expulsión. Aún había 300 misioneros católicos en China. De estos, 17 se encontraban en prisión, 60 sufrían interrogatorios y 34 se preparaban para abandonar el país. Los demás no tardarían en seguirlos[44].

Aun antes del establecimiento formal de la República Popular, la Unión Soviética era omnipresente. Doak Barnett informaba en septiembre de 1949: «En Peiping [Beijing], las fotografías de los líderes soviéticos ocupan un lugar en los espacios públicos casi tan prominente como el de los líderes comunistas chinos». Las banderas rusa y china ondeaban una al lado de la otra en muchos de los edificios de referencia. Las Asociaciones de Amistad Chino-Soviética abrieron a bombo y platillo en todas las ciudades importantes. Las calles recibían nombres de la Unión Soviética: la vía principal de Harbin se llamaba Ejército Rojo y la gente caminaba por la avenida de Stalin en el centro de Changchun. Una enorme reproducción en granito de un tanque del Ejército Rojo, erigida en homenaje a los rusos que habían liberado Manchuria del imperialismo japonés, recibía a los visitantes en Shenyang. Literatura soviética traducida llegaba a las librerías, estaciones de ferrocarriles, escuelas y fábricas. El Partido Comunista de China usaba algunas de las obras como libros de texto. Los periódicos y la radio reiteraban su adhesión a la Unión Soviética, seguían a Moscú en política exterior y alababan a Stalin como líder del campo socialista. Se preparó una gigantesca exposición soviética en Beijing «para presentar de manera sistemática la gran construcción socialista de la URSS[45]». La presencia soviética creció espectacularmente después de la declaración efectuada por Mao el 30 de junio de 1949, aniversario del Partido Comunista chino, de que China debía «inclinarse hacia un lado». Declaró: «Los veintiocho años de experiencia del Partido Comunista nos han enseñado que debemos inclinarnos hacia un lado, y estamos firmemente convencidos de que debemos hacerlo si queremos obtener la victoria y consolidarla». Entre el lado del imperialismo y el del socialismo no había una tercera vía. La neutralidad era puro camuflaje. Mao usaba siempre el calificativo de ingenuo al referirse a quienes creían que China debía acercarse a Washington y a Londres para conseguir préstamos extranjeros. «El Partido Comunista de la Unión Soviética es nuestro mejor maestro y debemos aprender de él». Time comentaba pocas semanas más tarde: «En esa declaración se hallaba todo lo que el mundo necesitaba saber sobre las actitudes pasadas, presentes y futuras del Partido Comunista de China». Ese mismo mes, Liu Shaoqi, el adusto segundo al mando de Mao, partió hacia la Unión Soviética para reunirse con los principales ministros y visitar toda una serie de instituciones. Vio a Stalin en seis ocasiones. Al cabo de dos meses regresó a China acompañado por cientos de asesores, algunos de los cuales viajaban en el mismo tren que Liu[46]. Página 114

mando de Mao, partió hacia la Unión Soviética para reunirse con los principales ministros y visitar toda una serie de instituciones. Vio a Stalin en seis ocasiones. Al cabo de dos meses regresó a China acompañado por cientos de asesores, algunos de los cuales viajaban en el mismo tren que Liu[46]. Durante los veintiocho años anteriores, el Partido Comunista de China había dependido del apoyo financiero y de la guía ideológica de Moscú. El dinero ruso había transformado la vida de Mao cuando este contaba con veintisiete años. A esa edad, un agente de la Komintern había efectuado un primer pago en metálico de 200 yuanes para cubrir el coste del viaje hasta la reunión fundacional del Partido Comunista de China en Shanghai. Mao tomó el dinero sin ningún reparo y se valió del respaldo de Moscú para guiar a una cuadrilla de guerrilleros andrajosos hasta el poder supremo. La relación tuvo momentos buenos y malos. Las reprimendas de Moscú, las destituciones de cargos y los combates por decidir las políticas del Partido no tenían fin. Stalin obligó una y otra vez a Mao a arrojarse a los brazos de su enemigo declarado, Chiang Kai-shek. Moscú favorecía abiertamente a Nanjing, aun después de que los nacionalistas llevaran a cabo una sanguinaria masacre de comunistas en 1927 en Shanghai. Durante buena parte de una década, las tropas de Chiang persiguieron sin misericordia a un Mao acorralado y obligaron a los comunistas a buscar refugio al pie de una montaña, y luego a recorrer unos 12 500 kilómetros hacia el norte en una retirada que posteriormente se conocería como la Larga Marcha. Pero incluso la Larga Marcha fue financiada por Moscú, porque la Komintern aportó millones de dólares de plata mexicanos. Sin dichos fondos, los comunistas no habrían llegado muy lejos[47]. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, Stalin, que se guiaba siempre por el más descarnado pragmatismo, firmó un tratado de alianza con los nacionalistas. Pero también ayudaba en secreto a Mao y entregó Manchuria a los comunistas en 1946. Durante la guerra civil, Stalin no intervino y advirtió a Mao de que no se fiara de Estados Unidos. Estos apoyaban a Chiang Kai-shek, que había alcanzado reconocimiento como líder mundial en la lucha contra Japón. En 1949, cuando la victoria ya parecía inevitable, Stalin aún recelaba de Mao. Siempre propenso a ver enemigos en todas partes, se preguntaba si Mao emularía a Tito, el líder yugoslavo expulsado del campo comunista por haberse opuesto a Moscú. Stalin no se fiaba de nadie, y todavía menos de un rival en potencia que, con toda probabilidad, acumulaba una larga lista de agravios. Consciente de que tenía que ganarse el reconocimiento de su maestro, Mao no perdía ocasión de vociferar condenas contra Tito. Más tarde recordaría: «Stalin sospechaba que nuestra victoria era del mismo tipo que la de Tito y las presiones que sufrimos en 1949 y 1950 fueron muy fuertes». En una exhibición de adulación, se presentaba a sí mismo y a su partido como verdaderos comunistas y alumnos sinceros de la Unión Soviética, dignos de su respaldo[48].

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trató de entrevistarse con Stalin. Varias de sus peticiones fueron rechazadas. No obstante, en diciembre de 1949, le pidieron por fin que acudiese a Moscú. Mao, temeroso de ataques enemigos, viajó en un vagón de tren blindado. Mandó apostar centinelas cada cien metros a lo largo de la vía. Aun antes de cruzar la frontera, se molestó con Gao Gang, el hombre que dirigía Manchuria. Se rumoreaba que en aquella región había más retratos de Stalin que del propio Presidente. Meses antes, Gao había visitado Moscú y había firmado un acuerdo comercial con Stalin. Mao se dio cuenta de que Gao enviaba regalos a Stalin por medio de un vagón acoplado al final del tren con el que se dirigía a Moscú, y entonces ordenó desengancharlo y devolver el tributo[49]. Este fue el primer viaje de Mao al extranjero, y su nerviosismo era patente. El cuerpo se le cubrió de sudor al caminar por el andén de Sverdlovsk durante una parada en el largo viaje. Una vez en Moscú, el Presidente se encontró con que le ignoraban. Mao contaba con que le darían la bienvenida como líder de una gran revolución que había conducido a una cuarta parte de la humanidad a la órbita comunista, pero en la esfera soviética la victoria del Partido Comunista de China llevaba varios meses envuelta en un velo de silencio. Viacheslav Mólotov y Nikolái Bulganin, dos de los secuaces de Stalin, recibieron a Mao en la estación de tren Yaroslavski, pero no le acompañaron al sitio donde tenía que alojarse. El Presidente pronunció un discurso en la estación y recordó a su público que los tratados desiguales entre la Rusia zarista y China habían sido abolidos después de la Revolución bolchevique de octubre de 1917. Era una velada alusión al tratado que los nacionalistas y la Unión Soviética habían firmado cinco años antes como resultado de los acuerdos de Yalta. Stalin accedió a entrevistarse brevemente con Mao aquel mismo día. Le alabó y le lisonjeó por el éxito que había obtenido en Asia, pero también se mofó de él: fingió no haberse dado cuenta del verdadero motivo de su visita. Cinco días más tarde, Mao recibió tratamiento de huésped de honor entre muchos otros delegados que se habían desplazado hasta Moscú para celebrar el septuagésimo aniversario de Stalin[50]. Pero a continuación se llevaron a Mao a una dacha situada fuera de la capital y le hicieron esperar durante varias semanas antes de concederle una audiencia formal. Se cancelaron reuniones, sus llamadas de teléfono no hallaban respuesta. Mao perdía la paciencia y se quejaba de que no había ido a Moscú tan solo para «comer y cagar». Stalin trataba de fatigar a su invitado y le insistía en que los acuerdos de Yalta eran vinculantes. Estos adjudicaban a los soviéticos el control sobre los puertos de Puerto Lüshun y Dalian, y sobre el Ferrocarril de China del Este en Manchuria. Zhou Enlai acudió al rescate, pero a pesar de sus habilidades diplomáticas se necesitaron otras seis semanas para llegar a un acuerdo. Rusia insistía en conservar todas las concesiones a las que los nacionalistas se habían visto obligados al terminar la Segunda Guerra Mundial. Anastás Mikoyán y Andréi Vyshinski eran negociadores despiadados, y presentaban sus condiciones de la manera más descarnada. Aunque Página 116

Zhou Enlai acudió al rescate, pero a pesar de sus habilidades diplomáticas se necesitaron otras seis semanas para llegar a un acuerdo. Rusia insistía en conservar todas las concesiones a las que los nacionalistas se habían visto obligados al terminar la Segunda Guerra Mundial. Anastás Mikoyán y Andréi Vyshinski eran negociadores despiadados, y presentaban sus condiciones de la manera más descarnada. Aunque accedieron a retornar los puertos y el ferrocarril a finales de 1952, insistieron en que las tropas y el equipamiento de la Unión Soviética tenían que poder circular con libertad entre el territorio de dicho país y Manchuria, así como Xinjiang. También acabaron enseguida con todas las esperanzas que Mao pudiera conservar acerca de Mongolia, a la que veía como uno de los territorios del imperio de los Qing que la República Popular de China podía reclamar. La independencia de Mongolia, dispuesta por Stalin y aceptada por Chiang Kai-shek en 1945, quedaba fuera del debate. Zhou también tuvo que conceder derechos exclusivos sobre las actividades económicas en Xinjiang y Manchuria. Se concedieron derechos por catorce años sobre los yacimientos mineros de Xinjiang. Mikoyán acosó una y otra vez a Zhou para lograr cantidades cada vez más elevadas de estaño, plomo, wolframio y antimonio: todos los años habría que entregar a la Unión Soviética en centenares de toneladas. Cuando Zhou le respondió en tono sumiso que China no disponía de los medios necesarios para extraer cantidades tan grandes de metales especiales, Mikoyán le cortó con un ofrecimiento de ayuda: «Bastará con que nos digáis qué y cuándo[51]». Por fin, el 14 de febrero se firmó el Tratado de Amistad, Alianza y Asistencia Mutua, pero lo único que consiguió Mao fueron 300 millones de dólares en ayuda militar a lo largo de cinco años. A cambio de una suma tan modesta, Mao tuvo que acceder a concesiones territoriales de gran importancia. Se parecían tanto a los tratados desiguales cerrados con las potencias extranjeras en el siglo XIX que hubo que relegarlas a anexos secretos. China también acordó pagar elevados salarios en oro, dólares o libras a los asesores y técnicos soviéticos. El historiador Paul Wingrove observa: «El Estado victorioso, independiente y revolucionario de Mao recibió un trato muy parecido al de los territorios ocupados en Europa oriental, a los que la Unión Soviética también cobraba una tarifa estándar a cambio de los servicios de “expertos”». Y, como un eco de los derechos extraterritoriales abolidos por Chiang Kai-shek en 1943, ninguno de los rusos quedaría sujeto a la ley china. Mao se vio con las manos atadas. China era débil y necesitaba un protector fuerte, porque las posiciones internacionales se endurecían con el inicio de la Guerra Fría. Eso era precisamente lo que conseguía con el tratado: la Unión Soviética protegería a China en el caso de que fuera agredida por Japón o por alguno de sus aliados, en particular por Estados Unidos. Pero, a pesar de todo el bombo que se dio al tratado, Mao y Zhou debieron de marcharse de Moscú muy molestos por el trato recibido[52].

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Shanghai se les concentró en un recinto especial situado en el barrio más lujoso de las afueras, varios kilómetros al oeste de la ciudad propiamente dicha. Se trataba de la ciudad jardín de Hongqiao, una zona de gran belleza natural, provista de parques paisajísticos y lujosas casas de campo donde los residentes extranjeros podían cazar patos, jugar a golf y pasear a orillas de los riachuelos. Sus habitantes extranjeros fueron expulsados y los rusos ocuparon su lugar. Se avisó con veinticuatro horas de antelación a los residentes y se les ordenó que se marcharan. «Echaron por la fuerza a los que se negaban, sacaron el mobiliario de sus casas y lo cargaron en camiones». Técnicos, pilotos, mecánicos y otras personas que trabajaban en el aeropuerto construido en la misma área en 1907 ocuparon las propiedades vacantes. Los centinelas vigilaban el recinto de día y de noche. Se construyó una cerca de bambú alta y sólida. Los lugareños no tardaron en llamar Concesión Rusa a dicha zona[53]. En todas las ciudades más importantes, los asesores soviéticos estaban separados de la población local y se alojaban en recintos sometidos a una estrecha vigilancia. La isla de Shamian, en Guangzhou, donde las empresas extranjeras y los consulados habían edificado mansiones de piedra a lo largo de la orilla, se transformó en el centro de la vida oficial. Los asesores rusos se alojaban en el Canton Club, que en otro tiempo había sido dominio exclusivo de sus socios británicos y que estaba provisto de jardines privados, pistas de tenis y un campo de fútbol. En Tianjin, algunos de ellos se instalaron en las Jubilee Villas de la London Road, donde guardias armados con subfusiles vigilaban la entrada. Otros permanecieron en el antiguo consulado soviético, cuyas instalaciones se vieron reforzadas con un muro de ladrillo de tres metros de alto rematado con una alambrada electrificada[54]. Los rusos apenas se dejaban ver, salvo cuando salían de tiendas, siempre con aspecto huraño, vestidos con largos abrigos de cuero, pantalones de campana, botas de cuero y sombreros de fieltro y ala ancha. «Siempre que entran en una tienda, se indica al resto de los clientes que tienen que salir». Sus elevados sueldos y las restricciones que les impedían sacar moneda del país les inducían a adquirir productos lujosos que eran demasiado caros para la mayoría de los chinos. Robert Loh observó: Los expertos soviéticos estaban por todo el barrio de tiendas de Shanghai. Compraban con avidez todos los relojes, plumas, cámaras y otros productos lujosos de importación provenientes de América y Europa que todavía estaban disponibles, pero que ningún chino podía permitirse.

Al cabo de poco tiempo empezaron a comprar muebles antiguos, alfombras orientales, porcelana de Limoges y otros objetos de valor artístico a precios de ganga, y los llevaban en grandes cajas al aeropuerto para enviarlos a la Unión Soviética[55]. En octubre de 1950, cuando China estaba a punto de entrar en la guerra de Corea, la presencia soviética constaba de unas 150 000 personas entre soldados y civiles. En Puerto Lüshun, donde Stalin disponía de una base naval y privilegios portuarios, los rusos contaban con un ejército de 60 000 personas. A lo largo de la línea férrea que unía dicho puerto con Vladivostok había otros 50 000 soldados, la mayoría de ellos Página 118

Al cabo de poco tiempo empezaron a comprar muebles antiguos, alfombras orientales, porcelana de Limoges y otros objetos de valor artístico a precios de ganga, y los llevaban en grandes cajas al aeropuerto para enviarlos a la Unión Soviética[55]. En octubre de 1950, cuando China estaba a punto de entrar en la guerra de Corea, la presencia soviética constaba de unas 150 000 personas entre soldados y civiles. En Puerto Lüshun, donde Stalin disponía de una base naval y privilegios portuarios, los rusos contaban con un ejército de 60 000 personas. A lo largo de la línea férrea que unía dicho puerto con Vladivostok había otros 50 000 soldados, la mayoría de ellos para vigilar las vías. En el norte de Manchuria había unidades de la fuerza aérea. Por toda China aparecieron grupos de hombres uniformados que llegaban en calidad de instructores del ejército y de la fuerza aérea. Sin embargo, la influencia soviética no se limitaba al ejército. Miles de técnicos civiles ayudaban a construir carreteras, puentes, fábricas e industrias por todo el país. Se contaban por cientos en los ministerios de Beijing, donde ocupaban una posición más elevada que la de sus contrapartes locales e instruían a estos de acuerdo con métodos soviéticos. El grupo más numeroso —127 especialistas— se hallaba en el Ministerio de Educación Superior[56]. El flujo de personas se producía en ambas direcciones, porque una delegación tras otra visitaban la Unión Soviética. En unos pocos casos se trataba de misiones comerciales, pero la mayoría iba para aprender las técnicas de gobierno de un Estado de partido único. Así, por ejemplo, Wang Yaoshan y Zhang Xiushan pasaron cuatro meses de viaje por la Unión Soviética, acompañados por una nutrida delegación, con el objetivo de estudiar su organización política, desde la instrucción que recibían los cuadros del Partido en las ciudades hasta la composición del Comité Central en Beijing. Zhou Yang, viceministro de Cultura, encabezó un equipo de 50 personas que examinó todos los aspectos de la propaganda y presentó no menos de 1300 preguntas formales durante su estancia de tres meses, que incluyó seis visitas al periódico Pravda. China imitaba a la Unión Soviética en todos los ámbitos, desde la seguridad del Estado, las infraestructuras urbanas, la instrucción de los cuadros, la construcción económica y la labor ideológica hasta la industria pesada[57]. El comercio con la Unión Soviética creció con mucha rapidez, y el bloqueo occidental durante la guerra de Corea aceleró dicha tendencia. Como las divisas y reservas de oro de China eran limitadas, el país recurría a las exportaciones para pagar los préstamos. El patrón básico de comercio consistía en obtener crédito, bienes de capital y materias primas a cambio de metales especiales, productos manufacturados y alimentos. China canjeaba carne de cerdo por cables, soja por aluminio, cereales por bobinas de acero. Dado que el suministro de materiales como antimonio, estaño y wolframio tenía sus limitaciones, la mayoría de las exportaciones chinas a la Unión Soviética consistían en productos agrícolas y ganaderos que abarcaban desde fibras, tabaco, cereales, soja, fruta fresca y aceites comestibles hasta

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alguno, hasta el más mínimo detalle, todo lo que hacían los rusos. Incluso el almuerzo empezó a servirse a las tres de la tarde, para reproducir la práctica de impartir seis clases seguidas durante la mañana[59].

La Asociación de Amistad Chino-Soviética —con sus 120 000 sucursales— distribuía libros, revistas, películas, diapositivas y obras de teatro, así como generadores, radios, micrófonos y gramófonos que contribuían a difundir el mensaje. Se organizaron docenas de exposiciones sobre temas como «Las mujeres soviéticas», «Los niños soviéticos» y «La construcción en la Unión Soviética». Incluso las noticias que se difundían en chino tenían su origen en la Unión Soviética, porque TASS, la agencia de noticias oficial de la Unión Soviética, no tardó en convertirse en la principal fuente de información. Una y otra vez se repetía: «El hoy de la Unión Soviética es nuestro mañana[60]».

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UNA VEZ MÁS, GUERRA

La liberación había llegado con promesas de paz. En 1949 la mayor parte de la población había dado la bienvenida al Ejército de Liberación del Pueblo con una mezcla de alivio y recelo, y con la esperanza de que se les permitiera reconstruir vida, familia y negocios al cabo de una década de hostilidades. Pero en octubre de 1950 Mao empujó a su pueblo a una guerra prolongada en Corea.

Durante la cumbre celebrada en Yalta en febrero de 1945, Stalin no solo había logrado arrancar concesiones sobre Manchuria a Roosevelt, sino que también había negociado la ocupación conjunta de Corea, colonia japonesa desde 1910. La península coreana se extiende hasta 1000 kilómetros al sur de Manchuria, de la que está separada, en su mayor parte, por una frontera natural constituida por el río Yalu. En el extremo nordeste, no muy lejos de Vladivostok, hay una frontera de menos de 20 kilómetros con la Unión Soviética. En agosto de 1945, el Ejército Rojo entró en la mitad septentrional de la península coreana sin hallar apenas resistencia y se detuvo en el paralelo 38 frente a las tropas americanas que avanzaban desde el sur. Los rusos colocaron a Kim Il-sung como jefe de su gobierno provisional. Kim, nacido en 1912, a duras penas sabía hablar coreano. Su familia se había instalado en Manchuria cuando todavía era un muchacho. Se había unido al Partido Comunista de China en 1931 y había llevado a cabo ataques guerrilleros contra los japoneses al norte de Yan’an. En 1940 se vio obligado a cruzar la frontera para refugiarse en la Unión Soviética, donde se recicló en el Ejército Rojo y ascendió por el escalafón hasta alcanzar el rango de comandante a finales de la Segunda Guerra Mundial. Kim llegó a Pyongyang el 22 de agosto de 1945, después de veintiséis años de exilio. Brindó de inmediato su apoyo a Mao y envió a través de la frontera decenas de miles de voluntarios coreanos, así como vagones cargados de material militar, para ayudar a los comunistas en la lucha contra Chiang Kai-shek en Manchuria. Kim también recurrió a asesores soviéticos para la creación del Ejército del Pueblo Coreano. Stalin lo proveyó de tanques, camiones, artillería y armas ligeras. Pero Kim estaba ligado a su protector y no podía enviar a sus tropas al sur para atacar a Syngman Rhee, el hombre de los estadounidenses, si la Unión Soviética no lo autorizaba. Kim tuvo que presenciar con gran frustración cómo Mao se apoderaba de China e incorporaba a una cuarta parte de la humanidad al campo socialista, al mismo tiempo que se mantenía la partición de Corea[1]. Kim presionó repetidamente para que se emprendiera un ataque contra el sur, pero Stalin no tenía prisa por entablar un conflicto abierto en el que participara Página 121

Estados Unidos. Sin embargo, a finales de 1949 Stalin empezó a ceder. Los estadounidenses no habían intervenido en la guerra civil china y prácticamente habían abandonado a Chiang Kai-shek en Taiwán. En sus discusiones con Mao, que se hallaba en Moscú a finales de 1949, Stalin propuso que una parte de los soldados coreanos del Ejército de Liberación del Pueblo atravesaran el río Yalu. Mao estuvo de acuerdo y ordenó que más de 50 000 veteranos regresaran a Corea del Norte. Entonces, en enero de 1950, Estados Unidos indicó que Corea ya no se hallaba dentro de su perímetro de defensa en el Pacífico. Kim volvió a atosigar a Moscú en una serie de viajes secretos a la capital. Stalin empezaba a ver con buenos ojos un eventual ataque contra el sur, pero no quería enredarse en una costosa aventura. No quiso comprometerse a enviar a soldados: «Si os dan una patada en los dientes, no pienso mover un dedo. Tendréis que pedirle toda la ayuda a Mao». En abril, Kim visitó a Mao[2]. Mao, a su vez, necesitaba a Stalin. No podría invadir Taiwán sin recursos marítimos y aéreos que tan solo podían venir de Moscú. Y difícilmente podía negarles a los coreanos la oportunidad de unificar su propio país cuando la mayor parte de China ya se hallaba bajo una sola bandera. Mao prometió a Kim que le ayudaría con sus tropas si los estadounidenses entraban en la guerra[3]. Los suministros militares que la Unión Soviética proporcionaba a Corea del Norte crecieron de una manera espectacular, tanques y aviones incluidos. Los generales rusos se encargaron de planear el ataque y le asignaron como fecha el 25 de junio de 1950. Bajo el pretexto de que había tenido lugar una escaramuza en la frontera, un masivo contingente norcoreano inició una invasión a gran escala por aire y tierra. El sur no estaba preparado. Sus soldados no llegaban a 100 000. Los estadounidenses, alarmados por las llamadas de Syngman Rhee a invadir el norte y derrocar a los comunistas, no habían querido proporcionarle fuerzas acorazadas, armas antitanque, ni artillería de un calibre superior a los 105 mm. Su ejército se vino abajo en pocas semanas[4]. El presidente Truman actuó con rapidez. Advirtió de que intentar una política de apaciguamiento sería un error y se comprometió a expulsar a los norcoreanos. El mismo día de la invasión, las Naciones Unidas aprobaron una resolución para el envío de tropas en apoyo de Corea del Sur. Todo el mundo esperaba que el embajador de la Unión Soviética ante las Naciones Unidas, que desde enero había boicoteado las deliberaciones sobre Taiwán, regresara al Consejo de Seguridad y votara contra la resolución. Pero Stalin le ordenó que no lo hiciera. Dos días más tarde, llegó el acuerdo tácito de la Unión Soviética de que una intervención estadounidense no provocaría una escalada del conflicto. Stalin no hizo nada para impedir que Occidente se implicara en las hostilidades. Solo él sabía que Mao se había comprometido a enviar tropas a Corea. Tal vez albergara la esperanza de que China destruyese un gran número de tropas estadounidenses durante la guerra[5].

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Truman ordenó que las tropas estadounidenses estacionadas en Japón auxiliaran a Corea del Sur. El presidente de Estados Unidos, dispuesto a luchar contra la presencia del comunismo en todo el mundo, logró que el Congreso le confiara 12 000 millones de dólares para gastos militares. Al cabo de poco, las tropas de quince Estados miembros de las Naciones Unidas, entre los que se hallaban Gran Bretaña y Francia, se unieron a los soldados estadounidenses. En agosto cambiaron las tornas, porque la contraofensiva de las Naciones Unidas contaba con superioridad táctica en tanques, artillería y aviación. El general Douglas MacArthur llegó al paralelo 3 8 en octubre de 1950. Podría haberse detenido allí, pero su confianza en que Mao no osaría entrar en el conflicto era tal que optó por avanzar hasta el río Yalu, sin prestar atención a las preocupaciones de seguridad más básicas de la República Popular. El primero de octubre, Stalin solicitó a Mao por telegrama que enviara a cinco o seis divisiones para auxiliar a los norcoreanos. Propuso que se les llamara «voluntarios» para evitar que China entrara formalmente en la guerra. Mao ya había apostado una parte de sus tropas en la frontera y al día siguiente les indicó que «aguardaran la orden de entrar [en Corea] en cualquier momento[6]». El Presidente empleó los días que siguieron en convencer a sus colegas de mayor rango para que lo respaldasen. Tan solo Zhou Enlai le ofreció un apoyo cauteloso. Lin Biao, responsable de la victoria en Manchuria durante la guerra civil, fingió estar enfermo para no tener que comandar a las tropas. El resto de los dirigentes, incluido Liu Shaoqi, se opusieron con rotundidad a la entrada en la guerra, porque temían que Estados Unidos bombardeara las ciudades del país, destruyera su base industrial en Manchuria e incluso arrojara bombas atómicas sobre China. El mariscal Nie Rongzhen recordaba que quienes se opusieron a la decisión pensaban que después de años de conflicto «sería mejor no entrar en aquella guerra mientras no fuese absolutamente necesario». Peng Dehuai se prestó de mala gana a comandar la ofensiva tras pasarse toda una noche dando vueltas y más vueltas sobre el suelo de la habitación de hotel que ocupaba en Beijing, porque la cama era demasiado blanda y no le resultaba confortable. Explicó: «El tigre siempre devora seres humanos, y el momento en el que trate de devorarlos dependerá de su apetito. Es imposible hacer concesiones a un tigre[7]». Mao apostó fuerte. Tenía la esperanza de que Estados Unidos no llevaría la guerra a China por temor a provocar a los soviéticos. También estaba convencido de que los estadounidenses no tendrían agallas para enfrentarse a una guerra prolongada y que no podrían con los millones de soldados que estaba dispuesto a arrojar en el conflicto. Pensaba que, de todos modos, el enfrentamiento con Estados Unidos era inevitable, sobre todo porque Truman había enviado la Séptima Flota a proteger Taiwán al inicio de la guerra de Corea. Combatir a los imperialistas en Corea sería más sencillo que lanzar un asalto anfibio contra la fortaleza que constituía Taiwán. Lo más importante era que una Corea hostil que compartiese frontera con Manchuria supondría una grave amenaza contra la seguridad de la República Popular. Página 123

La callada rivalidad con Stalin también tenía su importancia. Corea era el territorio donde Rusia y China competían por el dominio de Asia. Stalin jugaba con ventaja y había hecho todo lo posible por impedir que los comunistas chinos se instalaran en Corea del Norte. Pero las fuerzas del Estado satélite de Rusia empezaban a desintegrarse y Mao ya estaba a punto para entrar en el país desde Manchuria, impedir la derrota y hacerse con el liderazgo del campo comunista en el continente asiático. Sin embargo, Mao trató de cobrarle un precio al Kremlin, y el 10 de octubre de 1950 envió a Zhou Enlai y Lin Biao a negociar con Stalin en la dacha de este último junto al mar Negro. Stalin les prometió municiones, artillería y tanques, pero se desdijo de una promesa anterior de ofrecerles cobertura aérea, porque los aviones no podrían estar a punto en menos de dos meses. Stalin llegó a enviar un cable a Mao para informarle de que China no debía entrar en la guerra. Pero Mao continuó en sus trece: «Con o sin cobertura aérea de la Unión Soviética, vamos a entrar». Zhou Enlai se cubrió el rostro con las manos tras leer el cable. El 19 de octubre, cientos de miles de soldados chinos empezaron a entrar a escondidas en Corea del Norte[8].

Las tropas chinas pillaron totalmente por sorpresa a las fuerzas de las Naciones Unidas. Estados Unidos disponía de muy poca información sobre lo que ocurría en el interior de China, porque su presencia militar encubierta en el interior del país prácticamente se había desvanecido en septiembre de 1949. Pero un informe cablegrafiado a Washington el 19 de octubre por el agregado militar de Hong Kong —que se basaba, a su vez, en la información proporcionada por Chen Tou-ling, antiguo director general de la Corporación de Transporte Aéreo de China— advertía de la presencia de 400 000 soldados estacionados junto a la frontera y dispuestos a entrar en Corea. El Ministerio de Asuntos Exteriores neerlandés suministró a los estadounidenses información detallada sobre la inminente invasión de Corea, basada en la que había recopilado su embajada en Beijing. Ambas advertencias fueron ignoradas[9]. El general MacArthur estaba tan convencido de que China no iba a entrar en el conflicto que, tan pronto como se le informó de que las tropas del Ejército de Liberación del Pueblo habían entrado en Corea, sobrevoló el río Yalu a bordo de su Douglas C-54 Skymaster, con un notable riesgo para su propia seguridad. No vio nada. Era difícil detectar a los 130 000 soldados comandados por Deng Pehuai, porque avanzaban de noche, sin la actividad mecanizada ni las transmisiones inalámbricas que habrían revelado su presencia. Atacaron por sorpresa el 25 de octubre y aniquilaron varios regimientos surcoreanos, para retirarse de inmediato a las montañas tan repentinamente como habían aparecido. El general MacArthur restó importancia al incidente, porque interpretó aquellas primeras tentativas como la prueba de que los chinos eran pocos y Página 124

reacios a pelear. El Día de Acción de Gracias, con un tiempo desapacible y tempestuoso, inició una última ofensiva con el fin de ganar la guerra y conseguir que los soldados estadounidenses volvieran «a casa por Navidad». Los estadounidenses fueron víctimas de lo que un historiador ha llamado «la emboscada más grande de la era de la guerra moderna[10]». El 25 de noviembre, un número ingente de soldados que hasta entonces habían estado ocultos cayó sobre los hombres de MacArthur. Al toque de corneta, y entre un estrépito de tambores, matracas y silbatos, las tropas chinas aparecieron en plena noche gritando, disparando y arrojándoles granadas. Lograron que las fuerzas de las Naciones Unidas fueran presa del pánico. Oleada tras oleada, feroces grupos de asalto se arrojaron sobre las posiciones de artillería, trincheras y áreas de retaguardia. El ataque cambió casi de inmediato el curso de la guerra y obligó a los estadounidenses a retirarse precipitadamente hacia el sur. Los comunistas recuperaron Pyongyang, la capital de Kim Il-sung, el 7 de diciembre. Peng Dehuai carecía de cobertura aérea, las líneas de abastecimiento se alargaban peligrosamente, y no disponía de víveres ni municiones adecuados. Por ello, pidió que la ofensiva se detuviera en el paralelo 38. Pero Mao estaba dispuesto a seguir adelante. Seúl, capital de Corea del Sur, cayó en enero de 1951, durante las celebraciones del Año Nuevo chino. Estados Unidos había sufrido un golpe demoledor. Truman declaró el estado de emergencia nacional y comunicó a los ciudadanos estadounidenses que sus hogares y su nación se hallaban «en grave peligro». El prestigio de Mao salió muy reforzado, pero el coste que sufrieron sus propios soldados fue enorme. Los enfrentamientos tuvieron lugar en condiciones climáticas muy difíciles, con temperaturas que descendieron hasta los 30 grados bajo cero. Los vientos helados y la gruesa capa de nieve empeoraron todavía más su situación. La mayoría de los soldados no tenía zapatos acolchados. Los había que caminaban con delgadas sandalias de algodón, e incluso descalzos. Se envolvían los pies con trapos antes de entrar en combate. El napalm había quemado las mantas y chaquetas. Unidades enteras murieron de frío, y muchos de los soldados padecieron congelación en manos y pies. Hasta dos tercios de los soldados sufrieron también pie de trinchera, que en ocasiones les provocaba gangrena. El hambre se generalizó, porque las líneas de suministro se habían alargado demasiado y soportaban el fuego constante de los aviones enemigos. En algunas de las compañías, uno de cada seis hombres llegó a sufrir ceguera nocturna a causa de la desnutrición. La disentería y otras enfermedades eran habituales y se trataban con opio. Tras el entusiasmo de las primeras semanas, la moral decayó, porque los hombres quedaban físicamente exhaustos por el trabajo que tenían que realizar. Algunos de ellos llegaron a tal punto de agotamiento que se suicidaron[11]. Al cabo de poco tiempo, los soldados perdieron fuelle. Lograron aguantar hasta los primeros meses de 1951, porque se hacían con armas y suministros del ejército Página 125

enemigo en retirada. Se acostumbraron a alimentarse con las latas de comida precocinada que en el ejército estadounidense recibían el nombre de raciones C. Li Xiu, oficial de propaganda, recordaba que los soldados se aficionaron enseguida a las galletas estadounidenses. «No sé si habríamos podido seguir adelante sin los sacos de dormir y abrigos estadounidenses de los que nos apoderamos[12]». Las tornas cambiaron enseguida. El 26 de diciembre de 1950, el general Matthew Ridgway llegó a Corea para ponerse al frente de las fuerzas estadounidenses bajo el mando de MacArthur. Durante las primeras semanas de 1951, reagrupó las fuerzas de las Naciones Unidas y contraatacó, primero con cautela, tanteando la determinación del enemigo, y luego con ofensivas más potentes. Se apoderó del territorio mediante un cuidadoso despliegue de efectivos y de potencia de fuego que arrolló a los soldados chinos. Llamó a su propia estrategia «picadora de carne» y avanzó poco a poco gracias a una fuerza devastadora de artillería y tanques que golpeó una y otra vez al enemigo. Mao se negó a retirarse y telegrafió la orden de que sus tropas debían contraatacar. Tan solo en las dos primeras semanas de febrero, Ridgway infligió unas 80 000 bajas[13]. En febrero, Peng Dehuai regresó precipitadamente a Beijing y se enfrentó con Mao en su búnker de la Colina de la Fuente de Jade por las grandes pérdidas que había provocado con su imprudencia en la guerra. El Presidente lo escuchó, pero estaba demasiado fascinado por sus propias fantasías de victoria sobre el bando capitalista. Le dijo a Peng que aguantara sobre el terreno y se preparase para una guerra larga. El primero de marzo, Mao envió un cable a Stalin en el que proclamaba su determinación de agotar al enemigo en una guerra prolongada: En las cuatro últimas ofensivas hemos sufrido 100 000 bajas entre combatientes y no combatientes del Ejército Voluntario del Pueblo, y vamos a reponer las tropas con otros 120 000 soldados. Estamos preparados para 300 000 nuevas bajas durante los próximos dos años y enviaremos a otros 300 000[14].

En el bando estadounidense, el general MacArthur acariciaba la idea de emplear armas nucleares y, aunque por poco tiempo, llegó a plantearse la invasión de China, pero el presidente Truman lo destituyó en abril de 1951. Ridgway lo reemplazó y asumió el mando de todas las fuerzas de las Naciones Unidas en Corea. Se negó a cruzar el paralelo 38. En verano de 1951, los bandos enfrentados se hallaban en un punto muerto. A mediados de julio empezaron las conversaciones para un armisticio, pero los comunistas las interrumpieron. Stalin frenó las negociaciones que habrían puesto fin a la guerra, porque habría ganado muy poco con la paz. Buscaba la destrucción de un número mayor de soldados estadounidenses en Corea, y probablemente no le disgustaba que un posible rival se viera enredado en un conflicto tan costoso. Pero Mao también rechazó en varias ocasiones las ofertas de paz. Tal y como le había indicado a Stalin aun antes de que se llegara a la situación de punto muerto, estaba preparado para una guerra de larga duración. Cuanto más tiempo durase, más municiones, tanques y aviones lograría arrancar a la Unión Soviética. El Presidente se Página 126

valió de la guerra para ampliar el ejército y desarrollar una industria armamentística de primera categoría, siempre con la ayuda soviética[15]. El pretexto con el que Mao justificó su escasa predisposición a acudir a la mesa de negociaciones fue que los estadounidenses retenían a 21 000 prisioneros de guerra chinos, la mayoría de los cuales no quería regresar a China. Se hallaban en campos de internamiento en Corea del Sur. Se tatuaban eslóganes anticomunistas en el cuerpo para evitar que los repatriaran por la fuerza. Algunos de ellos escribían cartas con su propia sangre. Un delegado de la Cruz Roja informaba: «Los prisioneros de guerra se hacen cortes en las yemas de los dedos y los usan como plumas. He visto algunas de las cartas en cuestión. Es escalofriante». Mao solicitaba el retorno de todos los prisioneros de guerra y Stalin le animaba a mantener su postura[16]. Así, la guerra duró otros dos años. Las líneas de combate apenas se movieron, pero el número de bajas fue enorme. La guerra de trincheras obligaba a muchos de los soldados a pasarse semanas dentro de hoyos, túneles y refugios de los que podían salir tan solo de noche. Había cadáveres, casquillos y basura por todas partes, pero apenas contaban con comida y agua. En ocasiones, los soldados se bebían el rocío que goteaba desde las rocas. El capitán Zheng Yanman recordaba un ataque que tuvo lugar en octubre de 1952: Habría un centenar de soldados dentro de los túneles, supervivientes de seis compañías distintas, de edades comprendidas entre los dieciséis y los cincuenta y dos años. Unos cincuenta hombres estaban heridos y no se les habían suministrado fármacos ni habían recibido asistencia médica. Estaban echados por el suelo. Algunos de ellos se morían y no parecía que a nadie le importara. En uno de los refugios excavados en el suelo había más de veinte cadáveres amontonados.

Se ejecutaba de inmediato a los soldados que trataban de desertar[17]. Muchos de los soldados habían formado parte del ejército nacionalista y se habían rendido durante la guerra civil. Mao no sentía ningún escrúpulo en enviarlos a la muerte en Corea. Algunos de ellos habían luchado tres años antes contra los comunistas en Xuzhou y se les había obligado a disparar contra campesinos indefensos que los comunistas usaban como escudos humanos. En Corea se les mandaba en ataques sucesivos para que el enemigo gastara sus balas: carne y hueso contra armamento moderno. Un ametrallador estadounidense contó lo que había ocurrido al responder a los ataques nocturnos de la numerosa infantería china: «Los veíamos caer como bolos. Mientras las bengalas estaban encendidas, no teníamos problemas para localizar el blanco[18]». La muerte de Stalin en marzo de 1953 ocasionó un pronto armisticio, pero el período en el que la guerra se había hallado en punto muerto tuvo un coste tremendo. Desde julio de 1951 hasta el alto el fuego del 27 de julio de 1953 murieron millones de soldados y civiles. China había enviado a unos 3 millones de hombres al frente, de los que se calcula que murieron unos 400 000. A pesar del terrible coste humano, Corea significó una victoria personal para Mao. Había querido la guerra cuando sus

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colegas vacilaban. Su apuesta había dado resultado. China había quedado en tablas con la nación más poderosa del planeta. China se había puesto en pie[19].

La guerra tuvo consecuencias duraderas en el país. La línea oficial explicaba que el conflicto había empezado en junio de 1950 porque los surcoreanos, azuzados por los imperialistas estadounidenses, habían atacado a los pacíficos norcoreanos en un acto de flagrante agresión. En China, personas de toda condición acogían estas explicaciones con una mezcla de incredulidad, incomprensión, miedo y genuino pánico. Muchos de ellos no podían dejar de preguntarse cómo era posible que la campaña contra el sur se hubiera podido llevar a cabo con una planificación militar tan eficiente. En Shanghai, estudiantes y profesores se interrogaban abiertamente por lo que hacían los norcoreanos en el sur. Abundaba el miedo ante la posibilidad de un choque catastrófico con Estados Unidos. Los rumores corrían como la pólvora. En Shenyang, cerca de la frontera con Corea, se hablaba sin cesar sobre el inicio de una Tercera Guerra Mundial: «¡Estados Unidos ha entrado en la guerra, ha empezado la Tercera Guerra Mundial!». Algunos de los habitantes de Nanjing estaban tan angustiados que telefonearon al periódico Renmin Ribao para inquirir si había empezado una nueva guerra mundial. La angustia ante la posibilidad de una guerra se aparejaba con la esperanza de un retorno al antiguo orden. «¡La Unión Soviética ha anunciado su rendición incondicional y ahora van a arrestar al criminal de guerra Mao Zedong!», se susurraba en Manchuria, mientras otros anunciaban la inminente caída del régimen: «¡Los estadounidenses y Chiang Kai-shek ya han recuperado la isla de Hainan, se ha sacrificado a Lin Biao!»[20]. La amenaza de una conflagración nuclear había creado una profunda ansiedad, en la que apenas hacía mella la propaganda oficial sobre el inminente derrumbe del capitalismo. En octubre de 1950, cuando las tropas de las Naciones Unidas se acercaban al río Yalu, la grandilocuente afirmación de Mao de que el imperialismo estadounidense no era más que un tigre de papel era objeto de silenciosas burlas en Shanghai. Algunos opinaban que, si Estados Unidos era un tigre de papel, China no llegaba ni a gatito[21]. El miedo ante una posible invasión llegó a su punto álgido. La gente temía que se produjeran bombardeos sobre las ciudades y que el enemigo entrase en Manchuria. En Shenyang, miles de personas salieron a la calle, presas del pánico. Más de 1200 trabajadores abandonaron sus puestos en la Fábrica Primero de Mayo y uno de cada cinco se escondieron para no tener que acudir a la Fábrica Municipal de Herramientas. Maestros, médicos, estudiantes e incluso miembros del Partido subían a los trenes para escapar hacia el sur, convencidos de que se aproximaba el final. Los que no se marcharon hacían acopio de comida, ropa y agua. Aparecieron mensajes de oposición al Partido en escuelas, fábricas, oficinas, hospitales y dormitorios colectivos, escritos sobre las paredes, marcados con objetos punzantes en los muebles Página 128

e incluso garabateados sobre los hervidores en las cantinas. Los había concisos: «Abajo la Unión Soviética». Otros consistían en largas diatribas contra el comunismo[22]. El Partido respondió con una campaña de terror. Pero en noviembre de 1950 también trató de convencer con una campaña llamada «Resistid contra Estados Unidos, ayudad a Corea, proteged nuestros hogares, defended la nación». Se celebraron concentraciones de masas en todas las escuelas y fábricas, mientras la propaganda que se difundía a través de los periódicos, las revistas y las radios trataba de instilar furor contra el enemigo. No pasaba un solo día sin que apareciesen acusaciones enardecedoras contra Estados Unidos en el Renmin Ribao u otras publicaciones bajo control estatal. Así, por ejemplo, el Nanfang Ribao («Diario meridional») proclamaba de este modo su absoluto desprecio por Estados Unidos: Se trata de un país íntegramente reaccionario, íntegramente oscurantista, íntegramente corrupto, íntegramente cruel. Es el paraíso de unos pocos millonarios, el infierno de incontables millones de personas pobres. Es el paraíso de los gánsteres, estafadores, granujas, agentes especiales, gérmenes fascistas, especuladores, libertinos y toda la hez de la humanidad. Es, en todo el mundo, fuente principal de crímenes como la reacción, el oscurantismo, la crueldad, la decadencia, la corrupción, el libertinaje, la opresión del hombre por el hombre y el canibalismo. Es el recinto de exhibición de todos los crímenes que la humanidad pueda llegar a cometer. Es un infierno en vida, diez, cien, mil veces peor que el infierno que pueda llegar a describir el más macabro de los escritores[23].

El propio Zhou Enlai marcaba el tono y se transformó en elocuente portavoz de la campaña de odio contra Estados Unidos. En ningún momento se cansó de denunciar el complot imperialista para esclavizar al mundo. Mao Dun, ministro de Cultura y novelista prominente, anunció: «Los estadounidenses son auténticos diablos y caníbales». Los estudiantes que regresaban de Estados Unidos se veían obligados a publicar denuncias en las que llegaban a formular acusaciones de bestialismo y depravación. Caricaturas y carteles presentaban al presidente Truman y al general MacArthur como violadores en serie, asesinos sedientos de sangre y animales salvajes. Los altavoces pregonaban sin cesar los mismos eslóganes y discursos. «Incluso dentro de casa, con las ventanas cerradas —comentaba un vecino de Beijing — se oye constantemente la misma música y los mismos discursos, y si abrimos las ventanas el ruido casi nos ensordece». No era fácil distinguir qué había de insultos calculados y qué de genuina indignación en aquellas diatribas sin fin, pero el mensaje estaba muy claro: había que odiar, maldecir y despreciar a los imperialistas[24]. Todo se orquestaba desde arriba con gran meticulosidad. Una directriz del gobierno central con fecha de 19 de diciembre de 1950 ordenaba específicamente que todo sentimiento de admiración y respeto para con Estados Unidos se transmutara en «odio contra Estados Unidos, desprecio contra Estados Unidos y desdén contra Estados Unidos[25]». El bombardeo incesante de propaganda no era el único medio al que se recurría para alcanzar dicho objetivo. También se volvían a celebrar sesiones de estudio y grandes concentraciones. En muchos casos, la organización brillaba por su ausencia. Página 129

Un día de invierno de 1950, se avisó con diez minutos de antelación a los profesores y estudiantes de cierta universidad de Shanghai de que contaban con diez minutos para vestirse y acudir a una plaza ubicada en el campus, donde les pusieron en las manos pancartas con mensajes como «Abajo las mentiras amables e insidiosas de los imperialistas estadounidenses» y «Protestad contra las mentiras desvergonzadas de Austin». Robert Loh explica: «Todo el mundo se preguntaba de qué iba todo aquello, pero no parecía que nadie lo supiera. Nos dijeron que gritáramos los eslóganes impresos en las pancartas. Luego marchamos durante cinco horas por toda Shanghai». Al volver a la universidad, les obligaron a oír un inflamado discurso del secretario del Partido. Solo entonces comprendieron que acababan de participar en una manifestación espontánea contra un discurso de Warren Austin, representante estadounidense en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. A partir de entonces les convocaron a intervalos regulares para protestar contra las mentiras de los imperialistas. «Casi nunca nos enterábamos de qué iba la cosa hasta que leíamos la noticia de nuestra “manifestación voluntaria” en los periódicos[26]». En este caso se trataba de estudiantes universitarios, pero la gente corriente que trataba de hacer su propia vida en medio de las feroces campañas contra los «contrarrevolucionarios», los «tiranos», las «perversas clases acomodadas» y los «terratenientes» se hallaba aún más confundida por la campaña de odio contra Estados Unidos. A principios de la primavera de 1951 se celebraron casi todas las semanas concentraciones a favor de la guerra en Lanzhou, capital provincial de Gansu. Pero algunos de los que se manifestaban contra Estados Unidos no tenían ni idea del motivo de la campaña, a pesar de los incontables panfletos, discursos y películas propagandísticas. Los que se negaban a participar sufrían multas, o se les estigmatizaba como miembros de una sociedad secreta. A pesar de las amenazas, la gente sentía aprensión, porque se rumoreaba que las mujeres que acudían a las manifestaciones corrían el peligro de que las enviasen a Corea a cocinar para los soldados. En Guangzhou se convocaban marchas patrióticas con medio millón de asistentes, pero la ignorancia era general. El Departamento de Propaganda local examinó los conocimientos de más de cien trabajadores de una planta energética: uno de cada seis no sabía dónde se hallaba el país aliado y más de una cuarta parte no había oído hablar en su vida de Kim Il-sung. La propaganda a duras penas penetraba en ciertas regiones rurales. En un pueblo del distrito de Shixing, sesenta mujeres adultas que asistían a un curso de alfabetización no sabían si «Corea» era el nombre de un lugar o de una persona[27]. Después de las manifestaciones voluntarias llegó el turno de las donaciones voluntarias. En el verano de 1951, una vez que se hubo llegado al punto muerto en Corea, se necesitó dinero para adquirir material de guerra. Por fin Stalin había empezado a enviar los aviones que había prometido hacía tiempo, pero exigía que China le pagase por todo el equipamiento militar que enviaba a Corea. El gobierno explicó que necesitaba más uniformes, más medicamentos, más armas de fuego, más Página 130

tanques y más aviones. Instrucciones detalladas con diagramas resumían la contribución que se esperaba de todo el mundo. Se exhortó a los «individuos ricos» a donar oro, joyas, dólares y otra moneda extranjera. Robert Loh no tardó en descubrir lo que se esperaba de él: La primera vez que me abordaron, accedí por voluntad propia a ofrecerles la mitad del salario de un mes. No tardé en descubrir que no les parecía suficiente. El recaudador me persiguió hasta que me hube comprometido a entregarle el salario de tres meses. Descubrí que otros profesores se habían comprometido a pagar lo mismo, pero los recaudadores no abandonaron ni por un instante la ficción de que nuestras contribuciones eran voluntarias[28].

Se urgía a los obreros a incrementar la producción y a trabajar horas extra sin compensación alguna. Pero el grueso de las suscripciones populares recayó sobre los hombros de los granjeros. También en este caso, eran los dirigentes quienes marcaban la pauta, porque competían entre sí en la recaudación de cantidades cada vez mayores con las que trataban de demostrar su celo. La China nororiental anunció con orgullo que su recaudación para octubre de 1951 ascendía a 9,3 millones de yuanes. Deng Xiaoping, responsable de todo el sudoeste, no quería irle a la zaga y anunció en noviembre de 1951 que la contribución monetaria a la guerra de Corea era una tarea revolucionaria de gran importancia ideológica en la que no se tolerarían «negligencias». La financiación de la artillería, los tanques y los aviones era esencial para la victoria y se esperaba que todos los hombres y las mujeres donaran el equivalente a entre 2,5 y 4 kilos de cereales[29]. Las presiones con las que se aspiraba a recaudar sumas astronómicas de dinero de personas que ya pagaban impuestos muy elevados eran difíciles de resistir. En varias zonas de Sichuan se obligó a algunos funcionarios a ofrecer un tercio de su salario mensual hasta que terminara la guerra. Parece ser que en otros lugares los tres meses de salario fueron la norma, si bien algunas personas se vieron privadas de la paga de todo un semestre. Pero la cosa no terminaba ahí. En muchos lugares se obligó a los niños en edad escolar a participar en la campaña y estos robaban a sus padres. Los había que vendían zapatos y ropa por una parte mínima de su valor, mientras que otros rebuscaban en sus hogares y hurtaban tijeras, cuchillos, potes y sartenes, que luego vendían a chatarreros[30]. Los que más sucumbían a las presiones eran los granjeros, sobre todo en las regiones donde se había llevado a cabo la reforma agraria y dependían íntegramente del Partido. Igual que los habitantes de las ciudades tenían que entregar un tercio de su paga, a veces se intimidaba a los granjeros para que renunciaran a un tercio de la cosecha. En un pueblo del distrito de Huarong, las autoridades requisaron un tercio del mijo después de las cosechas como contribución al esfuerzo de guerra, y otro tercio en calidad de impuestos. Sin embargo, muchas personas sin recursos no podían permitirse las donaciones. En un pueblo de Sichuan, docenas de granjeros se desnudaron en una reunión que se había convocado para conseguir el objetivo de donaciones marcado. Eran tan pobres que solo podían entregar la ropa que llevaban

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puesta. En otras partes de la provincia, las mujeres se vieron obligadas a cortarse los cabellos y ofrecerlos al Partido[31]. Algunas personas se vieron empujadas a la muerte. En Wangcheng (Hunan), un granjero pobre llamado Dai Fengji se vio obligado a entregar 14 kilos de mijo. «Soy el único que trabaja en mi familia y 8 personas dependen de mí. Mi esposa está enferma y necesita medicamentos. No hay nadie que pueda cuidar de mis hijos. ¿Cómo puedo donar tanto?», dijo. El jefe de la Asociación de Campesinos le dio una respuesta sencilla: «Donarás vivo o muerto». El granjero se arrojó a un estanque y se ahogó. Nadie sabe cuántas personas murieron como consecuencia de semejantes maltratos, pero en el distrito de Sui (Hubei) 5 personas se suicidaron, incapaces de soportar la presión[32]. A pesar de la histérica campaña, realizada en un tiempo de terror en el que una mera insinuación de desacuerdo podía conllevar que se catalogara a una persona como «contrarrevolucionaria» —lo que podía costarle la vida—, había quienes se negaban a pagar. Si persistían en su negativa después de recibir varias visitas de las autoridades, podía ocurrir que les multaran con una cantidad equivalente a la que les habían pedido. Pero también se dieron otras formas de presión no tan moderadas. En algunas partes de Xinjiang se obligaba a las víctimas a desnudarse y pasar varias horas bajo un sol abrasador. Los activistas iban por Nanjing y colgaban avisos en las puertas en los que se indicaban las cantidades que se esperaban de cada uno. A un hombre que no demostró el entusiasmo necesario lo arrastraron hasta una tarima y le propinaron una reprimenda que duró desde las ocho de la mañana hasta plena noche. Aunque se prestó a contribuir con 10 yuanes durante seis meses, al día siguiente volvió a sufrir malos tratos hasta que elevó la suma total a 300 yuanes[33]. Sin embargo, no se podía ganar una guerra tan solo con donaciones. El ejército necesitaba hombres. En cada una de las concentraciones, voluntarios entusiastas se alistaban en tropel. La mayoría de ellos eran estudiantes idealistas de las ciudades. Tan solo en Guangzhou, 13 000 personas, muchas de ellas todavía en secundaria, quisieron partir hacia el frente y luchar contra el enemigo. Algunas, como Robert Loh, desconfiaban de toda la propaganda, pero otras, como Li Zhisui, seguían de cerca la guerra. En aquella época Li trabajaba en una clínica para los dirigentes del país, y le entusiasmaba que China estuviera derrotando a Estados Unidos: «Aunque la guerra de Corea se alargara sin llegar a ningún resultado, me sentía orgulloso de ser chino». Al fin y al cabo, era «la primera vez en más de un siglo que China entraba en guerra con una potencia extranjera sin sufrir una humillación». Así lo expresaba el médico, y así lo creían muchos otros intelectuales sensibles a la propaganda patriótica. Li trató de unirse al ejército, pero sus superiores le ordenaron que se quedara[34]. La gente del campo no sentía el mismo entusiasmo, y todavía menos en regiones donde años de reclutamiento forzoso habían hecho que la población estuviera harta de la guerra. En Manchuria, junto a Corea, un número incontable de hombres jóvenes Página 132

trató de escapar del reclutamiento. Tan solo en el distrito de Dehui, varios miles se ocultaron en las ciudades e incluso se negaron a volver a sus hogares para ayudar a sus familias durante la cosecha, por miedo a que los capturasen y los enviaran al frente. Cuando la gente del distrito de Wendeng (Shandong) tuvo noticia del reclutamiento de soldados, su rostro «cambió de expresión como si les hubieran advertido contra un tigre». Los jóvenes escaparon a los montes y unos pocos llegaron a cortarse los dedos para evitar que los reclutasen. En el distrito Dai (Shanxi), los jóvenes de un tercio de los pueblos huyeron[35]. Pero los reclutadores del ejército, como todo el mundo, tenían cuotas que cumplir. En el distrito de Gaoping, también en Shanxi, convocaron falsas reuniones de vecinos en los pueblos para lograr que los hombres salieran de sus casas. Encerraron a los vecinos durante la noche, si bien más de un centenar logró huir. Al fin, los dirigentes del distrito decidieron quedarse únicamente con los voluntarios de verdad, y las 500 personas a las que habían retenido hasta entonces huyeron casi en su totalidad. Tan solo se quedó una docena. A veces los reclutadores tomaban como rehenes a familiares para obligar a los hombres a alistarse. En Yueyang (Hunan), ataron y suspendieron de una viga frente a la asamblea de aldeanos, a modo de advertencia, a una mujer que insistía en que el reclutamiento había de ser voluntario[36]. En una región que comprende territorios de Henan, Hebei y Shandong, diez distritos informaron de casos de jóvenes que se arrojaban a los pozos para escapar del reclutamiento. Hubo varios que se colgaron, y dos que se arrojaron a las vías del tren. Tales actos de desesperación pueden parecer extremos, pero hay que entenderlos en el contexto de la campaña de terror que se estaba desarrollando al mismo tiempo. Tal como decía Zhou Changwu, granjero de Hunan: «En tiempos de los nacionalistas, nos ocultábamos en las montañas durante el reclutamiento, pero si ahora subimos y nos escondemos, nos denunciarán como espías. No tenemos escapatoria[37]».

El coste económico de la guerra fue enorme. En 1951, los gastos militares consumieron hasta el 55 % del gasto gubernamental. Gracias a la guerra de Corea, el presupuesto anual de aquel año superó en un 75 % al de 1950[38]. El pilar que sostenía el presupuesto del régimen eran los cereales que los granjeros estaban obligados a entregar al Estado. Manchuria se había transformado en retaguardia y centro de operaciones de la guerra. Cientos de miles de soldados se desplazaban con el Ferrocarril del Sur de Manchuria y el Ferrocarril de China del Este bajo control soviético. Manchuria era el granero de China. Producía un superávit agrícola incluso en tiempos en los que el resto del país sufría hambre. Su área industrial era un triángulo de poca extensión que tenía como vértices Shenyang, Anshan y Fushun. Producía, aproximadamente, la mitad del carbón y la mayor parte del arrabio, productos de acero y energía eléctrica del país. Manchuria disponía de arsenales y almacenes de suministros para los soldados de Corea. Al cabo de poco Página 133

sirvió también como base para los cientos de aviones que envió Stalin, y que sobrevolaban los ejércitos en punto muerto al otro lado del río Yalu. Las autoridades presionaban sin piedad a los aldeanos de Manchuria para que contribuyesen con cereales, algodón y carne al esfuerzo de guerra. El Congreso del Pueblo observó que, a finales de 1950, las demandas insaciables del ejército habían tenido como consecuencia que en buena parte de la región se levantaran las restricciones que se habían impuesto a las requisas para proteger del hambre a la gente corriente. A finales de año, un tercio de la región se había hundido en la pobreza, porque los aldeanos carecían de ganado, alimentos, forraje y herramientas. Algunos de ellos ni siquiera disponían de suficientes semillas para la siembra del año siguiente[39]. La presión no se moderó durante los dos años siguientes, porque la coacción sobre el terreno se erigió en norma. Los cuadros no permitían que los aldeanos abandonaran las asambleas hasta que se prestaban a entregar más cereales. Sellaron los molinos y entraron en las casas, apartaron los muebles, examinaron los armarios y levantaron el entarimado en busca de cereales ocultos. La milicia bloqueó pueblos enteros y no permitió que entrara ni saliera comida hasta que se hubo satisfecho la cuota. Uno de cada tres aldeanos padecía hambre. La gente del distrito de Huaide comía hierbas del campo, así como la pasta de soja que se solía utilizar en la alimentación de las aves y el ganado. Los caballos se morían de hambre y entonces se convertían en comida. Esto último se consideraba un signo de privación extrema, que no se había visto desde la guerra civil. Los aldeanos que vivían cerca de Changchun malvendieron todas sus posesiones, ropa incluida, para poder pagar los impuestos. Había familias que vendían a sus niños. El comité central del Partido de Jilin llegó a la conclusión de que el hambre que se padecía en toda la provincia no tenía nada que ver con desastres naturales. Era resultado directo de la coacción asociada a las órdenes de suministrar un mayor volumen de cereales[40]. Sichuan, que se hallaba más al sur, era conocida como el cesto de arroz del país. Al mismo tiempo que Deng Xiaoping proclamaba con orgullo su determinación de que todos los hombres y mujeres entregaran 4 kilos de cereales por cabeza a modo de donaciones de guerra, decenas de miles de personas, tan solo en el distrito de Ya’an, tuvieron que ponerse a desenterrar raíces para poder comer algo. En Yunnan, también bajo la responsabilidad de Deng, más de 1 millón de personas pasaba hambre y muchas de las víctimas arrancaban la corteza de los árboles, o comían barro, que llenaba el estómago pero a menudo provocaba una muerte horriblemente dolorosa cuando la tierra se secaba dentro del colon. Pero la presión no disminuyó. En noviembre de 1951, y a pesar de las implacables requisas, Deng Xiaoping anunció que se pediría a los granjeros del sudoeste de China que contribuyeran con 400 000 toneladas extra de cereales, aparte de las requisas habituales. Seis meses más tarde, 2 millones de personas pasaban hambre en la región y las noticias sobre la práctica de canibalismo llegaron a la cúpula dirigente[41]. Página 134

La guerra tampoco favoreció en nada a la economía urbana. En el capítulo 3 hemos visto que la recesión de primavera de 1950 arruinó centros comerciales e industriales otrora florecientes como Shanghai, Wuhan y Guangzhou. Tianjin, el centro comercial del norte, lograba mantenerse a flote. Como los nacionalistas bloqueaban Shanghai, buena parte de las exportaciones pasaba por Tianjin, que se hallaba fuera del alcance de Taiwán. Pero la guerra de Corea comportó que Estados Unidos impusiera restricciones comerciales sobre más de 1100 mercancías, lo que supuso un golpe muy duro para los importadores y exportadores privados. En octubre de 1950 empezó un embargo total que condujo a un descenso del 30 % en el comercio con el extranjero durante el primer semestre de 1951. El puerto de la ciudad se benefició de contratos gubernamentales para la adquisición de material bélico, y algunas de las nuevas firmas comerciales del Estado prosperaron gracias al conflicto, pero el sector privado no tardó en entrar en un declive terminal[42].

Beijing declaró la alerta roja en todo el país en abril de 1952 y acusó a los estadounidenses de haber iniciado en secreto una ofensiva biológica desde finales de enero. Según las autoridades, el enemigo había soltado moscas, mosquitos, arañas, hormigas, chinches, piojos, moscas, libélulas y ciempiés infectados en algunas partes de Corea del Norte y Manchuria, y estos habían difundido todo tipo de enfermedades contagiosas. Asimismo, afirmaban que los estadounidenses habían introducido ratas, ranas, zorros muertos, carne de cerdo y peces contaminados. Beijing advertía de que incluso el algodón podía transmitir la peste y el cólera. Decía que los aviones enemigos habían introducido tales armas biológicas a lo largo de unas mil incursiones, la mayoría de ellas sobre Manchuria, pero unas pocas habían llegado a un objetivo tan meridional como Qingdao, el puerto de la provincia de Shandong[43]. En febrero de 1952, Beijing afirmó por primera vez que Estados Unidos había emprendido una guerra biológica. Sus acusaciones no tardaron en aparecer en los titulares de todo el mundo. Las denuncias ganaron en credibilidad después de que varios pilotos estadounidenses presos confesaran que habían arrojado insectos portadores de enfermedades sobre Corea y China. Todavía causó más daño una comisión internacional presidida por Joseph Needham, un bioquímico de la Universidad de Cambridge que publicó un largo informe en el que corroboraba las acusaciones después de visitar Manchuria, ¡y hallar un ratón campestre infectado[44]! La maquinaria propagandística del régimen funcionaba a todo tren y dio nuevo ímpetu a la campaña de odio contra Estados Unidos. En los periódicos aparecían inacabables artículos sobre pollos infectados con ántrax y bombas con tarántulas, y fotografías con montones de moscas muertas, primeros planos de insectos enfermos, imágenes microscópicas de bacterias y borrones que se hacían pasar por gérmenes. En Beijing se informaba sobre asados de carne de cerdo infectados con gérmenes, así

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como de pescado (se habían hallado cuarenta y siete piezas sobre una colina), tallos de maíz, productos médicos y golosinas[45]. Una repulsiva exposición itinerante visitó todas las ciudades principales. En Beijing llenó tres grandes salas. Se mostraron cilindros con paracaídas que, según se contaba, estaban repletos de insectos infectados con gérmenes, y mapas que indicaban los setenta puntos donde los estadounidenses habían arrojado armas biológicas un total de 804 veces. En una esquina de una de las salas había un altavoz por el que se oían en bucle las confesiones grabadas de dos pilotos enemigos capturados. Sus declaraciones por escrito se mostraban en una vitrina de cristal. Una serie de microscopios permitían observar cultivos de bacterias que, según se contaba, se habían desarrollado a partir de insectos infectados. Una fotografía mostraba a tres víctimas de una plaga que se habían infectado con moscas arrojadas por los aviones enemigos[46]. La campaña tuvo un fuerte impacto en China, donde los japoneses habían llevado a cabo experimentos de guerra biológica durante la Segunda Guerra Mundial. Como en aquellos momentos Japón era aliado de Estados Unidos, no resultaba difícil imaginar que las mismas pruebas se estuvieran realizando en el marco de la guerra de Corea. Beijing ponía de relieve que los científicos del tristemente célebre Escuadrón 731 habían conseguido la inmunidad después de la Segunda Guerra Mundial a cambio de trabajar con Estados Unidos, si bien estos últimos lo negaban, y esperarían décadas antes de revelar hasta qué punto había llegado la colaboración con los científicos japoneses. El general MacArthur había especulado públicamente con la posibilidad de usar la bomba atómica y la amenaza de destrucción masiva resultaba muy plausible, con lo que se daba credibilidad a la idea de que los estadounidenses usaran armas biológicas secretas. Frank Moraes, jefe de redacción de The Times of India, observó que la opinión pública de toda Asia era susceptible a la idea de que los estadounidenses pudieran emplear a asiáticos como cobayas para una nueva arma de destrucción masiva. Li Zhisui, el médico que trabajaba para los dirigentes del Partido, era tan solo uno entre los muchos intelectuales horrorizados por la noticia de que Estados Unidos usaba armas bacteriológicas en Corea[47]. Sin embargo, otros observadores no acababan de convencerse. El 6 de abril, The New York Times publicó un artículo en el que demostraba que las fotografías que el Renmin Ribao había presentado como pruebas eran fraudulentas. Un científico que había estudiado las presuntas pruebas señaló que los piojos y las pulgas infectados no habrían podido sobrevivir en las gélidas temperaturas del invierno norcoreano. Unas semanas antes, los habitantes de Tianjin habían expresado dudas similares. Una persona se preguntaba: «El clima de Corea es muy frío, ¿cómo es posible que las moscas no se hielen?». Otros manifestaban su escepticismo ante los peligros de los presuntos gérmenes y ponían en duda su autenticidad. Li Shantang, identificado por el régimen como «contrarrevolucionario» que había trabajado para los nacionalistas, se atrevió a afirmar: «¡Todo esto es propaganda comunista para hacer que el mundo Página 136

odie a Estados Unidos, no escuchéis esas idioteces!». En Manchuria los granjeros se encogían de hombros y señalaban que siempre aparecían insectos al finalizar el invierno[48]. Otros se dejaron llevar por el pánico. El estallido de la guerra de Corea despertó temores de que empezase una Tercera Guerra Mundial. Dos años más tarde, algunas personas vivían aterrorizadas por un enemigo invisible que parecía acechar en casi cualquier tipo de materia orgánica. En Shenyang se dieron varios casos de personas que sufrieron la picadura de un insecto y corrieron al hospital a solicitar tratamiento. Las instalaciones ya estaban abarrotadas con personas que sufrían ataques, dolores o parálisis parciales inducidas por la mera visión de un insecto. Unos pocos hacían acopio de alimentos por si llegaba el apocalipsis. Otros, convencidos de que se acercaba el final, dilapidaron los ahorros que aún conservaban en vino y carne para celebrar un último festín. En lugares tan remotos como Chongqing se encerraba a los niños en sus casas por miedo a la contaminación. Pueblos enteros de Henan se aislaron del exterior, porque corrían rumores de que agentes secretos envenenaban los pozos. Todavía más preocupante para el régimen era la tradición popular de interpretar las catástrofes naturales como presagios de un cambio de dinastía. La gente cuchicheaba que el régimen estaba a punto de derrumbarse y que los nacionalistas regresarían. «¡Cielos, el antiguo régimen vuelve!», proclamaba alguien en Dalian. En Linying (Henan), los granjeros profanaron imágenes de Mao, les quemaban los ojos, arrancaban los carteles e incluso destrozaban sus efigies con cuchillas de carnicero[49]. Parecía que los granjeros pobres de todo el país buscasen curas milagrosas. Bebían agua sagrada a la que se atribuían poderes mágicos. En Xuchang, en medio de las plantaciones de tabaco de las llanuras septentrionales de Henan, miles de granjeros se presentaron en varios lugares sagrados para beber dicha agua, que supuestamente protegía contra la guerra biológica. En un pueblo de Dehui, una región de Manchuria donde las brutales levas habían provocado una hambruna, podían llegar a congregarse todos los días hasta 1000 creyentes en torno a un antiguo pozo. Algunos de ellos eran soldados de la guerra de Corea desmovilizados que acudían en autobús desde las provincias adyacentes. Las autoridades condenaban tales prácticas como mera superstición, pero los cuadros locales eran tan asustadizos como los campesinos. En el distrito de Wuyang, todos los dirigentes se encerraban en el Departamento de Sanidad del gobierno para beber rejalgar, un mineral que se había empleado tradicionalmente en alquimia para prevenir las enfermedades. También se untaban con un bálsamo milagroso[50]. En todo el país se movilizaba a la población para que detectase los ataques biológicos, con independencia del crédito que cada uno prestara a las acusaciones. En Manchuria se empapaba a las presuntas víctimas con una solución líquida de DDT. En Andong, cerca de la frontera, un equipo de 5000 personas con mascarillas de gasa, sacos de algodón y guantes exploraban las montañas circundantes durante las Página 137

veinticuatro horas del día en busca de insectos sospechosos. En Shenyang se envió a 20 000 personas a fregar los suelos, barrer las calles, retirar las basuras y desinfectar la ciudad hasta la última losa. Así es como Tianjin luchó contra la infección biológica: CASO N.o 4: 9 de junio de 1952. Los insectos se encontraron a las 12 del mediodía cerca del embarcadero en la sede del Sindicato de Trabajadores de Tanggu. A las 12.40 h. se hallaron también en el Departamento de Obras en el Nuevo Puerto y a las 13.30 h. en la localidad de Beitang. Los insectos estaban distribuidos en un área de 2 002 400 metros cuadrados en el Nuevo Puerto y a lo largo de veinte millas chinas [aproximadamente 10 kilómetros] por toda la costa de Beitang. La erradicación de insectos se ha llevado a cabo bajo la dirección del Equipo Municipal de Desinfección de Tianjin. Los grupos organizados para colaborar en la captura de insectos constaban de 1586 vecinos de la ciudad, 300 soldados y 3150 obreros. Han capturado y luego quemado, hervido o enterrado a los insectos. Entre las especies de insectos había gusanos medidores, polillas de la familia de los pirálidos, avispas, pulgones, mariposas […] mosquitos gigantes, etcétera. Se han enviado muestras de los insectos al Laboratorio Central de Beijing, donde se han encontrado bacilos tifoideos, de la disentería y paratifoideos[51].

Las operaciones para limpiar el país se llevaron a cabo cual campaña militar y no tardaron en ganarse la hostilidad de amplios sectores de la población. En Beijing se vacunó a todo el mundo contra la peste, el tifus, la fiebre tifoidea y prácticamente todas las demás enfermedades contra las que había vacuna, sin reparar en si los interesados querían o no. En el campo, la imposición adquirió una dimensión totalmente distinta. En algunas partes de Shandong, la milicia se presentaba y cerraba las dos salidas del mercado, e impedía que los aldeanos se fueran hasta que los habían vacunado a todos. En un pueblo de Qihe, el ejército cerró todas las casas y vacunó a los aldeanos previamente concentrados en un lugar. Algunos jóvenes, que ya estaban asustados por el reclutamiento forzoso, treparon por las paredes para escapar. Varias mujeres se ocultaron en una zanja con sus hijos pequeños y el miedo les impidió volver a casa. Las amenazas eran habituales en todas partes, y a veces se denunciaba como espías al servicio de los imperialistas a los que no querían vacunarse. También en Shaanxi la campaña trataba a los aldeanos corrientes como a enemigos en potencia a los que había que doblegar. En algunos sitios, los cuadros locales dictaban: «Todo el que no mate moscas es culpable de la guerra biológica». Fijaban banderas negras en las puertas de entrada de las casas donde no se seguían las instrucciones. Con el pretexto de combatir la guerra biológica, algunas mujeres tenían que pasar revisiones médicas degradantes para obtener la licencia matrimonial[52]. Uno de los resultados positivos de esta fobia fue la limpieza de algunas de las ciudades más importantes. Así, en Beijing se fregaron las aceras, se taparon los baches de las calles y se ordenó a las familias que pintaran las paredes de sus casas hasta un metro de altura con desinfectante blanco. También se aplicó desinfectante en torno a los árboles para protegerlos de los insectos reptantes. Tianjin era una ciudad pantanosa donde los mosquitos criaban con facilidad, y por ello se organizó a lugareños en brigadas y se les proveyó de picos, palas y perchas para que transportaran tierra con que cegar los cientos de pozos negros que había[53].

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Pero el esfuerzo por limpiar las ciudades también tuvo efectos negativos sobre el entorno natural. Se arrancaron arbustos, matorrales y plantas para que las plagas no tuvieran dónde esconderse. Se quemaron grandes extensiones de bosque para acabar con moscas y mosquitos. Se encalaba todo: edificios, árboles, arbustos e incluso la hierba. La vegetación moría y los pueblos y las ciudades se transformaban en una masa grisácea veteada de blanco con ocasionales manchas rojas. El DDT y otros pesticidas dañinos se convirtieron en un instrumento habitual en el ataque contra la naturaleza y contribuyeron a transformar las ciudades en desnudos paisajes de hormigón sin un toque de verdor[54]. La campaña también tuvo otro efecto visible. Muchos de los habitantes de China, desde agentes de tráfico y manipuladores de alimentos hasta barrenderos, empezaron a cubrirse el rostro con unas máscaras de algodón que siempre sorprendían a los visitantes foráneos. La costumbre iba a durar décadas. En palabras de William Kimmond: «Incluso las muchachas y los muchachos tenían pinta de haber escapado de un quirófano[55]». De norte a sur, se exigía a las personas que mataran a las «cinco plagas», a saber: moscas, mosquitos, pulgas, chinches y ratas. Todos y cada uno de los habitantes de Beijing estaban obligados a presentar una cola de rata cada semana. Los que superaban por mucho la cuota estaban autorizados a hacer ondear una bandera roja sobre la puerta de sus hogares, y los que no conseguían satisfacerla se veían obligados a izar una bandera negra. No tardó en aparecer un mercado negro en el que se vendían colas de rata. En Guangdong, la campaña contra los roedores también impuso cuotas estrictas. En julio de 1952 se ordenó que todos los distritos mataran por lo menos 50 000 ratas. Había que cortarles la cola y entregarla a las autoridades preservada en etanol. Igual que había sucedido en Beijing, la presión era tan fuerte que muchas personas recurrieron al floreciente mercado negro para satisfacer su cuota. En algunas ciudades, el precio por cola podía superar los 0,20 yuanes. En Shanghai no se daba tanta importancia a las colas de rata como a las larvas de insecto, que había que conseguir a toneladas. El castigo por no entregar suficientes cubos consistía en la privación de todos los beneficios materiales. Como resultado, había incluso quien se desplazaba en tren hasta el campo para conseguirlas, o si no trataban de salvarse a fuerza de sobornos a lo largo de todo el proceso[56]. Si bien la campaña contribuyó en gran medida a concienciar a la población sobre las causas de ciertas enfermedades, apenas sirvió para mejorar la atención sanitaria básica. En enero de 1953, un informe presentado en un congreso nacional sobre higiene reveló que la incidencia de enfermedades gastrointestinales se había incrementado durante el año anterior. Centenares de toneladas de productos derivados del azúcar presentes en Shanxi contenían moscas y abejas. En Shanghai se habían encontrado ratas muertas dentro de pasteles de luna, mientras que en Jinan los pasteles de pasta de judía se llenaban de gusanos. Sectores enteros de la población sufrían índices de morbilidad sobrecogedores, con enfermedades que iban desde la Página 139

tuberculosis hasta la hepatitis. En algunas zonas del país, la mitad de los mineros estaban enfermos, porque la implacable exigencia de incrementar la producción había conducido a que se descuidara incluso el equipo más básico. Nueve meses más tarde, el Ministerio de Sanidad, en una autocrítica dirigida a Mao Zedong, reconoció que buena parte de la campaña de 1952 se había basado en la coacción y había sido fútil «hasta el punto de impedir que las masas se entregaran a la producción y provocar su descontento». Investigaciones más detalladas mostraron hasta qué punto la campaña había sido contraproducente. Así, por ejemplo, las medicinas para todo un año se habían dilapidado en tan solo seis meses en Shaanxi, porque los funcionarios locales habían puesto en marcha proyectos vistosos e inútiles como parte de la campaña, en vez de emplear sus escasos recursos para mejorar la salud de las personas a las que representaban[57].

Los perros no figuraron nunca en la lista de las «cinco plagas», pero también se buscó su eliminación. Los había por toda China, muchos de ellos tullidos y sarnosos. Merodeaban por las calles y los vertederos de basura en jaurías y peleaban entre sí por los restos de comida. En las ciudades, algunas familias los criaban como mascotas, mientras que en el campo era habitual que se utilizasen en labores de vigilancia y pastoreo, y que sirvieran también como alimento. Durante la guerra civil se criticaba rutinariamente su presencia en las áreas controladas por los comunistas. Como en todo, su eliminación se produjo por etapas después de la liberación. En Beijing se realizó una única redada que acabó con miles de perros callejeros, a menudo con el apoyo de los vecinos. Los policías los acorralaban con lazos de alambre y palos de bambú. Entonces, en septiembre de 1949, se exigió a los dueños de perros que registraran a sus animales y no les permitieran salir de sus casas. Un año más tarde empezó el sacrificio de los perros registrados. Algunos de los propietarios se avinieron a entregar a los animales, pero unos pocos se negaron. En ciertos casos, la policía se enfrentó a propietarios airados, que a veces contaban con el apoyo de la multitud. Entonces la policía empezó a irrumpir en las casas. Los propietarios regresaban a su hogar y se encontraban con que las puertas estaban forzadas y las mascotas habían desaparecido[58]. Pero la campaña se volvió virulenta de verdad durante la lucha contra la guerra biológica. Equipos de cazadores de perros aparecieron en las calles y registraron las casas una a una. Se llevaron a la gran mayoría dedos animales a un enorme recinto que se encontraba fuera de las murallas de la ciudad. Un vecino de Beijing explicaba: «Se los llevaron en unos carros pequeños que se parecían a los de la basura, encerrados y apretujados, y si pasábamos cerca los oíamos revolverse en el interior y veíamos sangre rezumando por los laterales». Dentro del recinto había centenares de perros encerrados en jaulas. Como no les daban de comer, se atacaban entre sí y los más fuertes devoraban a los más débiles. De vez en cuando, un policía sujetaba por el Página 140

cuello a uno de los especímenes más sanos con un lazo de alambre y le hacía dar vueltas en el aire hasta que moría por estrangulamiento. Entonces arrojaba el animal al suelo y lo desollaba. Mientras el pellejo todavía soltaba vaho por el calor corporal, lo colocaba sobre una de las jaulas para que se secara. Los perros que aún estaban dentro se encogían debajo[59]. Esther Cheo tenía una perra en el dormitorio colectivo, aunque sus compañeras de habitación estuvieran descontentas con la presencia del animal. La había cuidado desde que era una cachorrilla. Compartía con ella toda su comida, y la llamaba Hsiao Mee, con la misma palabra que designaba el mijo que comían. Durante la campaña, una de sus colegas, que detestaba a los perros, abrió la puerta y la dejó salir. Al cabo de poco, la perra fue capturada, pero Esther, con la ayuda de un cuadro de alto rango del Partido, consiguió localizar el recinto donde encerraban a los animales: Fui de un lado para otro tropezando con perros muertos y moribundos, gritando el nombre de Hsiao Mee, esforzándome por no oír los ladridos y gimoteos de los centenares de perros. Por fin, la encontré. Estaba dentro de una jaula junto con varios otros. Pegó un salto y trató de lamerme en la cara. Temblaba de miedo, y quizá también de alegría, porque tenía la esperanza de que me la llevara a casa. Lo único que pude hacer fue sentarme allí y acariciarla.

Esther volvió regularmente al recinto e incluso le cortó el pelo con unas tijeras a la perra, con la esperanza de que no la mataran para quedarse con su piel. Pero, en definitiva, lo único que se le permitió fue darle a su mascota unos trozos de carne de cerdo que había comprado en la cantina y contemplar mientras el animal, con el pelaje cortado de cualquier manera, comía del cuenco. Al fin, con la ayuda de un cuadro compasivo del Partido, Esther consiguió una pistola. Quitó el seguro, apoyó el cañón contra la oreja de la perra y le reventó la cabeza[60]. Se denunciaba a los perros como peligro para la higiene pública y símbolo de decadencia burguesa en tiempos de escasez alimentaria. Salvo los que eran propiedad de unos pocos diplomáticos y altos cargos privilegiados, no tardaron en desaparecer de las ciudades. Pero lograron aguantar algunos años en parte de las zonas rurales. En 1952, un intento de llevar a cabo una matanza de perros en Guangdong se volvió contra sus propios autores, porque los enfurecidos aldeanos desafiaron abiertamente a las autoridades. Podía aceptarse que mataran a los terratenientes, pero no que se llevaran a los perros, porque protegían las granjas, los cultivos y el ganado. En Shandong casi todas las familias tenían perro y los repetidos intentos de exterminarlos también fracasaron. Pero, al final, incluso el campo terminó por someterse[61].

Stalin murió en marzo de 1953. En unos pocos meses, los nuevos gobernantes de Moscú actuaron con rapidez para lograr un acuerdo con los estadounidenses sobre Corea y el 27 de julio de 1953 firmaron un armisticio. Las acusaciones de haber practicado la guerra biológica cesaron de pronto, porque la magnitud del engaño se Página 141

hizo patente en Moscú. Al parecer, las primeras denuncias habían tenido su origen en los oficiales militares que actuaban en el campo de batalla. Mao Zedong y Zhou Enlai habían ordenado que las pruebas se investigaran en el laboratorio y habían enviado equipos para la prevención de epidemias a Corea, pero antes de que la investigación terminara habían empezado a condenar a Estados Unidos por el recurso a la guerra biológica. Una vez que se supo que los informes no se correspondían con la realidad, Mao no quiso renunciar a los beneficios que aquella herramienta de propaganda podía reportarle en su cruzada contra Estados Unidos. Un informe dirigido a Lavrenti Beria, máximo responsable de los servicios de inteligencia soviéticos, resumía lo ocurrido: «Delimitaron regiones afectadas por plagas imaginarias, se organizó el entierro de cadáveres y su posterior descubrimiento, se adoptaron medidas para recibir [sic] el bacilo de la peste y el cólera». El 2 de mayo de 1953, una resolución secreta del Presidium del Consejo de Ministros de la URSS descartó todas las acusaciones: El gobierno soviético y el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética han sido engañados. La difusión en la prensa de información sobre el uso de armas bacteriológicas por parte de Estados Unidos en la guerra de Corea se basaba en informaciones falsas. Las acusaciones contra los estadounidenses eran ficticias.

Un emisario de alto rango partió hacia Beijing para comunicar un severo mensaje: que todas las acusaciones cesen de inmediato. Terminaron tan repentinamente como habían empezado[62].

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TERCERA PARTE

LA REGIMENTACIÓN (1952-1956),

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8

LA PURGA

Un día gélido de febrero de 1952, 21 000 personas llenaron el estadio de Baoding, capital provincial de Hebei. Varios jueces habían tomado asiento en el estrado. Había dos víctimas de cara al público, con las manos atadas a la espalda, los ojos vueltos hacia el suelo, y dos guardias armados, con gruesas chaquetas acolchadas, a sus espaldas. Unos carteles largos que iban de los hombros a la cintura los denunciaban como delincuentes y traidores. Zhang Qingchun, director del Comité de Inspección de Austeridad de Hebei, detalló los horrendos crímenes que ambos habían cometido. En cuanto hubo terminado su largo discurso, se hizo un silencio pétreo, y el juez, por fin, se puso en pie para dictar sentencia de muerte. Los acusados se quedaron con la cabeza gacha en gesto de sumisión. No levantaron el rostro para contemplar a la multitud ni a sus acusadores. Los llevaron de inmediato al lugar de ejecución de Baoding. Como acto de compasión, les dispararon en el corazón, y no en la cabeza[1]. De no ser por la identidad de las víctimas, el juicio no habría sido muy distinto de tantas otras ejecuciones públicas que se llevaban a cabo en nombre del pueblo. Pero aquella fue distinta. Liu Qingshan y Zhang Zishan eran figuras clave en la jerarquía local del Partido. El primero había sido secretario del Comité de la Prefectura de Tianjin, y el otro, director de la Oficina del Comisionado de Tianjin. Se les arrestó en noviembre de 1951 y se les acusó de abuso de poder, malversación de fondos y realización de actividades económicas ilegales. Tanto el uno como el otro se habían aprovechado de su posición para construir un pequeño imperio. Habían amasado exorbitantes beneficios y malversado grandes sumas de dinero, y luego lo habían derrochado casi todo. El juicio provocó agitación en las filas del Partido. El propio Mao había aprobado las ejecuciones, a pesar de que Huang Jing, máximo dirigente de Tianjin, rogó clemencia. «Tan solo si los ejecutamos a los dos podremos impedir que veinte, doscientos, dos mil, doscientos mil mandatarios corruptos se pongan a delinquir», opinaba el Presidente. Ni siquiera los servicios que ambos habían prestado a la causa los salvaron del pelotón de ejecución. Su muerte había de servir como advertencia a otros miembros del Partido[2]. Tres años antes, un Mao nervioso había entrado en Beijing. Bromeaba con que estaba a punto de presentarse al examen imperial. «Lo superaremos», le decía Zhou Enlai para transmitirle aliento. «Ya no habrá marcha atrás —le respondió Mao—. Si retrocedemos, será un fracaso. No podemos permitirnos, bajo ninguna circunstancia, actuar como lo hizo Li Zicheng. Todos nosotros tenemos que pasar el examen[3]». Li Zicheng era un héroe popular que en el siglo XVII formó un ejército rebelde para luchar contra la dinastía Ming. Logró el apoyo de la gente al prometer una nueva era de paz y prosperidad. Cientos de miles de aldeanos respondieron a su llamada a Página 144

repartir las tierras y abolir los exorbitantes impuestos sobre los cereales. En 1644, sus rebeldes victoriosos saquearon la capital, Beijing. El emperador Chongzhen, desesperado y borracho, quiso matar a sus hijas y concubinas, para que no cayesen en manos de los rebeldes. Luego salió tambaleante a los jardines imperiales, en una colina que se hallaba detrás de la Ciudad Prohibida. Se soltó sus largos cabellos para cubrirse el rostro y se ahorcó en el alero de un pabellón. Li Zicheng se proclamó emperador de la nueva dinastía Shun, pero no duró. Al cabo de pocos meses, los manchúes aplastaron a su ejército en Shanhaiguan y fundaron la dinastía Qing. En 1944, un largo texto del poeta Guo Moruo que conmemoraba el tercer centenario de la caída de los Ming advirtió que Li Zicheng había logrado conservar la capital tan solo unas semanas porque sus rapaces soldados se habían dedicado a aterrorizar a la población y habían caído en la corrupción generalizada. El ensayo de Guo pormenorizaba las analogías entre los bandidos Ming y los rebeldes comunistas, y advertía de que sería necesaria una estricta disciplina ideológica durante la guerra civil para controlar China. Mao vio con buenos ojos el ensayo y escribió a Guo: «Las pequeñas victorias conducen a la arrogancia, y las grandes todavía más. Desembocan en fracasos repetidos. Debemos andarnos con cuidado para no cometer el mismo error». El ensayo se publicó en Yan’an, la zona montañosa remota y aislada de Shaanxi donde el Partido Comunista había establecido su cuartel general durante la Segunda Guerra Mundial[4]. Mao había empleado sus habilidades políticas en Yan’an, muy por detrás de las líneas enemigas, para consolidar su propio papel dentro del Partido y garantizar que la Constitución sostuviera el marxismo-leninismo y el Pensamiento Mao Zedong, las teorías políticas que él mismo desarrollaba en sus publicaciones oficiales. En 1942 había emprendido una gran purga contra sus enemigos y había eliminado uno tras otro a sus rivales. El propio Mao la llamó «Campaña de Rectificación». Gao Hua, importante historiador de dicha purga, ha observado que su objetivo era «intimidar al Partido entero por medio de la violencia y el terror, erradicar todo pensamiento individual independiente, conseguir que el Partido entero estuviera sujeto a la autoridad suprema de Mao». Este orquestó la campaña entera y lo supervisó todo hasta el último detalle, pero permitió que su esbirro Kang Sheng asumiera el papel principal. Otros estrechos aliados del Comité Central de Estudio General, a los que se asignó la tarea de investigar el expediente de todos los miembros del Partido, fueron Peng Zhen, Li Fuchun, Gao Gang y, algo más tarde, Liu Shaoqi. El Comité de Estudio se encargaba de todo, sin restricciones constitucionales, y llevó a término de manera efectiva la transformación del Partido en dictadura personal de Mao. Figuras importantes como Zhou Enlai, Peng Dehuai, Chen Yi y Liu Bocheng se vieron obligadas a presentar autocríticas, escribir confesiones y disculparse por errores del pasado. Todo el mundo lo sufrió en sus carnes, porque las acusaciones de espionaje se multiplicaron sin control alguno. Los miembros del Partido de todos los niveles se veían obligados a denunciar a otros para salvarse de falsas acusaciones. Tuvieron Página 145

lugar interminables cazas de brujas en las que se aprisionó, investigó, torturó, purgó y a veces ejecutó a miles de sospechosos. Por la noche se oían los fantasmales aullidos de los seres humanos encerrados en cuevas. Eran los que habían enloquecido durante el interrogatorio. En 1944 ya se había desenmascarado a más de 15 000 presuntos agentes y espías. Mao permitió que el terror se desbocara y adoptó el papel de líder humilde y lejano, pero bondadoso. A continuación intervino para frenar la violencia y dejó que fuese Kang quien asumiera las responsabilidades. Los que habían logrado sobrevivir al horror se encomendaron a él, como si el propio Mao los hubiera salvado. La Campaña de Rectificación sirvió como modelo para muchos movimientos posteriores[5]. El ensayo de Guo Moruo sobre la caída de los Ming había aparecido en el momento culminante del terror en Yan’an. Mao ordenó que se reimprimiese y fuera objeto de una amplia difusión. Advirtió de que cuadros del Partido veleidosos, que habían sobrevivido al fuego enemigo, caerían ante las «balas bañadas en azúcar» de la burguesía. Se trataba de una metáfora para referirse a la corrupción. Y en efecto, a finales de 1951, casi tres años después de la conquista del país, parecía que la presencia solapada de las costumbres propias del capitalismo estuviera derrotando al Partido. La súbita expansión de su poder y el ingreso de nuevos miembros habían debilitado la pureza ideológica y habían fomentado la complacencia. El gusto por la buena vida se extendía desde los máximos dirigentes hasta los cuadros locales del Partido. Estos últimos pensaban que, después de haber peleado con dureza por la revolución, tenían derecho a relajarse y disfrutar de los lujos materiales que se habían ganado durante la pugna. «La extravagancia, el derroche y los banquetes frecuentes» eran habituales entre los cuadros más bajos y manchaban la imagen del Partido. La burocracia paralizaba la economía y ponía en peligro la capacidad de China para guerrear en Corea. El presupuesto se hinchó más allá de toda proporción. Aún peor: muchos de los cuadros del Partido eran corruptos y se apropiaban de grandes sumas de dinero que deberían haber contribuido al esfuerzo de guerra. Entonces tuvo lugar el arresto de Zhang Zishan y Liu Qingshan. El Presidente se imaginó que su caso no debía de ser más que la punta del iceberg, porque un gran número de manos codiciosas se hundían en las arcas del Estado. Mao advirtió a sus colegas: Debemos prestar mucha atención al hecho de que la burguesía ha corrompido a nuestros cuadros y estos son culpables de graves malversaciones. […] Debemos prestar atención y detectarlos, descubrirlos y castigarlos. Tendremos que volver a luchar para ponerles coto[6].

Había llegado el momento de limpiar el Partido. La dirección de la campaña recayó en Bo Yibo, ministro de Finanzas, pero Mao presidió toda la operación y remitió docenas de directrices a altos cargos. El Presidente apenas consultaba a los colegas de rango más elevado. Todos respondían directamente ante él. Mao trataba a Zhou Enlai como a un mero secretario, a plena disposición de su señor. A finales de diciembre, el Presidente ordenó que se redactaran informes mensuales en todas las Página 146

unidades administrativas iguales o superiores al distrito y que se enviaran a Beijing, con el objeto de efectuar un seguimiento de la actuación de los cargos directivos[7]. Mao se valía de su control del aparato central para marcar el tono e incrementar la presión. Como de costumbre, sus instrucciones eran vagas, y dejaba en manos de sus subordinados la tarea de interpretar cuáles eran sus verdaderas intenciones. Parecía que todo el mundo estuviese en el punto de mira, desde los ministros más poderosos hasta los funcionarios locales. No existía una definición legal sobre el significado preciso de «corrupción», por no hablar de «derroche», una categoría tan amplia que lo abarcaba prácticamente todo, desde el saqueo de bienes del Estado hasta actos menores de negligencia. Mao se mantenía inflexible: Aunque el derroche y la corrupción sean de naturaleza distinta, las pérdidas provocadas por el derroche son mayores que las causadas por la corrupción, y se asemejan a la malversación, al robo, al fraude y al soborno. Por ello, debemos castigar con severidad el derroche, igual que lo hacemos con la corrupción.

La única pauta que se seguía era la distinción entre sospechosos triviales, a los que se denominaba «moscas», y casos más graves, a los que se llamaba «tigres». Los tigres grandes eran los que habían malversado más de 10 000 yuanes, y los tigres pequeños eran culpables de fraudes que sobrepasaran los 1000 yuanes[8]. Los «equipos de cazadores de tigres» competían en la búsqueda de víctimas. Mao los azuzaba desde arriba. Las unidades se enfrentaban, los distritos rivalizaban, las provincias competían. El 9 de enero de 1952, el Presidente elogió a Gansu por la firmeza con que había luchado contra los tigres. Le preocupaba que otras provincias donde la corrupción era aún peor se hubieran fijado objetivos mucho más modestos. Afirmó: «Esto no es realista». El 2 de febrero de 1952, Zhejiang informó de que podía haber un millar de tigres dentro de sus fronteras. Mao se burló de ellos y señaló que en una provincia de tal extensión debía de haber como mínimo 3000 casos. Cinco días más tarde se anunció que en Zhejiang había 3700 tigres. Mao difundió el informe y urgió a las demás provincias a elevar sus objetivos. Al cabo de poco, Bo Yibo anunció con entusiasmo un nuevo récord de 100 000 tigres para toda la China oriental[9]. Los que trabajaban sobre el terreno pugnaban por satisfacer las cuotas. Los había que aprovechaban las vacaciones de invierno y alistaban a los estudiantes en los «equipos de cazadores de tigres». Tommy Wu, estudiante de veinticuatro años de edad, tuvo que ir con seis de sus compañeros al Servicio de Provisión Artística, dependiente del Instituto de Bellas Artes de Zhejiang, situado en la orilla del lago del Oeste de Hangzhou. Trabajé allí a las órdenes de la dirección de la Campaña contra los Tres Males. Se había organizado a todo el personal y a los trabajadores para que estudiasen las políticas del Partido relacionadas con dicha campaña. Convocaron a los miembros del personal para que confesaran sus delitos y denunciaran a otros que supieran que también habían delinquido. Entre los delitos había malversación de fondos, falsificación, robo, soborno y otras formas de corrupción. Ya se había procedido a encerrar a algunos de los sospechosos en habitaciones aisladas dentro de las propias oficinas. La mayoría de los presos eran cargos directivos de diferentes niveles. Entre ellos

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figuraban, incluso, antiguos miembros del Partido de los días de Yan’an. No tuvimos compasión con los que considerábamos «delincuentes».

A pesar de todas las presiones, el equipo de Tommy Wu acabó por capturar tan solo a un hombre, que se había apropiado de una cámara y de poco más de 100 yuanes. Habían empleado tres meses en toda la campaña[10]. Regresemos a Beijing, donde Dan Ling, el muchacho que había sufrido diarrea tras pasarse diez horas de pie en la plaza de Tian’anmen para asistir al desfile de octubre de 1949, militaba en la Liga de las Juventudes Comunistas. Trabajaba en la Fábrica de Automóviles n.o 1 y también le pidieron que se uniese a un «equipo de cazadores de tigres». No tardaron en encontrar a un directivo sospechoso de haber robado un aparato muy caro. Había formado parte del Partido Nacionalista y sus conocimientos técnicos habían propiciado que se siguiera contando con sus servicios. Dan recibió una lista de los presuntos delitos de aquel hombre y se le puso al mando de una concentración en la que se le interrogaría. Los trabajadores de la fábrica, reunidos en asamblea, gritaban a la víctima: «¡Confiesa!», pero no bastó con que reconociera sus culpas. Le obligaron a confesar otras faltas y a denunciar a otros. Se celebraban concentraciones multitudinarias. El Ministerio de Industria Pesada organizó un gran desfile en el parque de Zhongshan. Arrastraron hasta allí a todos los sospechosos importantes y los obligaron a encararse con las masas en sesiones de denuncia. Se hizo mucha publicidad de los casos más notorios. El tigre más importante de Beijing fue Song Degui, un agente del Departamento de Seguridad Pública que parecía encarnar todo tipo de depravaciones. Se le acusó de apropiarse de una gigantesca suma de dinero. Tuvo un amorío con la esposa de un antiguo capitalista y luego se acostó con la hija de esa misma mujer. Cayó incluso en la adicción a las drogas. Song ofrecía un material estupendo para el equipo de Dan, que estudió el caso como guía para sus propias investigaciones[11]. «Todas las organizaciones se transformaron en campos de batalla donde se desarrollaban implacables enfrentamientos». Los primeros acusados de cierta entidad, como Song Degui, se vieron obligados a confesar su propia corrupción, y luego tuvieron que denunciar la de otras personas de rango inferior para salvarse. Se hacía participar a los sospechosos en las sesiones de denuncia recíproca para que acusaran a otros sospechosos. Dicha práctica recibía el nombre de «usar a un tigre para morder a otro tigre». A los culpables de delitos menores se les apartaba de sus funciones y se les sometía a arresto domiciliario para que pudieran «reflexionar sobre su comportamiento en el pasado». Incluso los que estaban libres de sospecha tenían que escribir informes sobre sus actividades pasadas y formular autocríticas, con el riesgo de que los denunciasen y los sometieran al ostracismo[12]. Al cabo de poco tiempo empezaron a surgir «confesiones» de todos los departamentos de gobierno. La corrupción parecía hallarse por doquier. Aparte de Song Degui, se inculpó por corrupción a otros 133 cuadros del Partido adscritos al Ministerio de Seguridad Pública. Los funcionarios del Ministerio de Finanzas habían Página 148

colaborado con el sector privado para defraudar bienes estatales valorados en millones de yuanes. Según Bo Yibo, en los niveles más elevados del escalafón se había alcanzado la asombrosa cifra de 10 000 corruptos. Entre estos había 18 «tigres grandes» que habían robado más de 10 000 yuanes cada uno[13]. La situación era todavía más grave en los niveles inferiores, porque los cuadros locales del Partido socializaban con hombres de negocios y empresarios, y aceptaban sobornos a modo de beneficio adicional. En todo el noroeste se destaparon 340 000 casos de corrupción, si bien Xi Zhongxun aventuraba que el número real de delincuentes debía de triplicar dicha cifra. En Tianshui (Gansu), uno de cada tres agentes del fisco se llenaba los bolsillos mediante prácticas ilegales. Otras regiones no estaban mejor. En Jinan, la capital de Shandong, los funcionarios que ocupaban los primeros puestos en prácticamente todos los departamentos celebraban guateques con los empresarios. El cobro de sobornos era común en todo el escalafón policial, desde el agente que patrullaba en la calle hasta al comisario. Se inculpó a un teniente de alcalde por haber gastado 3000 yuanes —sesenta veces el salario mensual de un obrero cualificado— en un solo año para agasajar a sus invitados. Se acusó al Departamento de Industria local de haber cobrado 70 000 yuanes en mordidas. Parecía que las balas bañadas en azúcar del enemigo hubieran creado por todas partes una casta de funcionarios corruptos y depravados, comparables en maldad a sus predecesores[14]. Fueron muchos los que aplaudieron la campaña. El Partido estaba tan resuelto a acabar con la corrupción que fusilaba a algunos de sus propios dirigentes. «Por lo general, se creía que el régimen iba a purgar de verdad sus propias filas. Yo también lo creí y estuve de acuerdo», observa Robert Loh, que trabajó en una hilandería de algodón en Shanghai. Otros, como Chow Ching-wen, uno de los dirigentes de la Liga Democrática que se había incorporado al Partido Comunista, habían presenciado con sus propios ojos el despilfarro y la corrupción, y también pensaban que la maniobra era necesaria para ponerles coto. Pero otros tenían sus dudas. El doctor Li Zhisui, que había defendido la causa con tal ardor que había experimentado una gran frustración cuando no se le autorizó a luchar en la guerra de Corea, sintió una profunda angustia que lo acompañaría durante el resto de su vida. Su hermano y su primo, los mismos que lo habían introducido tres años antes en el comunismo, estaban siendo atacados. Li sabía que eran inocentes, pero tuvo miedo de hablar. «Si los hubiese defendido, habrían venido también por mí[15]». Bajo la apariencia de una campaña bien orquestada, la presión para encontrar culpables provocó abusos en todos los niveles. En Hebei, los sospechosos sufrían insultos y palizas, y en algunos casos se les obligaba a permanecer desnudos a la intemperie. Las sesiones podían durar varios días, porque las víctimas sufrían «interrogatorios incesantes hasta que confesaban una cifra [de fondos malversados] que coincidiera con lo que se les exigía». En el distrito de Wu’an, se les tiraba de los cabellos y se les metía la cabeza dentro del inodoro. Estos métodos permitieron Página 149

encontrar a más de 100 tigres, pero no hubo ni una sola acusación que se basara en pruebas consistentes. En Shijiazhuang se cubría de nieve a los sospechosos, se les obligaba a arrodillarse sobre rescoldos y se les amenazaba con la ejecución. A unos pocos los paseaban por las calles con capirotes muy altos, para diversión de los niños que se habían unido a los «equipos de cazadores de tigres[16]». Cuando no había manera de identificar a ningún tigre, los cuadros del Partido se volvían contra los obreros. En la Fábrica Ferroviaria de Shijiazhuang, varios cientos de ellos tuvieron que someterse a sesiones de lucha tan agotadoras que un hombre llegó a beber gasolina para poner fin a su sufrimiento. En la Universidad Normal del Noroeste, ubicada en Lanzhou (Gansu), el respaldo oficial a la violencia llegaba hasta estos extremos: Todo el mundo, aun cuando no exista ninguna prueba de corrupción, sufre palizas en las sesiones de denuncia, e incluso sus esposas soportan palizas y acusaciones. Agarran a mercaderes que están fuera del campus, los arrastran adentro y los golpean. Una vez los sospechosos han sufrido la paliza, los torturan. Por ejemplo, los obligan a quedarse en cuclillas y sostener una tetera llena de agua hirviendo con la cabeza, los desnudan, los golpean con cuerdas, a veces hasta que se desmayan, en unos pocos casos hasta la muerte[17].

No obstante, tras la pantalla del respaldo popular y de la fuerte publicidad de los casos destacados, estaba ocurriendo algo todavía más siniestro. Las autoridades liquidaban discretamente a muchos funcionarios sin juicio alguno. Las «desapariciones» se volvieron habituales y apuntaban a otro de los propósitos de la campaña: la liquidación de toda una clase de personas. En 1949, los comunistas recién llegados al poder habían exhortado a todos los funcionarios a permanecer en sus puestos y les habían asegurado repetidamente que contarían con la protección e incluso con la gratitud del régimen. Habían sido de ayuda, porque habían mantenido en funcionamiento los servicios básicos. Habían permitido que el traspaso de poder se produjera con fluidez. Pero a finales de 1951 el Partido ya había instruido a cuadros comunistas en número suficiente como para que se hicieran cargo de la Administración. Los funcionarios antiguos ya no eran necesarios y se purgó a muchos de ellos[18]. Cerca de 4 millones de funcionarios públicos fueron perseguidos durante la campaña. Algunos de ellos padecieron torturas tan atroces que prefirieron suicidarse. Según un informe secreto de An Ziwen para un sumario de octubre de 1952, al finalizar la campaña, 1,2 millones de corruptos habían malversado un total de 600 millones de yuanes. Menos de 200 000 de los acusados pertenecían al Partido, lo que nos permite hacernos una idea del impacto de la purga sobre los funcionarios del régimen anterior que habían conservado sus puestos. El informe también reconoce que por lo menos el 10 % de los casos partían de acusaciones falsas y confesiones forzosas. Aunque no importaba mucho cuántas víctimas hubieran sufrido un trato injusto con tal de que la Administración se librara de los elementos menos fiables. Decenas de miles de personas acabaron en campos de trabajo[19].

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Unos pocos dirigentes de rango elevado murieron en ejecuciones públicas, pero es dudoso que se actuara de verdad contra la corrupción entre los altos cargos. Chow Ching-wen, que al principio había visto con buenos ojos la campaña, no tardó en desilusionarse. Se dio cuenta de que «a quienes eran corruptos, pero leales a Mao, tan solo se les confiscaba el dinero y se les imponía un castigo menor, mientras que se mataba a los que parecían vacilar en su apoyo a Mao». Tras el arresto de Zhang Zishan y Liu Qingshan, un equipo de investigadores estudió los expedientes de los máximos dirigentes de Tianjin y descubrió una trama corrupta en la que estaban implicadas varias veintenas de miembros de alto rango del Partido. La mayoría de ellos no sufrió más que una reprimenda. Como observaba Chow: «El castigo de todos los transgresores habría dado mala fama al régimen, e incluso habría puesto en peligro su estabilidad[20]».

Al cabo de poco tiempo, la campaña empezó a buscar sus objetivos más allá del ámbito estricto de la política. Había por todas partes oscuros indicios de que fuerzas externas hostiles socavaban la moralidad pública. El 30 de noviembre de 1951, un Mao que estaba a punto de lanzar la campaña contra la corrupción dijo a los dirigentes: «La burguesía ha corrompido a nuestros cuadros». Durante las semanas que siguieron, llegaron informes desde ciudades de todo el país que relacionaban a funcionarios con casos de soborno, robo y evasión de impuestos por parte de hombres de negocios y empresarios. El 5 de enero de 1952, Mao llegó a la conclusión de que la burguesía libraba una «ofensiva salvaje» contra el Partido, y que esta era «más grave y peligrosa que una guerra». Habría que recurrir a una resuelta contraofensiva para asestar un golpe mortal en cuestión de meses. En palabras del historiador Michael Sheng: «Mao había declarado la guerra a la burguesía[21]». La guerra adoptó la forma de una campaña contra los cinco presuntos pecados de la burguesía: soborno, evasión de impuestos, robo de propiedades del gobierno, fraudes contractuales y apropiación de secretos de Estado. Dichos términos eran lo bastante amplios como para abarcarlo prácticamente todo. Los cuadros del Partido aprovechaban todas las oportunidades para desviar hacia terceros acusaciones por corrupción que pudieran afectarlos y se ensañaban con el sector privado. La comunidad empresarial ya se tambaleaba después de los tres primeros años de comunismo. No todos sus miembros habían ligado su destino al nuevo régimen con la decisión de quedarse en 1949. Numerosos empresarios e industriales habían huido del país aun antes de que Manchuria cayese en manos de los comunistas. Después de la Segunda Guerra Mundial hubo un breve período en el que pareció que el comercio florecía de nuevo. Las fábricas habían vuelto a producir después de la devastación producida por la guerra y algunos hombres de negocios habían trazado ambiciosos planes de expansión. Pero los nacionalistas no tardaron en interferir en el mercado y adoptaron políticas que sometieron a la empresa privada al oneroso control estatal. Página 151

Fue un anticipo de lo que sucedería a partir de 1949. Así, por ejemplo, los bancos que competían por conseguir clientes en 1945 eran más de 200, pero en 1948 el Banco de China había impuesto lo que prácticamente era un monopolio, porque el gobierno había expulsado del negocio o expropiado a sus competidores. El banco central, a su vez, empezó a controlar las importaciones y exportaciones de divisas y limitó a 200 dólares estadounidenses el dinero que un individuo podía llevar al extranjero en el curso de un viaje. Se nombró al hijo de Chiang Kai-shek, Chiang Ching-kuo, máximo responsable de la lucha contra la inflación, y este encarceló a varios miles de empresarios de Shanghai por corrupción antes de perder el control sobre el Estado en octubre de 1948[22]. Los empresarios expoliados por los nacionalistas empezaron a marcharse en masa con sus familias durante los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Muchos de ellos emigraron a América del Sur. Paraguay, donde se podía obtener un visado al llegar, era un destino atractivo. Brasil también suscitaba mucho interés, sobre todo después de que Soong May-ling, esposa del Generalísimo, lo visitara en junio de 1944. Algunos industriales trasladaron fábricas enteras a América del Sur, mientras que otros compraron propiedades, adquirieron participaciones en bancos, petróleo y buques, o invirtieron en plantaciones de café y cacao en un territorio que se extendía desde Sao Paulo hasta Caracas y Buenos Aires. Unos pocos demostraron una excepcional previsión, mientras que otros, por pura suerte, habían decidido trasladarse al extranjero mucho antes de 1949. Hong Kong también era un destino popular. La ocupación japonesa de China en 1937 ya había impulsado a muchos industriales a emigrar a la colonia británica, porque estos buscaban un lugar seguro fuera del continente. Muchos de ellos pensaban que su exilio sería temporal y se llevaron tan solo los bienes más esenciales. Otros iban y venían, con la esperanza de regresar tras el final de la guerra. La familia de Alex Woo llegó a Hong Kong en 1948, se quedó durante un tiempo y luego tomó la decisión de regresar: La primera vez que vinimos fue en barco, pero al cabo de tres meses regresamos a Shanghai. Allí todo estaba muy mal, así que mi padre se marchó con mi hermano menor y conmigo. Yo solo tenía ocho años. Ya no había vuelos comerciales y viajamos en un avión militar. Eso ocurrió antes de que llegaran los comunistas.

Muchas familias trataron de garantizar su propia seguridad. Enviaban a varios de sus miembros a América del Sur, mantenían su presencia en Hong Kong y mandaban a algunos de los más jóvenes a estudiar en Estados Unidos[23]. En algunos casos, uno o más miembros de la familia se quedaban en China para proteger los bienes familiares. Es el caso, por ejemplo, de la familia Rong (también conocida como Yung), una de las más ricas del país. Antes de 1949, la mayoría de sus propiedades estaban liquidadas o hipotecadas. Dejaron en el país a uno de sus siete hijos, a modo de rehén informal para el banco. Rong Yiren, de treinta y tres años, graduado en la St. John’s University de Shanghai, supervisaba unas veinte fábricas textiles y molinos harineros con un total de 80 000 empleados. Página 152

Los comunistas lo recibieron bien, igual que a los muchos tenderos, banqueros, comerciantes y empresarios que no habían tenido otra opción que quedarse en China en 1949. El eslogan oficial era «Nueva Democracia», y el Partido aseguraba a los catalogados como «burguesía nacional» que conservarían la propiedad de sus empresas. En realidad, ocurrió lo mismo que en los Estados satélites de la Unión Soviética. La Nueva Democracia formaba parte de una falsa coalición de distintas fuerzas que el Partido, simplemente, no podía controlar en una fase tan temprana. Al adueñarse del país en 1949, los comunistas sufrían una acuciante falta de recursos humanos. No les quedó otra opción que recurrir a las habilidades comerciales e industriales de la comunidad empresarial. Igual que a los funcionarios, se les dijo que se mantuvieran en sus puestos y trabajasen para el nuevo régimen[24]. En privado, Mao tenía muy claro que había que eliminar el capitalismo. En mayo de 1949, mientras los dirigentes se instalaban en las afueras de Beijing y se preparaban para ponerse al mando del país, Mao comió con Huang Kecheng, por aquel entonces oficial de alto rango en el ejército. El Presidente le preguntó cuál tenía que ser la prioridad del Partido ante la inminencia de la victoria. Huang había contemplado la devastación causada por años de guerra y afirmó que lo primero de todo tenía que ser la reconstrucción económica. Mao negó severamente con la cabeza: «¡No! Lo más importante es la lucha de clases. Tenemos que resolver la cuestión de la clase capitalista». Pocos meses antes había llamado «atolondrados» a los que pensaban que el Partido podía confiar en la burguesía[25]. Cualquiera que fuese la estrategia a largo plazo del Partido, los negocios privados no tardaron en padecer graves problemas. En el primer año que siguió a la liberación, muchas de las empresas se vieron obligadas a aceptar aumentos salariales que incrementaron enormemente los costes de producción. A continuación se instauraron impuestos punitivos. Algunos de ellos eran de aplicación retroactiva, con lo que tenían poco que ver con los ingresos efectivos de las empresas privadas. Los activos que aún se hallaban en manos de las compañías se vieron muy disminuidos como consecuencia de la compra forzosa de Bonos de la Victoria. Los cuadros del Partido a los que se confiaba la supervisión del comercio y la industria agravaban todavía más el problema. Muchos de ellos carecían de los conocimientos más básicos sobre el mundo del comercio y la empresa. Se mostraban desconfiados y suspicaces, y revisaban una y otra vez todas las transacciones. El embargo comercial impuesto por los nacionalistas había paralizado las transacciones internacionales, y los comunistas empezaron a redirigir todo el comercio exterior hacia la Unión Soviética a principios de 1950, después de que Mao regresara de Moscú. Distritos comerciales antaño florecientes se hallaban en plena decadencia en verano de 1950, como se explica en el capítulo 3. Consciente de que los impuestos estaban matando a la proverbial gallina de los huevos de oro, el ministro de Finanzas Bo Yibo reformó el sistema fiscal en junio de 1950. Se puso freno al activismo proletario. El Estado empezó a encargar productos Página 153

en grandes cantidades a algunas de las empresas industriales de mayor tamaño, con lo que las salvó de la bancarrota. El Banco Popular de China hizo un uso selectivo de «préstamos de estímulo» para rescatar a otras empresas privadas, con lo que incrementó su dependencia respecto a los créditos estatales. Los controles sobre aranceles y tipos de cambio contribuyeron todavía más a poner de rodillas a la comunidad empresarial. Poco a poco se eliminó todo lo que se había interpuesto entre el empresario y el Estado. Se suspendieron las garantías legales. Los tribunales populares sustituyeron a los órganos judiciales independientes. En junio de 1950 se implantaron secciones de la Federación de Sindicatos de Toda la China, controlada por el Partido, en sustitución de los sindicatos independientes. A partir de 1951, las secciones locales de la Federación de Industria y Comercio de Toda la China, controlada por el Partido, también reemplazaron a las cámaras de comercio independientes. A fin de mantener la apariencia de la Nueva Democracia, se invitó a empresarios industriales prominentes como Rong Yiren a unirse a sus filas. El Partido también creó Comités de Administración obligatorios para la resolución negociada de los conflictos entre trabajadores y directivos, y logró un control efectivo sobre trabajadores y capital[26]. La guerra de Corea comportó la imposición de nuevas restricciones sobre el sector privado. Una Campaña de Donaciones sustituyó a la Campaña de los Bonos de la Victoria, y se obligó a fabricantes, empresarios y mercaderes a efectuar cuantiosas contribuciones en oro, joyas, dólares y otras divisas para financiar la guerra. Pero, sobre todo, la campaña de terror que empezó en octubre de 1950 silenció toda oposición al régimen. Cientos de miles de enemigos, reales o imaginarios, morían ejecutados ante grandes multitudes, y los empresarios temían que los arrastraran también a ellos a la comisaría de policía y los acusaran de ser miembros de «la clase de intermediarios al servicio de firmas extranjeras que ha amasado su fortuna a base de despojar a la clase trabajadora de sus medios legales de subsistencia» o «agentes al servicio del gobierno nacionalista». Como la mayoría de los extranjeros se vieron forzados a marcharse del país, dejaron tras de sí a una burguesía vulnerable, temerosa y aislada, que había perdido sus contactos con el resto del mundo. La campaña que Mao desencadenó contra la burguesía en enero de 1952 seguía técnicas bien conocidas que se habían refinado durante la reforma agraria. Se celebraban sesiones de denuncia en las que se animaba a los trabajadores a volverse contra sus jefes. Los sindicatos crearon brigadas de trabajo y todos los miembros de estas juraban lealtad y prometían «actuar con firmeza» y llevar la campaña hasta el final. Los vínculos tradicionales entre empresarios y trabajadores se cortaban, porque estos últimos «expresaban su amargura», espoleados por los cuadros locales a desenterrar toda ofensa pasada que pudieran recordar. Los trabajadores habían pasado a ser los dueños. Los activistas del Partido se pusieron en cabeza y empezaron a buscar pruebas de actividad delictiva. «Oficinistas y trabajadores, siguiendo instrucciones de sus respectivos sindicatos, fisgaron en los libros de contabilidad, Página 154

abrieron cajas fuertes y espiaron conversaciones telefónicas en una búsqueda febril de pruebas incriminatorias». Ciudades enteras parecían estar en guerra. Los camiones avanzaban por los distritos comerciales y se detenían frente a algunas tiendas, y sus altavoces clamaban: «¡Eh, propietario! Tenemos pruebas de tus fechorías. ¡Confiesa!». Las ventanas de los comercios sospechosos se cubrían de carteles y pancartas, y cuadrillas de manifestantes se instalaban a sus puertas. Se hicieron circular unas urnas de denuncia, de color rojo brillante y con una pequeña ranura en la parte de arriba, para facilitar la presentación de acusaciones. Grandes pendones ondeaban sobre las calles ajetreadas: «Castigad con severidad a los culpables de corrupción[27]». Mercaderes, comerciantes y banqueros aterrorizados acudían en masa a las sesiones de confesión para encararse con sus acusadores. El empleado Robert Loh descubrió que alguien había colgado carteles en la pared de enfrente de su escritorio. Contenían eslóganes como «Poned fin al cruel ataque de la clase capitalista», «Ríndete, vil capitalista» y «Una confesión completa es el camino hacia la supervivencia, todo lo demás conduce a la muerte». Poco después, lo encerraron en el despacho para que escribiera una confesión. Le habían instalado un altavoz en una de las ventanas del despacho. Crepitó brevemente y luego vomitó un estruendo ensordecedor. Retransmitía la asamblea multitudinaria que tenía lugar en el comedor principal. Consistía casi en su totalidad en una arenga contra el capitalismo, con la que los activistas del Partido llevaban a la multitud hasta el frenesí. A continuación, los cuadros tomaron el micrófono para dirigirse directamente a Loh. Gritaron improperios, insultos y amenazas, y le conminaron a realizar una confesión completa. Aquello duró toda la tarde. Por la noche, un cocinero le dejó una manta en el suelo y puso a regañadientes un cuenco de fideos en el borde del escritorio. Los guardias tenían buen cuidado de que no pudiera escapar e incluso le acompañaban al baño. Luego, cuando trató de dormir en el suelo del despacho, se sentaron frente a él con expresión severa y no le permitieron apagar la luz durante toda la noche. Aquella situación se prolongó durante dos días. A la mañana del tercero, lo escoltaron hasta el despacho del secretario del Partido, y por el camino los empleados se burlaban de él y lo llamaban «puerco capitalista» y «perro sin escrúpulos». Algunos le escupían, unos pocos trataron de pegarle. Los más agresivos eran los que habían tenido una relación más amistosa con Loh. En un primer momento me sentí muy herido, pero entonces me di cuenta de que, precisamente porque habían tenido una relación más amistosa conmigo, eran quienes sufrían las amenazas más graves, y por su propia seguridad tenían que esforzarse por dejar claro que no sentían nada salvo odio y desprecio por un criminal capitalista como yo. Por extraño que parezca, al darme cuenta de ello me sentí mejor.

Después de varias reprimendas por parte del cuadro del Partido que hacía las veces de líder, Loh pasó otros dos días de suplicio bajo la vigilancia constante de sus guardias. Tuvo que escuchar las acusaciones que se proclamaban desde el altavoz y buscar un delito plausible que pudiera expiar. Presentó una confesión tras otra. Le Página 155

aceptaron la séptima. Entonces llegó el día del ajuste de cuentas, en el que tendría que «encararse con las masas». Mi entrada dio comienzo a un tremendo alboroto. Los alaridos de rabia y los eslóganes e insultos que me gritaban me ensordecieron. Me obligaron a ponerme en pie, con la cabeza gacha, frente a un pequeño estrado con mesas a las que se sentaban los dirigentes comunistas. Había perdido seis kilos. Estaba mugriento, sin afeitar y exhausto. Las rodillas me temblaban tanto a causa de la debilidad como del miedo. De pronto, el griterío que se oía a mis espaldas cesó. El secretario del Partido se puso en pie y leyó las acusaciones que el pueblo presentaba contra mí.

En cuanto hubo terminado, Loh debió inclinarse ante la multitud. Uno a uno, los representantes de todas las categorías de empleados subieron al estrado para denunciarlo[28]. Robert Loh salió del paso relativamente bien. Muchos otros no lo consiguieron. A algunos los aterrorizaron con amenazas de pena de muerte y luego les dijeron que su destino estaba supeditado a su propia contribución a la campaña. Acusaron a otros para salvarse. En ocasiones, el terror los llevaba a actuar con una ferocidad aún mayor que la de los cuadros del Partido. Al conocer bien el sector en el que trabajaban, también se hallaban en la mejor posición para señalar delitos que luego otros se verían obligados a confesar. Se recurría incluso a las esposas e hijos para conseguir denuncias. En Changsha, un contable llamado Li Shengzhen proporcionó información sobre docenas de casos. Denunció a su propio padre: «Los familiares no son tan cercanos como el Estado y los miembros de la misma clase», proclamó, según el jefe de seguridad Luo Ruiqing, que informó con orgullo al Presidente. La prensa comunista informó de que se había instruido a los hijos para que denunciaran públicamente los delitos de sus padres. Uno de ellos le dijo al suyo: «Si no confiesas tu propia corrupción, habrá otros que te descubran. Si persistes en tu obstinación, no te reconoceré como padre[29]». Las denuncias se realizaban bajo una gran presión, en reuniones a puerta cerrada. Pero a veces se efectuaban en público. Las víctimas comparecían con su ropa de abrigo más gruesa, en previsión de que las enviaran a un campo de trabajo en Manchuria. Bo Yibo explicó con satisfacción en una carta a Mao Zedong que algunos de los capitanes de la industria —Rong Yiren, Liu Hongsheng, Hu Juewen— temblaban de miedo sobre el escenario y proferían desesperadas acusaciones unos contra otros. Rong Yiren se puso a llorar y proclamó que se sentía avergonzado de la historia de explotación de su familia. Confesó que habían ganado hasta 20 millones de yuanes por procedimientos ilícitos. Había determinado dicha cantidad después de pasarse varias semanas supervisando montañas de libros mayores[30]. Las técnicas aprendidas durante la reforma agraria se usaron a gran escala para infligir dolor y humillaciones. En las ciudades se ataba a algunas de las víctimas y se les ordenaba que se arrodillaran sobre un pequeño banco o que permanecieran inclinadas durante varias horas. La privación de sueño era habitual. En el campo se utilizaron métodos más brutales. Por toda Sichuan, se insultó, desnudó, golpeó, colgó y azotó a las personas a las que se acusaba de ser «capitalistas». A menudo, los Página 156

equipos de trabajo hacían las veces de juez, jurado y verdugo. Así, por ejemplo, decidían duplicar las multas cuando el pago se realizaba de inmediato, y fusilar a los que no pagaran tras la cuarta reclamación. En algunas ciudades de Guangdong, los inspectores de Hacienda llevaban a los propietarios de fábricas a presenciar ejecuciones públicas y les indicaban que correrían la misma suerte si no cumplían con lo mandado. Por otra parte, algunos trabajadores de Jiangmen presentaron una «cuenta por explotación» a los propietarios de la fábrica, y estos sufrieron palizas, se les obligó a arrodillarse en sesiones de denuncia y se les encerró en un baño. Otras formas de tortura física eran «muy habituales». En Shenyang, los trabajadores desnudaban a los mercaderes y los obligaban a pasar frío varias horas seguidas a la intemperie[31]. Pocas de las víctimas morían, pero fueron muchas las que se suicidaron. Robert Loh explicó: «Se volvió habitual ver a personas saltar por las ventanas». Él mismo lo presenció en dos ocasiones, aunque raramente saliera de su casa durante aquel período. Los fabricantes de ataúdes tenían pedidos para varias semanas. Las funerarias debían atender al doble de clientes, con lo que se llegaban a celebrar varios funerales simultáneos en una misma sala. Había patrullas por los parques que impedían que las personas se colgaran de los árboles.

Cuando el lago Kunming de Beijing inició su deshielo en primavera, se encontraron más de diez cadáveres en uno de sus extremos[32]. El suicidio no era fácil, porque los sospechosos se hallaban bajo vigilancia constante. Pero no hay nada como la desesperación para agudizar el ingenio. Algunos empresarios que estaban relacionados con la industria farmacéutica se las arreglaban para conseguir píldoras de cianuro y se las tragaban mientras los arrastraban a las sesiones de lucha. Otros escondían un trozo de cuerda y se ahorcaban dentro de un armario. Unos pocos se cortaban las venas de las muñecas con la esfera de cristal de un reloj, envueltos en una manta para fingir que dormían en el suelo del despacho. La mayoría se arrojaba desde una ventana. No contamos con estadísticas precisas, pero en Shanghai, la ciudad que sufrió lo peor de las purgas, 644 personas se suicidaron en dos meses, lo que supondría más de 10 personas a diario… si es que confiamos en las estadísticas compiladas por el propio Partido[33]. En plena orgía de falsas acusaciones y denuncias arbitrarias, fueron pocos los que lograron escapar con su reputación intacta. En febrero, no más de 10 000 de un total de 50 000 «capitalistas» de Beijing eran tenidos por honrados. Cifras similares llegaron desde otras partes del país. Castigarlos a todos habría supuesto arruinar la economía. Mao halló una solución al problema. Fijó una cuota y ordenó la muerte de unos pocos para marcar el tono general, mientras que castigos ejemplares deberían recaer sobre el 5 % de los sospechosos más «reaccionarios». En la mayor parte de las ciudades se siguió la norma de ajusticiar a aproximadamente un 1 % de los acusados, enviar de por vida a campos de trabajo a otro 1 %, y condenar a penas de prisión de diez o más años al 2-3 % restante[34]. Página 157

La inmensa mayoría —los clasificados como «respetuosos con la ley» y «semirrespetuosos con la ley»— era sancionada con multas, porque la campaña se utilizaba para financiar la guerra de Corea. Se formó una cola de 1,5 kilómetros de largo frente al Banco Popular de Shanghai, porque los pequeños comerciantes vendían sus escasos objetos de oro para pagar las fuertes multas que se les imponían. Reinaba la impaciencia, porque los había que debían esperar durante varios días a que llegara su turno. Al fin, el gobierno se avino a aceptar el oro en calidad de depósito para garantizar el pago de las deudas. El pago se registraba el mismo día en que se efectuaba el depósito y no se admitían retornos. El Estado no tardó en apropiarse de todos los ahorros de empresarios y mercaderes, con lo que hundió a muchas personas en la pobreza y socavó aún más las estructuras financieras del país[35]. En la primavera de 1952, el gobierno llevó a cabo un discreto intento de poner fin a la campaña contra la burguesía. A partir del primero de mayo, aligeró gradualmente las cargas impositivas, reconsideró la valoración de la propiedad, redujo las multas impuestas durante la campaña y ofreció préstamos a bajo interés a las empresas que se hallaban en apuros. La ayuda no era incondicional ni universal, porque había llegado un momento en que el Estado podía elegir a las empresas que mantendría a flote y reforzar así su control sobre el sector privado. Los préstamos se ofrecían bajo nuevas condiciones, que incluían la cesión al Estado de un 75 % de los beneficios. Los dividendos, bonificaciones y salarios del personal directivo tenían que salir del 25 % restante[36]. Las nuevas medidas llegaban tarde y eran insuficientes. En marzo de 1952, todo el sistema estatal se había paralizado. Se tambaleaba al cabo de varios meses de autopurificación. Eran pocos los cuadros del Partido dispuestos a tomar decisiones, a menos que estuvieran ocupados con la persecución de reincidentes ideológicos y elementos corruptos. Todo se remitía al eslabón inmediatamente superior en la cadena de mando del Partido. Los retrasos se volvieron habituales y la apatía se generalizó. Todo ello, junto con la persecución de la burguesía, tuvo como resultado el estancamiento del comercio y la industria. Todo el mundo, desde los directivos hasta los obreros, parecía atrapado en las sesiones de denuncia. La producción industrial cayó en picado, el comercio se paralizó. En Shanghai, las mercancías sin recoger se acumulaban en cobertizos temporales que se habían erigido al aire libre. El algodón de importación se quedaba en los barcos, porque los trabajadores que debían descargarlo ya tenían bastante con denunciar a los propietarios. La Hilandería de Algodón n.o 1 de Tianjin trabajaba tan solo a un tercio de su capacidad. Las huelgas eran constantes. La producción de género de punto cayó a la mitad y el transporte de mercancías un 40 % en comparación con los meses anteriores a la campaña. En algunos sectores, las ganancias de los trabajadores se redujeron en dos tercios. Los bancos dejaron de conceder préstamos en las ciudades. Los ingresos del fisco se desmoronaron[37]. Página 158

En otras partes la situación era parecida. En la provincia de Zhejiang, donde el comercio había tenido una gran importancia, los mercaderes perdieron un tercio de su capital, lo que tuvo consecuencias ruinosas para la economía local. En Hangzhou, capital de dicha provincia, hubo que retirar de los bancos la mitad de las ganancias obtenidas en el año anterior para hacer frente a los impuestos retroactivos, reembolsos y multas por «corrupción», todo ello sin contar con el impuesto estándar del 23 %, así como otras contribuciones, donaciones e incentivos. Más al sur, en Guangdong, el volumen de comercio de 1952 descendió un 7 % respecto al del año anterior. En algunas ciudades, por ejemplo Foshan, célebre por su cerámica, había bajado en un 28 %, en gran parte como consecuencia de las medidas punitivas que se habían aplicado contra la empresa privada[38]. Las pequeñas empresas ya no podían pagar a sus empleados. El paro se disparó. El número de trabajadores que se quedaron sin empleo como consecuencia directa de la campaña contra la burguesía ascendió a 80 000 en Shanghai, 10 000 en Jinan y 10 000 en la región en torno a Suzhou, antigua ciudad comercial a orillas del Yangtsé. La riqueza de los comerciantes que habían vivido en esta última población se manifestaba en sus casas de paredes encaladas y tejas de color gris oscuro, en sus puentes de piedra, pagodas antiguas y jardines recoletos. En Yangzhou, enriquecida por siglos de comercio con sal, arroz y seda, el desorden provocado por la campaña llegó hasta el punto de que los trabajadores acabaron por enfrentarse entre ellos. Más al interior, en la ciudad de Wuhan, conocida en otro tiempo como la Chicago de Oriente, 24 000 trabajadores perdieron sus puestos, porque el comercio se redujo a un mero 30 % de lo que había sido el trimestre anterior. El transporte ferroviario y la recaudación de impuestos prácticamente se paralizaron. La ciudad entera se transformó en un escenario de desolación. En Chongqing (Sichuan), 20 000 personas se quedaron sin trabajo debido a la campaña y numerosas familias se vieron obligadas a sobrevivir con una ración diaria de cereales que no llegaba al medio kilo. Había quien se comía la cascarilla del grano o cazaba perros callejeros para calmar el hambre. Se incubaba el descontento, y eslóganes como «rebelaos contra la campaña» circulaban entre los contrariados trabajadores[39]. En el campo, que seguía conectado a las ciudades mediante una red de comerciantes, mercaderes y proveedores, también se sufría. En el sur, artículos de comercio tan básicos como el aceite, el té y las hojas de tabaco se quedaban en su lugar de origen, y los granjeros que dependían de ellos para ganarse el sustento salían perjudicados. En la región alrededor de Shanghai, los precios de los productos agrícolas cayeron y los granjeros se vieron privados del capital necesario para sembrar en primavera. Y aunque consiguieran semillas suficientes, los cuadros del Partido, tanto en el norte como en el sur, se negaban a darles ninguna orientación, porque esperaban el final oficial de la purga que se estaba llevando a cabo en sus filas. Un ejemplo de ello es Jilin, en Manchuria, donde la campaña que tenía lugar bajo las órdenes de Gao Gang era tan severa que los dirigentes de las aldeas pasaban Página 159

todo el tiempo en asambleas, temerosos de que los denunciaran como derechistas. Los campos se quedaron sin cultivar. La siembra de primavera también se interrumpió en extensas zonas rurales del sur. En el distrito de Jiangshan (Zhejiang), tan solo una cuarta parte de los campesinos trabajaba. La mayoría de ellos se sentaron a esperar a que llegaran órdenes. Y, por supuesto, todo ello ocurrió en plena guerra de Corea, cuando las abrumadoras requisas de alimentos destinados al frente habían sumido en el hambre a buena parte de las zonas rurales de Manchuria y Sichuan[40].

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LA REFORMA DEL PENSAMIENTO

Grandes grupos de turistas llegados en autobús recorren habitualmente, cual peregrinos en un lugar sagrado, las amarillentas colinas de loess de Yan’an, el corazón de la revolución comunista. Organizados en grupos que se distinguen por sus gorras idénticas o por los colores de las camisetas, entran en hilera en la cueva donde Mao vivió y trabajó en otro tiempo, y contemplan con respeto y admiración el austero dormitorio de paredes encaladas, amueblado con tan solo una cama, una silla plegable y una bañera hecha de madera. En una de las paredes cuelga un retrato de familia en el que se ve al Presidente con su cuarta esposa y uno de sus hijos. Los turistas posan para hacerse fotografías de grupo frente a la cueva excavada en la quebradiza ladera de la colina[1]. Más de setenta años antes, decenas de miles de jóvenes voluntarios acudieron en masa a Yan’an para unirse al Partido Comunista. Estudiantes, maestros, artistas, periodistas y escritores se sentían desengañados con los nacionalistas y estaban deseosos de dedicar sus vidas a la revolución. Después de varios días de camino, muchos de ellos estaban tan emocionados que lloraban al divisar las alturas de Yan’an desde la lejanía. Otros lanzaban vítores desde la parte de atrás del camión, cantaban La Internacional y la Marcha por la Patria de la Unión Soviética. Estaban henchidos de idealismo, y creían en la libertad, la igualdad, la democracia y otros valores liberales que se habían vuelto populares en China tras la caída del Imperio en 1911. No tardaron en desilusionarse. En vez de igualdad, se encontraron con una rígida jerarquía. Cada una de las organizaciones disponía de tres cocinas distintas y la mejor comida se reservaba para los máximos dirigentes. La posición que cada uno ocupara en el Partido lo decidía todo, desde las raciones de cereales, azúcar, aceite comestible, carne y fruta hasta la calidad de la asistencia sanitaria y el acceso a la información. Incluso la calidad del tabaco y del papel para escribir variaban de acuerdo con el rango. La asistencia médica escaseaba para quienes se hallaban en los niveles más bajos del escalafón, mientras que los cuadros de rango más elevado tenían médicos personales y enviaban a sus hijos a Moscú. En la cúspide del Partido se hallaba Mao, que circulaba con chófer y con el único automóvil de Yan’an, y vivía en una casa grande y lujosa, con calefacción instalada especialmente para su comodidad[2]. En febrero de 1942, Mao pidió a los jóvenes voluntarios que cargaran contra el «dogmatismo» y sus presuntos adeptos, más específicamente contra su rival Wang Ming y otros líderes formados por los soviéticos. Al cabo de poco, las críticas que había suscitado llegaron demasiado lejos. En vez de seguir las indicaciones del Presidente, varios de los críticos expresaron descontento con la gestión de la capital roja. Un joven escritor llamado Wang Shiwei, que trabajaba para el periódico Jiefang Página 161

Ribao, publicó un artículo en el que denunciaba la arrogancia de los «peces gordos» que «se permitían lujos injustificados e innecesarios en extremo», mientras que los enfermos no tenían ni «un sorbo de sopa de fideos[3]». Al cabo de dos meses, Mao cambió de estrategia y formuló una rabiosa condena de Wang Shiwei como «trotskista», (Wang había traducido a Engels y Trotski). También se volvió contra los partidarios de Wang, dispuesto a erradicar todo vestigio de libre pensamiento entre los jóvenes voluntarios. Se investigó a los miembros de base en una cacería de espías y agentes encubiertos. Se les interrogaba frente a grandes multitudes que gritaban eslóganes, se les hacía confesar en inacabables sesiones de adoctrinamiento y se les obligaba a denunciarse entre sí en un intento por salvarse. A algunos los encerraron en cuevas, a otros les sometieron a falsas ejecuciones. Durante meses, la vida en Yan’an se redujo a una implacable sucesión de interrogatorios y concentraciones, que alimentaban el miedo, la sospecha y la traición. Se interrumpieron todas las comunicaciones con las áreas que se hallaban bajo control de los nacionalistas, y todo intento de contactar con el mundo exterior se interpretaba como una prueba de espionaje. Para algunos, la presión fue demasiado fuerte. Se derrumbaron, enloquecieron o se suicidaron. Mao exigía lealtad absoluta a los intelectuales, que debían reformarse en lo ideológico mediante el estudio y comentario incesantes de obras del propio Mao, de Stalin y de otros autores. En 1945, Mao puso fin a la Campaña de Rectificación, pidió disculpas por los malos tratos infligidos y culpó a sus propios subordinados. Las víctimas lo vieron como su salvador y aceptaron los sacrificios realizados durante la campaña como un ejercicio de purificación indispensable para acceder a su círculo de allegados. Se entregaron a su misión, dispuestos a salvar a China mediante el servicio al Partido. A Wang Shiwei lo mataron en 1947. Según parece, lo hicieron pedazos y los arrojaron a un pozo[4].

En agosto de 1949, dos meses antes de la fundación de la República Popular, Mao publicó un editorial titulado «Desterrad las ilusiones, preparaos para la lucha». Denunció a Hu Shih, Ch’ien Mu y Fu Ssu-nien, tres importantes profesores universitarios que habían huido al sur con los nacionalistas, como «perritos falderos» del imperialismo. Con ello lanzó una advertencia a la élite culta. «Una parte de los intelectuales todavía espera a ver lo que ocurre», observó. Eran «equidistantes» que todavía albergaban ilusiones acerca del «individualismo democrático». El Presidente los apremió a unirse a las fuerzas progresistas revolucionarias[5]. Con la liberación, millones de estudiantes, maestros, profesores universitarios, científicos y escritores —los llamados «intelectuales» en la jerga comunista— se vieron obligados a proclamar su adhesión al nuevo régimen. Se les unieron compatriotas que habían regresado de ultramar ante la llamada a servir a la madre patria. Igual que todos los demás, asistían a interminables sesiones de adoctrinamiento en las que aprendían la nueva ortodoxia y estudiaban los folletos, Página 162

periódicos y libros de texto oficiales. E, igual que todos los demás, no tardaron en verse obligados a escribir sus propias confesiones, y a redimirse del pasado a base de «abrir sus corazones». Se les exigía que se reeducaran y se transformaran en un «Nuevo Pueblo», dispuestas a servir a la Nueva China. Muchos de ellos lo hicieron de buena gana. Habían presenciado impotentes durante años la decadencia y la corrupción del régimen nacionalista, a la vez que la propaganda clandestina había contribuido activamente a retratar al Partido como la única fuerza de cambio verdadera. Cheng Yuan, por aquel entonces un estudiante discreto pero resuelto de una respetada familia de eruditos de Chongqing, recordaría luego: ¿Sabe usted?, para la gente joven y honrada, los ideales que difundía el Partido Comunista eran muy atractivos. Democracia, igualdad, libertad plena para todo el mundo. Para un hombre joven, ¿hay algo más importante que conseguir que este mundo cambie para mejor?

Sus dos hermanos mayores ocupaban posiciones privilegiadas en el Partido Nacionalista, pero Cheng ya se había dejado convencer por una célula clandestina en el instituto. En tiempos de la liberación estudiaba Física en la Universidad de Pekín. Se adhirió a la nueva doctrina y se entregó al estudio de los clásicos del marxismo con afán de autosuperación[6]. Había quien veía al Partido casi como un sucedáneo de la familia. Liu Xiaoyu, nacida en un hogar empobrecido y roto, víctima de abusos y palizas por parte de sus padres adoptivos, se unió al movimiento clandestino mientras estudiaba en la Universidad Femenina de Ginling, una universidad cristiana de Nanjing. Jamás conoció una felicidad tan grande como en el primer año de liberación, en el que asistió a clase en una escuela militar: «Muchos estudiantes se apuntaron porque nos reuníamos y estudiábamos el materialismo histórico y la historia del desarrollo social. Era una vida difícil, pero en mi corazón reinaba la alegría. Era una vida nueva[7]». No era la única. Al cabo de unos meses, el nuevo régimen decretó la obligatoriedad del estudio del marxismo-leninismo y del Pensamiento Mao Zedong en todos los niveles, pero incluso los académicos de mayor rango crearon grupos de estudio sin esperar a que les llegase la orden. Jin Yuelin, filósofo y lógico nacido en 1895, se adelantó a enseñar filosofía marxista en la Universidad de Tsinghua y estudiar ruso. Publicó un artículo en el que denunciaba su propia obra como producto de una mente burguesa. Feng Youlan, prominente filósofo que se había formado en la Universidad de Columbia, regresó en barco a la madre patria en 1948 lleno de esperanzas. Tenía tanta confianza en que el nuevo régimen alcanzaría un sonoro éxito que, al salir de Estados Unidos, renunció a su permiso de residencia indefinido. Una vez en Beijing, tomó distancias repetidamente de sus propios orígenes en la clase de los terratenientes y emprendió el estudio del marxismo con el celo del converso. En julio de 1949, presentó un congreso en Beijing destinado a «propagar el marxismoleninismo y el Pensamiento Mao Zedong». Se carteó con Mao y le anunció su decisión de reformarse y servir a la nueva sociedad sin egoísmos. El Presidente le Página 163

respondió: «Es muy bueno que alguien como usted, que ha cometido errores en el pasado, esté dispuesto a corregirlos, si es que de verdad puede llevar a la práctica sus intenciones». Un mes más tarde, Feng repudió en público sus reflexiones filosóficas anteriores, que había desarrollado a lo largo de varias décadas. Empleó los treinta años siguientes en reescribir su trabajo. En todo momento trató de ajustarse al dogma más reciente[8]. Sin embargo, Mao sentía una profunda desconfianza por las personas cultas y exigía que le demostraran su temple. El estudio con libros era cosa del pasado, la experiencia práctica lo era del presente (el Presidente opinaba: «Solamente la práctica social puede ser criterio de verdad»). Ya en 1927, año en el que comparó a los campesinos con un huracán, había insinuado que se probaría a todo el mundo: «Existen tres alternativas: ponerse en cabeza y guiar; quedarse atrás, gesticular y criticar; e interponerse en el camino y oponerse[9]». Para demostrar su compromiso con el nuevo orden, cientos de miles de intelectuales fueron enviados al campo entre los equipos de trabajo que debían encargarse de la reforma agraria. Durante meses, tuvieron que ensuciarse las manos, convivir y trabajar mano a mano con los granjeros pobres y ayudar a los cuadros del Partido a efectuar un análisis de clase de cada una de las aldeas. Luego debieron mancharse las manos de sangre y participar en las sesiones de denuncia en las que se tildaba de terratenientes, traidores o tiranos a los dirigentes tradicionales. Para muchos de ellos, fue el bautismo de fuego. Algunos no habían pisado jamás el campo y solo unos pocos habían trabajado de verdad con las manos. Por tradición, el trabajo manual era tabú en una sociedad gobernada por estudiosos. Liu Yufen, que entonces tenía veinte años y acababa de graduarse en una escuela del Partido, recordaba: «Visité la casa más pobre de la aldea, no tenía cama, sábanas ni mantas. Solo había un anciano vestido con harapos. Ver las condiciones en que vivía me causó una gran impresión». Muchos de ellos, privados de todas las comodidades de la vida moderna, instalados en cabañas pequeñas y toscas en las que vivían familias enteras con sus animales, obligados a levantarse al alba para acarrear estiércol o cavar la tierra durante todo el día, sufrieron un choque cultural. Lo superaron enseguida, a menudo gracias a una combinación de necesidad, miedo y convicción, asistidos por sesiones de estudio diarias en las que sus pares evaluaban y criticaban su conducta[10]. Pero se enfrentaban a un desafío aún mayor cuando presenciaban la acción revolucionaria. Eran pocos los que estaban preparados para la brutalidad con que se realizaba la redistribución de tierras. Se golpeaba, torturaba, colgaba y a veces se mataba de un tiro a las víctimas. Todos ellos tenían que cerrar la profunda brecha que separaba la propaganda de la realidad de la revolución. Tenían que endurecerse, acallar las dudas que crecían en su interior cuando contemplaban maltratos físicos, recitar en todo momento el glosario de la lucha de clases para justificar la violencia. Había que conjurar una visión de abundancia comunista para todos, a fin de ver más Página 164

allá de la miseria de las sesiones de denuncia y el saqueo organizado. Tenían que convencerse a sí mismos de haber visto el Nuevo Mundo. Algunos, incluso, tenían que esforzarse para no les temblasen las manos cuando les ordenaban apretar el gatillo. A un amigo de Liu Yufen le ordenaron que ejecutase a un hombre condenado por contrarrevolucionario, y tembló con tal violencia que todos los disparos fallaron el blanco. Los soldados rasos del pelotón de ejecución tuvieron que finalizar el trabajo[11]. No todos pasaban la prueba. Algunos tenían el coraje suficiente para criticar la violencia de la reforma agraria. Varios miembros de la Liga Democrática, organización que el Partido Comunista había incorporado a la Nueva Democracia, denunciaron las torturas y los asesinatos arbitrarios que tenían lugar en el campo y exigieron que un tribunal juzgara a los propietarios de tierras que habían cometido verdaderos crímenes. Otros subrayaban la necesidad de tratar humanamente a todo el mundo, incluso a las víctimas de la reforma agraria. Unos pocos cuestionaban la noción de que todos los terratenientes fueran malvados hasta la médula: «También hay malos granjeros a quienes les gusta comer pero evitan el trabajo, mientras que ciertos terratenientes trabajan duramente y viven toda su vida en la frugalidad». Pero eran pocos quienes insistían en tales puntos de vista, que a menudo eran objeto de burlas por «burgueses» y «humanistas». En cierta ocasión, Yue Daiyun, una joven que se había unido al movimiento clandestino en Beijing antes de la liberación, trató de salvar del pelotón de ejecución a un sastre viejo y empobrecido. Su superior la denunció como sentimental burguesa incapaz de adoptar una posición de clase firme. A diferencia de otros, fracasó en el intento de preservar su propio destino mediante el autoengaño: «Traté de usar la palabra clase para obligarme a ignorar todo tipo de actos de violencia inhumanos. Pero vi que las llamadas designaciones de clase eran artificiales por completo». Después de que fusilaran al sastre, sintió un dolor como si «me hubieran arrancado la mitad del cuerpo[12]». Pero la mayoría optó por «ponerse en cabeza y guiar», en palabras del Presidente. Si querían obtener un puesto bajo el nuevo régimen, apenas tenían otra opción que transformarse en cómplices voluntarios, fuera por oportunismo, idealismo o mero pragmatismo. Muchos de ellos se prestaban con mucho gusto. Feng Youlan aprovechó la experiencia para alejarse de sus propios orígenes de terrateniente y probar sus credenciales revolucionarias. Se puso a la cabeza y ayudó a los granjeros de los alrededores de Beijing a confiscar las propiedades de los terratenientes, y celebró la revolución como experiencia transformadora. Para Wu Jingchao, profesor de Sociología en la Universidad de Tsinghua, el momento más memorable en todo el tiempo que pasó en el campo fue cierta ocasión en que, de entre la multitud, un indigente subió de un salto al escenario durante una sesión, se arrancó la camisa, empezó a golpearse el pecho, agarró a un terrateniente por el cuello de la camisa y le amenazó con un dedo en la cara. Wu pregonaba su entusiasmo por la reforma agraria en el Guangming Ribao («Diario ilustrado»): «Después de la liberación, también Página 165

estudiamos el punto de vista de clase, y el punto de vista de las masas, pero todo lo que aprendimos no fue, ni de lejos, tan profundo como la práctica de un mes». Mao aprobó sus palabras y escribió a Hu Qiaomu, director del Departamento de Propaganda: «Esto está muy bien escrito, por favor, ordena al Renmin Ribao que lo publique y encárgate de que la agencia de noticias Xinhua lo haga circular». Parecía que Wu Jingchao tenía la carrera garantizada[13]. Eran muchos los que sentían una rabia genuina contra el antiguo orden. Zhu Guangqian, que pasaba de los cincuenta años y había tenido un papel fundacional en el estudio de la estética en China, sentía que el odio circulaba por todo su cuerpo: Cada vez que oía cómo un campesino expresaba sus quejas contra un terrateniente y las lágrimas le surcaban las mejillas, me sentía como si yo mismo me hubiera transformado en el campesino enfurecido, y lamentaba de verdad no poder dar un paso adelante y arrearle una buena paliza al terrateniente en cuestión[14].

Otros fueron más lejos. Lin Zhao, una joven testaruda e idealista que había escrito denuncias mordaces de la corrupción del gobierno y luego se había unido al movimiento clandestino destino en 1948, dijo a una compañera de clase: «Mi odio por los terratenientes es tan grande como mi amor por el país». Para demostrarlo, ordenó que metieran a un terrateniente dentro de una tina repleta de agua gélida y se le obligara a pasar allí la noche. Sintió «alegría cruel» al oír los gritos de dolor del hombre, porque implicaban que los aldeanos no volverían a temerlo. Después de que una docena de víctimas fueran ejecutadas al final de una asamblea que la propia Lin Zhao había contribuido a organizar, contempló los cadáveres uno tras otro. «Al verlos morir de ese modo, me sentí tan orgullosa y alegre como el pueblo que había sufrido directamente bajo su yugo». Apenas tenía veinte años[15].

Mao le dijo a Feng Youlan en octubre de 1949, después de que el filósofo hubiera anunciado su intención de reformarse: «No sientas una excesiva inquietud por obtener resultados inmediatos; puedes conseguirlos gradualmente». Pero dos años más tarde se le terminó el tiempo. Como se ha explicado en un capítulo anterior, Mao lanzó una purga de los órganos gubernamentales y organizó un asalto contra la comunidad empresarial en otoño de 1951. También estaba dispuesto a aplicar en todo el país el modelo de reforma del pensamiento que había desarrollado en Yan’an. De buen grado o por la fuerza, la élite culta debería someterse a las normas del nuevo régimen, quedaría absorbida en la burocracia estatal y perdería toda libertad creativa y posibilidad de ganarse el sustento de manera independiente. En octubre de 1951, Mao anunció: «La reforma del pensamiento, sobre todo la reforma del pensamiento de los intelectuales, es uno de los prerrequisitos más importantes para la realización de la reforma democrática y de la industrialización». Poco después, Zhou Enlai, vestido con un traje Mao de lana gris, impartió una conferencia a 3000 destacados docentes en el Huairentang, un edificio de la sede del Partido en Zhongnanhai. El primer ministro les advirtió de que estaban imbuidos con Página 166

los «pensamientos erróneos de la clase burguesa y de la pequeña burguesía» y deberían trabajar con ahínco para «asumir las posiciones, el punto de vista y el método correctos de la clase trabajadora». La conferencia duró siete horas. Wu Ningkun, científico formado en Estados Unidos que acababa de regresar a China contra los consejos de su hermano, residente en Taiwán, y de su hermana mayor, establecida en Hong Kong, abandonó al cabo de una simple hora el intento de tomar notas, aunque fuese por pura formalidad: «¡Poco me imaginaba que la conferencia de siete horas sería nada menos que una declaración de guerra contra la inteligencia y la integridad de los intelectuales para los cuarenta años siguientes!»[16]. Seis semanas antes, cuando estaba a punto de embarcar en el navío President Cleveland para regresar a su país, Wu Ningkun había preguntado a T. D. Lee, compañero de carrera y futuro premio Nobel de Física, por qué no regresaba para colaborar en la Nueva China. Su amigo le había respondido, con sonrisa cómplice, que no quería que le lavaran el cerebro. La educación ideológica se volvió la norma para Wu y muchísimos más. Las sesiones de autocrítica, autocondena y autoacusación se sucedían un día tras otro, hasta que se quebrantaba toda resistencia y la persona se derrumbaba, presta para servir al colectivo. Igual que una década antes en Yan’an, todo el mundo tenía que nombrar a sus parientes y amigos, e informar sobre su pasado político, sus actividades anteriores y todas sus creencias, incluso sus pensamientos más íntimos. Había que retener y examinar hasta las impresiones transitorias y fugaces, porque a menudo revelaban al burgués escondido bajo una máscara de conformidad socialista. Todo esto tenía lugar bajo una formidable presión social, frente a asambleas multitudinarias o en sesiones de estudio sometidas a una supervisión estricta, porque los otros participantes trataban de hallar una grieta en la armadura de cada uno de los sospechosos y los iban desgastando con un bombardeo de preguntas incisivas[17]. Cierto día descubrimos que la organización del Partido en la Universidad se había reforzado de golpe. Una nueva norma estipulaba que en cada una de las mesas del comedor tenía que haber un miembro del Partido o de la Liga de las Juventudes, y también en cada uno de los dormitorios colectivos de la residencia. Aquellos comunistas tomaban nota día y noche sobre el comportamiento de cada uno de los estudiantes. Llegaban a anotar lo que decían los estudiantes en sueños y se estudiaba su significado político.

Todo esto lo recordaba Robert Loh, que en aquella época todavía trabajaba en la Universidad de Shanghai. En dicha ciudad, no solo se celebraban interminables reuniones de grupo, sino que a veces un camión aparcaba frente a la vivienda de un acusado y un altavoz le soltaba una estridente sucesión de invectivas[18]. Pocos de los denunciados lograban resistir a la presión durante más de unos días, y escribían frenéticamente una confesión tras otra, desesperados por encontrar algo que el cuadro del Partido que se hallaba al mando pudiera aceptar. A los docentes testarudos que insistían en su inocencia se les solía encerrar en una habitación, y los cuadros del Partido les agobiaban por turnos, hasta que por fin obtenían una confesión. En Nanjing era habitual que se sacara a maestros y profesores Página 167

universitarios al escenario, se les suspendiera con cuerdas a cierta distancia del suelo y se les golpeara. Varios de ellos se suicidaron. «Aplastaremos a los que se resistan», anunció el secretario del Partido en Nanjing. Mao elogió y difundió su informe. Varios docentes fueron arrestados y ejecutados en Chengde, ciudad donde se halla el gran jardín imperial que había sido en otro tiempo residencia de verano de los emperadores manchúes[19]. Muchos de ellos trataron de expiar las faltas reales o imaginarias del pasado. Jin Yuelin, el profesor de lógica que había estudiado ruso, tuvo que escribir doce confesiones hasta que se aceptó que se había reformado. Feng Youlan, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió pasar la prueba. Chen Xujing, importante sociólogo titulado por la Universidad de Illinois, tuvo que presentarse ante una asamblea de estudiantes y personal de la Universidad de Lingnan y soportar una penitencia de cuatro horas, bañado en lágrimas. Ni así logró satisfacer a las autoridades[20]. En ciertos casos, intelectuales de lealtad extrema sufrían una persecución tan feroz que terminaban por alejarse del Partido. Esto último también servía a un propósito, como observaba Loh acerca de un colega llamado Long: Al principio pensé que los comunistas habían sido estúpidos al provocar el alejamiento de Long. Después de la traición, la persecución y la humillación que había sufrido a manos de los comunistas, estaba claro que los odiaba, y por tanto habían transformado en anticomunista a un valioso procomunista. Tuve que esperar algún tiempo para darme cuenta de que los comunistas habían sido plenamente conscientes de la lealtad de Long a su causa, y de que eran igualmente conscientes de que después de la «reforma» se había convertido en desafecto, Con todo, habían logrado aterrorizarlo hasta el punto de que en adelante, con independencia de lo que pensara, hablaba y actuaba durante todas sus horas de vigilia exactamente como querían los comunistas. Si se hallaba en ese estado, los comunistas se sentían más seguros con él[21].

Otra convencida de la causa era Liu Xiaoyu, la joven que se había adherido al Partido Comunista como si se tratase de su propia familia: Todos nosotros estábamos asustados. Dejamos de hablar incluso con las personas a las que solíamos ver como muy cercanas. Nadie se atrevía a expresar lo que pensaba, ni siquiera a los más íntimos, porque era muy probable que nos denunciaran. Todo el mundo denunciaba y era denunciado. Todo el mundo vivía con el miedo en el cuerpo.

Pero lo que acabó por provocar que perdiera su fe en el Partido fue la inaudita intrusión en su vida privada. Su matrimonio era muy reciente, pero de todos modos la acusaron de pasar demasiado tiempo con su marido, en vez de consagrarse a la revolución. Había personas que se detenían en torno a nuestro hogar y espiaban por las ventanas y por el resquicio de la puerta de entrada, y trataban de descubrir trazas de intimidad. Nos observaban las veinticuatro horas del día, y si hubieran visto algo sospechoso lo habrían declarado en una reunión pública y me habrían hecho sentir vergüenza de verdad.

No tardaron en denunciarla como sierva del imperialismo, guiada por motivos ocultos[22]. Pero no todo el mundo se prestaba a seguir la corriente. Gao Chongxi, experto en industria química de la Universidad de Tsinghua, se suicidó. En la Universidad Página 168

Normal de China Oriental de Shanghai, Li Pingxin sufrió denuncias tan atroces que empuñó un hacha y trató de cortarse la cabeza. Sangró hasta la muerte. Eileen Chang, por su parte, fue una de las pocas que se negó a aceptar la retórica patriótica del nuevo régimen. Era una de las escritoras con más talento en China. Cruzó discretamente la frontera de Hong Kong bajo un nombre falso en 1952[23]. La reforma del pensamiento no se llevó a cabo tan solo en las universidades de élite. En Zhejiang la campaña alcanzó también a los estudiantes de secundaria. Algunos de ellos solo tenían doce años. Se les ordenó purificarse no solo de puntos de vista «reaccionarios», sino también de «egoísmo extremo». Asimismo, se movilizó a los estudiantes de secundaria de Guangdong para que combatieran a los contrarrevolucionarios ocultos entre sus filas. En instituto n.o 1 de Luoding, por ejemplo, se arrestó a 80 estudiantes. En las provincias noroccidentales se llegó al extremo de reprender a estudiantes de primaria por albergar pensamientos burgueses. Al cabo de poco tiempo, toda forma de insubordinación se llegó a considerar un peligroso signo de malestar individual que había que cortar de raíz. En las escuelas de la provincia de Jiangxi, el acoso llegó a tal extremo que «los suicidios de estudiantes no cesaban». En cierta ocasión, le pusieron grilletes en las piernas a un muchacho sospechoso de haber robado 15 yuanes y lo azotaron con trallas de bambú hasta que presentó una confesión exhaustiva. A otros los sometían a confinamiento solitario. Unos pocos enloquecían. Hu Chunfang se negó a ir en busca de leña: «He venido a estudiar tecnología, no a hacer de leñador». Por esta insolencia, lo arrastraron a una sesión de denuncia. Las propias autoridades de la escuela lo expresaban de este modo: «Golpeamos a uno para asustar a los demás[24]». A finales de 1952, prácticamente todos los estudiantes y docentes servían con lealtad al Estado. La comida que se les daba dependía de su conducta. Igual que sucedía con todos los que trabajaban para la Administración, se les exigía que aceptasen cualquier trabajo que les asignara el Partido. El Estado necesitaba la contribución de millones de jóvenes para desarrollar regiones fronterizas como Mongolia Interior, Xinjiang y Manchuria. También quería expertos que le ofrecieran asesoría tecnológica en el campo. La reforma del pensamiento aplastó toda resistencia que pudiera haber hallado la asignación de un puesto en una región lejana, y a menudo poco atractiva. El socialismo elogiaba lo colectivo y por ello las necesidades de la Administración eran más importantes que las preferencias individuales. Por otra parte, los jóvenes profesores ayudantes con cualificaciones políticas más fiables reemplazaron en las ciudades a los profesores universitarios formados en el extranjero. Otros, que habían obtenido títulos en las mejores universidades del mundo, se veían relegados a puestos como asistente en una biblioteca de pueblo o cajero en un banco de distrito. Según Robert Loh: «Ninguno de ellos recibía un puesto acorde con su categoría ni su capacidad[25]». La campaña logró el objetivo que se había propuesto: destruir la unidad entre intelectuales, expulsarlos de las posiciones de autoridad y rebajarlos ante el pueblo. Página 169

También sirvió a otro propósito. A principios de 1952, el sistema de educación superior precisaba —según las autoridades— de un «reajuste», que implicaba la reestructuración y fusión de las facultades de varias universidades. Se quiso disfrazar de este modo la supresión de todas las universidades cristianas de China. La Universidad Femenina de Ginling, en la que Liu Xiaoyu había estudiado unos años antes, pasó a formar parte de la Universidad de Nanking. La Universidad de Yenching, creada en Beijing bajo la autoridad de John Leighton Stuart en 1919, tuvo que cerrar sus puertas. La Universidad de Lingnan, donde Chen Xujing había detallado sus faltas en una asamblea multitudinaria de cuatro horas, se incorporó a la Universidad Sun Yat-sen de Guangzhou. Años más tarde, una parte de sus docentes huyó a Hong Kong y fundó una facultad de artes liberales con el mismo nombre. Todo el sistema de educación superior se transformó hasta volverse irreconocible. «No quedaron trazas de prestigio intelectual, ni del espíritu y la tradición por los que cada una de las instituciones se había distinguido de las demás[26]».

La presión no se moderó. Casi todos los años, el régimen identificaba a un destacado estudioso como contrarrevolucionario y le convertía en víctima de ruidosas denuncias por parte del aparato propagandístico. Después de que Mao denunciara a Hu Shih en agosto de 1949, estudiantes y profesores tuvieron que tomar distancia respecto al ensayista, filósofo y diplomático liberal. Mao había escrito sobre él con entusiasmo cuando todavía era un joven estudiante en Hunan. En 1919, cuando trabajaba como auxiliar en la biblioteca de la Universidad de Beijing, quiso asistir a sus clases, pero Hu Shih no le aceptó: «¡No eres estudiante, así que ya puedes marcharte de aquí!». Ya presidente, se aseguró de que su obra se prohibiera. El propio hijo de Hu Shih compareció para repudiar a su padre, por tratarse de un «reaccionario» que había allanado el camino del capitalismo: «Mientras no regrese a los brazos del pueblo, será siempre enemigo del pueblo, y mi propio enemigo». Hu Shih respondió desde Nueva York: «Sabemos, por supuesto, que no hay libertad de expresión. Pero son pocos los que comprenden que tampoco hay libertad de silencio. Los habitantes de los países comunistas están obligados a expresar su fe y su lealtad[27]». Liang Shuming fue otra de las bestias negras del Presidente. Ambos habían nacido en 1893, pero Liang era un pensador brillante, contratado a la edad de veinticuatro años por el Departamento de Filosofía de la Universidad de Beijing, en tiempos en los que Mao no era más que un desconocido maestro de primaria. Un año más tarde, en 1918, ambos se encontraron brevemente en la casa de un maestro de Mao en Beijing, si bien Liang apenas prestó atención al estudiante de Hunan. Pero en 1938 el filósofo viajó a Yan’an, y un Mao bien compuesto y educado recordó al instante el encuentro: Hace mucho tiempo, en 1918, nos vimos en la Universidad de Beijing, donde usted era un profesor importante y yo tan solo un humilde bibliotecario. Probablemente no se acordará usted de que era yo quien le recibía a la puerta

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en sus frecuentes visitas a la casa del profesor Yang.

Liang se llevó una profunda impresión de Yan’an, aunque no creyese que la teoría de clases se pudiera aplicar a la sociedad china, ni que pudiera resolver los problemas del país. Mantuvo una relación intelectual con Mao y le ofreció ejemplares de sus propios trabajos. Igual que muchos otros, en 1949 alabó públicamente al Presidente y se adhirió a la Nueva China. Al cabo de un año, un amistoso Mao, que se sentía halagado por contar con su aprecio, lo invitó a incorporarse a la Conferencia Consultiva Política como miembro del comité. Se sucedieron nuevas visitas de cortesía y comentarios elogiosos sobre la situación del país. En cierta ocasión, el Presidente llegó a enviar su propio coche para que trasladase al profesor a Zhongnanhai. En septiembre de 1950, Mao se preocupó de que Liang se mudara a una residencia privada cercana al famoso Barco de Mármol construido por la emperatriz viuda Cixi en el Palacio de Verano. Pero Liang no era hombre que se dejara intimidar. En 1952, en el momento culminante del ataque contra la empresa privada, escribió al Presidente para explicarle que «no puede decirse, en absoluto, que todos los comerciantes carezcan de honradez», y expresó dudas sobre la posibilidad de que estuvieran organizados hasta el punto de poder lanzar un ataque concertado contra el Partido Comunista. En una carta que alcanzó una gran difusión entre los máximos dirigentes, Mao denunció dichos puntos de vista como «absurdos». La relación se enfrió. Un año más tarde, en una reunión de la Conferencia Consultiva Política, Zhou Enlai animó a Liang Shuming a hablar largo y tendido, y con libertad. Liang lo hizo, y deploró el empobrecimiento del campo. Explicó acerca de los trabajadores urbanos: «Viven en el noveno círculo del paraíso, mientras que los campesinos habitan en el noveno círculo del infierno». Pocos días más tarde, un airado Zhou reprendió a Liang por reaccionario en una larga charla interrumpida ocasionalmente por las furiosas exclamaciones del propio Mao. Liang se quedó atónito y permaneció en silencio. Pero al día siguiente, al reanudarse la sesión, defendió con tozudez sus posiciones, e incluso amenazó con retirarle su respeto al Presidente si este no le concedía el tiempo necesario para explicarse. Un severo Mao le atacó desde la tribuna, pero Liang persistió, y llegó a preguntar a bocajarro si el propio Presidente tendría la magnanimidad de realizar una autocrítica. Llegados a ese punto, los asistentes pedían a gritos la cabeza del filósofo: «¡Liang, baja del podio! ¡No permitáis que diga esas idioteces!». Pero Liang no cejó. Mao, sin perder la calma, le concedió diez minutos, y Liang declaró que eran insuficientes. Se llegó a la conclusión de que había que votarlo y el público se alborotó todavía más. El filósofo perdió y así se puso fin a la extraordinaria confrontación. Más adelante apareció una larga y demoledora «Crítica de las ideas reaccionarias de Liang Shuming» que lo tildaba de «hipócrita» e «intrigante», entre otros calificativos. Mao arremetía a mazazos: «Hay dos maneras de matar seres humanos: una de ellas consiste en matar con pistola, y la otra con la pluma. El método que se disfraza con mayor maña y no derrama sangre es el que Página 171

consiste en matar con la pluma. Tú eres un asesino de este último tipo». Chiang Kai-shek era el asesino de la pistola y aguardaba detrás de Liang Shuming. La carrera del filósofo había terminado. Abandonó su residencia en el Palacio de Verano[28]. Ninguno de los ataques se limitaba a la alta política. Cada uno de ellos alimentaba una nueva cacería de enemigos reales e imaginarios por todo el sistema educativo. En julio de 1954, por ejemplo, el escritor y teórico del arte Hu Feng envió al Partido una larga carta en la que comparaba sus empobrecedoras teorías con cuchillos clavados en el cerebro de los escritores. El propio Hu no se había unido nunca al Partido Comunista, aun siendo marxista. Durante la década de 1930 se había ganado el respeto de sus colegas escritores, que se lo habían otorgado de mala gana, por su comprensión de las complejidades del marxismo. Pero también se había buscado enemigos con sus enconadas discusiones sobre cuestiones teóricas muy abstractas y a veces triviales. En más de una ocasión había desenfundado su afilada pluma contra los seguidores ortodoxos del Partido, como Zhou Yang y Guo Moruo. Aún le había resultado más dañino su ataque contra la política cultural de Yan’an en 1942. Había escrito: «[el Partido] quiere estrangular la literatura. Quiere que la literatura se ausente de la vida real y quiere que los escritores cuenten mentiras[29]». Veinte años más tarde, algunos de sus enemigos se habían vuelto poderosos y dictaban el dogma literario. En una reunión de la Conferencia Consultiva Política en Beijing, en el mismo lugar donde un año antes Liang Shuming había sufrido los abucheos, Guo Moruo lanzó un ataque solapado contra los escritores que ensalzaban el «idealismo burgués». Hu captó la indirecta y dio marcha atrás al instante. Un mes más tarde, en enero de 1955, escribió una confesión. Pero su ruina ya estaba decidida, porque la maquinaria del Partido avanzaba inexorablemente. Zhou Yang, el sumo pontífice del Ministerio de Propaganda, que en 1950 había viajado por la Unión Soviética en compañía de una amplia delegación, se encargó en persona de supervisar la campaña contra él. En abril, el Renmin Ribao denunció a Hu Feng y menospreció su confesión por «insincera» y «mendaz». Durante los meses siguientes aparecieron en la prensa otros 2131 artículos que atacaban al escritor. Se publicaron pasajes incriminatorios de cartas privadas que Hu había escrito a algunos de sus amigos, con el objetivo de desprestigiarlo todavía más. Mao colaboró en persona en la persecución y no vaciló en rebajarse a escribir comentarios de condena sobre los pasajes de cartas publicados. En junio de 1955 se condenó a Hu por haber liderado una camarilla contrarrevolucionaria, se le expulsó de todos los puestos que ocupaba, se le juzgó en secreto y se le condenó a catorce años de prisión (si bien no saldría de la cárcel hasta 1979[30]). La cacería estaba en marcha. Una campaña de terror trató de acabar con todos los seguidores reales e imaginarios de Hu Feng. En las ciudades aparecieron pancartas rojas que proclamaban: «¡Extirpad decidida, íntegra, total y exhaustivamente a todos los contrarrevolucionarios ocultos!». Wu Ningkun, que había llegado de Estados Unidos únicamente seis semanas antes de que empezara la campaña de reforma del Página 172

pensamiento en octubre de 1951, ya sabía qué había que hacer y se unió al coro de denuncias, aunque se despreciaba a sí mismo por haberlo hecho: «Sabía muy bien que las campanas no sonaban tan solo por Hu Feng y por otros inocentes». De todos modos, no tardó en encararse con una asamblea de más de cien personas vinculadas a la Universidad Nankai de Tianjin, acusado de liderar una banda contrarrevolucionaria integrada por cuatro personas. Registraron su casa de arriba abajo y le revolvieron cajones, maletas y baúles en busca de armas y radiotransmisores. Se incautaron cartas, libretas, manuscritos y papeles varios. Las sesiones de denuncia se sucedían, porque sus inquisidores se turnaban para gritarle insultos y dispararle preguntas sobre todos los aspectos de su pasado, con la intención de fatigarlo. Sus tribulaciones iban a durar hasta el verano de 1956[31]. Espoleados por la publicación de las cartas que se habían enviado Hu Feng y sus seguidores, algunos de los escritores más eminentes del país empezaron a sacarse los trapos sucios entre sí. La escritora Ding Ling había incendiado la China literaria con relatos breves e iconoclastas a finales de la década de 1920. Aunque se uniera a los comunistas en Yan’an, había caído en desgracia al denunciar el trato machista que los líderes dispensaban a las mujeres. El propio Mao había establecido la pauta al abandonar a su mujer por otra más joven. Ding Ling tuvo que marcharse a trabajar en el campo a causa de su impertinencia. Había evitado el pelotón de ejecución gracias a una brutal denuncia contra el también escritor Wang Shiwei, a quien había acusado de rebajarse al nivel de una «letrina». Luego trabajó con ahínco por expiar sus errores, y en 1951 su novela Taiyang zhao zai Sanggan he shang («El sol brilla sobre el río Sanggan»), una celebración de la reforma agraria y de su violencia revolucionaria, obtuvo el Premio Stalin de Literatura. Pero todo el asunto de Hu Feng arrojó una sombra sobre su carrera, porque había sido amiga del escritor desde los tiempos de Yan’an. Le denunció, pero fue inútil, y tanto ella como su viejo amigo Chen Qixia sufrieron ataques como líderes de una camarilla contrarrevolucionaria. Chen, incapaz de soportar la presión, confesó todo tipo de delitos imaginarios, con la esperanza de abreviar su sufrimiento. Luego entregó toda la correspondencia que había intercambiado en años previos con Ding Ling y la acusó de haber tratado de «hacerse con el liderazgo de los círculos literarios[32]». Los enfrentamientos alcanzaban una gran virulencia, porque los principales miembros de la intelectualidad competían por sacarse trapos sucios los unos a los otros con la esperanza de salvarse, pero gente corriente de todo el país vivió experiencias similares. Dan Ling, el joven estudiante que se había unido a un «equipo de cazadores de tigres» en 1952, había empezado a trabajar como técnico en una fábrica de tanques de Baotou, una nueva ciudad que se estaba construyendo cerca del desierto de Mongolia. También participó en las asambleas en las que se denunciaba a Hu Feng. Igual que a otros trabajadores, se le animó a denunciar a todo sospechoso de compartir el «idealismo burgués» de Hu. Zhang Ruisheng, amigo íntimo de Dan y graduado en la Universidad de Tsinghua, fue uno de ellos. Cierto día, tres agentes de Página 173

paisano se presentaron en la fábrica y registraron su habitación. No encontraron nada que pudiera incriminarlo, pero no se libró de las sospechas porque era hijo de un rico capitalista de Tianjin. Al cabo de poco tiempo, los responsables de la fábrica se volvieron contra él y convocaron una sesión tras otra con el objetivo de denunciarlo y de obligarlo a revelar sus «secretos contrarrevolucionarios». Al fin, su vehemente defensa de su propia inocencia dio fruto, y fue exonerado después de una larga investigación[33]. Se produjeron incontables casos del mismo tipo por todo el país, porque se perseguía a docentes, médicos, ingenieros y científicos sospechosos de mantener contactos «contrarrevolucionarios» con «potencias extranjeras». Luo Ruiqing, que había ascendido a máximo responsable de seguridad, investigó a 85 000 profesores de enseñanza media. A uno de cada diez se les consideró elementos desviados que saboteaban el socialismo, conspiraban contra el Partido o alentaban la rebeldía entre los estudiantes, y se les purgó. En las escuelas primarias hubo el doble de afectados. A lo largo de 1955, un total de más de 1 millón de personas tuvo que enfrentarse a acusaciones de conspiración contra el Estado y se descubrieron 45 000 elementos perniciosos. Esta cifra no incluye el arresto de más de 13 500 «contrarrevolucionarios» dentro de las filas del propio Partido. Tan solo en Hebei se descubrieron más de 1000 camarillas, por encima de las 300 de índole contrarrevolucionaria. Entre ellas figuraban una Alianza Secreta Anticomunista, un Grupo por una China Libre y un Partido Reformista. Con relación al caso de Hu Feng, la policía secreta investigó a 48 «miembros principales» y 116 «miembros ordinarios» del Partido en todo el país[34]. Miles de personas se suicidaron. Una mañana de verano, Wu Ningkun se presentó para su interrogatorio diario y se encontró con que los investigadores hablaban apasionadamente entre sí. Un miembro prominente de la Facultad de Estudios Ingleses había aparecido ahogado en un estanque decorativo que se hallaba frente a la biblioteca. En Shanghai, Yu Hongmo, gerente de una editorial, se tragó una larga aguja en un intento por morir. Sobrevivió. Muchos otros se quedaron en el paro y malvivieron con trabajos eventuales, o recurrieron al robo. Algunas de las mujeres llegaron a prostituirse para poder sobrevivir. Tan solo en la capital, hubo más de 4000 casos. Uno de ellos fue el de Wang Zhaozheng, un estudiante expulsado de la Universidad de Wuhan. Envió diez peticiones al Consejo de Estado y al Presidente para que le permitiesen emigrar a Hong Kong. Después recurrió a la embajada británica, amenazando directamente con empañar la reputación del país. Luo Ruiqing ordenó a sus subordinados que actuaran contra personas como Wang y los encerrasen en el gulag[35].

La persecución contra los literatos también comportó la quema de libros a gran escala. Entre enero y diciembre de 1951 se quemaron o vendieron como papel de Página 174

desecho un total de 237 toneladas de libros. La Shangwu Yinshuguan, una de las editoriales más grandes del país, debía de tener unos 8000 títulos en prensa en verano de 1950. Un año más tarde se había considerado aceptable la circulación de tan solo 1234 de estos. Se realizaron conferencias sobre «cómo librarse de los malos libros». En algunos casos, colecciones enteras acabaron en las llamas, como por ejemplo 17 000 cajas de ejemplares de la famosa antología de obras maestras de la literatura propiedad de Wang Renqiu. En Shantou, uno de los puertos que durante el siglo XIX se habían abierto al comercio extranjero en virtud de los tratados, una gigantesca hoguera que ardió tres días seguidos devoró 300 000 volúmenes que representaban «vestigios del pasado feudal». Algunos de los cuadros del Partido encargados del control de la cultura se tomaban su trabajo tan en serio que reducían a pulpa de papel todo lo que encontraban, incluso libros que ni siquiera constaban en la lista negra; una lista, por otra parte, confusa, porque sufría continuos cambios. Así, en Beijing, las obras del propio Sun Yat-sen, considerado padre de la nación por el Partido Comunista, desaparecieron de los estantes, y en 1954 se recicló una tonelada de ejemplares de una guía turística francesa de Beijing. El precio habitual que se pagaba en las librerías de viejo —un negocio que estaba desapareciendo— era de 4 o 5 yuanes por kilo. A veces los propios estudiantes hacían acopio de libros sospechosos y los entregaban a sus profesores para que los destruyeran, y ciudadanos preocupados llevaban obras prohibidas a la oficina local del Partido. La policía efectuaba redadas en las que arrestaba por docenas a los vendedores ambulantes que insistían en vender novelas rosas o de artes marciales por las aceras y los mandaban al gulag[36]. A partir de septiembre de 1952, se exigió a los editores y encargados de ediciones que se inscribieran en un registro administrativo y presentaran informes regulares. Pocos de los clásicos del abundante legado literario del país se siguieron reeditando. El Shi Jing (Clásico de la poesía o Libro de las odas) era el único de los trece clásicos de la literatura que aún se podía conseguir, porque se consideraba que contenía cantos populares de los tiempos antiguos. Unos pocos poetas, como por ejemplo Qu Yuan, del siglo III a. C., también escaparon de la destrucción, porque se creía que habían escrito «para las masas». El gobierno central, que había logrado un control absoluto sobre la prensa y las editoriales pocos años después de la liberación, supervisaba toda la censura[37]. En lugar de todo ello, se suministraba a los lectores una dieta insípida de libros de texto rusos, traducidos a miles desde finales de 1952, así como de ensayos teóricos de los líderes comunistas. Las obras de Mao Zedong ocupaban el primer lugar (en 1954 se decretaron severas restricciones sobre el empleo de oro, pero entre las excepciones, aparte de los empastes dentales, figuraba también el uso de láminas doradas en las obras selectas del Presidente). Con todo, el grueso del material publicado era de carácter propagandístico. Iba dirigido a todas las categorías de destinatarios imaginables e igualmente trataba todos los temas imaginables. Había cómics de bolsillo para niños con tiradas de decenas de millones de ejemplares, que Página 175

contaban historias de héroes de clase, espías imperialistas, victorias en la guerra, récords de producción y la construcción de una nueva sociedad socialista. Los escritores que trabajaban para el Partido produjeron un pequeño número de obras autorizadas, pero con tiradas reducidas. Incluso los escritores izquierdistas que habían acudido en masa a unirse a los comunistas —Lao She, Ding Ling, Mao Dun— ya no estaban en posición de crear la literatura de protesta que les había dado fama antes de la liberación. En palabras de un perspicaz observador: La incapacidad de cientos de luminarias de la literatura reunidas en Beijing y Shanghai para producir una sola obra notable durante cinco años de gobierno comunista podría ser una primera indicación, no solo de que habían comprendido mal la naturaleza de la causa comunista a la que contribuyeron, sino también de que ellos mismos habían sido incapaces de adaptarse al gobierno de Mao[38].

Pero lo más importante era que los propios lectores, gracias a las implacables campañas de reforma del pensamiento, tenían buen cuidado de elegir materiales de lectura políticamente correctos. Nadie quería arriesgarse a que lo infectara el veneno burgués, porque a continuación tendría que enfrentarse a las temidas sesiones de lucha. Mana Yen, una estudiante de la Universidad de Beijing, escribía: Las traducciones de los novelistas soviéticos modernos no representaban ningún peligro, por supuesto. Podíamos comprar las obras de escritores populares como Fadéyev y Símonov. Maestros más antiguos que habían influido sobre toda una generación de escritores chinos —Turguénev y Dostoyevski, e incluso las traducciones de Gorki— se dejaban de lado por obsoletas. Por lo que respecta a la literatura china, se podían leer las obras de Zhao Shuli, Taiyang zhao zai Sanggan he shang («El sol brilla sobre el río Sanggan») de Ding Ling y las llamadas «producciones colectivas» de jóvenes escritores, a los que se celebraba por su riqueza en «rasgos de Partido». Prácticamente todo lo demás, incluidos los libros que los comunistas habían elogiado previamente como «progresistas», se volvió sospechoso.

Todo esto ocurría en 1951, antes de que se intensificase la censura[39]. A pesar de ello, los lectores voraces de verdad lograron sobrevivir, a menudo gracias a colecciones que ocultaban de miradas indiscretas. Kang Zhengguo, por aquel entonces un muchacho que vivía en la antigua capital de Xi’an, tenía una vena rebelde y lo enviaron a vivir con sus abuelos. La vieja casa de paredes encaladas, suelos de madera noble y amueblada con un delicioso batiburrillo de antigüedades, era como un cofre del tesoro donde se guardaba todo tipo de libros, apilados en polvorientos montones en la buhardilla. Kang devoraba todo lo que caía en sus manos, desde sutras budistas y novelas de aventuras hasta viejos recortes de periódico que se habían conservado entre las páginas de una edición de formato muy grande de los Trece Clásicos anotados. La colección sobrevivió hasta la llegada de los Guardias Rojos en 1966[40].

El redoble de los tambores tradicionales y el sonido de las canciones revolucionarias desplazó a la música clásica. Las grabaciones de Beethoven, Chopin, Schubert, Mozart y otros compositores extranjeros se consideraban burguesas y se hicieron desaparecer con discreción. En 1952, los integrantes del Conservatorio Central de Página 176

Música de Beijing decidieron celebrar el décimo aniversario de las charlas de Mao Zedong sobre literatura y arte en Yan’an con un debate sobre la mejor manera de aplicar las teorías del Presidente a su propio trabajo, y llegaron a la conclusión de que los músicos tenían que estar «en armonía con la realidad concreta». Ese mismo año, el presidente del Conservatorio de Shanghai —uno de los más renombrados de Asia antes de 1949 y líder en música moderna— escribió al Jiefang Ribao para atacar a quienes adoraban ciegamente la música occidental y creían que «la música no estaba obligada a tener contenido ideológico[41]». Antes de la liberación, el jazz gozaba de tal popularidad que se consideraba a Shanghai capital de ese tipo de música en Asia. Hasta 1949, intérpretes que empezaban a despuntar por todo el mundo y músicos experimentados estadounidenses actuaron en muchos escenarios dedicados a la música popular. Pero a las pocas semanas de la caída de Shanghai las autoridades cerraron los clubes nocturnos o los transformaron en fábricas. El régimen prohibió el jazz por completo y lo censuró por degenerado, decadente y burgués. Durante las décadas previas a la liberación había habido una demanda todavía más grande de cantantes femeninas que combinaban melodías hollywoodienses, orquestación jazzística y folklore local para crear canciones populares. La música de estrellas como Zhou Xuan se difundía ampliamente por la radio y sonaba en los gramófonos, pero a partir de 1949 se denunció como pornográfica. La destrucción fue todavía más allá: la gran mayoría de los 80 000 discos grabados en la era previa al comunismo se depositó en un archivo estatal donde se deterioró hasta que su recuperación fue imposible[42]. Los oídos no tardaron en acostumbrarse a la nueva música introducida por las delegaciones culturales soviéticas. Las emisoras empezaron a retransmitir temas con títulos como Las buenas acciones del Partido Comunista son demasiadas como para contarlas, Himno al presidente Mao, Canción de la Nueva Mujer y Hermano y hermana, arad el desierto. El canto coral se popularizó. A diferencia de los solos, que eran expresiones intolerables de individualidad burguesa, el canto en grupo no suponía ningún peligro. Y contribuía a diseminar propaganda con canciones compuestas para cada tipo de actividad. Los granjeros cantaban sobre la reforma agraria, los trabajadores sobre los derechos de los proletarios. Los soldados cantan mientras desfilan o cuando se detienen a descansar. Los niños que van a la escuela cantan durante gran parte del día. Los prisioneros cantan cuatro horas al día. En todos los cursos de adoctrinamiento para los candidatos que aspiran a funciones de gobierno, el canto ocupa entre tres y cuatro horas diarias.

Los estudiantes se reunían en parques en ocasiones especiales y cantaban una estridente Canción del Nuevo Campesino, u otra equivalente, con acompañamiento de tambores y gongs. Las muchachas de los coros cantaban a pleno pulmón tonadas tan pegadizas como Diez mujeres elogian a sus maridos. El canto se enseñaba con la misma disciplina y la misma exigencia que todo lo demás, y el resultado a veces era impresionante. Puede que algunos no cantaran con el corazón, pero todo el mundo se sabía las letras, y estas resonaban por las calles de las ciudades y los valles de Página 177

montaña. Los niños no tardaron en cantar en el camino de vuelta a casa, balanceando un brazo para marcar el ritmo[43]. Los altavoces contribuyeron a ello. Parecía que estuvieran en todas partes, en las esquinas de las calles y las estaciones de ferrocarril, en los dormitorios colectivos, cantinas y todas las instituciones importantes. No era extraño que bombardearan con una misma melodía a la hora de la mañana en que la gente se juntaba para los quince minutos de calistenia. Marcaban el ritmo de la jornada, porque alternaban discursos políticos y canciones revolucionarias a las horas en que la gente interrumpía el trabajo para comer o volvía a casa al finalizar su turno. Tocaban todavía más canciones al anochecer. Los altavoces eran tan numerosos y molestos que hubo que introducir en Beijing regulaciones que prohibían su uso después de medianoche, con escasos resultados[44]. Junto con las nuevas canciones llegaron las nuevas obras de teatro, y por lo menos al principio, tuvieron una buena acogida entre el público. A los jóvenes, en especial, no siempre les gustaba la ópera china al estilo antiguo, con sus argumentos clásicos y disfraces extravagantes. Maria Yen, como muchos otros estudiantes que apoyaban la revolución, asistió con entusiasmo a la representación de Bai Mao Nu («La mujer de cabellos blancos»). Al subir el telón, vio el interior de la cabaña de un campesino corriente, con muebles toscos y realistas, y algo de nieve contra la pantalla de papel de la ventana. «Y no salieron al escenario señores ni damas con voces en falsete, caminando con pasos calculados. En cambio, vimos a un sencillo campesino doblegado por el trabajo y por la edad, que hablaba con su joven hija». El viejo padre se veía obligado a entregar a la hija a manos de un rapaz acreedor, pero su aflicción era tanta que terminaba por ahorcarse. Algunos de nosotros estuvimos a punto de llorar cuando el terrateniente y su sicario separaban a la muchacha del cadáver del padre y la arrastraban hasta la casa del primero. Sentíamos crecer la indignación entre el público cuando veíamos que las altivas mujeres de la casa pegaban y maltrataban a la muchacha como si fuera una esclava.

La trama era sencilla. La hija queda embarazada y el terrateniente le promete que se casará con ella, pero luego la vende a un burdel. La chica se fuga y se esconde con su bebé en el interior de una cueva durante dos años, y el cabello le crece y se le vuelve blanco. Los comunistas liberan el pueblo, que hasta entonces se hallaba en manos de los japoneses, y la joven termina por encontrarse con uno de los guerrilleros, un amigo de la infancia al que siempre había amado. Se juzga al terrateniente y los campesinos gritan el veredicto: pena de muerte. Era una historia emocionante. El diálogo, el canto y la actuación fluían con naturalidad y creaban un espectáculo que conmovió a muchos de los espectadores. El público estallaba en aplausos cuando se llevaban al malvado terrateniente para ejecutarlo y bajaba el telón[45]. Bai Mao Nu («La mujer de cabellos blancos») se adaptó como ópera, película y ballet. La representaron compañías profesionales, grupos de teatro ambulantes, Página 178

troupes militares y actores aficionados que se organizaban en fábricas, oficinas, escuelas, universidades y clubes juveniles. Otras obras, como por ejemplo Leiyu («Tempestad») de Cao Yu, hallaron un respaldo similar. Todas ellas seguían las normas y regulaciones minuciosas del Comité para la Reforma del Arte Dramático creado por el Ministerio de Cultura en julio de 1950. Y por otra parte, todo lo que tuviera el más mínimo deje de individualismo burgués quedaba proscrito. Unos pocos dramaturgos extranjeros se siguieron representando, sobre todo porque estaban autorizados en la Unión Soviética. En el caso de Shakespeare, por ejemplo, dos importantes críticos de Moscú habían llegado a la conclusión de que el bardo inglés había expuesto las maldades del sistema capitalista, lo que facilitó una representación de Romeo y Julieta por una escuela de teatro de Beijing en 1956. En la República Popular, una representación de ese tipo era tan excepcional que mereció una reseña detallada en el Illustrated London News[46]. El teatro era propaganda y logró una implantación todavía mayor gracias a unas obras breves, sencillas y centradas en temas de actualidad. En paralelo con las compañías de bailarines del Ejército de Liberación del Pueblo que interpretaban las canciones del brote de arroz, actores militares contribuían a difundir el mensaje con obras populares que se representaban casi en cualquier lugar: plazas, jardines, parques y otros espacios públicos donde era posible parar a los transeúntes para que mirasen y aplaudieran. Las obras siempre aludían a la campaña más reciente del gobierno en términos fácilmente comprensibles para campesinos analfabetos. Pero eran bastante predecibles. No faltaba una escena en la que un soldado ponía el pie sobre la gruesa barriga de un enemigo echado en tierra con las piernas en el aire. Podía tratarse de un malvado terrateniente, un espía o un explotador imperialista[47]. Shanghai había llegado a tener una industria cinematográfica superada tan solo por la de Hollywood. Pero buena parte de ella había sido destruida durante la Segunda Guerra Mundial y el nuevo régimen acabó con los vestigios que pudieran conservarse. Sus géneros más populares combinaban despreocupadamente la literatura barata, las aventuras de capa y espada, y la comedia con técnicas de vanguardia para crear un lenguaje cinematográfico que se hizo popular en toda China. Las películas con personajes vestidos a la antigua, que versaban sobre caballeros andantes, artes marciales y espíritus mágicos, atraían a un público todavía más amplio. Este se contaba por millones, y no solo en China, sino sobre todo en el extranjero, porque su mercado más importante era el Sudeste Asiático. La propia Hollywood era popular. Cuando los comunistas entraron en Shanghai, el cine Cathay tenía en cartelera la película I Wonder Who’s Kissing Her Now, un musical en Technicolor protagonizado por la actriz June Haver. No hablamos tan solo de las grandes ciudades de la costa, porque en la década de 1930 el cine estaba ya muy implantado en el interior. Incluso en Kunming, una ciudad de tamaño medio del sur subtropical, medio millón de personas fueron a ver las 166 películas proyectadas en 1935[48]. Página 179

Pocos meses después de la liberación empezó una campaña contra el cine foráneo. Las películas extranjeras se consideraban reaccionarias y decadentes, y fueron sustituidas por producciones rusas, como Lenin en octubre, Podnyataya Tselina («Tierra virgen») y El gran ciudadano. Al cabo de aproximadamente un año, cientos de empleados habían empezado a trabajar en varios centros de doblaje. Algunas de las películas estaban bien hechas y eran interesantes, sobre todo las que se habían rodado antes de la guerra (por ejemplo, El acorazado Potemkin), pero otras resultaban aburridas, incluso para los estudiantes izquierdistas. Escaseaban tanto las personas interesadas en verlas que nunca resultaban rentables. En Beijing hubo que bajar varias veces el precio de las entradas para atraer a un público numeroso. Con todo, las masas siguieron sin ir al cine, hasta que las autoridades dieron permiso a los responsables de las salas para proyectar películas no soviéticas cinco días al mes. Pero el contraste entre las salas que se llenaban para ver películas reaccionarias y las hileras de asientos vacíos los días en los que se mostraban producciones moralmente aceptables era vergonzoso. Una pronta prohibición resolvió el problema. La guerra de Corea tuvo como consecuencia que las películas de Hollywood desaparecieran de todo el país. En el cine, como en todas las otras formas artísticas, la tremenda explosión de creatividad que había de producirse como consecuencia inevitable de la revolución —porque los artistas quedarían libres de las cadenas del feudalismo y del imperialismo— no llegó a materializarse[49].

Igual que el resto de grupos sociales, los estamentos religiosos se sintieron atraídos por las promesas de libertad del Partido Comunista. No tardaron en desengañarse. La fachada de libertad religiosa se mantuvo durante uno o dos años después de la liberación, pero los dirigentes habían decidido en secreto extirpar todos los sistemas de creencias que pudieran rivalizar con el comunismo. En febrero de 1951, Hu Qiaomu, que se hallaba al frente del Departamento de Propaganda, afirmó que la lucha de los soviéticos contra la Iglesia era un ejemplo digno de emulación. Pero también explicó a sus subordinados que se necesitaría cierto tiempo para poner al descubierto a los creyentes irreductibles[50]. El budismo apenas estaba organizado y por ello fue un objetivo fácil. Las nuevas autoridades destruyeron los monasterios, apalearon y mataron a monjes, quemaron ejemplares de las escrituras budistas y fundieron imágenes sagradas para aprovechar el metal. Se confiscaron tierras y se dividieron las propiedades budistas. En palabras de un contemporáneo, el clero se vio reducido en algunos lugares a «un estado de terror». Algunos de sus miembros fueron víctimas de una persecución a gran escala concebida para quebrantar el poder de las élites durante la reforma agraria. Un monje de un monasterio cercano a Nanjing recordaría más adelante: «En la mayoría de los casos desnudaban al hombre de la cintura para arriba y le ataban las manos a la espalda y también los pies, y entonces se arrodillaba frente a las masas y confesaba Página 180

sus crímenes». En el templo de Lingyin, el más grande de Hangzhou, una multitud de 4000 personas se agolpó frente a un tablado improvisado de madera. Se obligó a 5 monjes a encararse con la muchedumbre. El veredicto siempre era el mismo: «Ya veis lo gordo y guapo que está. ¿Por qué está tan gordo? Porque se ha tragado la sangre y el sudor del pueblo. Es un explotador, un malvado. Todo el mundo dice que habría que matarlo. Pero el Gobierno Popular es magnánimo. Lo destinará a la reforma por el trabajo». En las ciudades, el tono era más comedido, y a algunos de los ancianos más devotos se les permitía conservar la fe. Pero estaban prohibidas nuevas conversiones. Así, por ejemplo, en febrero de 1950 ya se había dispersado a una cuarta parte de los 2000 monjes y monjas que vivían en Shanghai[51]. Las minorías del país eran particularmente vulnerables. En la antigua ciudad de Lijiang (Yunnan), entreverada de puentes y canales, predominaban los naxi, que tenían su propio idioma, literatura y costumbres. Construían casas que engañaban con su aparente sencillez, pero que en realidad estaba adornadas con patrones exquisitos en los interiores de puertas y ventanas. Desde la calle, sus templos también parecían simples, pero estaban lujosamente decorados con postes de madera tallada, arcos y estatuas de divinidades. La revolución siguió las mismas pautas en Lijiang que en el resto del país. Una persona que había vivido mucho tiempo en la localidad afirmaba: Todos los golfos y matones del lugar, los que no habían dado un palo al agua en su vida, se transformaron de súbito en miembros acreditados del Partido Comunista y se paseaban con insignias y brazaletes rojos especiales, y con las peculiares gorras con visera que parecían el distintivo de los rojos en China.

Se prohibieron las antiguas danzas naxi y en su lugar se impusieron las canciones del brote de arroz que nadie conocía. Era obligatorio estudiarlas después del trabajo, igual que había que asistir a las interminables charlas de adoctrinamiento en las sesiones diarias. Continuamente se producían arrestos, a menudo en plena noche, y ejecuciones secretas. Se prohibió a los sacerdotes locales que siguieran ejerciendo. Las nuevas autoridades profanaron los monasterios de lamas, quemaron o destrozaron thangkas de un valor inapreciable, destruyeron sutras y arrestaron o dispersaron a los propios lamas. Las estancias de los monasterios de lamas se transformaron en escuelas populares, «como si no hubiera habido suficientes edificios que sirvieran para lo mismo[52]». Se produjeron escenas similares por toda Yunnan, provincia del sudoeste colindante con Birmania, Laos y Vietnam donde conviven distintas etnias. El ejército ocupó varios monasterios de lamas en el distrito de Kangding. Un monasterio del distrito de Mao se transformó en prisión. En ocasiones se trataba a los monjes y monjas del lugar como a contrarrevolucionarios. A algunos de ellos se les daba muerte en sesiones de denuncia. Así murió toda la familia de una mujer que vendía hierbas medicinales. En otro caso se obligó a una monja a cortarse la lengua. Murió ahogada por su propia sangre[53]. Después del Gran Terror se probó un enfoque más inclusivo. En noviembre de 1952 se creó la Asociación Budista China en Beijing, que estaba al servicio del Página 181

Estado. En vez de exhortar a sus seguidores a entregarse a la contemplación serena y la meditación introspectiva, exigía que los budistas colaborasen en la reforma agraria, se enfrentaran a los contrarrevolucionarios y capitanearan la campaña «Resistid contra Estados Unidos, ayudad a Corea». La reforma del pensamiento era obligatoria. Los monjes, igual que los maestros, profesores universitarios, ingenieros y empresarios, tenían que reformarse, denunciarse entre sí, abandonar la «ideología feudal» y demostrar su odio contra los enemigos de clase. La idea de ofrecer compasión y gentileza a todos los seres vivos sin excepción había desaparecido. Y una vez que los monjes también fueron funcionarios, la Asociación Budista trabajó duro en 1954 para desalentar la quema de papel moneda, así como la celebración de festivales y sacrificios a los espíritus. Se denunciaba la aceptación de donaciones piadosas como «engaño a las masas». Los responsables de los monasterios debían comprometerse a no brindar hospitalidad a los monjes itinerantes, porque estos habrían tenido que estar dedicándose a producir. Privados de todas sus fuentes tradicionales de ingresos, los monjes se veían obligados a trabajar, a menudo en parcelas de tierra poco productivas. Ya en 1951, los monjes de Baohua Shan, el centro monástico más famoso de la China central, «prácticamente sufrían hambre… no tenían ni siquiera sopa de arroz aguada». Los monjes de Yunmen Shan se veían obligados a sobrevivir con un plato de gachas aguadas al día[54]. Muchos de ellos siguieron el camino de la resistencia mínima y colgaron los hábitos. Algunos se hicieron granjeros, otros se alistaron en el ejército. En algunos casos, los antiguos monjes y monjas seguían viviendo en el monasterio, pero se dejaban crecer el cabello. Unos pocos renunciaban a sus votos, se casaban y se dedicaban a la ganadería. El régimen, no obstante, ocultaba cuidadosamente a la opinión pública la aniquilación del clero budista. La política oficial consistía en publicar año tras año los mismos datos sobre la población monástica: medio millón en 1950, y la misma cifra en 1958. Pero la presión no cesaba, y en 1955 un alto cargo del Partido se felicitaba en una reunión secreta porque el número efectivo de monjes había descendido hasta tan solo 100 000[55]. Se adoptó el mismo enfoque tramposo para con los edificios. Al mismo tiempo que decenas de miles de monasterios se convertían en barracones, cárceles, escuelas, oficinas y fábricas, se gastaban grandes sumas de dinero en el templo Yonghegong de Beijing. Resplandecía sin mácula y sus barritas de incienso se consumían en las jarras llenas de arena sin dejar cenizas. El trabajo de conservación se llevó a cabo para apoyar la política del gobierno en las regiones periféricas. Había 6 millones de budistas en China y otros 7 millones en Xinjiang, Mongolia Interior y el Tíbet. Y la religión moraba en el mismo corazón de Tíbet, muy bien organizada y presente por doquier. Mao advirtió a sus colegas de que tenían que actuar poco a poco, porque había que empezar por ganarse la lealtad de los lamas. Se reparó un centenar de monasterios y pagodas entre 1951 y 1958, de un total de 230 000 lugares de culto donde habían residido monjes y monjas antes de la liberación. Algunos de ellos Página 182

estaban inscritos en un programa de conservación, los había incluso protegidos por ley, pero la mayoría tan solo servían para impresionar a los dignatarios extranjeros. Estados Unidos apoyaba al budismo en el Sudeste Asiático, con lo que obligaban a la República Popular a competir discretamente por la adhesión de sus devotos vecinos. Zhou Enlai, siempre afable y cortés, invitaba con regularidad a budistas de Birmania, Ceilán, Japón e India a visitar los templos bellamente restaurados del país. En ocasiones les ofrecía un hueso o un diente de Buda que se habían conservado como reliquias, en el marco de ceremonias religiosas que en circunstancias diferentes se habrían censurado como el colmo de la superstición[56]. A pesar de la atmósfera de regimentación, el Partido no consiguió hacer desaparecer el budismo popular. La gente del campo no dejó de recurrir a la religión en los tiempos difíciles. En 1953, después de que la enfermedad y el hambre camparan a sus anchas por Henan, miles de peregrinos acudieron en masa al Templo del Caballo Blanco en Luoyang, una de las cunas del budismo chino. Tan solo el 25 de marzo de 1953, unas 20 000 personas convergieron en el templo e hicieron cola en silencio para que los monjes les impusieran las manos. Dos años más tarde, Wang Feng, máximo dirigente del Comité de Asuntos Étnicos, expresó su sorpresa por lo que sucedía en algunas ciudades: «Multitudes de más de 100 000 personas se reúnen sin cesar para rendir culto, rezar por la lluvia, quemar incienso o inclinarse ante Buda». Había bastante tolerancia, porque los días de represión brutal aún no habían llegado[57].

No se tuvo la misma paciencia con el taoísmo, porque no contaba con creyentes fuera de China. La creencia taoísta en la magia y la adivinación fue condenada por supersticiosa. Y la presencia del taoísmo en las sociedades secretas que habían protagonizado anteriores rebeliones llevó a identificarlo, además, como amenaza política. Se enviaba a sacerdotes, monjes y monjas a centros de orientación para que se formasen como carpinteros y costureras, y se destruyeron los santuarios dedicados a los ancestros y a las deidades locales. En un pueblo al sur de Guangzhou se procedió a la destrucción indiscriminada de los templos inmediatamente después de la liberación. Los festivales comunitarios cesaron y se impusieron restricciones a las ceremonias de sacrificio. La actividad religiosa que aún se toleraba fue desapareciendo del espacio público para ocultarse en las casas de la gente del campo. Se destruyó el poder de la religión para unir y reforzar los vínculos comunitarios[58]. Sin embargo, el carácter amorfo, disperso e independiente de muchas de aquellas confesiones milenarias seguía molestando al régimen, porque reaparecían en distintas formas después de que las autoridades las hubiesen dispersado. Durante el Gran Terror de 1951, sus líderes sufrieron una implacable persecución. Parecía que estuvieran en todas partes. El dirigente provincial de Hebei calculó que el 8 % de la población pertenecía a algún culto: en total, unos 2 millones de personas. Arrestó a Página 183

3500 cabecillas durante los primeros meses de 1951. Sus seguidores tuvieron la oportunidad de retirarse. Según un observador de los hechos, más de 100 000 miembros de Yiguandao, el Camino que Todo lo Une, apostataron en junio de 1951 en Beijing. Huanxingdao, Shenxiandao, Baguadao, Xiantiandao, Jiugongdao… había docenas de sectas y confesiones religiosas populares a las que se persiguió sin misericordia. Y el oprobio de la superstición parecía recaer con especial fuerza sobre la gente del sur. En los puertos de la costa de Guangdong, hasta la mitad de los residentes parecían practicar un culto u otro. En Shenzhen, un pueblo de pescadores que se hallaba junto a la frontera con Hong Kong, llegaron a contarse hasta 19 sociedades secretas. La más poderosa de todas era el Partido del Buey Amarillo, a cuyos miembros se acusó de contrabando, robo y espionaje al servicio del enemigo. Muchos de ellos fueron detenidos y ejecutados. Pero, a pesar de las muertes, en 1953 el director de seguridad Luo Ruiqing aún contaba centenares de dirigentes religiosos en varios distritos repartidos por provincias que iban desde Yunnan, Sichuan y Zhejiang hasta Anhui[59]. Al enfrentarse a la represión, las personas abandonaban todo signo visible de creencia religiosa o pasaban a las catacumbas de la clandestinidad… literalmente: en el norte de China se construyeron cámaras subterráneas y túneles lo bastante largos como para conectar los puntos estratégicos de pueblos enteros. En 1955 la policía descubrió más de 100 escondrijos subterráneos tan solo en Shaanxi. En la provincia de Hebei hubo dirigentes de sectas que se refugiaron en túneles durante más de cuatro años. En Sichuan, la odiada Yiguandao ni siquiera tuvo que esconderse. Gozó de tanto éxito que en 1955 logró la adhesión de cuadros locales del Partido y miembros de las milicias. En la provincia de Gansu, las sectas taoístas parecían gobernar regiones enteras. Y las prácticas religiosas tradicionales también mantuvieron su presencia en muchos otros sentidos. Se informaba sin cesar de que la gente del campo se reunía en torno a piedras secretas, agua bendita, tumbas sagradas, árboles mágicos y templos antiguos en tiempos de necesidad, a menudo en grupos de cientos e incluso de miles de personas[60].

Antes de la liberación había aproximadamente 3 millones de católicos y 1 millón de protestantes. Su fe se vio sometida a una asfixia lenta. Una persecución brutal, por lo menos durante los primeros años del nuevo régimen, no habría sido compatible con una política de tolerancia. Pero en septiembre de 1950, el Consejo Nacional Cristiano creado por el Partido Comunista publicó un Manifiesto Cristiano que exigía a todos los creyentes que interrumpieran sus relaciones con el extranjero. Hubo quien lo llamó «Manifiesto de Traición», pero todos los que se oponían tuvieron que enfrentarse a acusaciones de colaboracionismo y de apoyo al imperialismo. Poco a poco la presión se incrementó. Cuadros del Partido y activistas interrogaban a los creyentes en sus hogares, en la iglesia, en la plaza del mercado, en las comisarías de Página 184

policía, de día y de noche. Los engatusaban, amenazaban, presionaban, agobiaban y hostigaban, a veces durante varios días seguidos. Igual que al resto, se les exhortaba a reformarse y a presentar acusaciones contra otros. Tenían que participar en sesiones de estudio diarias, examinar sus vínculos con imperialistas extranjeros y renunciar a su fe en asambleas públicas. Las estructuras religiosas se hacían añicos en todas partes, porque la gente abandonaban en masa las iglesias[61]. Los protestantes quedaron todavía más aislados al crearse una «Iglesia Patriótica» en 1951. Esta recibía fondos del Estado, predicaba de acuerdo con el Estado y seguía las órdenes del Estado. Todo el que se negara a incorporarse a ella sufría arresto domiciliario y se le enviaba a un campo de trabajo. En algunas partes del país se prohibió que los cristianos tuvieran rosarios, medallas de santos y crucifijos. Se llevaban a cabo registros en las casas y se destruían los devocionarios, los catecismos y las estampas religiosas. Las iglesias se vieron despojadas de sus objetos sagrados. Los soldados se llevaban altares y bancos. Se prohibieron los seminarios para la formación del clero. Zhang Yinxian, monja de Yunnan, recuerda cómo su iglesia quedó vacía: «Había sido magnífica. De un día para otro, todo desapareció. El lugar se llenó de ratas. Habíamos tenido a 400 personas trabajando en la iglesia. Tan solo quedamos tres: el obispo Liu Hanchen, mi tía y yo misma». A los tres se les ordenó que se marcharan, pero se negaron. Se les permitió quedarse unos meses, pero luego la milicia se los llevó, los exhibió por la localidad y los sometió a un juicio público. Tuvimos que encararnos con centenares de vecinos del pueblo que alzaban el puño y gritaban eslóganes revolucionarios. Algunos de ellos nos escupían. ¡Cuánto odio! Mientras el líder enardecía a la multitud, un activista campesino se acercó a nosotros y abofeteó a obispo Liu. Mi tía intervino: «¡Cómo te atreves a abofetearlo!». El activista había sido un campesino pobre y cuando los comunistas confiscaron las propiedades de los terratenientes resultó uno de los beneficiarios. Señaló a mi tía y le gritó a su vez: «¡Eres una contrarrevolucionaria y te hemos derrotado. Eres una lacaya de los imperialistas que nos explotaban!». Mi tía le respondió: «No lo somos. Venimos de familias pobres y nunca hemos explotado a nadie». Los activistas volvieron a gritar: «¡Eres obstinada y no admites la derrota! ¡Hay que castigarte!». Alzaron los puños y el gentío empezó a cantar: «¡Abajo la monja contrarrevolucionaria!». Mi tía no quiso ceder. Le dijo al hombre que la insultaba: «Abofetéame, si quieres. Si me abofeteas en la mejilla izquierda, te pondré la derecha».

Se vieron sometidos a trabajos forzados durante muchos años bajo la supervisión de los cuadros locales del Partido[62]. Las congregaciones que no tenían lazos con el extranjero no se hallaron en mejor situación. Mazhuang, localidad tranquila de Shandong situada en medio de plantíos de cereales y cáñamo, era el centro de una singular Iglesia comunitaria pentecostal llamada Familia de Jesús. Fundada en 1927, constaba de docenas de pequeñas comunidades, en las que varios cientos de creyentes trabajaban y vivían juntos bajo un cabeza de familia. La propiedad privada estaba prohibida, todos los bienes se compartían y comunidades económicamente autosuficientes seguían un estilo de vida igualitario. Nada de todo ello los salvó de la persecución. En 1952, les confiscaron las tierras y se ordenó la dispersión de sus seguidores, por tratarse de una «sociedad secreta» estrechamente vinculada al imperialismo. Las autoridades atacaron al máximo dirigente y lo metieron en prisión. Murió en 1957[63]. Página 185

En cambio, las Iglesias reformadas tuvieron mejor suerte. La St. Michael’s Church de Beijing decoró el altar principal, el comulgatorio, el vestíbulo y el camino de acceso a la puerta principal con banderas rojas. De las columnas de la iglesia colgaban banderines que proclamaban: LARGA VIDA A MAO ZEDONG y LARGA VIDA AL COMUNISMO. Retratos de Mao y de otros comunistas prominentes reemplazaron a las imágenes del Sagrado Corazón, la Virgen María y varios santos. La asistencia a los oficios disminuyó. No muy lejos de allí, en Wangfujing, conocida anteriormente como Morrison Street, la iglesia católica instaló una estrella roja sobre la cruz del campanario. Al igual que el restaurado templo de Yonghegong, se utilizaba para exhibirla a los dignatarios extranjeros[64]. En 1954, el número de creyentes católicos había pasado de 3 millones a poco más de 1,7 millones. De las 16 000 iglesias que habían adornado el paisaje religioso de China en 1949 tan solo quedaban 3252. También resultó difícil aplastar a los protestantes. Su número disminuyó hasta 638 000. Quedaban algo más de 6700 lugares de culto en funcionamiento. Pero, a pesar de las denuncias, arrestos y deportaciones, no era fácil acabar con el cristianismo. En algunos lugares incluso revivió. En Huzhuang (Shandong), más de 1000 peregrinos se congregaron para rezar en la Pascua de Resurrección de 1955. En el distrito de Wucheng, donde se había requisado la iglesia para convertirla en escuela, unos 800 seguidores erigieron una tienda para celebrar la resurrección de Jesús. En la diócesis católica de Caozhou, también en Shandong, el número de fieles se incrementó en un 80 % a lo largo de un año. Algunos de los sacerdotes instruían a su rebaño en sus propios hogares. Wang Shiguang, a quien se había enviado al campo, logró 700 nuevos adeptos. Los sacerdotes acudían de lugares tan alejados como Beijing y Shaanxi para predicar a los pobres. Por contraste, los fieles abandonaban las iglesias patrióticas en toda la provincia. Algunas de ellas estaban vacías. Lo mismo ocurrió en Sichuan. Los sacerdotes del distrito de Xichang se marchaban para atender a las congregaciones en las lejanas Chongqing y Chengdu. En Kangding, la iglesia fue uno de los pocos edificios no destruidos por un terremoto en 1955. Los lugareños pensaron que se trataba de una señal de Dios y acudieron en masa desde todo el distrito[65]. El punto de inflexión se produjo a finales de 1955, porque el Partido trató de poner coto a todas las actividades religiosas que todavía no se hallaban bajo el control de la Iglesia Patriótica. Después del caso Hu Feng se descubrieron miles de camarillas contrarrevolucionarias, y la ya debilitada iglesia de Shanghai, conocida como la «fortaleza católica» de China, sufrió un golpe mortal. La noche del 7 de septiembre, el obispo, un hombre afable pero resuelto llamado Ignatius Gong Pinmei, fue arrestado junto con más de veinte sacerdotes y monjas, y cientos de seglares. A finales de noviembre, 1500 creyentes se hallaban en la cárcel, acusados de delitos contra la revolución, colaboración con el imperialismo, difusión de rumores, envenenamiento de las mentes de los jóvenes y organización de actos de violencia, entre otros delitos. Asimismo, hubo arrestos en Shandong, Zhejiang, Fujian, Página 186

Guangdong, Hubei y Sichuan, donde también actuaban camarillas contrarrevolucionarias «bajo el manto de la religión». Editoriales de periódicos, caricaturas y artículos atacaban al obispo, y los titulares anunciaban que la policía había «aplastado a la camarilla contrarrevolucionaria de Gong Pinmei». El obispo fue condenado a cadena perpetua[66].

Los musulmanes también padecieron humillaciones constantes. En Jiangyou (Sichuan), sufrieron linchamientos y palizas. Un dirigente del Partido proclamó: «No existe un musulmán bueno». En el distrito de Xindu se confiscaron todas las mezquitas y se entregaron a los pobres. Zhu Xijiu, secretario del Partido, organizó un equipo para destruir varios miles de tumbas musulmanas y lápidas con inscripciones de textos del Corán. Las lápidas se usaron para construir graneros y reparar diques. Unas pocas terminaron como piezas de construcción en pocilgas. En varias mezquitas que pasaron a manos de asociaciones de campesinos se destruyó el mihrab, que indicaba la dirección en la que tenían que rezar los fieles. La plataforma desde la que el imán se había dirigido a la congregación se convertía en tarima para las asambleas multitudinarias. Algunas de las áreas reservadas para abluciones rituales se transformaron en lavabos para mujeres[67]. Profanaciones de ese tipo fueron habituales en la franja de población musulmana del noroeste, y la rebelión no tardó en sacudir la región entera. A pesar del estricto toque de queda, en 1950 se oyeron disparos todas las noches en algunas partes de Gansu, Qinghai y Xinjiang. Durante los meses que siguieron a la liberación, estallaron con regularidad alzamientos armados. En algunos casos implicaron a miles de personas y provocaron una gran mortandad. «El motivo principal por el que se producen dichos incidentes es que no se ha realizado una aplicación estricta de nuestra política para con las minorías», concluía un informe sobre varias revueltas en Gansu. Se dio el caso de que más de 2000 musulmanes asaltaron la ciudad de Pingliang, donde se decía que los insultos y las palizas eran «habituales» y las escuelas musulmanas se usaban para la cría de cerdos[68]. No obstante, bien pocas lecciones se aprendieron. Un años más tarde se produjo otro incidente en el que una turba de 8000 personas rodeó al máximo dirigente del distrito de Ningding, también en Gansu. Más de un millar murieron en un cruento enfrentamiento, provocado por la cólera ante la dominación china sobre una región de mayoría musulmana. La población local se enfureció, sobre todo, porque 8 cadáveres fueron abandonados en un paraje deshabitado sin que se realizara un sepelio digno. Los cadáveres eran de musulmanes que habían muerto de frío en prisión. Toda aquella zona sufría el terror infligido por las milicias chinas, que se valían de su poder para robar y saquear a los musulmanes[69]. Una y otra vez, el gobierno se veía obligado a enviar tropas para reforzar a la milicia local y ajusticiar a líderes de la insurgencia, responsables de asesinatos, Página 187

incendios, robos y rebeliones organizadas. En 1952 se adoptó un enfoque más conciliador para con el islam. Se instruyó a los cuadros del Partido Comunista para que respetasen las costumbres musulmanas. Se ordenó a los soldados que evitaran decir la palabra cerdo ante los musulmanes y no se lavaran en los lugares donde estos practicaban sus abluciones. Se adoptaron provisiones especiales para que la tierra propiedad de las mezquitas quedara intacta. Los dirigentes musulmanes que cooperaban con el gobierno sirvieron de testaferros para nuevas asociaciones que promovían una «educación ideológica patriótica». Un ejemplo de ello es la Asociación Islámica China organizada en Beijing en mayo de 1953. Pero, por encima de todo, los musulmanes que vivían en las estratégicas regiones fronterizas de China recibieron en 1953 una concesión sin significado alguno llamada «autonomía». Aparecieron por toda China distritos autónomos, condados autónomos, prefecturas autónomas y regiones autónomas para las «minorías». Xinjiang, donde los musulmanes habían soñado durante mucho tiempo en una República Uigur, quedó dividida en porciones. Así, por ejemplo, el pueblo xibe cerca de Guija, los kazajos en el norte y los tayikos que controlaban la zona de Sarikul en las montañas del Pamir. En octubre de 1955, la presencia uigur consiguió reconocimiento oficial, porque Xinjiang recibió el calificativo de Región Autónoma Uigur. Pero las fronteras de las partes «autónomas» de la provincia se trazaron a propósito para que ninguno de los grupos étnicos pudiera controlar el área donde eran mayoría. Los territorios donde existía una minoría relativamente homogénea se dividieron, mientras que se negó toda autonomía a las ciudades y prefecturas con grandes poblaciones uigures. La prefectura autónoma kazaja de Ili se creó en una región dominada por uigures, mientras que se designó Korla como capital de una prefectura autónoma mongol en una región también poblada sobre todo por uigures. Se trataba de una predecible estrategia de «divide y vencerás». También podríamos expresarlo con una antigua máxima de los tácticos chinos que hablaba de «utilizar a los bárbaros para hacer frente a los bárbaros». Y el Partido controlaba todas las decisiones importantes que se adoptaban en las estructuras de gobierno, desde los niveles más elevados hasta los más bajos[70]. La reforma del pensamiento no alcanzó tanto relieve en las agitadas tierras de frontera, pero de todos modos el adoctrinamiento acompañó a la autonomía. Antes de la liberación, la educación se hallaba en manos de las mezquitas, que enseñaban el Corán, y suficiente árabe como para que los fieles entendieran, por lo menos, los servicios religiosos. El nuevo régimen llevó a cabo grandes esfuerzos para que todos los niños musulmanes estudiaran en escuelas estatales, donde la ciencia se enseñaba en chino. En la capital se crearon escuelas especiales para musulmanes, como por ejemplo el Instituto Central para Nacionalidades en 1951, mientras que el Instituto Teológico Islámico supervisaba la formación de las autoridades religiosas. El adoctrinamiento de los imanes se introdujo en las regiones musulmanas en 1951 y se complementó con la reforma por el trabajo de los maestros religiosos rebeldes. Los Página 188

que cooperaban y se valían del púlpito para propagar la nueva ideología eran los que llegaban a clérigos. El Estado les pagaba un estipendio, porque las tierras, fábricas, tiendas, huertos y otras propiedades de las mezquitas y madrasas se habían redistribuido, y las instituciones islámicas habían perdido toda independencia[71]. Poco a poco, a medida que llegaban camiones con cientos de miles de colonos destinados a promover el desarrollo de la región, el islam retrocedió. Los gorros blancos y las chaquetas largas, tan habituales antes de 1949, empezaron a circunscribirse a las ceremonias de culto que se realizaban en la mezquita, porque hombres y mujeres vestían por un igual el uniforme azul y negro de la revolución. Visitantes procedentes de Pakistán observaron en 1956 que ya no existían periódicos independientes y que la mayoría de las bibliotecas ofrecían libros dedicados sobre todo al comunismo. Todos los aparatos de radio estaban sintonizados con Beijing. Había empezado una asimilación gradual. Pero el verdadero ataque contra el islam empezaría con los Guardias Rojos en 1966[72].

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CAMINO DE SERVIDUMBRE

El 30 de junio de 1949, cuando la victoria en la guerra civil parecía asegurada, Mao anunció que China «se inclinaría hacia un lado». El Presidente explicó que el Partido Comunista de la Unión Soviética había construido «un Estado socialista grande y espléndido» bajo el liderazgo de Lenin y Stalin. «El Partido Comunista de la Unión Soviética es nuestro mejor maestro y debemos aprender de él», añadía. Y la Unión Soviética había colectivizado la agricultura para que sirviera a las necesidades de la industria. China no iba a ser distinta. «Sin la socialización de la agricultura, no puede haber socialismo completo ni consolidado». Mao añadía que, a juzgar por la experiencia de la Unión Soviética, se necesitaría «mucho tiempo y trabajo concienzudo[1]». El trabajo sería concienzudo, desde luego, pero el camino hacia la colectivización llevó mucho menos tiempo del que todo el mundo había imaginado[2]. Dicho camino tuvo que seguirse tanto por necesidad como por elección tan pronto finalizó la reforma agraria. Una vez que la tierra estuvo dividida en partes aproximadamente iguales entre los campesinos, estos no tuvieron suficientes animales ni aperos de labranza para hacerla rendir. Antes de la distribución de las tierras, las labores del campo ocupaban todo el tiempo de algunas personas, pero otras recurrían a ellas tan solo ocasionalmente. Aun así, un granjero con dedicación plena solía disponer de un solo animal de trabajo y de unos pocos aperos de labranza. Cuanto más al sur, más se agudizaba el problema, porque la densidad de población aumentaba. En los archivos se encuentran severas advertencias sobre las consecuencias de la reforma agraria. La sede del Partido en Yichang (Hubei), ciudad a orillas del río Yangtsé que era un centro neurálgico para el transporte, envió un mensaje en el que se decía que la tierra no servía para nada a los pobres, porque faltaban vacas, herramientas, semillas, abono e incluso comida suficiente para sobrevivir a la primavera. El problema era «general», pero mucho más grave en las zonas donde se había redistribuido la tierra. «En verdad, las perspectivas de los campesinos y labradores pobres para este año no ofrecen ninguna razón para el optimismo. No podemos incrementar su productividad, no podemos cambiarles la vida». La colectivización parecía la única salida[3]. En muchos lugares, las familias que habían recibido parcelas de tierra empezaron a compartir animales y aperos de labranza. Por lo general, los propietarios no sentían mucho entusiasmo por dicho uso comunitario, porque nadie, salvo ellos mismos, iba a tener buen cuidado de sus propiedades. Así, los cuadros del Partido los presionaban en las asambleas de los pueblos para que tomaran el camino de la colectivización. Se improvisaban tablados, adornados para la ocasión con banderas rojas y fotografías de líderes chinos y soviéticos. En cierta ocasión, un experto en agricultura divagó durante horas enteras. El mensaje clave solía dejarse para el final, momento en el que Página 190

se captaba la atención de los aldeanos. «Como hay escasez de animales y aperos de labranza —gritaba el hombre—, se ha decretado que podréis tomar en préstamo los animales y las herramientas de vuestros vecinos. El gobierno local tendrá buen cuidado de que nadie se niegue a compartir tales cosas con sus vecinos[4]». Era el primer estadio de la colectivización. Los grupos de familias que compartían herramientas, animales de labranza y su propio trabajo recibían el nombre de «equipos de ayuda mutua». Pero en la mayoría de los casos no podía hablarse de una ayuda mutua de verdad. Aunque en el pasado hubiera sido habitual unir esfuerzos durante las temporadas en las que había mucha faena, los granjeros lo habían hecho por voluntad propia y no bajo la amenaza de denuncia por parte de los cuadros locales del Partido. Los aldeanos que se negaban a cooperar en la colectivización corrían el peligro de que los tildaran de «antipatrióticos», «acólitos de Chiang Kai-shek» o «elementos retrógrados». En algunos casos, a los agricultores que preferían conservar su independencia les colgaban en la espalda tiras de papel que los denunciaban como «capitalistas» o «individualistas». En el distrito de Yuechi (Sichuan), un cuadro local del Partido obligó a un aldeano a ir con un cartel colgado del cuello donde se leía «gandul». A otro lo humillaron con el carácter chino que representa la tortuga, una metáfora muy gráfica del pene. No muy lejos de allí, en Guang’an, otro aldeano que prefería cultivar la tierra por sí mismo tuvo que ir por la calle tocando un gong y advirtiendo a los transeúntes: «¡No sigáis mi ejemplo, no os neguéis a uniros a los equipos de ayuda mutua!». Por lo menos en un pueblo de la misma región, los lugareños pudieron elegir. El dirigente local exhibió dos carteles: uno de ellos ofrecía adhesión a Mao Zedong y el otro a Chiang Kai-shek. A cada aldeano se le pidió que declarara su adhesión a su líder favorito. Pero por encima de todo, los que se negaban a compartir se vieron privados de los préstamos que necesitaban para salir adelante[5]. Aparecieron nuevos conflictos, aunque se diera por sentado que todas las enemistades habían desaparecido gracias a la justicia revolucionaria de la reforma agraria. Los animales de trabajo que no habían muerto durante la distribución de tierra se prestaban y muchos de ellos sufrían un trato negligente, y a menudo volvían a manos de sus dueños en un estado lamentable, enfermos y sucios. A algunos los mataban de tanto trabajar. En la isla subtropical de Hainan se dio el caso de que unos búfalos de agua pasaron de mano en mano en vez de regresar a las de su dueño en la fecha acordada, y este tuvo que sembrar el arroz sin haber arado, y le crecieron unos tallos de hojas pálidas que no dieron arroz. Las embarcaciones se tomaban prestadas por un par de semanas y jamás regresaban, y entonces los demás se volvían más precavidos con su propiedad. Había quien pretendía que su embarcación no era adecuada para la navegación marina y otros preferían llenarla con fango del río antes que prestarla. Los aperos de labranza que había que compartir en los equipos de ayuda mutua solían romperse por negligencia o por mala intención. Los conflictos entre los que prestaban y los que tomaban prestado no tardaron en restar importancia Página 191

a la noción de propiedad privada. Los pobres proclamaban «ser pobre es glorioso» y presionaban por la distribución igualitaria de todos los bienes: «Si hay comida, que todo el mundo coma; si hay dinero, que todo el mundo gaste». El miedo y la envidia hicieron que la pobreza se erigiese en norma[6]. La propia palabra rico inspiraba pavor. En algunos casos los pobres presionaban para que se compartiese de manera mucho más radical y anticiparon las Comunas del Pueblo que aparecerían en verano de 1958 durante el Gran Salto Adelante: todo se compartía, con independencia de lo que hubiera aportado cada uno. En algunos lugares de Hainan, hasta el 6 % de los equipos practicaban esta forma de igualitarismo radical. En un ejemplo extremo, un equipo de cinco familias llegó a compartir el coste de las bodas. Pero, a modo de siniestro presagio de la hambruna que seguiría al Gran Salto Adelante, los que no podían contribuir tanto como los demás no tardaban en sufrir marginación. Se increpaba a las mujeres embarazadas porque se alimentaban de lo que era de todos sin trabajar en el campo. Los granjeros temían ir al mercado, por miedo a que los denunciasen por holgazanería. Al desdibujarse la propiedad privada, el robo también se volvió más habitual. Como decía un informe, «el orden social es anormal», porque pueblos enteros cayeron en una forma de abierta anarquía en la que todo tipo de propiedad era presa fácil[7]. Hainan era el último lugar que había conocido la liberación. Manchuria había sido el primero. Aquí la introducción de los equipos de ayuda mutua también empobreció el campo, a menudo antes que en el resto del país. Los granjeros mataban el ganado para no tener que compartirlo. Los buenos caballos se intercambiaban por viejos rocines, carretillas con neumáticos de goma se canjeaban por otras ya anticuadas con ruedas de madera. El movimiento empezó en la primavera de 1950. Menos de un año más tarde, una tercera parte de las zonas rurales se había hundido en la pobreza más extrema, sin animales de trabajo, alimentos, pienso ni aperos de labranza. En algunos casos no había semillas suficientes para la siembra. Y aunque las hubiera, el trabajo se llevaba a cabo de mala manera, y los brotes se distribuían de forma irregular por los campos. Un informe dirigido al Congreso del Pueblo observaba que «las masas carecen de entusiasmo[8]». Aparecieron otros problemas. En teoría, la distribución de la tierra había conseguido que las desigualdades más hirientes se superaran y había liberado el potencial productivo de las masas de las manos muertas del feudalismo. Pero tan pronto como se hubo redistribuido la tierra, esta empezó a usarse en transacciones por todo el país. En 1952, los granjeros pobres de la provincia de Zhejiang vendían e intercambiaban partes de sus parcelas. En un pueblo del distrito de Jiande, la mitad de la tierra pasó por manos distintas. En algunos casos se vendió a granjeros ricos y mercaderes de la ciudad. En la región de Jinhua, hasta el 7 % de la tierra redistribuida se arrendaba por un precio medio del 20 % de la estimación de cosecha anual[9]. En otros lugares la situación era similar. En el distrito de Langzhong (Sichuan), el hambre obligó a uno de cada seis granjeros a vender su parcela, con lo que Página 192

desaparecieron los efectos de la reforma agraria que había tenido lugar aproximadamente un año antes. La distribución de tierras también habría tenido que sacar a la luz las propiedades que hasta entonces habían estado ocultas a los inspectores fiscales. Pero en extensas áreas de Jiangsu y Anhui —entre otras provincias—, muchas de las parcelas continuaron sin pagar impuestos. Se llamaban «tierras negras» y cubrían un extraordinario 70 % de la superficie total de un distrito de Qiaocheng (Anhui). En ocasiones, los granjeros y cuadros del Partido conspiraban para esconder las mejores tierras o para que tierras de excelente calidad figuraran como yermas en los registros. Tal como proclamaba con osadía el dirigente de una aldea de Suqian (Anhui), mientras recorría los campos con una cinta métrica: «Medir la tierra consiste en engañar a los que están más arriba y ayudar a los que están por debajo». Pero en la mayoría de los casos los beneficiarios de las «tierras negras» eran los cuadros locales del Partido, que las controlaban a expensas de la gente corriente, como en la provincia de Jilin. De acuerdo con una estimación aproximada de los dirigentes de más alto rango en varias provincias, más o menos la mitad de los cuadros locales del Partido eran corruptos. En algunas regiones había emergido una nueva élite, porque una de cada diez familias encabezadas por funcionarios del Partido vivía una vida de granjeros ricos, contrataba trabajadores, cobraba tasas de interés elevadas y especulaba con tierras[10]. Todo el mundo había recibido una parcela de tierra y todo el mundo tenía que tributar. Los impuestos se cobraban en cereales. Pero antes de la liberación no todos los habitantes de los pueblos eran granjeros, e incluso los que cultivaban los campos tenían otras ocupaciones. Por ejemplo, producían obras de artesanía durante su tiempo libre para aumentar los ingresos de la familia. En algunas regiones, pueblos enteros se habían especializado en la producción de sombrillas de papel, zapatos de tela, sombreros de seda, sillas de junco y cestos de mimbre para el mercado. El régimen se apropió de buena parte de la riqueza generada por los productos artesanos, o la incorporó por la fuerza a los equipos de ayuda mutua. Antes de la revolución, los herreros acampaban cerca de los puestos de agua caliente o molinos públicos de los pueblos, y los golpes del martillo sobre el yunque resonaban en sus hornos, porque trabajaban el hierro reciclado para poder ofrecer aperos de labranza a los agricultores. Muchos de ellos pasaron a trabajar en equipo bajo la mirada atenta del Estado. En Huili (Sichuan), el peso de las azadas y los rastrillos se duplicó bajo la colectivización. La calidad de los aperos de labranza era tan mala que a menudo había que desecharlos después de uno o dos días de uso en el campo[11]. Se hizo desaparecer a industrias enteras que habían existido en el campo. Un buen ejemplo de ello es lo que ocurrió en Xiaoshan, un próspero distrito de Zhejiang. Más de la mitad de sus habitantes vivía de la elaboración de papel. La profesión exigía destrezas específicas que pasaban de generación en generación. Había que empapar, golpear y lavar cáñamo, ramio, morera y bambú para separar sus largas fibras, que luego se lavaban en una solución de cal y se prensaban para elaborar las hojas de Página 193

papel. Al cabo de un año de la liberación, los impuestos habían acabado con esta industria: menos de una cuarta parte de las 200 pequeñas fábricas lograron continuar en el negocio. Una población que había sido próspera no tuvo otro remedio que arrancar tallos de bambú, cortar hierbas y robar comida para ganarse la vida. Xiaoshan no era en absoluto un caso excepcional, porque en todo el país se denunció a la empresa privada por burguesa. En 1951, los ingresos que la mayoría de habitantes de las zonas rurales de Hubei obtenía con sus ocupaciones secundarias se habían reducido a la mitad que en épocas previas. Más que nunca, la gente de los pueblos dependía de la agricultura para vivir. En muchas provincias, el rendimiento de las ocupaciones secundarias en las zonas rurales no recuperaría los niveles anteriores a la guerra hasta la década de 1980[12]. Pero, a pesar de que el tanto por ciento de población rural que trabajaba tan solo en la agricultura fuese cada vez más alto, la producción efectiva por persona decayó tras la redistribución de tierras. Los equipos de trabajo enviados por el Comité de Reforma Agraria informaron de que comunidades enteras de Hubei sufrían hambre. El hambre se generalizó por muchos motivos, pero la mayoría de ellos se debieron a la acción humana. Cuadros del Partido procedentes del norte daban órdenes sin saber cómo funcionaba la economía local. Se obligaba a los aldeanos a quedarse en las reuniones durante toda la noche. Los animales se morían de hambre. Faltaban aperos de labranza. En algunos de los pueblos, cuatro de cada cinco residentes no tenían qué comer. El crédito había desaparecido por completo, porque todo el mundo temía que lo estigmatizaran como «explotador». Los pobres no tenían a dónde ir, porque las instituciones de beneficencia del régimen anterior habían sido desarticuladas[13]. En 1953, el hambre se abatió sobre extensas zonas rurales. Al llegar la primavera, el número de personas que sufrían hambre en Shandong alcanzaba los 3 millones. 5 millones vivían en la pobreza en Henan, casi 7 millones en Hubei y otros 7 millones en Anhui. Más de un cuarto de millón de personas carecía de alimentos en Guangdong. Más de 1,5 millones de seres humanos pasaban hambre en Shaanxi y Gansu. En Guizhou y Sichuan, los desesperados granjeros vendían las semillas que habrían necesitado para la siembra. En algunos pueblos del distrito de Nanchong, hasta una cuarta parte de sus habitantes lo hicieron. Dicha práctica también era habitual en Hunan, Hubei y Jiangsu. En el distrito de Shaoyang (Hunan), el hambre obligó incluso a granjeros que en el pasado habían llevado una vida próspera a vender todo lo que tenían. En muchas de las provincias mencionadas, padres desesperados llegaban al extremo de vender a sus propios hijos. Los aldeanos se veían obligados a comer corteza de árbol, hojas, raíces y barro. El hambre era un desafío ya familiar en la China tradicional y se debía en buena parte a desastres naturales. El año de la muerte de Stalin hubo inundaciones, tifones, heladas y plagas en una escala sin precedentes[14]. No obstante, muchos informes apuntaban también a las brutales requisas de cereales, así como a la incompetencia, cuando no a la cruel indiferencia de los Página 194

cuadros locales del Partido. Los aldeanos de Shandong tuvieron que sobrevivir con menos de 250 kilos de cereales por persona a lo largo de todo 1952. Si lo medimos en calorías, se necesitan entre 23 y 26 kilos de cereales sin descascarillar al mes para proporcionar entre 1700 y 1900 calorías diarias, lo que las organizaciones de cooperación internacional consideran el mínimo de subsistencia. Tenemos que eliminar del cálculo los cereales que se usaban como pienso, en la siembra y para otras necesidades, y así nos encontramos con que los granjeros se veían obligados a vivir con tan solo 163 kilos anuales, menos de 14 kilos mensuales. En 1953, el Estado redujo dicha cantidad a 122 kilos, el equivalente de una dieta del hambre de poco más de 10 kilos mensuales. Y Shandong no es en absoluto un ejemplo aislado. En el capítulo 7 hemos visto que las brutales requisas de cereales que se llevaron a cabo en Jilin durante la guerra de Corea provocaron una hambruna en 1952. Aquel año los granjeros se quedaron con una media de 194 kilos anuales. Pero la tasa de requisa subió del 42,5 % al 43,8 % en 1953 y la parte que correspondía a cada pueblo se quedó en tan solo 175 kilos, lo que suponía menos de 15 kilos mensuales. También era una dieta del hambre, apenas reforzada por unas ocasionales verduras. Estas cifras son muy reveladoras, aunque no siempre reflejen toda la dimensión humana del hambre. En Nanhe, polvoriento distrito de la estéril llanura de Hebei, el número de niños que sus propios padres vendían como consecuencia de la miseria creció inexorablemente a partir de 1950: 8 niños en 1951, 15 al año siguiente y 29 en 1953. Los archivos del Partido no hablan de las desgarradoras decisiones que las familias empobrecidas tuvieron que tomar al vender a su prole por un puñado de cereales, pero sí cuentan algo sobre los cuadros locales: no hicieron nada mientras los prestamistas exigían intereses abusivos de hasta el 13 % mensual. Y a veces se sumaban al negocio y se valían de sus privilegios para imponer tasas todavía más altas[15].

El Partido tenía una respuesta para todos aquellos problemas, y consistía en avanzar aún más por la senda de la colectivización. Se culpaba a los especuladores, acaparadores, kulaks y capitalistas de todos los problemas, a pesar de los años de terror organizado empleados en perseguir a los contrarrevolucionarios y otros enemigos del orden socialista. Se entendía que la solución radicaba en ampliar, no en reducir el poder del Estado. A partir de 1953, los equipos de ayuda mutua se transformaron en cooperativas. Aperos de labranza, animales de trabajo y el propio trabajo pasaron a compartirse de manera permanente. Los aldeanos conservaron la propiedad nominal sobre sus parcelas, pero conseguían una participación en la cooperativa al juntarla con el de los otros miembros en un fondo de tierras comunitario. Las cooperativas no tardaron en cubrir todos los aspectos de la vida de los aldeanos: vendían semillas, sal y fertilizantes, prestaban dinero, fijaban los precios, determinaban el momento de la cosecha y compraban sus frutos. Página 195

En teoría, este segundo estadio de la colectivización también era voluntario, si bien para entonces el poder que ejercían los cuadros del Partido y la milicia en el campo era tal que no existían alternativas realistas. En esta ocasión, muchos aldeanos fueron todavía más lejos en sus intentos por evitar que sus propiedades terminaran en manos de las comunas. Un informe observaba que era «muy habitual» que los aldeanos dejasen atrás años de frugalidad y sacrificaran a sus animales. Una pareja logró devorar por sí sola un verraco de 50 kilos, sin conservar ni un gramo de carne. En Jilin —por buscar un ejemplo distinto—, Sun Fengshan sacrificó a su cerdo con la esperanza de evitar que cayera en manos del Estado, pero carecía de las instalaciones necesarias para congelar la carne y así poder conservarla. Buena parte de ella se la comieron los perros por la noche y su familia tuvo que llorar por lo perdido. En vez de pedirse préstamos entre sí, la gente recurría al Estado, sin intención de devolver nada. A menudo, los pobres se hallaron en la vanguardia de la colectivización. En Yangjiang, aceptaron cereales del Estado y declararon abiertamente que no los devolverían. A un hombre que se marchaba con 1500 kilos de arroz le preguntaron cómo sería capaz de reembolsar el préstamo. Su respuesta fue: «Dentro de uno o dos años tendremos socialismo y no voy a devolver una mierda[16]». Los derechos y costumbres tradicionales de los pueblos no se tuvieron en cuenta, o dejaron de aplicarse. Todo el mundo trataba de adueñarse de los recursos comunitarios que no habían sido confiscados y redistribuidos durante la reforma agraria, por ejemplo pastos, brezales y marismas salobres donde pacían los animales, y riberas de los ríos y terrenos boscosos donde los niños iban en busca de leña. Todo el mundo trataba de arramblar con lo que podía antes de que el Estado lo colectivizara todo. En el distrito de Hua (Guangdong), una multitud de 200 personas se peleó por el bosque y hubo un gran número de heridos. En Maoming, un pueblo organizó un equipo de 300 personas y lo envió a talar los árboles de una aldea cercana. También estallaron disputas sobre los ríos y estanques, y se creó «una situación tensa e insegura en el campo[17]». Al introducirse las cooperativas, disminuyó la extensión de tierra cultivada. La gente mancomunaba sus parcelas, pero grandes terrenos dejaban de cultivarse, porque la proporción de beneficios que recibían sus dueños era tan pequeña que no merecía la pena el esfuerzo. En la provincia de Jilin dejaron de cultivarse entre 40 000 y 50 000 hectáreas de tierras de labranza durante la primera fase del establecimiento de cooperativas. Se abandonaron incluso campos que se habían cultivado con gran esmero. Según Wang Zixiang, granjero de Sichuan que permitió que sus terrazas de cultivo se vinieran abajo: «¿Para qué voy a repararlas si no tardarán en colectivizarlas?»[18]. A despecho de la resistencia popular, que se expresaba mediante el sacrificio de ganado, la ocultación o destrucción de bienes y la negligencia en el trabajo, la velocidad con que los pueblos se transformaron en cooperativas fue asombrosa. Se vio impulsada por imperativos políticos, porque los funcionarios del Partido, en todos Página 196

los niveles, estaban deseosos de ponerse a la cabeza, con la esperanza de verse recompensados por unas palabras favorables del Presidente. Así, por ejemplo, menos de un 6 % de los granjeros de Jilin pertenecían a una cooperativa en 1953. Un año más tarde, un tercio de los mismos granjeros se había incorporado a ellas, circunstancia que provocó lo que un informe calificaba como «caos». En todos los lugares, los cuadros del Partido obligaban a los granjeros a entrar en las cooperativas. En 1953, tan solo había 100 000. En 1955 ya había más de 600 000 por todo el país, y el 40 % de la gente del campo había tenido que incorporarse a ellas[19].

El cambio más pernicioso que sufrió el campo fue la introducción de un monopolio sobre los cereales a finales de 1953. El Estado decretó que los agricultores tenían que entregarle todo el excedente de cereales por precios que decidía el propio Estado, dentro de cooperativas dirigidas por el mismo. Esta fue la tercera fase de la colectivización. El objetivo que se perseguía con una medida de tanta trascendencia era estabilizar el precio de los cereales en todo el país, eliminar la especulación y garantizar la disponibilidad de los cereales necesarios para alimentar a la población urbana e impulsar el desarrollo industrial. Al generalizarse la hambruna en 1953, el Estado descubrió que los mercaderes privados hinchaban los precios de la comida. Acaparaban arroz y trigo con la esperanza de sacar mayor provecho. Es un fenómeno común en las sociedades agrarias durante los tiempos de crisis, pero en este caso la situación se agravó a causa de la existencia de las cooperativas. Los granjeros no se limitaban a sacrificar el ganado para entorpecer la colectivización, sino que también escondían los cereales. Y cuando acudían al mercado a vender la cosecha, a menudo preferían recurrir a mercaderes privados, y no a las cooperativas estatales encargadas de adquirirla. Estas se atenían con rigidez a un horario de apertura que no tenía en cuenta la jornada de trabajo de los granjeros, mientras que las tiendas privadas recibían a sus clientes a cualquier hora del día. Las propias cooperativas funcionaban tan mal que muchas de ellas preferían delegar la compraventa de cereales en mercaderes independientes. Los dirigentes creían que las prácticas capitalistas estaban desbaratando en todas partes la socialización del campo[20]. Por supuesto que, ante la hambruna, los comerciantes privados eran perfectos como chivos expiatorios. También había otro motivo más acuciante por el que el Estado introdujo el monopolio sobre los cereales. La realidad era que la economía se hallaba en una situación desastrosa. La reforma agraria había fracasado en su objetivo de llevar al país a una era de prosperidad. El comercio estaba en una situación muy difícil. El Estado padecía un grave déficit: los gastos duplicaban los ingresos. Los máximos dirigentes se reunieron en julio de 1953 para examinar las finanzas y se encontraron con un agujero de 2400 millones de yuanes[21].

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Una de las causas del déficit era el comercio exterior. Como Beijing había abandonado súbitamente las exportaciones a Occidente y las había redirigido a la Unión Soviética, dependía de Stalin para la obtención de divisas. China se esforzaba con desesperación por vender más mercancías a su reticente socio. Los propios dirigentes responsables del comercio exterior reconocieron que molestaban y perseguían sin cesar a sus homólogos soviéticos. Pero en 1953 la Unión Soviética aceptó tan solo el 81 % de una lista de bienes de exportación propuesta por los chinos, lo que estaba muy por debajo de las expectativas de estos últimos[22]. La situación se volvió todavía más humillante cuando Stalin redujo drásticamente el volumen de ayuda que pensaba aportar al primer Plan Quinquenal de China, cuyo inicio se preveía para 1953. Zhou Enlai se reunió con el máximo dirigente soviético en septiembre de 1952 y le solicitó un préstamo de 4000 millones de rublos. Stalin le replicó que la Unión Soviética tendría que «dar algo, aunque antes habrá que calcular la cantidad exacta. No podemos dar 4000 millones». Y además, Stalin exigió numerosas compensaciones. Así, por ejemplo, pidió grandes cantidades de caucho: «Por lo menos 15 000 o 20 000 toneladas anuales». Ante las objeciones de Zhou, Stalin amenazó con reducir el número de camiones que se entregarían a petición de China. Quería más tierras raras, así como plomo, wolframio, estaño y antimonio. E insistió en el pago en divisas, con el objetivo de cubrir los costes del desequilibrio comercial entre China y la Unión Soviética[23]. Después de aquella reunión se celebraron muchas otras. Las negociaciones corrían a cargo de Li Fuchun, un hombre con aire modesto aficionado a la lectura. Se pasó diez meses en Moscú enzarzado en discusiones y riñas, con la esperanza de arrancar nuevas concesiones. Stalin murió en marzo de 1953, pero él y sus sucesores obligaron a Beijing a aceptar graves recortes. Stalin afirmó que el índice de crecimiento que China quería alcanzar era «imprudente»: lo rebajó del 20 % al 15 %. Redujo de 150 a 91 el número de complejos industriales que se iban a construir con asistencia soviética. Vetó varios proyectos relacionados con la defensa militar. En palabras de Li: «No hicimos más que pedir todo lo que queríamos, y era demasiado, y con excesiva rapidez». Mao y sus colegas no tuvieron otra opción que aceptar un acuerdo muy recortado en junio de 1953[24]. Pocas semanas más tarde, Mao pidió al Comité Financiero que le presentaran procedimientos para requisar mayores cantidades de cereales. Chen Yun, Bo Yibo y otros habían propuesto en 1951 que el Estado se hiciera con el monopolio de los cereales, pero luego habían renunciado a ello, porque los cuadros locales del Partido les habían advertido de que todo intento de quitarles a los granjeros su libertad de vender cereales en los mercados locales provocaría una reacción violenta. Sin embargo, parecía que hubiera llegado el momento. Unos pocos dirigentes expresaron sus reservas. Deng Zihui, alto cargo de la China meridional que presidía un poderoso comité agrícola, cuestionó que fuese buena idea requisar sin exenciones la comida de las provincias interiores donde el suelo era pobre, salino o infecundo. El propio Chen Página 198

Yun, uno de los arquitectos del plan anterior, advirtió de la posibilidad de rebeliones, aunque apoyó igualmente a Mao[25]. El monopolio sobre los cereales se impuso en noviembre de 1953. El sistema funcionaba de la manera siguiente: la Administración calculaba cuál tenía que ser la producción por hectárea de cada uno de los terrenos. A menudo, dicha cifra era mucho más elevada que la producción real y en ocasiones se hinchaba todavía más, porque se ejercían presiones para incrementar el rendimiento. La Administración también decidía el volumen de cereales por persona que se iba a consumir. Dicho volumen se fijó en 13-16 kilos mensuales, algo más de la mitad del grano sin descascarillar que se precisa para obtener 1700-1900 calorías diarias. Era una dieta del hambre y se impuso por un igual a todas las gentes del campo. Este volumen de cereales, así como el impuesto sobre el agro y las semillas necesarias para la siembra se deducían de la cosecha previamente estimada. La cantidad que quedaba se consideraba excedente. Había que venderlo al Estado por un precio que el propio Estado fijaba. Los granjeros podían recomprar al Estado cereales extra para complementar la ración básica, siempre que pudieran permitírselo, y siempre que hubieran sobrado cereales tras utilizar la cosecha para alimentar las ciudades, impulsar la industrialización y pagar la deuda externa. Los dirigentes sabían muy bien que tomar el control sobre las cosechas venía a ser lo mismo que declarar la guerra al campo. Recordaba tanto a lo que los japoneses habían hecho en el norte de China durante la Segunda Guerra Mundial que los dirigentes del Partido acordaron evitar la palabra requisa. La sustituyeron por un eufemismo y calificaron al monopolio de «sistema de compra y venta unificada» (tonggou tongxiao). Entre ellos hablaban de una «bomba amarilla», porque sabían que los aldeanos se resistirían y lucharían contra el sistema. Pero lo preferían a la única alternativa que podían imaginar, una «bomba negra», porque sin la imposición del monopolio los comerciantes de cereales habrían seguido explotando el mercado en su propio provecho[26]. La bomba amarilla destruyó los mismísimos cimientos de la vida rural de China y transformó a una gran parte de los agricultores en siervos de la gleba al servicio del Estado. Por todas partes hubo resistencia, alimentada por una rabia contra el Partido normalmente encubierta, pero que a veces se hacía pública. Incluso algunos de los dirigentes locales apoyaban a la gente del campo, a veces por cálculo estratégico, a veces porque sentían una genuina preocupación por su bienestar. En algunas partes de Guangdong, hasta un tercio de los cuadros del Partido ayudaba a los granjeros a esconder los cereales. En Zijin se celebraron asambleas públicas para buscar maneras de ocultar una parte de la comida a los inspectores de cereales. La resistencia abierta era habitual. En el distrito de Zhongshan, no muy lejos de Macao, 18 pueblos protestaron durante cuatro días consecutivos contra el monopolio de los cereales. Los incendios y asesinatos se multiplicaron[27].

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En la provincia de Jiangxi, algunos aldeanos se invitaron a sí mismos a los hogares de los cuadros del Partido, registraron los edificios y comieron con buen apetito la comida que encontraron. Les dejaron un pago simbólico: «En el pasado, cuando trabajabas, venías a mi casa a comer y me pagabas 0,10 yuanes, así que ahora yo también te pago 0,10 yuanes». Otros tomaban asiento en el domicilio de los funcionarios del Partido que no les gustaban y se negaban a marcharse. Aparecieron panfletos de origen desconocido que llamaban a la población a resistirse a las requisas estatales. Inspectores de cereales se quedaban desconcertados al ver grupos de niños que merodeaban por el campo y maldecían en voz alta al presidente Mao y al gobierno[28]. En una nueva versión de una forma de resistencia que había aparecido en 1950, grupos de aldeanos impedían la navegación de embarcaciones de carga en Hubei y exigían que los cereales se usaran para alimentar a las personas que los habían producido. En uno de los pueblos, las mujeres se pusieron al frente y un centenar de ellas impidió el acceso al granero local. En otro lugar, 300 mujeres armadas con piedras y palos impidieron el acceso a las embarcaciones de carga. Unas pocas arrojaban orinales llenos contra los agentes del Estado. En Sichuan aparecieron carteles y panfletos que denunciaban las requisas de cereales. Al borde de los caminos de Hanyuan y Xichang aparecieron eslóganes como «¡Abajo Mao Zedong!» y «¡No dudéis en acabar con el Ejército de Liberación del Pueblo!», y en otras partes circulaban cancioncillas populares que ridiculizaban al Partido[29]. El Estado respondió con más violencia. Algunos de los pobres rompían a llorar por miedo al hambre mientras la milicia se llevaba los cereales. A los que se resistían o no cumplían la cuota les propinaban palizas. El Departamento Estatal de Cereales informó desde Guangdong que era «habitual» que se desnudara y se obligara a pasar varias horas a la intemperie a los elementos recalcitrantes. Por toda la provincia se encarceló a miles de personas por negarse a vender los cereales. Más al norte, en Baoding (Hebei), la llegada de los equipos de requisa a la población estuvo acompañada de escenas de caos. Había personas que se escondían en las letrinas, otras fingían estar enfermas, unas pocas salían a insultar a los cuadros del Partido y sufrían palizas y algunas ancianas gimoteaban de desesperación y miedo. En la región de Handan, los cuadros se expresaron con franqueza: «Si no presentáis el excedente de cereales, interrumpiremos la venta [de aceites comestibles, sal y otros productos básicos] durante diez días». En 24 pueblos del distrito de Yuanshi, al sur de Shijiazhuang, los aldeanos tuvieron que sufrir que les escupieran, los empujaran, los ataran y los golpearan para obligarlos a entregar los cereales. Una investigación subsiguiente reveló que se había recurrido a la violencia en más de la mitad de los 208 pueblos que había en Yuanshi. Los cuadros del Partido se valían de técnicas de tortura aprendidas durante campañas anteriores. Unos pocos menospreciaban abiertamente a los aldeanos como a meros «esclavos». Se llevaban a cabo simulacros de ejecuciones y una mujer embarazada sufrió una paliza que la dejó inconsciente. Se Página 200

obligaba incluso a los niños a pasarse horas de pie sin poderse mover. Según parece, este tipo de castigo era «muy habitual». Se dijo que los suicidios eran «incesantes[30]». A veces se producían batallas campales entre la gente del pueblo y las fuerzas de seguridad. Luo Ruiqing, máximo responsable de la seguridad, contó docenas de casos de disturbios y rebelión abierta en el campo. Miles de aldeanos se rebelaron a principios de 1955 en el distrito de Zhongshan (Guangdong), y exigieron que se pusiera fin al monopolio sobre los cereales. Las fuerzas de seguridad enviaron a cuatro compañías de agentes a poner fin a los disturbios. Tuvo lugar un cruento enfrentamiento que duró varios días y en el que murieron personas de ambos bandos. Al final, 300 granjeros terminaron en prisión. En Luding (Sichuan), lugar sagrado para la mitología revolucionaria, donde los comunistas habían luchado en 1935 contra los nacionalistas sobre el único puente colgante por el que se podía cruzar el torrencial río Dadu, se informó de 6 revueltas en un solo mes. En Miyi, también en Sichuan, personas de 10 pueblos distintos arrebataron armas a la milicia y marcharon contra las sedes del Partido. Mientras no se abran todos los archivos, no tendremos manera de saber cuántas personas fueron aplastadas por la maquinaria del Estado en el curso de los desiguales enfrentamientos[31]. En unos pocos casos, el Estado tuvo que ceder. En algunas partes de Gansu donde predominaban los tibetanos —Xiahe, Jone y otros distritos—, las requisas cesaron por completo después de que varios dirigentes regionales murieran acribillados en una emboscada. Por toda la región se rumoreaba sobre posibles rebeliones. Uno de los eslóganes que más circularon fue «mejor rebelarse que aguardar a la muerte por hambre». El Partido no tuvo más remedio que ceder y ordenó que se garantizase un suministro estable de cereales a los tibetanos en las provincias de Gansu, Qinghai y Sichuan[32]. Pero la presión fue implacable en las regiones que no eran tan delicadas desde un punto de vista político. Como era de esperar, incluso la ración de supervivencia que el sistema tenía que respetar desaparecía en ocasiones y dejaba a los aldeanos sin nada que llevarse a la boca. En Qingyuan (Guangdong), todos los miembros de una cooperativa, excepto dos, se vieron obligados a vender toda la comida que tenían. En ocasiones, los propios secretarios del Partido fomentaban que el Estado se llevara hasta el último grano. Qiu Sen, miembro de un Comité de Seguridad Pública, vendió casi 500 kilos, y tan solo le quedaron 110 kilos para él y para su familia, apenas suficientes para alimentarlos durante dos meses. Además, cuando empezó a perderse el control sobre la situación, se dieron casos en los que las autoridades locales empezaron a reducir la cantidad de cereales que podía revenderse a los aldeanos. A menudo discriminaban a las clases negras, los proscritos que durante la reforma agraria habían sido clasificados como «terratenientes», «granjeros ricos» y «contrarrevolucionarios». En Yangjiang no se vendían cereales a nadie a quien se hubiera clasificado como terrateniente, con independencia de que tuvieran algo que Página 201

comer (a menudo no, porque su tierra había sido redistribuida y les habían confiscado los bienes). En Deqing se prohibió la compra de cereales incluso a los granjeros clasificados como «campesinos medios», sin que importaran sus circunstancias. En Hainan se vendían cereales tan solo a los pueblos que hubieran sufrido «carestía» durante un período de por lo menos tres meses. En Fengcheng (Jiangxi), los cuadros del Partido se comprometieron a vender cereales únicamente a los hogares que satisficieran las cuotas de requisa[33].

No bastaba con llevarse los cereales, había que cribarlos, aventarlos, limpiarlos, molerlos, almacenarlos, transportarlos y venderlos. Algunos de los enemigos habituales eran las aves, las ratas, los gorgojos y el moho, y había que contenerlos. Debía secarse el grano para que no se pudriera. Los contenedores más sencillos eran los canastos de mimbre, y se producían en una gran variedad de formas y tamaños. El grano ya descascarillado se guardaba en contenedores de loza. También había graneros, pero antes de la liberación la mayoría de los cereales se consumían en el mismo lugar donde se habían cultivado, por lo que no había grandes silos en los lugares donde habrían sido necesarios. En algunos casos, los cereales se conservaban dentro de contenedores redondos hechos con paja y arcilla, a menudo con una base de cemento o de arena cementada para impedir la entrada de roedores y protegerlos de la humedad del suelo. Eran más habituales los sacos de arpillera, que se amontonaban dentro de un granero, o de un sencillo cobertizo de lona alquitranada. En Shaanxi, a veces se recurría a las cuevas, mientras que en la llanura de loess del norte los cereales se almacenaban en fosos revestidos por dentro con tablones de madera, de unos 12 metros de profundidad y con un fondo de arena apisonada. Con independencia de los medios a los que se recurriese para almacenar la cosecha, siempre había habido una constante: la gente cuidaba de ella, porque la necesitaba para vivir[34]. Entonces el Estado tomó el control y el precio que se pagó por ello fue muy elevado. Se apartó a granjeros, buhoneros, comerciantes, mercaderes, molineros y demás personas que vivían del cuidado de los cereales como si hubieran sido otros tantos especuladores y capitalistas. Y aparte de que el cuidado de los cereales se confiara cada vez más a los empleados del Estado, hubo que ampliar de golpe el volumen de almacenamiento. Aun cuando los cereales se reservasen para el consumo local, el monopolio exigía que los granjeros lo vendieran al Estado, y este lo revendiese a los mismos granjeros, siempre que pudieran pagar por él. Como era de esperar, el Estado padecía una falta de instalaciones de almacenamiento que se haría sentir durante décadas. Los costes eran prohibitivos. Según un experto, en 1956 «los costes que tenía que asumir el Estado por almacenar cereales durante más de tres años igualaban el valor de los propios cereales[35]».

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A medida que las compañías controladas por el Estado reemplazaban a las pequeñas firmas propiedad de individuos o familias, muchas de las dificultades que siempre habían aquejado al almacenamiento de cereales escaparon a todo control. Así, por ejemplo, en enero de 1954 todas las provincias de la China oriental informaron de que había crecido mucho la proporción de alimentos que se calentaban demasiado y se estropeaban con la humedad. Tan solo en Shanghai, 40 000 toneladas se llenaron de moho. Los cuadros locales del Partido contribuían a agravar el problema, porque les interesaba más la cantidad que la calidad: su deber consistía en demostrar a sus superiores que habían conseguido mucho grano, no que el trabajo se hubiera hecho bien. En algunos casos permitían que los cereales se humedecieran para incrementar su peso. Los había, incluso, que añadían agua para hinchar el volumen. Esta es la escena con la que se encontró un visitante al abrir las puertas de un almacén en el sur de China: Estaba todo invadido de polillas y escarabajos, y vi varias ratas grandes como conejos jóvenes que correteaban por el suelo. Había diferentes tipos de contenedores dispuestos sin orden ni concierto sobre las losas del suelo. También había sacos rotos de tamaños variados, así como tinajas de loza y barriles de madera. En un rincón había grandes cestos de estera de caña en los que se depositaba la harina. Me eché para atrás ante los insectos que zumbaban y revoloteaban por allí, por no hablar de los gusanos que había en los cestos. La harina de uno de ellos había quedado cubierta de un moho azul que desprendía un olor asqueroso[36].

En 1954, el Estado recolectó más cereales que nunca gracias al monopolio, tanto en volumen absoluto como en relación con el conjunto de la cosecha. En Shandong, el volumen recogido pasó de 2 millones de toneladas en 1953 a casi 3 millones en 1954. Aun en los casos en los que el incremento era relativamente modesto, podía tener consecuencias devastadoras: en Hebei pasó de 1,9 millones a 2,08 millones de toneladas, lo que suponía pasar del 23,5 % al 25,9 % de la cosecha. En Shaanxi, la proporción global de comida requisada aumentó del 19,5 % al 25,5 % en 1954. Una de las proporciones más elevadas que se dieron fue en Jilin, donde se requisó el 50,7 % de los cereales, aunque la cosecha de aquel año se hubiera reducido a 5,31 millones de toneladas. Los aldeanos se quedaron con una media de 145 kilos anuales[37]. Deng Zihui, el hombre que supervisaba el trabajo en el campo desde Beijing, lo explicó de una manera muy sencilla. En julio de 1954, diez meses antes de que el monopolio fuera efectivo, reconoció que antes de la liberación un aldeano podía reservarse unos 300 kilos anuales para comer. Dicha cantidad se había reducido en todo el país a tan solo medio kilo diario, o un tercio menos. Y los otros alimentos también escaseaban. La mayoría de los que vivían fuera de las ciudades no podía conseguir más de 3 kilos de aceites comestibles anuales. Deng afirmó que el monopolio de los cereales era «el único camino cuando no había ningún otro» y que dicho camino consistía en «repartir equitativamente el sufrimiento». No tardaría en pagar el precio por su franqueza[38].

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La distribución equitativa del sufrimiento significaba hambre, que estuvo muy extendida en 1954, inmediatamente después de la hambruna de 1953. En fecha tan temprana como el 2 de enero de 1954, el Comité Central advirtió de que el monopolio estatal arrastraba a los granjeros hacia la muerte. En Henan y en Jiangxi, 4,5 millones de personas se hallaban en una situación muy difícil. En Hunan, uno de cada seis aldeanos pasaba hambre. En Shandong, 3 millones carecían de comida. En Guizhou y Sichuan, donde una cuarta parte de la población de las zonas montañosas no tenía suficiente para comer, la gente vendía su ropa, sus tierras y sus hogares. Por todo el país se vendían niños. Tan solo en el distrito de Ji’an (Jiangxi), se vendieron 32 en dos meses. Lo mismo ocurría incluso en la subtropical Guangdong. Zhang Delai, de un pueblo del distrito de Puning, vendió a su prole por 50 yuanes. Le bastó para comprar arroz y sobrevivir a la hambruna. En Anhui, hordas de hasta 200 pordioseros rondaban por el campo. Algunos de ellos morían por congelación. En Linxia (Gansu), algunas de las víctimas estaban demasiado débiles incluso para recorrer el camino que llevaba hasta el pueblo siguiente. «El motivo principal es que los cuadros locales no prestaron suficiente atención a las condiciones de la cosecha en el año pasado y cometieron graves errores en la ejecución del sistema de compra y venta unificada», explicaban los inspectores enviados por el gobierno provincial[39]. La mayoría de los informes indicaba que la hambruna se debía en gran medida a la acción humana. Pero en agosto, el Comité Central decidió atribuir la peor hambruna desde 1949 a «desastres naturales». En vez de ayudar a la gente del campo, subrayaba lo importante que era recolectar las cantidades de cereales, aceite y algodón determinadas por el Estado. Dichos productos eran esenciales para «la producción industrial en las ciudades y la reforma socialista de la industria y el comercio en el campo». Un año más tarde, durante la primavera de 1955, cuando volvieron a aparecer indicios de hambruna, Liu Shaoqi y Zhou Enlai aprobaron una directriz que explicaba: «Entre los que gritan con fuerza sobre la falta de cereales, hay una gran mayoría que no carece de ellos para nada». Zhou Enlai, como presidente del Consejo de Estado, se contentaba con manipular las cifras y llegar a la conclusión de que el monopolio funcionaba bastante bien. De hecho, funcionaba tan bien que en noviembre de 1953 y septiembre de 1954 se había ampliado, respectivamente, a las cosechas de aceites y algodón. No tardó en cubrir todos los productos alimenticios de cierta importancia y las materias primas agrícolas[40]. Una de las respuestas a la colectivización consistía en marcharse del campo. Los granjeros siempre habían acudido a las ciudades durante la temporada baja, con el objetivo de trabajar en las fábricas o dedicarse a la venta ambulante para complementar sus ingresos. En ocasiones pasaban años lejos de sus hogares y enviaban dinero para mantener a sus familias. En el distrito de Raoyang (Hubei), una cuarta parte de los hombres del campo trabajó en las ciudades durante los meses de invierno de principios de la década de 1950. Pero el Estado no fomentaba la movilidad de la población rural. Poco después de la liberación, envió al campo a Página 204

millones de refugiados, parados, soldados desmovilizados y otros elementos indeseables. Estos regresaban sin cesar. A pesar de los esfuerzos del Estado por detener el flujo, había cerca de 20 millones de emigrantes procedentes del campo, a menudo relegados a trabajos sucios, arduos y a veces peligrosos en los márgenes del paisaje urbano. Igual que en épocas anteriores, llegaban en busca de nuevas oportunidades y de una vida mejor. Pero también había otras motivaciones que impulsaban la emigración. Como el Estado había puesto freno al comercio privado, buhoneros, comerciantes y mercaderes abandonaron el campo en masa, en busca de un entorno más favorable. Pero, por encima de todo, las personas se ponían en marcha porque querían escapar del hambre. Después de que el Estado impusiera el monopolio sobre los cereales, muchos aldeanos votaron con los pies y se unieron a un éxodo masivo que partía de las zonas rurales. En marzo de 1954, más de 50 000 aldeanos llegaron a Jinan, la capital de Shandong. Más de 19 000 de ellos desbordaron la pequeña ciudad de Puerto Lüshun en otoño de 1953. Suplicaron auxilio a las tropas soviéticas. 8000 granjeros buscaban trabajo en Anshan, en Manchuria, donde había un extenso complejo siderúrgico. En las calles de Wuhan, la ciudad industrial del Yangtsé, se veían cientos de aldeanos empobrecidos. Muchos de ellos mendigaban comida. Algunos habían vendido toda su ropa, y unos pocos trataron de suicidarse, tal vez defraudados por la realidad de una ciudad que había sido faro de esperanza. Los había que protestaban frente a las oficinas del gobierno, chillaban, lloraban, y unos pocos esperaban hasta morir. Pero el imán más potente era Shanghai. En verano de 1954, llegaban a diario unos 2000 refugiados en tren, así como centenares en embarcaciones. Algunos de ellos eran demasiado pobres para costearse el billete[41]. En abril de 1953, el Consejo de Estado ya había aprobado una directriz que trataba de persuadir a cientos de miles de granjeros que buscaban trabajo para que volviesen a sus pueblos. No logró detener el flujo migratorio. En marzo de 1954 se aprobaron regulaciones todavía más estrictas que restringían la contratación de trabajadores del campo. Durante los meses siguientes, se reforzaron los cuerpos de seguridad pública y se crearon en todas partes subcomisarías que controlaban los movimientos de las personas y protegían las ciudades contra el flujo migratorio procedente de las zonas rurales. Entonces, el 22 de junio de 1955, Zhou Enlai firmó una directriz que implantaba en el campo el sistema de registro por unidades domiciliarias que ya funcionaba en las ciudades desde 1951. Era el equivalente aproximado del sistema de pasaporte interno instituido décadas antes en la Unión Soviética. A partir de agosto de 1955, la comida estuvo racionada, y su distribución quedó estrechamente ligada al número de personas registradas en la unidad domiciliaria. Había que presentar las tarjetas de racionamiento en los almacenes de cereales locales. De este modo se impedía el desplazamiento humano a gran escala. Pero, así como el Estado garantizaba la subsistencia de la población urbana, las personas que vivían en el campo tenían que procurarse el alimento ellas Página 205

mismas. El Estado cuidaba de muchos de sus empleados en las ciudades, mediante la jubilación y la asistencia sanitaria, la educación y la vivienda protegida, mientras que las personas registradas como «campesinos» (nongmin) tenían que arreglárselas por su cuenta. El estatus se heredaba a través de la madre. Por ello, aunque una chica de pueblo se casara con un hombre de la ciudad, ella y sus hijos seguirían siendo «campesinos» y no tendrían derecho a los beneficios que se concedían a los habitantes de las ciudades. El sistema de registro por unidades domiciliarias también implicaba un atento seguimiento de los movimientos de las personas, incluso en el interior de las zonas rurales, porque se exigía un certificado de migración a cualquiera que cambiase de residencia. Ninguno de los gobiernos chinos anteriores había restringido la libertad de residencia ni prohibido la migración, salvo en zonas disputadas durante períodos de guerra. Pero en 1955 la gente del campo perdió la libertad de residencia y de circulación. Los que se marchaban en busca de una vida mejor eran motejados de mangliu («migrantes ciegos»), una inversión de las sílabas de liumang, que se podría traducir por «gamberro[42]». El sistema de registro por unidades domiciliarias ataba al agricultor a la tierra, y con ello garantizaba que las cooperativas dispusieran de trabajadores a bajo coste. Esta fue la cuarta fase de la colectivización. Un único paso separaba a los aldeanos de la servidumbre: la propiedad sobre la tierra.

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MAREA ALTA

Los eclipses de sol siempre habían sido un mal augurio en la China tradicional, pero los peores eran los que coincidían con el Día de Año Nuevo. El 14 de febrero de 1953, primer día del calendario lunar, la luna ocultó parcialmente el sol y arrojó una sombra oscura sobre la tierra. Menos de tres semanas después murió Stalin. En China se izaron las banderas a media asta, guarnecidas con tiras de tela negra. Los edificios públicos de la capital se cubrieron de paños negros. La cola de los que iban a presentar sus últimos respetos en la embajada soviética abarcaba cuatro filas y era tan larga que hubo que cerrar temporalmente algunas calles al tráfico. La gente se ponía brazales negros distribuidos por activistas del Partido que se plantaban en las esquinas. En Tian’anmen, frente a la entrada de la Ciudad Prohibida, se erigió una enorme plataforma roja cubierta de guirnaldas artificiales y flores de papel. Un retrato de Stalin se erguía sobre ella. Los altavoces alternaban entre la música fúnebre e instrucciones para que la multitud supiera cómo debía comportarse: «No cantéis. No os riais. No caminéis sin rumbo. No gritéis. Mantened el orden. Comportaos como se os explicó en el periódico». La multitud guardaba silencio[1]. El Presidente se inclinó ante el retrato y depositó una guirnalda. Pero no hizo ningún discurso. Durante los treinta años anteriores había seguido los consejos de Stalin, a veces de buen grado, a veces a regañadientes. Incluso en plena guerra civil, cuando sus tropas ya empezaban a vencer, seguía pendiente de los consejos y orientaciones de Moscú. Había sido un fiel seguidor de Stalin y se había esmerado en proclamar su lealtad al declarar en 1949 que China «se inclinaría hacia un lado». Después de la liberación, la circulación de telegramas entre Beijing y Moscú creció todavía más, porque el Presidente parecía buscar la opinión de Stalin sobre todas las cuestiones. Mao había sido un discípulo leal de Stalin, pero con todo, la relación nunca fue fácil. Mao tenía muchos motivos para sentir rencor contra su maestro, que lo había humillado tan solo tres años antes en Moscú. Y albergaba un profundo resentimiento por la presencia de tropas soviéticas en Manchuria. Pero el problema más grave era que Mao quería ser más estalinista de lo que el propio Stalin estaba dispuesto a permitir. En noviembre de 1947, el Presidente había escrito a Moscú para informar de su intención de eliminar todos los partidos políticos rivales: «En el período de la victoria final de la revolución china —igual que ocurrió en la URSS y en Yugoslavia — todos los partidos políticos, excepto el PCCh, deberán retirarse de la escena política». Sin embargo, Stalin no estuvo de acuerdo con tal precepto y le dijo que los partidos de la oposición chinos tendrían que formar parte de la Nueva Democracia durante muchos años. «Después de la victoria —le respondió Stalin—, el gobierno chino será nacional revolucionario y democrático, más que comunista». Aunque de Página 207

mala gana, Mao mantuvo la fachada democrática a la vez que construía un Estado totalitario. Entonces, en febrero de 1950, Stalin instó al Presidente a proceder con mayor moderación en la reforma agraria y a dejar en paz a los campesinos ricos que pudieran contribuir a la recuperación del país tras años de guerra. Unos meses más tarde, Mao publicó una Ley de Reforma Agraria que propugnaba una política menos agresiva, al tiempo que la violencia desgarraba las zonas rurales. Y en 1952, tan solo unos pocos meses antes de sufrir el infarto cerebral que acabó con su vida, Stalin redujo la financiación del primer Plan Quinquenal de China y avisó de que los lideres chinos le pedían demasiado y lo querían con excesiva rapidez[2]. La muerte de Stalin fue la liberación de Mao. Por fin, el Presidente se veía libre de las limitaciones que le imponía Moscú. Su proyecto político no volvería a tropezar con grandes obstáculos. Por supuesto que no dejó de comunicar sus puntos de vista al Kremlin, y los telegramas siguieron circulando entre las dos capitales rojas, pero ya no quedaba ningún dirigente soviético que impusiera tanto respeto como el propio Mao, que había llevado una cuarta parte del mundo a una segunda Revolución de Octubre y había luchado contra Estados Unidos en la guerra de Corea hasta quedar en tablas. El Presidente empezó a distanciarse de la dirección soviética. También se apartó de sus colegas. Mao había guiado a sus hombres a la victoria en 1949. Corea también se hallaba entre sus glorias personales, porque había presionado por la intervención mientras los otros dirigentes del Partido vacilaban. Había sobresalido con creces entre sus colegas. Aun antes de que Stalin muriera, Mao había empezado a socavar la posición de Liu Shaoqi y Zhou Enlai, que se encargaban de la gestión diaria de la economía y estaban adquiriendo una influencia que el Presidente contemplaba con disgusto. El primer ministro Zhou, hombre de voz dulce, con un toque afeminado, había aprendido diez años antes a no desafiar al Presidente. En 1932, los rivales de Mao habían entregado a Zhou el mando sobre el frente de batalla. El resultado había sido un desastre, porque Chiang Kai-shek había vapuleado a las tropas comunistas y las había obligado a abandonar sus bases en el sur e iniciar la Larga Marcha. Después de que Mao se hiciera con el poder en Yan’an, Zhou tuvo que demostrar su lealtad en una serie de feroces sesiones de autocrítica que tuvieron lugar entre septiembre y noviembre de 1943. Lo acusaron de haber encabezado una facción partidaria de uno de los rivales de Mao. Zhou se humilló y reconoció haber sido un «estafador en política» carente de principios, y culpó por ello a la educación de señorito que había recibido en el seno de una «familia aristocrática feudal». Fue una experiencia terrible, pero Zhou logró superarla y transformarse en un fiel asistente de Mao. A fin de redimirse, puso por entero al servicio del Presidente sus dotes organizativas[3]. Liu Shaoqi había ido a estudiar a Moscú en 1921. Era un hombre frugal, taciturno, con fama de apparátchik entregado a su labor, que a menudo pasaba noches en blanco trabajando. Dos décadas más tarde, en Yan’an, Liu y Zhou se sentaron en lados opuestos de la mesa, porque el primero se había metido hasta el Página 208

cuello en la campaña para expulsar del Partido a los espías y saboteadores. Aunque dejara el trabajo sucio de arrancar confesiones a los sospechosos en manos de Kang Sheng —el siniestro individuo que había trabajado con la policía secreta soviética—, Liu fue el principal arquitecto del marco teórico que justificó la persecución. Sobresalió en dicha tarea, y en 1943 ya era el segundo al mando después de Mao[4]. El Presidente no sentía interés por los problemas de la rutina diaria ni por las complejidades de organización, y estaba necesitado de administradores de primer rango a los que pudiera confiar la ejecución de sus proyectos. Zhou y Liu eran siervos capaces que se hallaban siempre a su disposición, de día y de noche. El horario del Presidente era caótico, porque Mao sufría graves problemas de insomnio, ataques de ansiedad y depresión, provocados a menudo por su miedo constante de que otros dirigentes de alto rango fueran desleales. La confianza era esencial. Mao no podía dormir sin fuertes dosis de barbitúricos, hidrato de doral y secobarbital, y a menudo dormitaba durante el día y trabajaba toda la noche. No dudaba en convocar a sus subordinados y colegas en las horas más intempestivas. Contaba con que se presentarían de inmediato. Por ello, los dirigentes de más alto rango, como Liu y Zhou, necesitaban a su vez somníferos para poder descansar, porque no conseguían sincronizar su horario de trabajo con el del Presidente. La falta de sueño era un problema menor. Tenían que pechar con los impredecibles cambios de humor de Mao, pasar de puntillas por su lado, adularlo y evitar todo tipo de comentario que pudiera provocar sospechas o malentendidos. Tenían que descifrar sus observaciones, que a menudo eran poco claras y servían para que los subalternos no entendieran del todo las intenciones del Presidente. Aunque a menudo Mao también recurría a expresiones vagas para ocultar su propia ignorancia, sobre todo en el terreno de la economía, del que no sabía casi nada. Raramente manifestaba una opinión sobre cuestiones financieras específicas. Cuando lo hacía, daba la impresión de falta de conocimiento. Esto último también era una cuestión delicada para Zhou y Liu, sobre todo porque tenían que asumir la responsabilidad de dirigir una burocracia estatal cada vez más compleja, de la que formaban parte millones de empleados. Se sentían tentados de obviar algunos de los aspectos más técnicos de la economía, con tal de no avergonzar a su señor. Pero esto último también comportaba sus peligros, porque Mao tenía la costumbre de pasar de manera totalmente impredecible de un total distanciamiento en las labores de gobierno a una atención obsesiva a los detalles. Así, por ejemplo, durante la purga de la Administración que tuvo lugar en 1952, emitió directrices casi a diario sobre el número de delincuentes a los que había que arrestar, pero abandonó súbitamente todo interés cuando la campaña empezó a remitir, y dejó que fuese Liu quien pusiera orden en aquel desastre[5]. En 1952, Zhou y Liu habían creado un sólido equipo de gestores económicos, entre los que se hallaban Bo Yibo, Chen Yun, Li Fuchun y Deng Zihui. A medida que el debate económico ganaba en complejidad, Mao empezó a tener la sensación de que Página 209

prescindían de él, de que perdía el control sobre sus subordinados. Además, la lentitud del progreso económico lo impacientaba, y se dio cuenta de que algunos de sus colegas albergaban dudas sobre el ritmo al que se llevaba a cabo la colectivización. Más en concreto, Liu pensaba que la transición al socialismo iba a llevar mucho tiempo. Llegó a plantearse la formación de una comunidad empresarial que contribuiría a la economía del país durante los años venideros. Mao no estaba de acuerdo, pero Stalin aún vivía y por ello resultaba algo arriesgado reprender a Liu. Este había estudiado en Moscú. En verano de 1949 había actuado como representante del Partido ante la Unión Soviética y Stalin le había dedicado todo tipo de atenciones en seis reuniones distintas. En cambio, había recibido a Mao con frialdad. A finales de febrero de 1953, Mao tuvo noticia de que Stalin se hallaba en el lecho de muerte y trató de evitar que Liu, ingresado en el hospital para una extracción de apéndice, se enterara. Pocas semanas más tarde, se excluyó a Liu de la ceremonia fúnebre en honor de Stalin[6]. A principios de 1953, Mao chocó con Bo Yibo, el ministro de Finanzas, que formaba parte del equipo de gestores económicos de Zhou y Liu. Bo había creado un nuevo sistema impositivo que suavizaba la presión sufrida por el sector privado. En una nota que se envió a Bo, y de la que se remitieron copias a varios otros altos cargos, el Presidente se quejaba con amargura: «¡No sabía nada de esto hasta que lo leí en la prensa, y todavía no lo entiendo!». Zhou se percató al instante de que el Presidente había enfurecido, y aquella misma noche escribió una carta con la que trató de calmar la situación. Pero pocos días más tarde el Presidente se encaró con Bo Yibo en una reunión de los máximos dirigentes: No se ha informado con antelación de la revisión del sistema impositivo a la dirección central, pero sí se ha discutido con la burguesía. ¡Se trata a la burguesía como si fuera más importante que la dirección central del Partido! ¡La burguesía ha recibido con agrado este nuevo sistema, es un error del oportunismo derechista!

El verdadero objetivo de los ataques de Mao, más allá de que el Presidente quisiese acelerar la colectivización, eran los dos hombres que sostenían a Bo, esto es, Zhou y Liu. El Presidente adoptó una táctica que él mismo describió como «arrojar una piedra para provocar ondas en el agua». Cargó contra un subordinado para atacar a los dos hombres más poderosos que se hallaban detrás de él[7]. El Presidente no se ablandó durante los meses que siguieron, aunque Bo Yibo llevara a cabo varias autocríticas. Mao reforzaba su poder sobre el gobierno y al mismo tiempo socavaba la posición de sus colegas. En marzo exigió lo siguiente: «Todas las directrices, políticas, planes y actos de cierta importancia que se adopten en el marco de las funciones del gobierno deben remitirse previamente a la dirección central». En mayo escribió una nota amenazadora a Liu en la que insistía: «Todos los documentos y telegramas emitidos en nombre de la dirección central se podrán enviar tan solo en cuanto los haya visto. Si no, carecerán de toda validez. Por favor, tened cuidado». Pocas semanas más tarde reprendió en una reunión de los máximos

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dirigentes a todos los que «no se preocupaban» del liderazgo colectivo y preferían ir por su cuenta[8]. Tras advertir a Zhou y Liu, Mao anunció un cambio de velocidad en la implantación del socialismo en una reunión del Politburó celebrada el 15 de junio de 1953. Así se expresó, usando la jerga del marxismo-leninismo: La línea general o tarea general del Partido durante el período de transición consistirá, básicamente, en llevar a buen término la industrialización del país y la transformación socialista de la agricultura, la artesanía y la industria capitalista en un plazo de diez o quince años, o algo más largo. Dicha línea general es un faro que ilumina nuestro trabajo en todos los ámbitos. Que nadie se aparte de la línea general, porque si no se producirán errores «izquierdistas» o derechistas[9].

Mao tituló su discurso «Refutad los puntos de vista desviacionistas derechistas que se apartan de la Línea General». No se pronunció el nombre de Zhou ni de Liu, pero los asistentes sabían muy bien de qué iba aquello. Ambos habían trabajado con ahínco para mantener la fachada de una Nueva Democracia, se habían basado en los consejos de Stalin para garantizar a los empresarios e industriales que podrían seguir trabajando como propietarios de sus empresas. Mao criticó con severidad la formulación de Zhou Enlai del «orden social de la Nueva Democracia» y dicho término no se volvió a utilizar. Según el Presidente, incluso los eslóganes sobre «el mantenimiento de la propiedad privada» eran manifestaciones de «derechismo». La democracia había terminado, empezaba el socialismo. El Presidente proponía la Línea General, y con ello se posicionaba por encima del Partido. La usaba como vara de medir, para distinguir a los derechistas y los izquierdistas en el camino hacia el socialismo. Era una vara de medir que iba a cambiar repetidamente[10].

En el marco de su estrategia para socavar el poder del compacto grupo de gestores económicos que se había formado en torno a Liu Shaoqi y Zhou Enlai, Mao nombró para altos cargos en Beijing a personas que hasta entonces habían estado alejadas de los círculos del poder central. Decía que se trataba de «echar arena en la mezcla». El más importante de los recién llegados fue Gao Gang, el dirigente de Manchuria, que llegó a la capital en octubre de 1952 para dirigir la recién creada Comisión de Planificación del Estado. También asumió la responsabilidad sobre ocho ministerios del área económica, que abarcaban desde la industria ligera y los combustibles hasta productos textiles, con lo que controlaba buena parte de lo que antes se había hallado bajo la supervisión exclusiva de Zhou Enlai. No tardó en convertirse en una figura importante en todas las reuniones de los dirigentes. Tenía un despacho en la sede del Partido en Zhongnanhai, el bello y cuidado recinto donde había vivido la emperatriz viuda Cixi. Su puerta se hallaba frente a la del despacho de Mao. Su familia se mudó a la antigua sede de la embajada francesa, una espaciosa residencia en Dongjiaomin Xiang. Los contactos personales entre ambos eran frecuentes y las discusiones se alargaban hasta las primeras horas de la noche. Gao seguía las indicaciones del Página 211

Presidente y arremetió contra Bo Yibo en una de las sesiones de autocrítica con el ministro de Finanzas, en la que se atuvo a notas que Mao había revisado y aprobado previamente. Gao disfrutó del ataque contra el que era uno de sus enemigos personales. Un año antes, Bo había remitido al Presidente un informe sobre la corrupción en Manchuria que incriminaba directamente a Gao. Mao había hecho circular la carta entre los altos cargos del Partido[11]. El Presidente estaba impresionado con Gao y en verano de 1953 le confió una nueva tarea. Le ordenó que investigara en el pasado de Liu Shaoqi para descubrir si su número dos había espiado para los nacionalistas durante la década de 1920. Gao lo interpretó como un signo de que el Presidente quería librarse de Liu. Pero Mao era un maestro en el juego de «divide y vencerás». Igual que albergaba inquina contra Liu Shaoqi y Zhou Enlai, también desconfiaba de Gao Gang. Años antes, Gao había acompañado a Liu a un encuentro con Stalin en Moscú. En una reunión de verano de 1949, Gao había lanzado la idea de declarar que Manchuria era la decimoséptima república de la Unión Soviética con el fin de protegerla de Estados Unidos. Stalin había clavado la mirada en Gao, y al cabo de un momento de incómodo silencio había descartado la idea con una broma de por medio. Pero la propuesta hizo que Liu enviara a Mao un telegrama en el que le pedía que hiciera regresar a Gao a Beijing. Mao estuvo de acuerdo y el 30 de julio de 1949 un Gao derrotado se marchó al aeropuerto sin que le acompañara ningún otro miembro de la delegación. Meses más tarde, cuando Mao emprendió su propio peregrinaje a Moscú, Stalin le entregó un dosier con pruebas incriminatorias que demostraban que Gao había enviado en persona mensajes confidenciales al líder soviético. El contenido exacto de los documentos sigue envuelto en el misterio, pero no parece que obstaculizara la carrera de Gao. Continuó al mando de Manchuria, que al cabo de poco tiempo dispuso de miles de asesores técnicos de la Unión Soviética, que trabajaban en todos los puestos, desde ejecutivos de alto rango hasta humildes obreros en los ferrocarriles que eran propiedad conjunta de China y Rusia[12]. Mao toleró a Gao mientras Stalin vivió. Pero en octubre de 1952 el Presidente lo incorporó al Politburó de Beijing, y con ello lo separó de su feudo y lo alejó geográficamente de la Unión Soviética. Así podría observarlo más de cerca. Gao no iba por el buen camino. Era un hombre dado a la conversación y sus encuentros con diplomáticos soviéticos habían confirmado su reputación de indiscreto. Les explicaba cuestiones de política interna. Se quejaba de los presupuestos deficitarios. Le suministraba detalles sobre proyectos de infraestructuras que habían salido mal. Delataba a sus colegas[13]. No está claro cuánto sabía Mao de todo esto, pero en agosto de 1953 envió a Gao a Moscú como enlace con los nuevos dirigentes soviéticos. En cuanto Stalin hubo muerto de asfixia, con los ojos desorbitados en un último esfuerzo por tomar aliento, el máximo responsable de seguridad, Lavrenti Beria, fue el primero en lanzarse sobre él y besar su cuerpo sin vida. Al día siguiente, Beria arrebató el poder a sus Página 212

aterrorizados colegas y reinó por un breve período de dos meses. El 28 de junio, Nikita Jruschov y varios otros le tendieron una trampa y lo pusieron bajo arresto por «actividades criminales contra el Partido y el Estado». Gao se reunió con Jruschov, pero permaneció tan solo dos días en Moscú. No le habían permitido llevar a su propio secretario. En cambio, le acompañó Ye Zilong, secretario personal de Mao. Ye vigilaba todos los pasos de Gao. Se informó de que Gao parecía abatido durante el regreso a Beijing. Presentía que «las nubes se aglomeraban a su alrededor y que el viaje no le traería nada bueno[14]». No se sabe muy bien en qué consistían sus preocupaciones, pero durante los meses siguientes Gao empezó a maniobrar para hacerse con el poder. Albergaba la esperanza de expulsar a Liu Shaoqi de su posición como número dos. Celebró incontables fiestas en su domicilio, porque Gao trataba de ganar posibles aliados. Conspiraba con Rao Shushi, el poderoso dirigente que había llegado a controlar la mayor parte de la China oriental. Filtró una lista altamente confidencial de personas a las que había que tener en cuenta para un futuro Politburó. Viajó por el sur para encontrarse con líderes militares como Lin Biao, que no figuraba en la lista, y trató de ganarse su apoyo para impedir que Liu Shaoqi sucediera al Presidente… acompañado por una delegación de otros veinte dirigentes regionales. La fortuna política de Gao se vino abajo de golpe el 17 de diciembre, después de que Chen Yun y Deng Xiaoping denunciaran sus actividades secretas en una visita al Presidente. Se celebraron tres largas reuniones en las que también participaron Zhou Enlai y Peng Dehuai. Mao habló con otros dirigentes en los días sucesivos. Se reunió a solas con Gao el 23 de diciembre. Al día siguiente, Mao convocó a sus colaboradores más allegados y les advirtió de que había dos sedes en Beijing, y que solo una de ellas estaba bajo su mando: Frente al n.o 8 de Dongjiaomin Xiang [domicilio de Gao] ha habido un ir y venir de caballos y carros, mientras que ante la Puerta de Xinhua [la entrada formal del recinto de Zhongnanhai] estaba todo tan tranquilo que habría sido posible capturar gorriones[15].

No se refirió a Gao Gang por su nombre, pero el mensaje estaba muy claro. Gao quedó bañado en sudor. Aquel mismo día, a una hora más temprana, Moscú había anunciado la ejecución de Beria y seis de sus esbirros después de un juicio de seis días de duración. Uno de los seis cómplices de Beria era Serguéi Goglidze, que había sido máximo dirigente de Seguridad en Extremo Oriente. Años más tarde, en el pleno celebrado en septiembre de 1959 en Lushan, Mao reveló que Moscú había faltado a su promesa de no espiar a China y había enviado a Goglidze para que conspirase con Gao Gang[16]. Gao Gang fue purgado por «traición» y por «crear división en el Partido». En una tensa reunión celebrada en febrero de 1954, se confió la acusación a Zhou Enlai, en ausencia del Presidente. Se reforzó la seguridad militar en torno a los domicilios de los dirigentes que habrían podido apoyar a Gao. Había guardias armados en alerta en la sala de reuniones. Un muchacho encargado del té al que se permitía entrar en la Página 213

sala quedó consternado al ver que el rostro de Zhou «se retorcía en una mueca que era la viva imagen de la ferocidad» mientras reprendía a Gao. Dos días más tarde, Gao trató de suicidarse con una pistola que arrebató a su propio guardaespaldas, pero después de un breve forcejeo entre ambos, el arma se disparó sin que la bala alcanzara su objetivo. Medio año más tarde logró tragar un número de pastillas suficiente para suicidarse, aunque lo vigilasen las veinticuatro horas del día. Por si acaso, también se acusó a Rao Shushi de haber formado una «camarilla antipartido» y este acabó en prisión. Entonces empezó una caza de brujas, porque se formularon denuncias contra otros dirigentes y se les envió al gulag por haber conspirado contra el Partido[17]. Mao fue el único beneficiario de toda la historia. La purga de Gao sirvió para advertir a los rusos de que el Presidente no toleraría nuevas injerencias soviéticas en los asuntos chinos. Por otra parte, Gao había servido al Presidente como perro de presa contra Liu Shaoqi. Este terminó por recobrar su posición, pero no sin humillarse antes con una larga confesión en un congreso del Partido en el que apoyó con entusiasmo la iniciativa de colectivizar el país. Todo estaba a punto para poner en marcha la Marea Alta Socialista[18].

El 15 de junio de 1953, el Presidente anunció que la agricultura, el comercio y la industria deberían alcanzar su plena socialización «en un período entre diez y quince años», una posición que él mismo bautizó como Línea General. Pero no quedó satisfecho con que se obligase a los granjeros a entrar en las cooperativas, ni con que el monopolio sobre los cereales introducido en una fecha posterior del mismo año permitiera requisar volúmenes cada vez mayores de alimento, sino que quería acelerar la colectivización. A pesar de las cooperativas, los granjeros podían esconder los cereales que estaban obligados a vender al Estado, o fingir que la cosecha había sido mala. Todavía eran propietarios de la tierra y controlaban sus propios horarios de trabajo. Lo que Mao quería era el socialismo. Y esto implicaba la creación de colectividades agrarias en las que el cereal cosechado en los campos entrara de inmediato en los graneros, siempre bajo el control del Estado. Stalin lo había conseguido en el campo ruso a principios de la década de 1930 y eso mismo era lo que se quería lograr: «El camino recorrido por la Unión Soviética es nuestro modelo[19]». No era ese el camino que gustaba a la mayoría de los aldeanos. Como hemos visto en el capítulo precedente, el Estado requisó más comida en 1954 que en ninguna fecha anterior, tanto en cantidades absolutas como en proporción respecto al conjunto de la cosecha. El hambre se había adueñado de buena parte de las áreas rurales y se había visto agravada por una serie de inundaciones devastadoras. En otoño de 1954, los granjeros volvían a destruir los aperos de labranza, talaban árboles y sacrificaban a los animales. Algunos de ellos se rebelaron abiertamente y se produjeron batallas Página 214

campales entre las fuerzas de seguridad y pueblos enteros. Durante los primeros meses de 1955, Deng Zihui, el hombre que había calculado que los aldeanos disponían, como promedio, de un tercio menos de alimentos que antes de la liberación, empezó a autorizar la disolución de algunas cooperativas. Lo hizo como máximo responsable de un comité de asuntos agrícolas, pero no sin obtener el pleno consentimiento de Mao. El Presidente autorizó algunos ajustes de poca importancia, pero cambió de opinión en abril, porque viajó al sur y vio campos florecientes junto a las vías desde la ventana de su tren personal. Una vez en Shanghai, se reunió con el alcalde, un hombre alto con los cabellos crespados, que sentía un temor reverencial ante Mao. Ke Qingshi le explicó al Presidente que Deng Zihui había enfriado el entusiasmo por la colectivización entre sus hombres. Una vez en Beijing, Mao advirtió a Deng que se anduviera con cuidado al disolver cooperativas: «Si no, tendrás que llevar a cabo una autocrítica[20]». Durante las semanas que siguieron, Mao cargó repetidamente contra las «actitudes negativas» frente a la colectivización. El 17 de mayo de 1955, en una reunión con dirigentes provinciales en Hangzhou, propuso que las provincias compitieran por el número de cooperativas que organizaban. Hizo caso omiso de toda preocupación que pudieran suscitar las excesivas requisas de cereales: «Respecto al problema de los cereales, existe una tendencia en el interior y en el exterior del Partido que afirma que la situación no es buena. Esto es erróneo. Tal como lo veo, la situación es buena, aunque hayamos tenido unos pocos tropiezos». En el margen de un informe sobre las cooperativas de la provincia de Guangxi, escribió: «Las afirmaciones de los campesinos medios de que sufren privaciones son todas falsas». Cuando la noticia de que se habían confiscado cereales por la fuerza en un pueblo de Guangdong llegó a su escritorio, anotó: «Dos familias que se habían negado a vender sus cereales han sido arrestadas. Las cooperativas son muy buenas[21]». No obstante, el proceso de colectivización siguió perdiendo gas. Algunas provincias no hicieron caso de las instrucciones dictadas por el Presidente el 17 de mayo y siguieron pendientes de las indicaciones de Deng Zihui. El 11 de julio, Mao se reunió con Deng y con varios altos cargos más, y les presionó para que se cumpliera el objetivo de transformar el 40 % de los pueblos en cooperativas para 1957. Deng no cedía. Mao le habló con sarcasmo: «¡Tú te crees que conoces bien a los campesinos, pero también eres muy obstinado!». La reunión duró cinco horas. Aun así, Deng se negó a cambiar su postura. Después de la reunión, Mao le dijo a un colega en tono de confidencia que las ideas de Deng Zihui albergaban «tanta testarudez que habría que bombardearlas con artillería[22]». Tres semanas más tarde lanzó una señal de advertencia a Deng. El 31 de julio de 1955, Mao exigió que se pusiera en marcha una nueva campaña para acelerar la transición al socialismo, que no podía durar más de tres años. El Presidente anunció: «Un huracán en el nuevo movimiento de masas socialista no tardará en soplar por los pueblos de todo el país». Y añadió un comentario amenazador: Página 215

¡Algunos de nuestros camaradas se tambalean como una mujer con los pies vendados y se quejan incesantemente de los demás! ¡Dicen: demasiado rápido, demasiado rápido! Piensan que las sutilezas innecesarias, las quejas sin fundamento, las preocupaciones incesantes y un sinfín de normas son la política correcta para guiar al movimiento de masas socialista en las áreas rurales. ¡No! Esa no es la política correcta, es una política equivocada[23].

Así quedaba marcado el tono. Unas pocas semanas más tarde, en la versión que se difundió entre un público más amplio de miembros del Partido, el término «huracán» se transformó en «marea alta». Mao llegó a la conclusión de que el principal oponente a la Marea Alta Socialista era Deng Zihui, a quien no tardaría en apartar bajo la acusación de «oportunista derechista». Mao puso fin a su carrera en un discurso frente a una asamblea de dirigentes de todas las provincias y grandes ciudades que se celebró el 15 de agosto. Condenó la orden de Deng de ralentizar la colectivización como una «infracción contra la disciplina del Partido», porque había dictado órdenes «sin pasar por la dirección central, y eso es inapropiado». Mao se hizo una pregunta retórica: «Zihui ha hablado. ¿Es su decisión personal la que nos obliga, o bien la decisión adoptada por el liderazgo colectivo?». El Presidente había clarificado sus puntos de vista sobre el camino que había que seguir en dirección al socialismo. Una colectivización que avance con pasos vacilantes es lo que conviene a los campesinos ricos, se ajusta al camino capitalista [que quieren seguir] […] El socialismo está necesitado de una dictadura, no funcionará sin ella […] Esto es una guerra: estamos abriendo fuego contra los campesinos que poseen propiedad privada. El socialismo de verdad exige guerra. Es una guerra que tiene lugar entre una población de 500 millones de personas, es una guerra liderada por el Partido Comunista.

Los terratenientes y campesinos ricos que saboteaban las cooperativas eran contrarrevolucionarios a los que había que enviar a campos de trabajo. Los intelectuales como Liang Shuming, a quien tres años antes habían tildado de reaccionario por escribir una carta en la que afirmaba que la China rural era el noveno círculo del infierno, también eran contrarrevolucionarios. De hecho: «Los que se quejan de la situación en el campo son campesinos a los que les sobran los cereales: Liang Shuming, Peng Yihu… también los hay dentro del Partido[24]».

La marea subió y engulló casi todas las pequeñas granjas de propiedad privada que había en los pueblos de China. Los cambios fueron radicales. En julio de 1955, aproximadamente el 14 % de los 120 millones de familias que vivían en el campo formaban parte de una cooperativa. Menos de un año más tarde, en mayo de 1956, más del 90 % pertenecían a una. La mayoría de estas cooperativas estaban colectivizadas. En las cooperativas elementales, lanzadas en 1953, cada uno de los granjeros compartía nominalmente su parcela de tierra con los otros miembros, en un régimen que tenía cierta analogía con el de un accionista en una corporación. En ocasiones tardaban varios meses en calcular el valor de la tierra y su potencial de producción. Se asignaba un valor a los animales, los estanques con peces, las herramientas e incluso los árboles antes de que entraran a formar parte de la Página 216

cooperativa. Estallaban conflictos interminables sobre dicha valoración, no solo entre los cuadros del Partido y los granjeros, sino también entre aldeanos con etiquetas de clase diferentes. Parecía que en todas partes los campesinos pobres sufrían discriminación por parte de los que disponían de mayores bienes, y los desposeídos tenían poco que ofrecer y mucho que ganar en las cooperativas. En algunos lugares se prohibió que las personas ciegas se unieran a las cooperativas. Todas estas cuestiones se resolvieron mediante la transformación de las cooperativas en colectivos semejantes a las granjas de la Unión Soviética. Los colectivos confiscaron la tierra de los granjeros. Transformaron a estos últimos en trabajadores agrícolas que recibían puntos de trabajo a cambio de su labor, que desempeñaban a las órdenes de un cuadro local. Este era el último estadio de la colectivización. Los granjeros se habían transformado en siervos de la gleba a disposición del Estado[25]. En marzo de 1956 se aplicaron restricciones aún mayores a la propiedad privada. Los granjeros de los colectivos habían conservado el derecho a cultivar durante su tiempo libre una pequeña parcela para satisfacer sus propias necesidades. Pero el Partido redujo estas parcelas a un máximo del 5 % de la superficie total[26]. Los efectos de la colectivización sobre la economía fueron catastróficos. El área total que se dedicaba a la agricultura se redujo en 304 millones de hectáreas. La producción de cereales no creció al mismo ritmo que la población. El sacrificio de animales de granja, que había sido un problema persistente en el campo a partir de la liberación, alcanzó unas dimensiones inauditas. Y así como en las ciudades, tras producirse el arresto de Hu Feng en junio de 1955, se había desatado una campaña que tenía por objetivo a los contrarrevolucionarios, la Marea Alta también desencadenó una oleada de terror en el campo, porque los cuadros locales del Partido arrestaron a cientos de miles de personas. Tal como Mao había expresado durante el verano, se trataba de una guerra contra los «campesinos que poseían propiedad privada[27]». Pero la Marea Alta no se limitó al campo. En 1956 casi toda la industria y el comercio se nacionalizaron. Esto último también se logró en pleno terror. Uno de los dirigentes del Partido que cayó en desgracia como consecuencia del asunto de Gao Gang fue Pan Hannian, el poderoso teniente de alcalde de Shanghai. Lo arrestaron en mayo de 1955 junto con Yang Fan, máximo responsable de la seguridad en Shanghái. La purga a la que ambos fueron sometidos hizo temblar a la comunidad empresarial. «Si cargos públicos que habían sido tan poderosos como él y Yang Fan no habían logrado garantizar su propia seguridad bajo el nuevo régimen, ¿qué posibilidad tenemos nosotros?», se preguntaba Robert Loh. Era bien sabido en la comunidad empresarial que Pan Hannian y otros altos cargos que habían caído de un día para otro habían estado muy próximos a industriales como Rong Yiren y Guo Dihuo. Todos ellos se visitaban. Celebraban fiestas para las que contrataban músicos y cantaban juntos viejas tonadas de ópera de Beijing. Pan, «siempre correcto en el vestir y en las maneras», jugaba al bridge con Rong. Su esposa provenía de una Página 217

familia de banqueros estrechamente ligada a Guo. Todo esto ocurría antes de que Mao lanzara su ataque contra la burguesía en 1952. Entonces Rong se vio arrastrado al llanto sobre un escenario público y lo obligaron a proclamar su vergüenza por el pasado de explotación de su familia[28]. Tras la caída en desgracia de Pan Hannian y Yang Fan, Rong ya no podía confiar en que su amistad con altos cargos lo protegiera. Con mano temblorosa, pasó las páginas de un álbum de fotos, sacó todas las instantáneas en las que aparecía junto a Pan y las quemó. Muchos otros se vieron igualmente afectados, de una manera u otra, por la eliminación de cientos de miles de personas declaradas «contrarrevolucionarias» en 1955. Muy cerca de Shanghai, en la provincia de Jiangsu, se arrestó a más de 30 000 personas y se purgó a otras 15 000 por escuchar radios de onda corta, difundir rumores, esconder armas, sabotear el trabajo en las fábricas y pegar carteles con eslóganes contrarrevolucionarios en las paredes. De un extremo a otro del escalafón social, el terror volvió a adueñarse de las ciudades[29]. Había llegado la hora de que Rong Yiren y los demás entregaran al Estado las llaves de sus empresas. Pero el Presidente quería que lo hiciesen por voluntad propia. Así, en octubre de 1955 invitó a representantes de la industria y el comercio a una reunión en el salón Yihetang de Zhongnanhai y les solicitó consejo. Rong y otros pidieron una Marea Alta Socialista para la industria, y Mao les escuchó con atención y de vez en cuando expresó su inquietud. Rong hizo un largo discurso en el que repasó la historia de sus propias fábricas textiles, que habrían estado condenadas de no ser por la liberación. Las reservas ante la intervención del Estado que Rong y otros hubieran podido albergar durante los años subsiguientes habían sido un completo error. Rong estaba pictórico de esperanzas ante el futuro que aguardaba a la República Popular bajo la correcta guía del Partido Comunista de China. Solo había una pega. Rong se sentía frustrado por su incapacidad para contribuir mejor a la causa del socialismo: «Aunque mi empresa ya se encuentre en un régimen de propiedad conjunta público-privada, no me siento satisfecho. Quiero avanzar todavía más por el camino que nos llevará a que la propiedad sea de todo el pueblo… queremos caminar hacia el comunismo». Otros capitanes de la industria lanzaron sus discursos. Mao sonreía. La ocasión culminó en una cena[30]. De nuevo en Shanghai, Rong, que era uno de los dirigentes de la Federación de Industria y Comercio de Toda la China, preparó a sus colegas industriales para la nacionalización. En cuanto estuvieron a punto, el Presidente acudió a Shanghai. Para celebrar la ocasión, Rong ofreció su Fábrica Shenxin n.o 9 al Presidente. Mao estaba encantado. A continuación se celebró un encuentro con 8 o destacados empresarios en el Salón de la Amistad Chino-Soviética, una construcción nueva y deslumbrante que destacaba entre los demás edificios de Shanghai. La ocasión estuvo cargada de solemnidad. Las puertas se abrieron y el Presidente entró en el salón con pasos medidos. Una sonrisa benévola iluminaba su rostro. Los asistentes se quedaron sin respiración, paralizados por el pasmo. «Sonríe a menudo y la expresión de su rostro Página 218

suele ser amigable y gentil. Parece un campesino amable, sencillo y honrado». De vez en cuando, el Presidente daba una calada al cigarrillo. Los empresarios estaban nerviosos, pero Mao los apaciguó: «¿Por qué no fumáis? —les preguntó con voz tranquila—. No os hará daño. Churchill ha fumado toda su larga vida y conserva la misma salud. De hecho, solo conozco a un hombre que haya tenido una larga vida sin fumar, y es Chiang Kai-shek». Todo el mundo se echó a reír. La tensión se desvaneció. Mao prosiguió: «Ahora he venido de Beijing a pediros consejo». Explicó que muchos hombres de negocios le habían solicitado que la transformación socialista de la empresa privada se acelerara, para que la burguesía nacional no se quedara rezagada en el avance hacia el socialismo. Robert Loh, que se hallaba entre el público, describe lo que ocurrió entonces: «A medida que Mao les iba dando la señal para hablar, los grandes industriales pidieron uno tras otro que se implantara lo antes posible el socialismo. Competían entre sí por adularlo. Mao escuchó durante dos horas[31]». El Presidente se marchó después de prometerles que examinaría con atención sus opiniones. Pero les advirtió que tendría que estudiar minuciosamente qué era lo más conveniente para los intereses de los propios hombres de negocios, antes de decidirse a acelerar el ritmo de la nacionalización. Unas pocas semanas después de la reunión, las autoridades anunciaron que la transformación hacia el socialismo no se llevaría a cabo en seis años, como había anticipado la mayoría, sino tan solo en seis días. Se enviaron equipos de choque por toda la ciudad para que nacionalizaran toda la industria, y obligaran a los empresarios a ceder sus empresas y a ingresar en la Federación de Industria y Comercio. Muchos de ellos lo hicieron por miedo, pero mientras se hallaban en público tenían que demostrar un entusiasmo desbocado. La razón era muy simple: todos los empresarios sabían muy bien que, una vez que su propiedad se hallara en manos del Estado, sus medios de sustento dependerían de los caprichos del Partido. Y eran muchos los que recordaban la brutalidad de la campaña que se había desatado contra ellos en 1952. En esta ocasión parecía reinar el gozo: «Cuando descubrimos que íbamos a ser los héroes, y no las víctimas de la campaña, el alivio nos dejó casi aturdidos. Así, una parte de nuestro gozo era genuina, aunque no proviniera en absoluto de la “entrada en el socialismo”, como afirmaba la propaganda[32]». Se organizó un desfile con pancartas, bandas musicales, tambores, gongs, petardos y grandes multitudes. A lo largo del recorrido había «puestos de animación». Cuando los empresarios se acercaron al Salón de la Amistad Chino-Soviética, la multitud empezó a corear eslóganes como «Saludad a los capitalistas patrióticos nacionales que avanzan con bravura hacia el socialismo» y «Dad la bienvenida a nuestros amigos capitalistas nacionales que se unen a nuestra familia socialista». Muchachas jóvenes les entregaban flores y les servían refrescos. Los empresarios llevaban montones de grandes sobres rojos que contenían sus solicitudes formales de nacionalización plena. En cuanto se las hubieron entregado a Chen Yi, alcalde de Página 219

Shanghai, delegaciones en representación de los obreros, campesinos y estudiantes irrumpieron en la sala para felicitar a la comunidad empresarial. Las enormes fortunas que algunas familias habían acumulado a lo largo de muchas generaciones desaparecieron de un día para el otro. Los propietarios de pequeños comercios también lo perdieron todo, porque fueron organizados en cooperativas. Por todo el país, más de 800 000 propietarios de grandes y pequeñas empresas privadas se avinieron a verse despojados de sus derechos de propiedad. El comercio y la industria se transformaron íntegramente en funciones del Estado. El gobierno expropió las empresas privadas de acuerdo con la llamada «política de compra-redención», aunque en realidad no comportara ni la una ni la otra. No se ofrecía más que una compensación simbólica, que a menudo equivalía a un 20 % del valor real de la propiedad. También se retribuía a los propietarios con un 5 % anual del valor estimado de la propiedad, si bien dicho interés se pagaría tan solo durante siete años. Ni siquiera esta promesa se cumplió. Los propietarios de pequeños comercios se arruinaron. Muchos de ellos habían vivido con sus familias en el propio establecimiento y se pagaban el sustento con lo que entraba en la caja registradora. Pero entonces el Estado les arrebató sus posesiones personales, a veces hasta las cacerolas y sartenes, e incluso la cuna del bebé. La compensación apenas les llegaba para comprar cigarrillos. Los que tuvieron suerte pudieron continuar al frente de la tienda como empleados del Estado por un sueldo mensual de 20 yuanes. Pero muchos otros se vieron abocados al hambre. Si trataban de encontrar trabajo en otro sitio, descubrían que los habían clasificado como capitalistas, por lo que se les negaban los beneficios que ofrecían cierta apariencia de seguridad al común de los trabajadores. Igual que en 1952, estalló una nueva ola de suicidios, aunque en esta ocasión las autoridades intervinieron con rapidez. Separaron de sus familias a muchos de los empresarios más jóvenes y los mandaron a los desiertos de las regiones fronterizas para que trabajasen en proyectos socialistas. Los hombres de mayor edad recibían alguna ayuda financiera, procedente de un fondo creado con el dinero de las firmas más solventes. Muchos de los hombres de negocios más ricos cobraban en bonos del gobierno. No eran negociables, y al llegar el vencimiento el capital y el interés devengado se reinvertían en nuevos bonos. Pero, en la mayoría de los casos, los propietarios de las grandes industrias no se preocupaban por obtener compensación. Lo que querían era empleo público. Muchos de ellos vivían relativamente bien, e incluso los había que conservaban el cargo de director o jefe de departamento. Unos pocos tuvieron especial suerte, porque se habían esforzado por ganarse a los dirigentes políticos y se habían adelantado a ofrecer sus propiedades al Estado. Se les elegía como miembros de prestigiosos comités y en algunos casos incluso se les enviaba a servir en la capital. Uno de ellos fue Rong Yiren, que había donado públicamente todo su negocio al Estado. Mao no tardó en promoverlo a teniente de alcalde de Shanghai. Aunque el régimen se volvería contra la mayoría de ellos durante la Revolución Cultural, Rong sobrevivió a Página 220

aquel trance gracias a la protección de Zhou Enlai y vivió en Zhongnanhai con un puesto de asesor en el Ministerio de Industria Textil[33].

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EL GULAG

Una extensa red de campos de trabajo esparcidos a lo largo y lo ancho del país acabó con las vidas de millones de personas. En ocasiones, dicha red recibía el nombre de laogai, abreviatura de laodong gaizao, «reforma mediante el trabajo». Sus orígenes se remontan a los primeros tiempos del Partido Comunista, en que se hacía trabajar a los presos para cubrir los costes del encarcelamiento. Se esperaba que se reformaran, igual que los demás, por medio de interminables sesiones de estudio y de adoctrinamiento. Ya durante la guerra civil, mientras se liberaban extensas regiones del país, no había prisiones suficientes para encerrar a un número cada vez mayor de convictos. Se requisaron templos, sedes de gremios, escuelas y fábricas. Se usaron cuadrillas de presos encadenados en las obras públicas, desde el mantenimiento de carreteras hasta la construcción de diques. Se establecieron grandes campos de trabajo en las zonas rurales, muchos de los cuales albergaban a miles de presos. En las zonas de Shandong controladas por el Partido Comunista, casi todos los distritos tenían un campo de trabajo. Cada uno de ellos contaba con unos 3000 habitantes. Se obligaba a los presos a recuperar los suelos, cultivar trigo, extraer minerales y fabricar ladrillos. Gran parte no llevaba zapatos ni siquiera en lo más frío del invierno, y el hambre se generalizó. Los que cultivaban los campos complementaban su dieta con hierbas como los dientes de león, mientras que unos pocos afortunados lograban capturar ranas[1]. La conquista de las ciudades no contribuyó en absoluto a mejorar la situación. Los nacionalistas disponían de una sofisticada red de prisiones, en muchos casos edificadas y administradas de acuerdo con los estándares más elevados que se encontraban en la Europa y Estados Unidos de entonces. Pero nunca habían llegado a encerrar a más de 90 000 convictos, porque recurrían a multas, sentencias breves, amnistías generales, reducciones de pena y concesiones de libertad condicional para evitar que hubiera demasiada gente en las cárceles. 120 penitenciarías adicionales gestionadas anteriormente por los nacionalistas apenas contribuyeron a mitigar los problemas causados por la insuficiente capacidad de las prisiones[2]. El nuevo régimen, a diferencia de sus predecesores, no vacilaba en encarcelar a los presos por mucho tiempo, a menudo por la falta más leve. En diciembre de 1949, Su Wencheng fue condenado a quince años de cárcel en Beijing por saqueo en sepulcros. Otros habitantes de la capital se enfrentaban a penas de cinco o diez años por haber robado unos pantalones o una bicicleta. Todos estos eran delincuentes comunes, pero también había una lista creciente de delitos políticos que se castigaban con penas de diez años o más. El término genérico contrarrevolucionario era habitual y valía para todo tipo de faltas, desde escuchar radios extranjeras hasta la negligencia en el trabajo, pero también había acusaciones por haber pertenecido a organizaciones Página 222

militares o civiles del régimen anterior, y por haber traicionado a la nación o el Partido[3]. La población carcelaria alcanzó dimensiones críticas poco después de que en octubre de 1950 empezara el Gran Terror. Al cabo de medio año, más de 1 millón de personas languidecía en prisión. Había que crear un sistema de reclusión totalmente nuevo. En Hubei, donde se había confinado a decenas de miles de personas, aparecieron campos cada vez más grandes en todos los niveles de la jerarquía administrativa, que iban desde 150 presos por distrito y 500 por ciudad grande hasta los 1000 para regiones enteras, mientras que en el escalón más elevado el Departamento de Seguridad Provincial administraba «10 campos de trabajo para más de 10 000 reclusos». En Guangxi, donde la campaña fue feroz, más de 80 000 personas terminaron entre rejas. La prisión del distrito de Xingye estaba tan abarrotada que los presos apenas disponían de un espacio de 20 centímetros para dormir. En Pingnan no se les permitía lavarse más de una vez por semana, a pesar de las elevadas temperaturas y la humedad. El hedor era repulsivo. Nueve de cada diez reclusos padecían enfermedades en la piel. Todos los meses morían más de 100[4]. Las instalaciones eran tan lamentables que en algunas cárceles improvisadas de Sichuan los reclusos se hacían las necesidades en los pantalones y terminaban con las nalgas cubiertas de gusanos. La quinta parte de los reclusos de la prisión del distrito de Chongqing murió en medio año. La mayoría de los demás estaban enfermos. El máximo dirigente del Departamento de Seguridad Pública se negó a hacer nada para mejorar la situación. Su divisa era: «Mejor que los presos mueran a que huyan». Por todo el sudoeste de China se enterraba a miles de reclusos todos los meses. En el norte, que llevaba más tiempo bajo el control de los comunistas, la situación no era mejor. En el distrito de Cangxian (Hebei), un tercio de los presos estaba enfermo y se produjeron docenas de muertes. La sarna, los piojos y las cucarachas eran habituales. También allí se respiraba una atmósfera tan hedionda que los guardias se evitaban acercarse a los reclusos. Quentin Huang, un obispo que se negó a abandonar su fe, estuvo encerrado en una jaula de madera junto con otros 18 convictos. La jaula estaba provista de barrotes de 10 centímetros de diámetro, separados por unos 5 centímetros de espacio. Su puerta estaba cerrada y sujeta con una cadena. Medía 2 x 2,5 metros y estaba instalada en un lugar oscuro y húmedo, al final de una larga sala. En el otro extremo de la sala se alojaban los guardias que vigilaban a los presos. La negligencia y la desidia, sobre todo con los casos de diarrea, transformaron enseguida una parte de la jaula de madera en una letrina sucia y apestosa, infestada de piojos, pulgas y ratas hambrientas de todos los tamaños que correteaban de un lado para otro incluso a plena luz del día desde las paredes embarradas entre las que se hallaba la jaula de madera[5].

En la primavera de 1951, el gobierno decidió aliviar la presión sobre el sistema carcelario por el procedimiento de poner a trabajar a un número mayor de reclusos. Los envió a construir carreteras, excavar embalses y cultivar tierras en barbecho. Mao opinaba incluso que si las ejecuciones no superaban el 2‰ de los reclusos y se Página 223

sentenciaba al resto a trabajos forzados de por vida se crearía una formidable fuerza laboral. «Pero, por supuesto, no sería nada fácil poner en práctica estas ideas, no es tan sencillo como matarlos a todos», dijo pensativo. Con todo, se inspiró en la Unión Soviética para proponer una cuota del 0,5 ‰, lo que equivalía a 300 000 reclusos[6]. Luo Ruiqing era el máximo responsable de la seguridad pública y tuvo que encargarse de la logística de la operación. No tardó en hallar dificultades. Transportar por todo el país a un tercio de millón de personas no era moco de pavo, ni siquiera en un Estado de partido único. Y una vez que los reclusos llegaban a sus respectivos destinos, a menudo en camión, a veces en tren, había que alojarlos, alimentarlos y vestirlos. De las 60 000 víctimas destinadas a trabajos forzados en las minas de minerales, carbón y estaño de las montañas de Yunnan, tan solo se pudo encontrar alojamiento para 3000. Los planes para desplegar una dócil fuerza de trabajo de 200 000 personas en proyectos de irrigación tropezaron con dificultades aún mayores, porque apenas se disponía de medios para supervisar sobre el terreno la labor de los reclusos[7]. Sin embargo, el nuevo régimen no estaba dispuesto a abandonar un plan que sobre el papel parecía ideal tan solo porque tropezara con dificultades sobre el terreno. Por ello empezó a tomar forma una constelación de campos de trabajo que se extendían por las regiones periféricas más inhóspitas del país. En Manchuria existía un extenso territorio pantanoso e infestado de mosquitos, el llamado Gran Páramo Septentrional. Más al oeste, en Qinghai, aparecieron campos de trabajo en unas tierras desoladas en las que abundaban las marismas y que estaban rodeadas de áridas montañas. En el sur había una sucesión de minas de sal, estaño y uranio, y en casi todas partes aparecieron fábricas de ladrillos, granjas estatales y proyectos de irrigación. A finales de 1951, más de 670 000 personas habían ingresado en estos campos (en aquellos momentos la población reclusa se había duplicado hasta alcanzar los 2 millones). Muchos de los presos llegaban ya exhaustos. Los trabajos forzados mataban a gran parte de ellos. En una mina de sal de Hebei, los reclusos dormían sobre toscas esteras tendidas directamente sobre un suelo húmedo. Ni siquiera disponían de agua suficiente para beber, por no hablar de alimentos, y todos los meses morían unos 100, muchos de ellos por disentería. En otros lugares los presos morían de frío. Los presos de Sichuan trabajaban en la vía férrea durante el invierno sin ni siquiera pantalones. 14 miembros de una unidad de 300 murieron de frío. En Yan’an, la capital roja de antaño, murieron de frío casi 200. El trato que recibían los presos en las minas de estaño del distrito de Lian (Guangdong) era tan malo que uno de cada tres se suicidó o murió de enfermedad durante un solo año. Y a pesar de todo el trabajo que se les obligaba a realizar, cada uno de los prisioneros costaba al Estado mucho más de lo que se había previsto en la cuota asignada por el gobierno central. Por si fuera poco, más de 1,2 millones de reclusos no contribuían a su propia manutención[8].

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Durante los años que siguieron, la población total del gulag no creció sustancialmente: se mantuvo en torno a los 2 millones, si bien se obligaba a trabajar a una proporción cada vez mayor de los reclusos. Por cada hombre o mujer que moría de enfermedad, o a causa del maltrato, entraba otro en un campamento. En 1955, más de 1,3 millones de personas trabajaban y contribuían al Estado con más de 700 millones de yuanes en productos industriales, así como con 350 000 toneladas de cereales. Procedían de todos los estratos sociales, porque el gulag se transformó en un microcosmos en que estaba representado el resto de la población que vivía fuera de los campos. En lo más bajo del escalafón social se hallaban los granjeros pobres a quienes se había enviado al gulag porque eran incapaces de pagar sus deudas con el Estado. En lo más alto había más de 3000 médicos, ingenieros y expertos técnicos, arrestados en 1955 en el marco de la persecución de las camarillas contrarrevolucionarias. Entre uno y otro extremo había sacerdotes, monjes, docentes, estudiantes, periodistas, empresarios, oficinistas, vendedores ambulantes, pescadores, músicos, banqueros, prostitutas y soldados[9]. Nueve de cada diez eran presos políticos. Muchos de ellos no recibían la sentencia formal hasta varios años después del arresto. En el caso de Duan Kewen, que había trabajado para los nacionalistas, tardaron dos años. Estuvo encadenado durante cinco años, mientras trabajaba en una fábrica de ladrillos. El suyo no era en absoluto un caso aislado. En torno a 1953 se presentaban unos 300 000 nuevos casos anuales, aunque tan solo hubiera 7000 jueces en todo el país. El número de casos pendientes oscilaba entre los 400 000 y los 500 000. Estas cifras no incluyen a muchos granjeros que entraban en prisión sin juicio alguno en los pueblos. Y cuando se celebraba una audiencia judicial, los tribunales populares convocados a toda prisa despachaban el caso con medidas expeditivas. Un poderoso cuerpo de inspectores creado por el Partido examinó miles de casos y llegó a la conclusión de que tan solo el 90 % eran fundados. Decenas de miles de víctimas fueron a parar al gulag sin motivo alguno, aun de acuerdo con los estándares del propio régimen: «Personas inocentes sufren arresto, prisión o son ejecutadas con arma de fuego, se destrozan familias y se destruyen vidas». En algunos distritos donde se llevaron a cabo controles aleatorios, como por ejemplo en las provincias de Gansu y Ningxia, se determinó que el 28 % de los reclusos había sido objeto de una acusación falsa[10]. Sus experiencias variaban enormemente, aunque tan solo fuera porque el propio gulag era muy extenso y albergaba una gran diversidad, pero en cualquier caso los presos vivían en el temor a la violencia. Al lado de la jaula de madera en la que se encerró a Quentin Huang había un montón de cuerdas, grilletes y esposas. Algunas de las víctimas pasaban años enteros encadenadas, como por ejemplo Duan Kewen y Harriet Mills. Además, muchos de los adminículos que se usaban para retener a los prisioneros eran muy pesados, por lo que se hundían en la piel y laceraban las carnes. Eran habituales las palizas con bastones de bambú, cinturones de cuero y pesados garrotes, y también con los puños desnudos. Se recurría con frecuencia a la privación Página 225

de sueño. Otras formas de tortura eran más ingeniosas y se solían designar con títulos poéticos sacados de la literatura tradicional. «Meter al pato bajo el agua» significaba suspender a la víctima cabeza abajo con las manos atadas. «Sentarse sobre el banco del tigre» consistía en atar a la víctima por las rodillas a un pequeño banco de hierro con las manos sujetas a la espalda. Se colocaban ladrillos bajo las piernas atadas, con lo que estas se combaban exageradamente y las rodillas terminaban por romperse. Existía un amplio repertorio de métodos de tortura y no dejaban de aparecer maneras cada vez más ingeniosas de degradar a los seres humanos. En Beijing se dieron casos en los que se sujetó a la víctima al marco de una ventana con argollas en los pies hasta que se desmayaba. Se echaba sal en las heridas. A algunos se les obligaba a ponerse en cuclillas sobre el cubo que se usaba para defecar y a sujetar una escupidera durante varias horas sin moverse. A otros los sodomizaban. En el sur, los guardias construían a veces unas toscas máquinas eléctricas consistentes en una batería instalada dentro de una caja de madera con una rueda en el exterior. Se ataban dos cuerdas a las manos de la víctima, o a otras partes del cuerpo, y se hacía girar la rueda para provocar una descarga eléctrica[11]. La lista podría continuar. Pero sin duda alguna, el aspecto más temido del encarcelamiento no eran las palizas frecuentes ni los trabajos forzados, ni siquiera el hambre atroz. Lo más temido era la reforma del pensamiento, a la que una de las víctimas llamó un «refinado Auschwitz del alma». En palabras de Robert Ford, un operador radiofónico inglés que pasó cuatro años en prisión: Durante las palizas es posible encerrarse en uno mismo y encontrar un rincón dentro del cerebro en el que luchar contra el dolor. Pero no hay manera de huir de la tortura espiritual que supone la reforma del pensamiento. Afecta al nivel más profundo, el más íntimo, y ataca a la propia identidad.

Las sesiones de autocrítica y adoctrinamiento duraban horas, día tras día, año tras año. Y a diferencia de lo que ocurría en el mundo exterior, las personas que habían participado en las discusiones de grupo se encontraban después en una misma celda. Las animaban a examinarse, cuestionarse y denunciarse entre sí. A veces se veían obligadas a tomar parte en brutales sesiones de lucha y a dar palizas a sospechosos para demostrar de qué lado estaban. «Todo el que participara en estas sesiones, solo con que tuviera algún grado de conciencia, padecía un terrible sufrimiento interior y pasaba varios días sin dejar de gimotear. Todo ello tenía como resultado el silencio y la aflicción». Se arrebataba a las víctimas hasta la última brizna de dignidad humana, porque estas trataban de matar a su antiguo yo con tal de sobrevivir. Wang Tsunming, oficial nacionalista capturado en 1949, llegó a la conclusión de que la reforma del pensamiento era nada menos que la «liquidación física y mental de uno mismo por uno mismo». Los que se resistían al proceso se suicidaban. Los que sobrevivían renunciaban a ser ellos mismos[12]. Aunque la población total del gulag rondara los 2 millones durante los primeros años del régimen, creció rápidamente en 1955. Ese año se lanzó una nueva purga de contrarrevolucionarios, que fue mucho más allá que el caso de Hu Feng. Más de Página 226

770 000 personas sufrieron arresto. Los campos de trabajo ya existentes no podían alojarlas. Se añadió al mundo del encarcelamiento una dimensión totalmente nueva, que engulló a 300 000 nuevos reclusos. Se trataba de la «reeducación mediante el trabajo» (laojiao). A diferencia de la «reforma mediante el trabajo» (laogai), prescindía por completo de los procedimientos judiciales y comportaba el encierro de los elementos indeseables por un tiempo indefinido, hasta que se les consideraba plenamente «reeducados». La organización de dichos campos no dependía del Ministerio de Seguridad Pública, sino de la policía, e incluso de las milicias locales. Este submundo se aprobó formalmente en enero de 1956 y estaba concebido para las personas a las que no cabía condenar a trabajos forzados, pero a las que tampoco se consideraba dignas de ser libres. A partir de entonces se pudieron llevar a cabo arrestos y hacer desaparecer a las personas sin que mediara ningún tipo de juicio. Su uso creció espectacularmente desde agosto de 1957[13].

No se enviaba al gulag a todos los sospechosos. Una de las respuestas a la falta de espacio en las prisiones consistía en someter a los convictos a la «supervisión de las masas» (guanzhi). Como resultado, quedaban a disposición de los cuadros locales del Partido, quienes controlaban todos los aspectos de la vida de aquellas víctimas. Servían como chivos expiatorios y se les exhibía por los pueblos durante todas las campañas importantes, en algunos casos hasta en 200 o 300 ocasiones, aun antes del comienzo de la Revolución Cultural en 1966. Los obligaban a encargarse de los trabajos más humildes, como acarrear estiércol y reparar las carreteras. Se alimentaban de sobras de comida y meros restos. Su número era considerable. En 1952, más del 3 % de la población se hallaba bajo algún tipo de control judicial en algunas partes de Sichuan. Ese fue el caso, por ejemplo, de varias aldeas del distrito de Qingshen. Entre las víctimas se contaban todos los que pudieran considerarse inadaptados sociales, desde fumadores de opio y ladronzuelos hasta meros vagabundos que estuvieran de paso. En Shandong, hasta el 1,4 % de los aldeanos se hallaba bajo supervisión, la mayoría de ellos sin la aprobación del Departamento de Seguridad Pública. En el distrito de Changwei, la supervisión se aplicaba «al azar y de manera caótica». La milicia local encerraba a toda persona que se considerara problemática. Un ejemplo de ello fue un hombre que cometió el error de contestar mal a un cuadro del Partido. Los que quedaban atrapados en los engranajes punitivos del sistema sufrían torturas rutinarias. A algunos los obligaban a arrodillarse sobre esquirlas de piedras, otros tenían que inclinarse hacia delante en la llamada pose del avión. Unos pocos padecían simulacros de ejecuciones. En Yidu se puso a familias enteras bajo vigilancia y varias de sus hijas fueron violadas. Las extorsiones eran habituales. Los autores de una investigación concluían en su informe: «Los ejemplos de este tipo son demasiado numerosos como para enumerarlos todos». El propio Luo Ruiqing escribió Página 227

sobre el dolor y la humillación que impregnaban todo el sistema. Subrayó que en el distrito de You se castigaban todas las faltas contra la disciplina, como por ejemplo hablar durante el trabajo o ausentarse de la labor durante más de una hora. Algunos de los culpables recibían palizas, a otros les quitaban los pantalones, a unos pocos se les cortaba el cabello al estilo yin y yang, que consistía en rapar la mitad del cráneo[14]. En las ciudades también se sometía a algunas personas a supervisión pública, si bien no era muy frecuente. Uno de los casos fue el de un graduado de la Universidad de Stanford que ejercía como decano de una Facultad de Derecho en Shanghai, apresado una mañana durante el Gran Terror de 1951. Las únicas acusaciones que se presentaron contra él fueron que era «lacayo de los ricos y opresor de los pobres», y que tenía un hermano en el gobierno taiwanés. Por todo ello, lo condenaron a vivir bajo vigilancia durante tres años. Le hicieron conserje de una asociación comercial que él mismo había presidido. Le pagaban 18 yuanes al mes y tuvo que venderse los muebles de su casa para sobrevivir. Sus jefes se dirigían a él tan solo para darle órdenes y escribían informes semanales sobre su conducta. Él mismo tenía que presentarse una vez por semana a la policía con una declaración escrita en la que expresaba su gratitud al Partido por la indulgencia de la justicia popular. Si no la expresaba en términos lo bastante humillantes, lo obligaban a reescribir la declaración hasta que se consideraba aceptable. Nadie más se atrevía a hablarle, y todavía menos a ayudarle o consolarlo.

Al cabo de dieciséis meses se arrojó a un río[15]. ¿Cuántas personas llegaron a encontrarse en una situación similar? Luo Ruiqing estimó que en 1953 había unas 740 000 personas bajo supervisión pública, pero desde su despacho de Beijing difícilmente podía hacerse una idea de la magnitud que habían alcanzado las detenciones locales de las que ni siquiera se informaba a las autoridades superiores. Un atisbo de este mundo escondido aparece en una investigación sobre Sichuan archivada en 1952. Observaba que en cuatro aldeas del distrito de Xinjin había 96 personas que se hallaban bajo supervisión formal, pero que también había otras 279 que realizaban trabajos forzados del mismo tipo sin haber pasado por un proceso judicial de ninguna clase. Nadie sabe cuántas otras personas fueron detenidas por cuadros locales del Partido en todo el país, pero el sistema debió de incrementar, como mínimo, en 1 o 2 millones más de personas la población cautiva[16].

Una vez que se hubo llevado a cabo la colectivización en las zonas rurales, la diferencia entre un recluso enviado a un campo de trabajo, un convicto bajo supervisión y un granjero libre que cultivaba su propia parcela se desdibujó cada vez más. Esto era especialmente cierto en el caso del trabajo obligatorio. Desde el primer día, el régimen no había vacilado en alistar por la fuerza a los aldeanos para obligarlos a trabajar en grandes proyectos por el bien común. Y también desde el primer día, el alistamiento había sido una calamidad para los que tenían la desgracia

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de que se les llamara. En 1950, docenas de personas corrientes murieron de frío, hambre y fatiga en el distrito de Suqian, obligadas a trabajar a temperaturas bajo cero con vestidos andrajosos. El hambre era generalizada, porque los alimentaban con meras sobras[17]. Todo aquello no eran simples dificultades iniciales de un régimen nuevo, sin experiencia en la organización de trabajos forzados. Cuanto más tiempo llevaba en el poder, mayores se volvieron sus ambiciones, y sus proyectos faraónicos sometieron a millones de trabajadores forzosos al hambre y la miseria. Uno de sus planes principales fue encauzar el río Huai, cuyo curso atravesaba la llanura septentrional desde el sur de Henan hasta el norte de Jiangsu, donde desembocaba en el Yangtsé. La facilidad con que se desbordaba era notoria. En invierno de 1949 se envió a cientos de miles de pobres de solemnidad a trabajar en el río Huai. En vez de drenar los terrenos anegados para que el propio río pudiera arrastrar los aluviones, los obligaron a construir diques y terraplenes. El plan había sido ideado por funcionarios del Partido que nunca habían visitado aquella zona. Al llegar la primavera la nieve se fundió, el río inundó unas 130 000 hectáreas tan solo en la región que circundaba el distrito de Suqian y provocó una gran miseria[18]. Mao culpó a la naturaleza por la inundación y anunció un programa llamado «embridar el río Huai», con presas y embalses en los tramos superiores para disminuir el caudal del río. La ejecución del proyecto duraría varias décadas. Cientos de miles de personas tuvieron que alistarse y trabajar en aguas gélidas con las piernas desnudas, o cargar sobre los hombros pértigas de donde colgaban cestos repletos de arena y tierra húmedas. Les daban alojamiento muy lejos de sus hogares, en pequeños cobertizos hechos con bambú, juncos o tallos de cereales. Muchos de ellos tenían que viajar durante varios días hasta llegar al río y acarreaban sus propias herramientas, ropas y hornillos, así como esteras y colchas. En 1951 saltaron las alarmas, porque los cuadros locales del Partido reclutaban a granjeros vecinos sin preocuparse en lo más mínimo por la producción agrícola. Llovió y nevó semana tras semana y las reservas de alimento no tardaron en agotarse, con lo que muchas de las aldeas cercanas al río Huai se vieron sumidas en la hambruna[19]. En 1953 la situación era todavía peor. Los granjeros que disponían de comida suficiente eran pocos. Muchos de ellos sobrevivían a base de un mejunje aguado que se les servía tres veces al día. Los había que tan solo comían sorgo. Era una dieta monótona que provocaba terribles estreñimientos, hasta el punto de que había «sangre por todas partes en los baños». Por el distrito de Su se encontraban jóvenes trabajadores postrados en el suelo a los que el hambre había sumido en el llanto, mientras que otros se peleaban por una ración suplementaria. Varios de ellos escribían cartas a sus familiares para pedirles ayuda: «¡Pensad alguna manera de venir hasta aquí y rescatar a una turba de fantasmas hambrientos!». Los había que se ahorcaban por pura desesperación. La disciplina era implacable, sobre todo porque muchos de los aldeanos a los que se alistaba para trabajar eran proscritos, clasificados como Página 229

miembros de las familias de «terratenientes», «granjeros ricos», «contrarrevolucionarios» y «criminales». Algunos cuadros del Partido prendían cintas rojas y blancas en la ropa de los trabajadores, con las que distinguían a los «gloriosos» de los «desvergonzados». Los que se pasaban más de tres minutos en el baño sufrían castigos. Tai Shuyi, un dirigente inmisericorde, obligó en varias ocasiones a su equipo a trabajar durante toda la noche. Al cabo de tres días, más de 100 personas escupían sangre. Con frecuencia se producían accidentes a lo largo del río, porque los diques se venían abajo, las construcciones se hundían y se hacía estallar la dinamita sin los controles adecuados. Morían cientos de personas. Decenas de miles sufrían graves enfermedades, pero no recibían ningún tratamiento médico. Quienes podían trataban de escapar. En algunos lugares, como por ejemplo el embalse de Nanwan en la provincia de Henan, 3000 de un total de 10 000 trabajadores lograron fugarse[20]. En otros lugares la situación no era mejor. Unos aldeanos a quienes se alistó por la fuerza para trabajar en una presa de Hubei se encontraron con que ni siquiera les proporcionaban chozas donde alojarse. Durmieron a la intemperie durante el gélido invierno. Uno de cada veinte sufrió enfermedades graves y algunos de ellos murieron justo enfrente de los cuadros del Partido, a los que parecía que «no les importaba». Más al norte, en el distrito de Zhouzhi, una región de Shaanxi donde abundaban los bosques montañosos, casi 1 millón de personas tuvo que ponerse a trabajar para el Estado en un gigantesco proyecto de conservación de aguas en 1953. La pobreza reinaba en todas partes y obligó a algunas familias a desprenderse de sus hijos, porque «la mayoría de los trabajadores carecía de comida». Era un avance de lo que iba a suceder en el futuro. En 1958, durante el Gran Salto Adelante, los aldeanos tuvieron que ingresar en gigantescas Comunas del Pueblo donde la comida se distribuía de acuerdo con los méritos de cada uno. Cientos de millones iban a verse obligados a trabajar lejos de sus hogares en gigantescos proyectos de conservación de aguas, porque todo el país se había transformado en un enorme campo de trabajo[21]. La distinción entre quienes eran libres y quienes no también era muy relativa en la región fronteriza más remota del país, esto es, en el noroeste. Como se ha explicado en el capítulo 3, en 1949 se envió a cientos de miles de soldados desmovilizados, ladronzuelos, mendigos, vagabundos y prostitutas a contribuir al desarrollo y la colonización de la franja de población musulmana que atravesaba Gansu, Ningxia, Qinghai y Xinjiang. La tendencia se mantuvo durante los años siguientes, porque se envió una remesa de migrantes tras otra desde las provincias interiores, a menudo junto con convoyes de presos políticos. En teoría, la migración era voluntaria, pero, como ocurría siempre en la República Popular, había que satisfacer unas cuotas. Muy a menudo, las historias sobre agua corriente, electricidad y mesas cubiertas de fruta fresca seducían a gente crédula que buscaba una vida mejor. La realidad no se parecía en nada a lo que les contaba la propaganda. Después de un largo viaje en tren y de varios días más apiñados en la parte de atrás de un Página 230

camión, topaban con la miseria. Los primeros contingentes de colonos tuvieron que cavar hoyos en tierra y dormir en el suelo sobre toscas esteras, protegidos de las tormentas de arena por una lona alquitranada. El trabajo consistía en allanar dunas, desbrozar la maleza, plantar árboles y cavar acequias para la irrigación. Eran muchos los que escapaban y volvían a su hogar. Cuando empezaron a circular rumores sobre las penosas condiciones que reinaban en el noroeste, las personas que corrían mayor riesgo de que las enviaran allí —los pobres, los parados y los que se consideraban indeseables por razones políticas— empezaron a evitar los encuentros cara a cara con los cuadros que se encargaban del reclutamiento. En Beijing se ordenaba a los niños que se situaran en intersecciones clave para advertir de su llegada. Los que se presentaban de verdad como voluntarios o no podían evitar el alistamiento iban a parar a centros de detención donde no había camas y tenían que dormir sobre lechos de paja instalados sobre tierra húmeda. Algunos lloraban hasta que por fin se dormían, otros escapaban en plena noche[22]. En 1956, cuatro de cada cinco migrantes de la provincia de Gansu se enfrentaban al hambre. Carecían de comida suficiente para sobrevivir a la primavera. Vestían ropa raída. Algunos niños no tenían pantalones e iban descalzos a la escuela. Les faltaba el dinero para comprar sal, aceites comestibles, verduras e incluso una aguja para remendar sus andrajos. La noble aspiración de recobrar tierra desértica tropezaba con la falta de nutrientes en la arena. Nunca llovía lo suficiente para que creciera gran cosa, aparte de algo de trigo y unas pocas verduras. Li Shuzhen, que logró recorrer todo el camino de vuelta hasta la capital, escribió al congreso del pueblo: «Allí el gobierno solo nos cuida durante tres meses y luego se lava las manos. Después de que el granizo destruyera los campos, mi padre murió de hambre». Liu Jincai también se quejaba: «He pasado más de dos años allí y no he ganado ni siquiera lo necesario para comprarme unos pantalones de algodón». Y por si no hubiera bastado con todo ello, la población local también discriminaba a los migrantes. A veces, las tensiones que se creaban en torno a los escasos recursos degeneraban en peleas a puñetazos y los migrantes sufrían palizas que los dejaban inconscientes. Eran forasteros en una tierra extraña. No sabían hablar la lengua local. La situación que imperaba en toda la región era tan mala que en diciembre de 1956 el Ministerio del Interior interrumpió provisionalmente toda migración[23]. No obstante, una de las regiones era un éxito: Xinjiang. Después de que Peng Dehuai la anexionara en 1949, más de 100 000 soldados del Primer Ejército de Campaña se quedaron allí para impedir todo intento de secesión. Cultivaron la tierra y protegieron las fronteras. En 1954 pasaron a formar parte de una enorme corporación para el desarrollo conocida como Corporación de Producción y Construcción de Xinjiang. Decenas de miles de soldados desmovilizados, presos políticos y migrantes del este se unieron a sus filas y construyeron canales de irrigación, carreteras y líneas telefónicas. Plantaron hileras de árboles para proteger sus propios campos de la arena. Cultivaron algodón y trigo en gigantescas granjas Página 231

colectivas en torno a los oasis del desierto. La Corporación no tardó en erigirse en principal propietario de tierras y empresario de la región. Sus tentáculos llegaban a todas partes. Dirigía fábricas, carreteras, canales, vías férreas, minas, bosques y embalses. Disponía de sus propias escuelas, hospitales, laboratorios, fuerzas policiales y tribunales, por no hablar de una extensa red de prisiones y campos de trabajo. Era un Estado dentro del Estado. En 1949 los chinos no eran más del 3 % de la población local. Al cabo de media década, la Corporación había creado «un ejército de colonos chinos han». Pocos colonos, y aún menos presos políticos, habían acudido por voluntad propia. Pero todos ellos vivían mejor que los uigures y musulmanes que habitaban la misma región. El exilio penal en Xinjiang fue el fundamento de uno de los programas de colonización con mayor éxito en la historia moderna[24].

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CUARTA PARTE

LA RESISTENCIA (1956-1957),

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ENTRE BASTIDORES

En 1956 China se erguía orgullosa y triunfante. La guerra era un recuerdo lejano. La inflación se hallaba bajo control. Parecía que el problema del paro estuviera resuelto. La industria producía cantidades cada vez más grandes de hierro y acero. El prestigio internacional del régimen se hallaba en su cenit. China ya no era el «enfermo de Asia», porque la República Popular había luchado contra los estadounidenses hasta quedar en tablas en la guerra de Corea. Y tras la muerte de Stalin ningún otro líder comunista gozaba de un prestigio superior al de Mao, el filósofo, poeta y estadista de Beijing. Su reputación había llegado a tal punto que el Presidente se erigió cada vez más en líder de los países en desarrollo de todo el mundo. En apariencia, el régimen defendía valores que gozaban de atractivo universal: libertad, igualdad, paz, justicia y democracia (aunque fuese bajo la dictadura del proletariado). Prometía seguridad frente al hambre y la carestía, así como empleo y vivienda para todo el mundo. A diferencia de la democracia liberal, proponía alcanzar dichos ideales mediante un experimento social sin parangón, porque todas las personas se unirían en el seno de una sociedad sin clases en la que todo el mundo viviría en la abundancia y el Estado se encogería hasta desaparecer. El nuevo régimen —a semejanza de la Unión Soviética después de la Revolución bolchevique— sabía muy bien cómo fascinar a públicos muy diversos en el camino hacia la utopía. Ofrecía igualdad económica a los que estaban descontentos con el capitalismo. Susurraba libertad a los liberales que veían con horror a los gobiernos autoritarios. «Alardea de patriotismo ante los nacionalistas, de entrega ante los devotos y de venganza ante los oprimidos». El comunismo, en definitiva, lo era todo para todo el mundo[1]. La República Popular daba amplia publicidad a sus éxitos. Se valió de profusas estadísticas para edificar una fachada deslumbrante. Parecía que en la Nueva China se pudiera medir todo, desde la producción de carbón y cereales en la temporada más reciente hasta el número de metros cuadrados de vivienda edificados a partir la liberación. Con independencia de lo que se midiera, la tendencia siempre era ascendente, aunque en ocasiones las cifras resultaran algo vagas. Así, por ejemplo, siempre se preferían los porcentajes. Las sumas globales no se desglosaban. Las categorías se definían en muy raras ocasiones, los índices se publicaban a menudo sin especificar los ítems y los períodos base para el cálculo de los precios variaban de forma imprevisible. A veces desaparecían del todo. Los costes y el trabajo parecían irrelevantes, y se excluían de la contabilidad. Los procedimientos seguidos para la recopilación de datos y los métodos utilizados para la elaboración de las estadísticas oficiales nunca se hacían públicos. Estadísticos escépticos han descubierto grandes

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incoherencias. Pero los soñadores del mundo entero estaban deslumbrados. Parecía que la República Popular lograra avances espectaculares en todos los ámbitos[2]. Aparte de los meros números, la imaginería revolucionaria tenía atractivo romántico. Todos los años se celebraban concentraciones masivas en Tian’anmen, porque el régimen exhibía sus recursos en hierro, acero y efectivos. Los tanques y lanzacohetes avanzaban con gran estruendo, los cazas rugían en lo alto, y un desfile inacabable de tamborileros, bailarines y trabajadores agitaba ramas de olivo o soltaba palomas y globos de colores. Un visitante extranjero observaba, estupefacto, en medio de una multitud extasiada: «Incluso los diminutos ponis mongoles de la caballería trotaban a buen ritmo, como un muñeco articulado de los que se mueven al darles cuerda». Y un mar de rojo lo cubría todo, aun más allá de las concentraciones de masas en Beijing. El escarlata, símbolo de una revolución que reivindicaba derechos básicos e igualdad, se hallaba por todas partes, en pendones, banderas, fulares, lazos y brazaletes. La iconografía del socialismo era sencilla y eficaz: espigas de trigo, el color dorado del sol a la hora del alba y la omnipresente estrella roja. Trabajadores y campesinos, con la mano en alto o el puño cerrado, parecían siempre a punto de salir de los carteles que cubrían en grandes cantidades las paredes de numerosos edificios. ¿Qué mejor evocación del progreso que la imagen de una muchacha con coletas que, pletórica de orgullo, conducía un tractor por los campos? Cai Shuli y otras treinta graduadas de un instituto de Beijing oyeron hablar de una joven llamada Liu Ying que guiaba con resolución un tractor por los campos del Gran Páramo Septentrional, y su imaginación se inflamó de tal modo que se presentaron voluntarias para ir al norte. Le escribió al alcalde Peng Zhen: «Las emociones que agitan nuestro corazón son indescriptibles y nos hemos decidido a ofrecer nuestra juventud al Gran Páramo Septentrional para trabajar en la recuperación de su tierra fértil junto con la camarada Liu Ying[3]». También circuló un alud de informes, declaraciones y proclamas de los líderes, por no hablar de los escritos del propio Presidente. Podían resultar impenetrables para los no iniciados, porque estaban repletos de jerga marxista-leninista, sin contar las crípticas alusiones a cambios en la estructura de poder del Partido Comunista. Pero también inspiraban resolución y compromiso, prometían mejores salarios a los trabajadores, más hogares para los inválidos, y anunciaban que se iba a luchar por la dignidad de las minorías étnicas. Las declaraciones de buenas intenciones no tenían fin, e iban acompañadas de un número cada vez mayor de decretos, normas y regulaciones que llevarían a China por el camino del comunismo. Todo giraba alrededor del mundo que se iba a construir, y no del que ya existía. Era un mundo de planes, proyectos y maquetas. Si había algo todavía más importante que las publicaciones oficiales eran los numerosos eslóganes pensados para enardecer a un público más amplio. El propio Mao era un maestro en la invención de frases impactantes y conmovedoras, que después llegaban a todos los hogares de China, como «las mujeres sostienen la mitad del cielo», «la revolución no es un guateque» y Página 235

«el imperialismo es un tigre de papel». Fue él quien inventó el lema «servid al pueblo» que se leía por todas partes en carteles y pancartas, en caracteres de color blanco escritos con una caligrafía muy llamativa sobre un fondo rojo. Igual que Cai Shuli, que se había comprometido a trabajar en la recuperación de las tierras del Gran Páramo Septentrional, muchos de los miembros del Partido apartaban la mirada de las miserias del presente para contemplar el futuro esplendoroso que les aguardaba. Dan Ling se había unido al Partido justo antes de la liberación, cuando aún iba a la escuela, y varios años más tarde conservaba su idealismo juvenil, a pesar de las dudas que le inspiraban algunas de las campañas contra los enemigos del Estado. Li Zhisui, que por aquel entonces trabajaba como médico personal del Presidente, ya no era tan ingenuo como cuando había puesto pie en la orilla junto con su esposa en 1949, pero de todos modos preservaba su ardiente fe. La noción de «construir el socialismo» había calado hondo aun más allá de los círculos privilegiados del Partido, sobre todo entre una generación más joven que había estudiado en las escuelas creadas tras la liberación. El deseo de aventuras se sumaba al idealismo sin límites de los estudiantes que se presentaban voluntarios para ir como pioneros a las regiones fronterizas o a colaborar en remotos proyectos de irrigación. La clave para comprender el atractivo del comunismo, a pesar de la triste realidad que se veía sobre el terreno, tiene que buscarse en el hecho de que logró que muchos de sus seguidores creyeran que participaban en un proceso histórico de transformación y que contribuían a algo más grande y mejor que ellos mismos y que todo lo que había existido hasta entonces. En un mundo de trabajadores que marcaban nuevos hitos y soldados que ofrecían su propio cuerpo como escudo ante los disparos del enemigo, todo el mundo estaba llamado a ser un héroe. La máquina propagandística glorificaba sin cesar a los heroicos trabajadores, campesinos y soldados, a los que se presentaba como otros tantos modelos dignos de emulación[4]. Además de trabajadores y soldados modelo, también había escuelas, hospitales, fábricas, oficinas, prisiones, hogares y cooperativas modelo. Eran un atisbo del futuro, una visión del mundo del mañana. En 1956, el régimen se encargaba de seleccionar a miles de visitantes extranjeros y de llevarlos en tours guiados por todos aquellos lugares que hacían las veces de escaparate, siempre rodeados de acompañantes que controlaban todos sus movimientos. Un invitado escribió: «Uno se siente como un niño pequeño que viaja de un país a otro y pasa de una mano a otra». Pero eran muchos los que estaban felices con que los pasearan, siempre dispuestos a ayudar a desmentir la información errónea y los estereotipos negativos que circulaban en el extranjero acerca del comunismo en la República Popular[5]. A los peregrinos que venían del extranjero solo se les permitía entrevistar a los miembros más leales y probados del Partido. Rong Yiren, que ya no podía contar con la protección de los altos cargos tras la purga de Pan Hannian en Shanghai, optó por formar parte del espectáculo. Era una de las maneras de volverse indispensable para el régimen. Se transformó en industrial ejemplar, que cobraba por conjurar un mundo Página 236

de ilusiones. Los visitantes extranjeros que acudían a su hogar contemplaban a su satisfecha esposa que tejía a mano un jersey. Dos perros retozaban con alegría en el jardín, donde una niñera en uniforme paseaba al niño en su cochecito por el césped. «En una de las paredes, un crucifijo daba a entender con discreción que aún existía la libertad de culto. En los anaqueles se encontraba a Shakespeare y no solo a Marx». En un cuarto adyacente, su hija se ejercitaba con el piano. La mayor parte de la conversación versaba en torno a su jardín, como si no hubiera tenido más preocupación que encontrar el fertilizador correcto para sus peonías. Una visitante francesa que contempló la conmovedora escena sintió un asombro genuino: «Jamás había visto una familia tan feliz», dijo. Rong tenía respuestas para todas las preguntas. Si le insistían, y le preguntaban cómo podía ser tan feliz, fruncía los labios y confesaba con gran seriedad: «Al principio me angustié. Cuando los comunistas liberaron Shanghai, sentimos aprensión, si no por nuestras vidas, sí por nuestra propiedad». Entonces miraba a los ojos al invitado y le hablaba con una voz que parecía sincera: «Pero los comunistas han cumplido sus promesas. Hemos entendido que los comunistas chinos nunca mienten[6]». Por todo el país se escenificaban espectáculos semejantes, destinados a periodistas extranjeros, políticos de visita, altos cargos, grupos de estudiantes y, por supuesto, el propio Presidente. Al mismo tiempo que se destruían centenares de templos budistas, se gastaban fuertes sumas de dinero en un puñado de edificaciones en las que monjes escogidos hablaban sobre el renacimiento de la religión en la Nueva China. En las fábricas modelo equipadas con la tecnología más reciente, se elegía y se formaba cuidadosamente a los trabajadores para que ilustraran los éxitos de la planificación económica. Alrededor de todas las grandes ciudades se elegían pueblos modelo en los que se exhibían los beneficios de la colectivización. Por todas partes, las personas trabajaban con ahínco y manifestaban su entusiasmo, o por lo menos eso era lo que parecía. Nunca se cansaban de alabar al Partido. Lo que mostraba la propaganda del Estado no tenía nada que ver con la realidad[7]. China era un teatro. En todas partes, aunque se saliera del circuito turístico, todo el mundo estaba obligado a sonreír. Si se pedía a los granjeros que entregaran un mayor porcentaje de sus cosechas, tenían que hacerlo con entusiasmo, con muestras de satisfacción. Si se exigía a los tenderos que entregaran sus propiedades al Estado, tenían que hacerlo por voluntad propia, con una sonrisa en el rostro. En China y en otras partes de Asia, la sonrisa no siempre indica alegría. También puede expresar vergüenza, o disimular el dolor y la rabia. Pero lo más importante era que nadie quería que lo acusaran de quedarse atrás. La mayoría de las personas necesitaban al Estado para su manutención. Y todas ellas, a partir de la liberación, habían pasado horas sin fin en sesiones de estudio y habían aprendido a repetir como papagayos la línea del Partido, a dar siempre las respuestas correctas y a fingir que reinaba la satisfacción. Entre la gente corriente, no todo el mundo podía aspirar a convertirse en héroe, pero sí había grandes actores. Página 237

Se invirtieron grandes recursos en esta gigantesca aldea Potemkin. Uno de sus efectos duraderos fueron los grandes progresos que se realizaron en transportes. Se creó una red de comunicaciones terrestres sin precedentes en el país. Las carreteras llegaban a todos los destinos. En muchos casos las habían asfaltado trabajadores forzosos y presidiarios. Los trenes respetaban el horario. Vagones litera con restaurante llevaban a los invitados extranjeros y a los altos cargos a sus destinos. Se arreglaron muchas ciudades, se limpiaron los desagües y las calles se barrieron con regularidad. En la propia capital, aparecieron por doquier espléndidos edificios públicos como setas después de la lluvia. Se erguían hasta mucho más arriba que el mar de tejados grises de las viejas casas con patios interiores y de los muros color rojo de la ciudad imperial. Se construyeron ministerios, institutos y museos en el centro y en las afueras, algunos de ellos con grandes tejados curvilíneos de cerámica vidriada, otros con azoteas, pero inspirados todos ellos en la predilección que sentían los rusos por las proporciones monumentales. En un único distrito se erigieron docenas de edificios, parece ser que en unos pocos meses: desde el Instituto de Aeronáutica y el del Petróleo hasta el Instituto de la Metalurgia, todos ellos con patios espaciosos y grandes alas. Al cabo de poco se edificó un Salón de Exposiciones de la Unión Soviética frente a Xizhimen, la puerta noroccidental de la antigua muralla de la ciudad. Circularon rumores sobre la cantidad de oro puro que se había usado en los sobredorados de su imponente aguja. En el corazón de la capital, se demolieron muchas de las antiguas construcciones de la plaza de Tian’anmen a fin de dejar espacio para los desfiles anuales. Se derribó la mayor parte de la muralla de la ciudad, porque estorbaba el tráfico[8]. También en otras ciudades aparecieron contundentes símbolos de poder, porque la maquinaria del gobierno central se duplicaba en las provincias y construía los edificios escaparate y proyectos de prestigio que acompañaban a un Estado en plena expansión. Se edificó un bello auditorio en medio del Parque Cultural del Pueblo de Chongqing, una ciudad muy extensa erigida sobre colinas a menudo cubiertas de niebla y llovizna. No tardó en construirse un gran estadio, así como un Salón de Sesiones. Este último era un edificio grande y muy adornado, de tres pisos circulares con tejados vidriados de color verde. Se estimó su mantenimiento en 100 000 yuanes anuales, aunque al parecer casi no se usaba. Muchos otros de los nuevos edificios estaban vacíos, porque Chongqing había dejado de ser la capital de Sichuan. Más al norte, en Zhengzhou, fue como si una urbe totalmente nueva emergiera entre los campos de trigo, lejos de la ciudad antigua, con un amplio bulevar flanqueado por grandes edificios administrativos que tenían sus propios jardines y dormitorios. En Lanzhou, la árida capital de Gansu, aparecieron nuevos edificios gubernamentales en sendas franjas de varios kilómetros que ocupaban las dos orillas del Yangtsé, y la suma de institutos, hospitales, fábricas y edificios residenciales que se edificaron

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entonces casi duplicó la extensión de la ciudad. Las nuevas calles, abiertas a pico y pala, eran lo bastante anchas como para tener carriles a ambos lados para el tráfico lento. Eran rectilíneas como flechas y atravesaban las vías antiguas sin ninguna consideración por el pasado[9]. En todos los lugares, la velocidad a la que se construía era pasmosa. Los dirigentes del país tenían prisa por atrapar al futuro. Como resultado, muchos de los edificios se erigían «de cualquier manera, sin criterio», sin apenas planificación. Como los dirigentes locales competían en la construcción de edificios cada vez más grandes, aparecieron numerosas estructuras sin agua corriente ni alcantarillado. En los lugares donde se edificaba lejos del centro, como por ejemplo Zhengzhou, los costes de la creación de nuevas calles y servicios se comieron parte del presupuesto. Y con las prisas que había por catapultar el país hacia el comunismo, se prescindía de las medidas más básicas, como estudiar la topografía local, la composición del suelo y la distribución de las aguas, y a menudo se incurría en costosos errores. En algunos casos se destrozaban calles recién construidas, porque las distintas autoridades locales se enredaban en batallas legales para arrancarse compensaciones entre sí. En la propia Beijing se hundieron los cimientos de fábricas enteras y las vigas que soportaban grandes cargas se doblaron y se quebraron. Las pérdidas fueron enormes. En el imperio de la planificación central parecía que reinara la falta de planificación[10]. Como resultado, incluso algunas de las piezas más importantes del proyecto Potemkin, concebido para sorprender y seducir a los huéspedes extranjeros, padecían serios fallos. Detrás de una fachada deslumbrante de modernidad socialista se ocultaba un desvencijado cúmulo de construcciones chapuceras. El Hotel Qianmen de Beijing era uno de los tres nuevos recintos edificados para albergar a las delegaciones extranjeras. En 1956 era el alojamiento preferido por los visitantes de buena voluntad. Los grifos goteaban y dejaban manchas en los lavabos y bañeras. Las cisternas de los baños perdían agua sin cesar o a veces se desbordaban. Las puertas no encajaban bien en el marco, las bombillas parpadeaban, las ventanas no cerraban bien[11]. Mientras se gastaban fuertes sumas de dinero en edificios sin más función que el lucimiento, se descuidaban las viviendas de la gente corriente, con la única excepción de los modélicos dormitorios colectivos que se habían edificado sin otro objeto que exhibirlos. Por ejemplo, los alojamientos de los estudiantes de la Universidad de Beijing y la Mansión del Pueblo en Xi’an. Fábricas y dormitorios compartían espacio, a veces sin ninguna consideración por las normas básicas de higiene. A menudo, la población local se quejaba de que «se expulsaba una y otra vez a los vivos y a los muertos». Buena parte de las viviendas eran feas, construidas a la manera de barracones militares, constituidas por una hilera tras otra de edificios de poca altura, siempre idénticos, y a menudo carecían de instalaciones recreativas de ningún tipo. Además, las construcciones eran malas. Las viviendas para trabajadores que se hallaban en la periferia de la capital, apartadas de la vista, se construían con Página 239

materiales de desecho. Las paredes se movían solo con tocarlas, los marcos de las puertas se venían abajo a la primera tormenta y el agua de lluvia se filtraba por los techos. En Nanyuan, un barrio periférico situado a unos 13 kilómetros al sur del Palacio Imperial, el agua se filtraba por las paredes de las nuevas unidades residenciales. Algunas de las casas ni siquiera tenían puertas. También en este caso se trataba de una decisión consciente. En unas instrucciones que Liu Shaoqi remitió al Ministerio de la Industria Textil en febrero de 1956 se explicaba: Debéis construir dormitorios de un solo piso para los trabajadores, no de varios pisos. Nuestros trabajadores no están necesariamente acostumbrados a los edificios de varios pisos, en el futuro podremos construir buenos edificios de varios pisos. Y tampoco es necesario que construyáis muy bien los edificios, bastará con que no sean meros cobertizos provisionales, de todos modos los vamos a derribar más adelante.

Se consideraba aceptable que se plantaran unos pocos árboles, pero los estanques, jardines de rocalla, flores y céspedes se juzgaban innecesarios. Incluso proporcionar tazas de té a los trabajadores, como se hacía en la Fábrica de Algodón n.o 2 de la Capital, se entendía como «excesivo». Todo ello formaba parte de una nueva campaña de austeridad, porque el gobierno se veía obligado a recortar gastos cada cierto tiempo[12]. El problema de la vivienda se agravó porque los gobiernos locales, en su fascinación por el gigantismo, demolían de buena gana los edificios ya existentes. La destrucción alcanzó niveles pasmosos. Según Li Fuchun, una superficie total de 2 millones de metros cuadrados de viviendas desapareció en Beijing, Wuhan, Taiyuan y Lanzhou a partir de 1949, con un coste de 60 millones de yuanes. Una quinta parte de Taiyuan y Lanzhou desapareció del mapa. Hasta el 40 % de la superficie urbana de Sichuan —desde la capital provincial hasta las capitales de distritos— quedó reducida a escombros. La población local comparaba la tierra con el tofu y el Partido con un cuchillo afilado: cortaba la porción que quería. Las personas a las que se echaba de sus hogares solían quedarse sin vivienda alguna, incluso en Beijing. Los residentes expulsados del área que circundaba la estación de ferrocarril de Dongjiao tuvieron que alojarse en cobertizos provisionales durante diez meses. Algunos de ellos lloraban y temblaban sobre la nieve. Faltaban viviendas en todas partes[13]. Por ello, muchos trabajadores vivían en unas condiciones atroces. Así sucedía, por ejemplo, en Anshan, localidad de Manchuria donde había un extenso complejo industrial dedicado al hierro y el acero, y los hornos de fundición teñían la noche de un fantasmagórico color rojizo. Los dormitorios estaban tan mal provistos que familias de seis personas se veían obligadas a compartir una única cama. De vez en cuando se hundía el techo, o una de las paredes se venía abajo, y a los trabajadores no les quedaba otro remedio que vivir en establos o en cuevas oscuras en los confines orientales de la ciudad, en las montañas de donde se extraían el carbón y el hierro. Algunos de ellos pasaban hambre y merodeaban por las calles después de que terminara su turno, mendigando comida. La falta de ropa y calefacción era muy habitual, aunque las temperaturas descendieran hasta una media de 20 grados bajo Página 240

cero en invierno. Cada vez que un gélido manto de nieve cubría la ciudad, el frío parecía filtrarse por las endebles paredes de los edificios, las mantas raídas y las colchas andrajosas, y en ocasiones los bebés morían congelados. Por lo menos, eso fue lo que el Comité del Partido en Anshan escribió en un informe confidencial[14]. Más al sur, en Nanjing, la mano de obra se había duplicado con creces desde la liberación, pero el espacio dedicado a la vivienda no había crecido al mismo ritmo, lo que significaba que los trabajadores tenían que contentarse con un promedio de 2 metros cuadrados. A menudo, los dormitorios colectivos no estaban bien ventilados y la gente despertaba con dolor de cabeza a causa de la falta de oxígeno. Pero de todos modos tenían suerte, porque el gobierno reservaba el alojamiento para los trabajadores solteros. Las familias vivían fuera del recinto de la fábrica, a menudo a una distancia que podía ser de 25 kilómetros, lo que les obligaba a perder muchas horas en los desplazamientos cotidianos, por no hablar del gasto de 40 centavos diarios por un viaje de no más de una docena de kilómetros, cantidad que habría bastado para consumir la paga mensual del 10 % de la población en poco más de una semana[15]. Al sur de Nanjing, en la ciudad industrial de Ma’anshan, situada a orillas del río Yangtsé, los trabajadores podían pasarse enfermos varios meses seguidos sin acceso a los cuidados médicos más básicos. Los dormitorios estaban abarrotados, aunque la falta de viviendas también comportaba que algunas familias vivieran en cobertizos tan expuestos a la intemperie que no podían encender fuego ni siquiera en invierno. Se veían golfillos harapientos mendigando por las calles. Algunas fábricas ni siquiera disponían de agua potable. No había baños. Los cuadros del Partido que se hallaban al mando estaban demasiado ocupados en cumplir los objetivos de producción para preocuparse por la mano de obra. Como decían los propios trabajadores: «No nos pagan ayudas, tan solo el entierro[16]». Estudios más detallados demuestran que el espacio medio por trabajador se redujo inexorablemente tras la liberación, en ocasiones hasta la mitad (véase la tabla 2). En Wuhan era de 2,4 metros cuadrados, aunque esta cifra no incluía una cuarta parte de la mano de obra, que vivía en cobertizos y chozas. Una ciudad en la que vivían 1,9 millones de personas contaba con 80 000 trabajadores que no dormían bajo techo. Estos son los números que recopiló el Departamento de Estadística. Según el Departamento de Trabajo, la gente corriente de todos los lugares padecía una escasez crónica de vivienda[17].

Todo el mundo estaba rebosante de salud, por lo menos en los carteles propagandísticos, y contemplaba el futuro con gran confianza. Las numerosas estadísticas que producía el régimen trataban todos los aspectos de la salud y la higiene, desde el número de moscas aplastadas hasta la incidencia del cólera en el campo, y transmitían una imagen de progreso incesante. Las campañas sanitarias Página 241

imprimían su ritmo a la vida cotidiana, porque se movilizaba a las personas en intervalos regulares para que barriesen las calles, retirasen la basura, matasen ratas o cegaran pozos negros. En el curso de la Campaña Patriótica por la Salud de 1952, en la que todo el país declaró la guerra a los gérmenes enemigos, batallones de ciudadanos reclutados por la fuerza desinfectaron ciudades enteras. Tal como hemos explicado en el capítulo 7, el Ministerio de Sanidad acabó por reconocer que buena parte de la campaña había constituido un desperdicio de recursos. Sin embargo, algunos de los logros fueron genuinos. China siempre había padecido graves problemas sanitarios, sobre todo en el campo, donde la esquistosomiasis (una enfermedad parasitaria intestinal que ataca el hígado y el bazo), la anquilostomiasis y el beriberi eran habituales. Antes de la liberación, la mortalidad infantil era elevada y había pocos médicos en el sentido moderno del término, salvo en las grandes ciudades. Algunas de las mejoras que tuvieron lugar durante la década de 1950 se debieron a los propios progresos de la medicina. Así, por ejemplo, después de la Segunda Guerra Mundial empezó en muchos países la producción masiva de penicilina y se produjo un descenso sostenido en el número de infecciones bacterianas. El final de un período de guerras que había durado más de una década contribuyó en otros aspectos a la salud pública de China. Se retiraron los montones de basura que se habían acumulado en muchas ciudades durante la guerra civil. Se limpiaron las calles, se rellenaron las zanjas, el alcantarillado mejoró. Las vacunas se generalizaron, aunque las administraran por la fuerza unos cuadros del Partido deseosos de cumplir las cuotas. Lo más importante de todo es que el Estado de partido único movilizaba sus recursos contra las epidemias devastadoras y en muchos casos lograba frenarlas poco después de su aparición. Pero la atención médica no era gratuita. Los «médicos descalzos» de los que tanto se habló, formados para ofrecer atención médica básica en el campo, no aparecieron hasta varios años más tarde, durante la Revolución Cultural. Y buena parte de la ayuda médica que entidades no gubernamentales proporcionaban a los granjeros antes de la liberación se desvaneció, a veces de un día para otro. Se eliminaron cientos de hospitales fundados por las misiones y esparcidos por las zonas rurales. Los templos taoístas y budistas, así como otras instituciones religiosas o dedicadas a la caridad, se vieron obligados a cerrar, salvo unos pocos que se hallaban bajo control del gobierno. En todas partes, los farmacéuticos, médicos y enfermeras tuvieron que pasar por el aro y demostrar su adhesión al nuevo régimen, a medida que las campañas de reforma del pensamiento se sucedían. En 1956, el Estado ya se había adueñado de la mayor parte de las empresas y comercios, incluidas las farmacias que vendían al por menor y las clínicas privadas. A pesar de las mejoras que se habían producido después de la liberación, la salud pública no tardó en empeorar. Informes publicados y artículos de periódico explicaban los grandes pasos que se habían dado en atención médica, pero estudios mucho más críticos, que se guardaban con discreción en los archivos, revelan un Página 242

cuadro de desnutrición y mala salud crónicas. Estas condiciones no se daban tan solo en el campo, donde la colectivización había reducido a los campesinos al estatuto de siervos, sino también en las ciudades. Uno de los motivos era que los ingresos de la mayoría de los trabajadores habían menguado en todo el país. Igual que los granjeros tenían que alimentarse con raciones de cereales cada vez más pequeñas, los trabajadores se veían obligados a sobrevivir con salarios cada vez más reducidos. Pero la atención sanitaria tenía costes considerables y la medicina era cara. El Departamento de Trabajo estudió cientos de fábricas en 1956 y llegó a la siguiente conclusión: «Durante los últimos años, los ingresos reales de los trabajadores han seguido una tendencia descendente». La inflación crecía más rápido que los salarios. Aproximadamente la mitad de los trabajadores de las industrias pesadas no ganaba ni siquiera 50 yuanes mensuales. La proporción era más elevada en la industria ligera. En Beijing, uno de cada seis trabajadores apenas podía sobrevivir, porque tenía que cubrir los gastos básicos con menos de 10 yuanes al mes. Y por debajo de ellos, en el opaco mundo que rodeaba a la industria de la construcción, habitaba una subclase de miserables que constituía el 40 % de la mano de obra. La salud pública empeoraba en todas partes, porque las tasas de enfermedad crecían un año tras otro. En 1955, casi el 5 % de los trabajadores tuvo que ausentarse del trabajo durante más de seis meses por enfermedad. En algunas de las fábricas, hasta el 40 % de los trabajadores sufría una enfermedad crónica grave, pero eran muy pocos los que podían permitirse un descanso, a pesar de toda la propaganda en torno a los sanatorios e instalaciones de recreo para los obreros[18]. Las condiciones eran mucho peores fuera de la capital. En Nanjing, un trabajador que ganara menos de 20 yuanes al mes solo podía permitirse las necesidades más básicas del día a día, aun cuando no tuviera que mantener a nadie más. Pero en 1956, uno de cada diez habitantes de la ciudad vivía en la más absoluta miseria, con ingresos que no superaban los 7 yuanes mensuales. Y todo ello a pesar de la expulsión forzosa de cientos de miles de indeseables durante los años posteriores a la liberación. La mitad de las personas que vivían en la indigencia se había empobrecido a causa de la colectivización. Había desde culis sin empleo y tenderos expulsados del negocio hasta familiares de las víctimas a las que se había denunciado como contrarrevolucionarias. Algunos de ellos eran trabajadores expulsados de las empresas estatales, a menudo por una levísima infracción contra la disciplina laboral. Estas personas quedaban marcadas de por vida y se transformaban en intocables, en parias que vivían en los márgenes de la sociedad, incapaces de hallar otro empleo. Más del 7 % de los trabajadores de Nanjing sufría tuberculosis, el 6 % padecía problemas estomacales, otro 6 % hipertensión. Las intoxicaciones y los accidentes laborales eran frecuentes. La concentración de partículas nocivas en la atmósfera de la Fábrica de Productos Químicos de Nanjing excedía por un factor de 36 el límite fijado en la Unión Soviética. En la fábrica de salitre, «el 100 % de los trabajadores sufre intoxicación en grado diverso». En algunos de los peores casos se producía un Página 243

agrandamiento del hígado o del bazo. La afectación de los pulmones por el polvo silíceo era habitual en las fábricas de cristal y cemento, y la proliferación de los casos de tracoma e infecciones nasales era «grave[19]». La comparación con los años previos a la liberación plantea muchas dificultades, aunque solo sea porque existen muy pocos estudios detallados que se basen en información procedente de archivos. Pero el propio régimen se comparaba de buen grado con su predecesor y movilizó a sus expertos en estadística para que le presentaran informes detallados y ajustados a la inflación que se remontaban hasta 1937, el cenit del período nacionalista, justo antes de que empezara la invasión japonesa. La mayoría de ellos no se publicaron por motivos evidentes. Demostraban que, en muchos casos, la vida había sido mejor veinte años antes. Así, por ejemplo, los trabajadores de la Fábrica Textil de Shenxin, en Hankou, habían sufrido después de la revolución una reducción continuada en el consumo de cereales, carne de cerdo y aceites, así como en la cantidad de ropa que podían comprar. En 1957, los trabajadores disfrutaban de una media de 6 kilos de cereales extra anuales, pero la carne de cerdo se había reducido casi a la mitad, los aceites comestibles en un tercio y el vestido en un quinto respecto 31 937. Muchos de ellos estaban desnutridos. Tal como muestra la tabla 2, no se trataba de una situación que se diera tan solo en dicha fábrica. Los trabajadores estaban faltos de comida, ropa y alojamiento, y a menudo vivían en unas condiciones que no igualaban ni siquiera las de 1948, en el momento culminante de la guerra civil. Tabla 2: Consumo medio anual y superficie media de la vivienda de los trabajadores de Wuhan, 1937-1957.

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Hilandería de algodón de Zhenyi 1937 1948 1952 1957 Fábrica de baterías de Hankou 1937 1948 1952 1957 Fábrica de motores de Wuchang 1937 1948 1952 1957 Astilleros de Wuchang 1937 1948 1952 1957

Cereales (en Carne de cerdo kilos) (en kilos)

Aceites comestibles Tejidos para vestir (en kilos) (en metros)

Vivienda (en m2)

157 150 161 147

8,8 2,8 7,8 5,2

7 4,5 7,3 5

10,6 4,2 8,7 6

6,5 2,7 3,9 3,9

170 164 153 13

12,5 10,7 7,2 5

8,5 7,7 6,6 4,3

8 8,3 5,8 3,9

4 2,8 2,1 2,8

172 197 151 127

6,7 6,6 7,8 5

5,9 4,1 9,3 3,9

7,2 4,6 6 4,7

4,6 3,9 4,4 4,1

159 146 167 146

8 6,5 6,5 5

5,5 7 6,5 4

7 4,7 10 7

5 4 4 4

Fuente: Hubei, 28 de marzo de 1958, SZ44-2-158, pp. 24, 38, 47 y 59.

Aun cuando los trabajadores pudieran constatar algunas mejoras hacia 1952, la situación empeoró en todos los casos durante los cinco años siguientes. Pero las estadísticas que hemos aportado solo se refieren al consumo, no al coste total de la vida. De 1952 a 1957, los gastos de manutención subieron decididamente. El alquiler que pagaban los trabajadores de la Fábrica Textil de Shenxin que hemos mencionado antes pasó de 88 yuanes anuales en 1952 a 400 yuanes cinco años más tarde. En todas las fábricas analizadas por el Departamento de Estadística, la tendencia era clara: el espacio medio dedicado a la vivienda se redujo, mientras que los alquileres subían. En los astilleros de Wuchang, que figuran en la tabla 2, los alquileres subieron de 271 yuanes en 1 948 3361 yuanes en 1952, luego se duplicaron hasta alcanzar los 721 yuanes en 1955, y siguieron subiendo hasta unos espectaculares 990 yuanes en 1957[20]. La desnutrición y la mala salud también eran habituales en las escuelas. La Liga de las Juventudes llevó a cabo una amplia investigación entre los estudiantes de secundaria y declaró que su salud era «muy mala». En Wuhan, cada uno de ellos recibía todos los meses 300 gramos de verduras y 150 gramos de alubias y productos derivados. Los cereales sin refinar y los boniatos constituían el resto de su dieta. En toda la provincia de Henan no se sirvieron verduras durante un mes entero. A lo largo de ese tiempo, la única comida que se sirvió a los estudiantes fueron fideos. En

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Mianyang (Sichuan), los estudiantes reflejaban lo que era su dieta con una cancioncilla que se hizo popular: «Hay poco arroz y nos dan sopa, cuanto más comemos más flacos estamos, la comida es mala y además sabe mal, no hay sal y tampoco aceite». En la provincia de Liaoning, uno de cada tres estudiantes estaba desnutrido. En Yingkou, el bullicioso puerto de donde partían el maíz, la soja, las manzanas y las peras de la provincia, era habitual que los estudiantes se desmayaran en las clases de educación física a causa del hambre. El racionamiento estricto se justificaba en nombre de la moralidad, porque «comer demasiados cereales es un derroche y denota una falta de virtud comunista». A los que pasaban hambre se les decía que bebiesen agua: «El agua hervida también contiene calorías». En Xinmin, una ciudad muy cercana a Shenyang —la capital provincial—, cuatro de cada diez estudiantes sufrían de ceguera nocturna, una enfermedad provocada por la desnutrición, y más en concreto por la falta de la vitamina A que se encuentra en los aceites de pescado y productos lácteos. A veces las clases se impartían en templos o en iglesias abandonadas, donde siempre faltaba luz. Incluso durante el día, podían ser «oscuros como una prisión[21]». También hubo otros contratiempos. El régimen se había propuesto erradicar las enfermedades y eliminar todas las plagas, pero tan laudable aspiración no se veía siempre favorecida por las campañas masivas que movilizaban a millones de personas en todo el país. Se decretó que todas las personas tendrían que entregar una cuota de colas de rata a las autoridades y lo que muchos hicieron fue ponerse a criar roedores. La misma idea de una campaña militar contra las epidemias, en la que el pueblo se desplegaba en batallones con las banderas al viento y fragor de trompetería, iba contra la práctica médica habitual. Eso fue lo que ocurrió con el movimiento para la erradicación de la esquistosomiasis. El número de personas infectadas por el parásito se había incrementado año tras año después de la liberación, sobre todo en algunas zonas de China oriental. Los gobernantes no prestaron atención al problema. Estaban más interesados en la lucha contra las avispas y mariposas que creían infectadas con gérmenes por los agentes enemigos durante la guerra de Corea. El Partido no prestó atención a la esquistosomiasis hasta que el propio Presidente contempló sus perniciosos efectos durante una visita a la provincia de Zhejiang en noviembre de 1955. Mao escribió un poema, con el grandilocuente título de «Adiós al espíritu de la plaga», y en febrero de 1956 dio la orden para que empezase una campaña masiva: «¡Debemos poner fin a la esquistosomiasis!»[22]. Llevaron a millones de granjeros a los lagos y los hicieron arrastrarse por el fango en busca de los caracoles que transmitían la infección. Pero, entretanto, importantes autoridades médicas habían advertido de que los intentos de erradicar la enfermedad mediante la simple recogida de caracoles serían infructuosos. Los caracoles no eran más que el huésped de los gusanos esquistosomas, invisibles para el ojo humano. Los granjeros y animales que entraban en contacto con los gusanos corrían peligro de infección, porque estos se propagaban por las venas y el hígado en el cuerpo donde se Página 246

instalaban como parásitos. Los excrementos de humanos y animales se llenaban de huevos de gusano e iban a parar a los mismos lagos, donde se completaba el ciclo, porque los huevos anidaban dentro del cuerpo de los caracoles. En el mejor de los casos, el consejo de los expertos se menospreciaba, y en el peor se denunciaba por burgués. Pelotones enteros de aldeanos sacaban los caracoles del fango y los recogían con la mano. Se abrían nuevos canales de irrigación para bloquear los ya existentes y sepultar a los caracoles. La campaña precisaba de mucha mano de obra, pero en cuanto terminó, muchas personas volvieron a trabajar en lagos infectados cortando hierba o recogiendo juncos[23]. Todo esto sucedía en Hubei, una provincia central a orillas del Yangtsé cubierta por un centenar de lagos donde se encuentran patos, flores de loto y castañas de agua. Una tercera parte de su población se hallaba en situación de riesgo. A pesar de los informes entusiastas de cuadros locales que se despedían del espíritu de la plaga, aún había más de 1,5 millones de personas infectadas. En el distrito de Hanchuan se curaron unos 700 casos durante la campaña, pero inmediatamente después se tuvo noticia de 1000 nuevas infecciones. Los archivos demuestran que en otras provincias la campaña apenas logró reducir la incidencia de la esquistosomiasis. El país se regía por eslóganes y cuotas, y las campañas se sucedían una tras otra. Las posibilidades de llevar a cabo la laboriosa tarea de controlar los muchos factores que intervenían en la enfermedad —como mejorar la evacuación de los excrementos humanos— eran mínimas. La colectivización lo ponía aún más difícil, porque las personas que trabajaban en cooperativas tendían a descuidar a los animales que no les pertenecían y tampoco se preocupaban de retirar el estiércol. Las normas tradicionales de higiene, como hervir el agua antes de bebería y comer alimentos cocinados, también tendían a abandonarse cuando se vivía a disposición de los funcionarios del Partido[24]. En algunos casos, la brecha que se interponía entre el mundo de la propaganda y la realidad sobre el terreno se volvía más temible. La República Popular puso en marcha una serie de medidas dignas de todo elogio en favor de las víctimas de la lepra, como por ejemplo la creación de leproserías provistas de todas las comodidades imaginables. La eliminación de la lepra habría sido una tarea de enorme complejidad para cualquiera de los gobiernos de aquel tiempo, con mayor razón aún porque el rechazo a los leprosos era general. Pero en la República Popular los cuadros locales del Partido apenas podían alimentar a sus propios trabajadores. Tenían muchas otras prioridades, y lo que menos les importaba eran unas personas desfiguradas que padecían una enfermedad erróneamente considerada de contagio fácil. Los prejuicios estaban muy extendidos y unos pocos panfletos educativos sobre la enfermedad distribuidos por las autoridades sanitarias no iban a cambiar la situación de un día para otro. Buena parte de la evidencia enterrada en los archivos del Partido da a entender que la situación, en realidad, empeoró durante los años posteriores a la liberación, aunque solo fuera porque el Estado de partido único

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invistió a los cuadros locales con un poder mucho mayor del que nadie hubiera tenido en el pasado. Cuando se obligó a los misioneros a salir del país, algunas de las leproserías existentes quedaron privadas de financiación extranjera. En Moxi, una región pobre en las montañas de Sichuan, no solo dejaron desasistida una iglesia que exhibía con orgullo su pintoresco campanario, sino también una leprosería con 160 pacientes, que quedaron abandonados a su suerte. Nadie acudió a rescatarlos, a pesar de las peticiones de ayuda. Al cabo de poco tiempo, algunos pacientes empezaron a marcharse de la leprosería y se pusieron a mendigar por los caminos de montaña, tortuosos y llenos de baches. Fueron muy pocos los que hallaron una buena acogida. Los asustados aldeanos acosaron y apalearon a algunos de ellos. A varios los enterraron en vida. Un informe de las autoridades sanitarias provinciales declaraba: «En verano de 1954 han enterrado vivo a otro leproso en el distrito de Yongding; se han dado circunstancias similares en otros distritos». Los incidentes de este tipo no eran exclusivos de Sichuan. El número de infecciones había crecido rápidamente en la vecina Guizhou, sacudida a menudo por las rebeliones de la minoría étnica que vivía en los montes y tierras altas de la provincia. Cundió el pánico en los pueblos y algunos de los cuadros locales del Partido decidieron quemar vivos a los enfermos. Esto ocurrió en más de una ocasión. Uno de los peores casos se dio en un pueblo donde 8 leprosos murieron amarrados a una estaca. En algunos casos actuaba la milicia bajo las órdenes de las autoridades locales: «La milicia ató a un leproso y lo quemó vivo. Los padres de la víctima lloraron todo el día y toda la noche[25]». Aunque lo más probable es que el peor de los incidentes fuera el que tuvo lugar en el distrito de Yongren (Yunnan), donde se quemó en vida a un centenar de leprosos en junio de 1951. La idea se había planteado por primera vez en una reunión celebrada un mes antes por el comité del Partido en el distrito. Ma Xueshou, cuadro de alto rango que se encargaba de asuntos rurales, propuso: «Los leprosos del hospital del cuarto distrito suelen salir a lavarse y a pasear, crean una mala impresión entre las masas, y estas piden que los quemen». El secretario del Partido en el distrito le respondió: «No podemos quemarlos». Pero Ma insistió, y un mes más tarde se presentó voluntario para cargar con toda la responsabilidad: «Si las masas quieren quemarlos, quemémoslos, debemos hacerlo por las masas, eso es lo que piden, hagámoslo y yo mismo asumiré la responsabilidad». Varios más estuvieron de acuerdo. A continuación, la milicia reunió a los leprosos, los encerró en el hospital y prendió fuego al edificio. Las víctimas chillaron en petición de socorro, pero de nada les sirvió. Tan solo 6 de las 110 víctimas sobrevivieron[26]. Aun en los casos en los que se ofrecían cuidados a los leprosos, la financiación desaparecía misteriosamente. Después de todo, ¿quién habría podido exigir responsabilidades a unos pocos cuadros que cuidaban de los enfermos en leproserías muy alejadas de la dirección central del Partido? En Yanbian (Sichuan), los hombres que se hallaban al mando se adueñaron de la mayor parte del dinero destinado a ese Página 248

propósito y lo gastaron en construirse espaciosas mansiones. Las chozas de barro de los leprosos, situadas varios kilómetros más al interior, junto a las montañas, se hallaban en tan malas condiciones que podían hundirse en cualquier momento. Pero también había un problema de escala: en 1953, se estimaba que había unos 100 000 leprosos en toda la provincia de Guangdong, pero las autoridades médicas tan solo podían hacerse cargo de 2000 casos[27]. Los leprosos se hallaban entre los miembros más vulnerables de la sociedad, y sus necesidades no se veían bien atendidas por un Estado de partido único que pretendía controlar a todo el mundo sin rendir cuentas ante nadie. Con todo, había muchos otros miembros de la sociedad necesitados cuyo destino pasó a depender íntegramente de los cuadros locales. En algunos orfanatos confiscados a organizaciones no gubernamentales, la mortalidad ascendió al 30 %. Los ciegos y los ancianos no lo tenían fácil para integrarse en una sociedad nueva donde tantas cosas dependían de la capacidad de seguir las órdenes y obtener puntos de trabajo. Con la desaparición gradual de las libertades más básicas —de expresión, de culto, de reunión, de asociación y de movimientos—, la mayoría de la gente corriente quedó cada vez más indefensa, porque apenas tenía medio alguno para protegerse del Estado[28].

En 1956 muchas de las esperanzas que habían nacido años antes con la liberación se habían desvanecido. En vez de tratar a las personas con respeto, el Estado las veía como a simples números en un balance contable, un recurso que había que explotar por un bien mayor. Los granjeros habían perdido sus tierras, aperos de labranza y ganado en nombre de la colectivización. Se les obligaba a entregar al Estado una parte cada vez mayor de la cosecha y a responder por las mañanas al toque de corneta y presentarse a recibir las órdenes de los cuadros locales. En las fábricas y establecimientos de las ciudades, los empleados recibían un trato más propio de trabajadores forzosos que de los héroes de la clase obrera que figuraban en la propaganda oficial. Se les presionaba para que trabajasen cada vez más horas y batieran un récord de producción tras otro, aunque sus ingresos disminuyeran sin cesar. Todo el mundo, salvo los que se hallaban dentro del Partido, tenía que apretarse el cinturón en pos de la utopía. China era un país que hervía de descontento. Las tensiones sociales estaban a punto de transformarse en oposición abierta contra el régimen.

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MALAS HIERBAS

Las primeras horas de la mañana del 25 de febrero de 1956 marcaron un antes y un después en el mundo comunista. En el último día del XX Congreso, mientras los delegados extranjeros se afanaban en preparar el equipaje, Nikita Jruschov reunió a los representantes soviéticos en el Gran Palacio del Kremlin —la residencia de los zares rusos en Moscú— para celebrar una reunión secreta que no figuraba en el programa. En un discurso de cuatro horas sin interrupción, Jruschov denunció el régimen de sospecha, miedo y terror creado por Stalin. Lanzó un ataque demoledor contra su antiguo jefe, al que acusó personalmente de las brutales purgas, las deportaciones en masa, las ejecuciones sin juicio y las torturas a incondicionales inocentes del Partido. Jruschov también atacó a Stalin por sus «delirios de grandeza» y por el culto a la personalidad que había promovido durante su gobierno. El público escuchaba, silencioso y atónito. Cuando terminó, no se oyeron aplausos, porque muchos de los delegados se marcharon en estado de shock[1]. Se enviaron copias del discurso a los partidos comunistas extranjeros. Así empezó una reacción en cadena. En Beijing, el Presidente se vio obligado a ponerse a la defensiva. Mao era el Stalin de China, el gran líder de la República Popular. Inevitablemente, el discurso secreto suscitaba preguntas en torno a su propio liderazgo, en especial sobre el ambiente de adulación que lo rodeaba. La desestalinización suponía nada menos que un reto a la autoridad del propio Mao. Igual que Jruschov se había comprometido a devolver al Politburó la autoridad sobre el país, Liu Shaoqi, Deng Xiaoping, Zhou Enlai y otros que se hallaban en Beijing hablaron a favor de los principios del liderazgo colectivo. En el VIII Congreso del Partido, celebrado en septiembre de 1956, se eliminó de los estatutos del Partido una referencia al Pensamiento Mao Zedong, se elogió el liderazgo colectivo y se condenó el culto a la personalidad. Mao, acorralado por Jruschov, no tuvo otra alternativa que poner buena cara ante esas medidas, e incluso contribuir a ellas durante los meses que precedieron al congreso. Pero el Presidente no disimulaba su enfado al hablar con Li Zhisui. Acusó a Liu Shaoqi y Deng Xiaoping de haberse hecho con el control de la situación y de haberlo relegado a un segundo plano[2]. Jruschov también acusó a Stalin de haber arruinado la agricultura durante la década de 1930, aunque «nunca viajara a ningún lado, nunca se reuniese con los trabajadores ni con los miembros de las granjas colectivas», y que solo conociera el país mediante «películas que disfrazaban y embellecían la situación en el campo». Esto último también debió de herir a un Presidente que contemplaba el país desde el confort de su tren privado, que solo entraba en las estaciones cuando únicamente quedaba en estas el personal de seguridad. Las mordaces observaciones de Jruschov sobre el fracaso de las granjas colectivas venían a ser una crítica inintencionada de la Página 250

Marea Alta Socialista. Zhou Enlai y Chen Yun escucharon las exhortaciones que llegaban de Moscú y trataron de frenar el ritmo de la colectivización. En verano de 1956 pidieron el fin de los «avances precipitados». Redujeron el tamaño de las granjas colectivas, volvieron a un mercado libre restringido y dieron mayor libertad a la producción privada. Mao lo interpretó como un desafío personal. Al inicio de un editorial del Renmin Ribao que criticaba la Marea Alta por «tratar de hacerlo todo de un día para otro», y que le entregaron para que lo aprobara, Mao garabateó con rabia: «No pienso leerlo». Más adelante se preguntaba: «¿Por qué tengo que leer algo que me insulta?». El VIII Congreso del Partido dio carpetazo a la Marea Alta Socialista y Mao se lo tomó como un duro golpe contra su persona[3]. El discurso secreto también suscitó llamadas a la reforma en Europa occidental. Los trabajadores tomaron las calles de la ciudad polaca de Poznań para protestar contra el incremento de las cuotas de trabajo y para exigir un incremento salarial. En junio de 1956, una gran multitud de más de 100 000 personas se congregó cerca del Castillo Imperial que entonces ocupaba la policía secreta, irrumpió en el recinto, liberó a los presos y se adueñó de armas de fuego. La sede del Partido Comunista sufrió un saqueo. Se solicitaron refuerzos soviéticos, que consistieron en tanques, vehículos blindados y artillería de campaña, así como más de 10 000 soldados. Se disparó contra los manifestantes, con el resultado de un centenar de muertos y muchos más heridos. Pero el Partido Obrero Unificado Polaco —así se llamaba el partido comunista— no tardó en buscar la reconciliación bajo el liderazgo de Władysław Gomulka. Aumentó los salarios y prometió otras reformas políticas y económicas. Así empezó una época conocida como el «deshielo de Gomulka», en la que los comunistas trataron de encontrar una «vía polaca hacia el socialismo». Pocos meses más tarde estalló una rebelión en Hungría. Miles de estudiantes se manifestaron en las calles de Budapest. Una delegación trató de entrar en el edificio de la radio del Parlamento para retransmitir sus demandas a la nación y la policía secreta los abatió a tiros. La violencia estalló por todo el país. Hubo batallas campales entre los manifestantes y la policía. En un intento por restablecer el orden, Moscú envió a miles de soldados y tanques soviéticos a la capital. La población, encolerizada, tomó las calles y se volvió contra el régimen. En las callejas empedradas de Budapest, los rebeldes luchaban contra los tanques con cócteles Molotov. Se formaron consejos revolucionarios por toda Hungría. Arrebataron el poder a las autoridades locales y llamaron a la huelga general. En todas partes, los insurgentes destrozaron los símbolos sagrados del comunismo, quemaron libros, arrancaron las estrellas rojas de los edificios y derribaron monumentos de sus pedestales, como por ejemplo la gran estatua de bronce de Stalin que se hallaba en Városliget, el parque principal de Budapest. A finales de mes, la mayor parte de las fuerzas soviéticas había tenido que retirarse de la ciudad. Imre Nagy, el nuevo primer ministro, formó un gobierno de coalición. Los presos políticos salieron en libertad.

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Los partidos no comunistas que habían estado prohibidos volvieron a ser legales y se unieron a la coalición. Durante unos pocos días pareció que Moscú toleraría el nuevo gobierno. Pero el 31 de octubre Hungría declaró su intención de abandonar el Pacto de Varsovia. Ese mismo día volvió a estallar la violencia cerca de la sede del Partido en Budapest, porque una turba atrapó a varios miembros de la policía secreta y los ahorcó en las farolas. La escena se mostró pocas horas más tarde en los noticiarios soviéticos. Jruschov había ido a pasar la semana en la dacha de Stalin, situada en la agradable colina de Lenin, desde donde disfrutaba de las vistas del centro de Moscú. Pasó una noche de angustia, temeroso de que la rebelión se extendiera a los países vecinos y provocara el derrumbe del bloque soviético. Él y sus colegas abandonaron su decisión anterior. El 4 de noviembre, una gran fuerza soviética invadió Hungría y dio muerte a miles de rebeldes. Más de 200 000 refugiados atravesaron las fronteras. Durante los meses siguientes se llevaron a cabo arrestos en masa y se acabó con toda la oposición pública. En China se seguían con mucho interés los acontecimientos que la desestalinización había desencadenado. En octubre de 1956, Gomulka pronunció un teatral discurso en el que prometía «socialismo con libertad», y que se leyó entero en Beijing. Reveló que las granjas colectivas de Polonia producían mucho menos que las privadas. Pero, para numerosos lectores chinos, lo que de verdad cayó como una bomba fueron las observaciones de Gomulka acerca de la Unión Soviética. Polonia se hallaba en deuda, porque se había visto obligada a vender a bajo precio a la Unión Soviética, pero en cambio había tenido que pagar fuertes sumas por las importaciones. Al parecer, los rusos eran responsables de «explotación imperialista». Y cuando las especulaciones sobre la situación polaca alcanzaban su punto máximo, llegó la noticia de la revuelta húngara, que suscitó todavía más exaltación en China. Como observaría Robert Loh: Por primera vez los periódicos se leían con avidez. Hasta entonces nos habían obligado a leerlos, porque las noticias de la prensa oficial se usaban como temas de discusión en las asambleas ordinarias de las organizaciones de masas. Pero entonces el absentismo se disparó y los trabajadores aguardaban en colas que iban de un extremo al otro de la manzana con tal de comprar un periódico.

Había que leer entre líneas, porque las noticias eran objeto de una severa censura, pero los trabajadores empezaron a invocar el ejemplo de Hungría en diversos actos de desafío contra el Estado[4]. Los descontentos, procedentes de todos los sectores sociales, empezaron a salir a la calle. Estaban hartos y hacían huelga, convocaban manifestaciones o enviaban peticiones al gobierno por los motivos más variados. Los estudiantes boicoteaban las clases en las escuelas y universidades de todo el país. En el Instituto de Aeronáutica y Astronáutica de Nanjing, construido en 1952 sobre un antiguo palacio de los Ming, más de 3000 estudiantes se pusieron en huelga durante todo un mes en otoño de 1956. La institución se había publicitado como universidad puntera, pero no era más Página 252

que un instituto técnico de rango medio. En la Universidad Normal de Nanjing, que se encontraba unas pocas calles más allá, la situación también empeoró después de que el Departamento de Seguridad Pública protegiera a 6 estudiantes culpables de haberle dado una paliza a un joven que había chocado con ellos por accidente. No tardaron en oírse llamamientos a la justicia por el campus. La policía amenazó con arrestar a los manifestantes por «empezar una rebelión», y provocó con ello que 480 estudiantes se reunieran frente al despacho del alcalde y entonaran eslóganes en favor de la democracia y de los derechos humanos. Nanjing no fue la única ciudad donde se produjeron disturbios. Mientras no se abran todos los archivos, no sabremos hasta dónde llegó el descontento entre los estudiantes, pero en una ciudad de tamaño medio como Xi’an los trabajadores y estudiantes presentaron peticiones en no menos de 40 ocasiones distintas. A principios de 1957, más de 10 000 estudiantes se habían levantado en armas por todo el país[5]. Los trabajadores se pusieron en huelga en un número jamás visto. El Ministerio de Industria contó más de 220 casos en 1956. La mayoría empezaron después de octubre. En Shanghai tuvieron lugar manifestaciones en las que participaron miles de personas. Las hubo, incluso, encabezadas por personas con cargos en el Partido y miembros de la Liga de las Juventudes. La mayoría de los trabajadores protestaba contra el descenso de los salarios reales, la precariedad de la vivienda y la reducción de los beneficios sociales. Los agravios se habían acumulado a lo largo de muchos años, pero lo que causó la explosión de descontento fue la colectivización de empresas privadas durante la Marea Alta Socialista. También fuera de Shanghai las huelgas paralizaron sectores enteros de la economía. En Manchuria, 2000 obreros encargados del transporte de cereales trabajaban con lentitud deliberada o enviaban peticiones al gobierno para solicitar incrementos de sueldo. Los mandatarios del Partido los amenazaron con tratarlos como a contrarrevolucionarios, pero solo consiguieron que los huelguistas actuaran con una resolución aún mayor. En Fuzhou, ciudad costera que se halla frente a Taiwán, los trabajadores enviaron peticiones al gobierno municipal en 60 ocasiones distintas[6]. El descontento provocado por la colectivización estalló también en el campo en 1956. El Estado había empezado a introducir algunas reformas. Así, por ejemplo, había reducido el tamaño de las granjas colectivas y había autorizado a los granjeros la venta de una parte de los productos que crecían en sus huertos privados. Pero los granjeros querían el derecho a abandonar por completo las granjas colectivas. Tras una cosecha desastrosa en otoño de 1956, los aldeanos de todo el distrito de Xianju (Zhejiang) empezaron a crear disturbios. Se retiraron de las granjas colectivas, alzaron sus voces contra el Partido y apalearon a los cuadros locales que se interponían en su camino. Más de cien granjas colectivas dejaron de funcionar. En el distrito de Tai (Jiangsu), miles de peticionarios se acercaron a la sede del Partido con sus quejas, porque sectores enteros de la economía local habían vuelto al canje como consecuencia de la colectivización. Los aldeanos abandonaban en masa las granjas Página 253

colectivas, algunos de ellos con su propio ganado, semillas y aperos de labranza, dispuestos a sobrevivir por su cuenta[7]. En Guangdong, decenas de miles de granjeros abandonaron las granjas colectivas durante el invierno de 1956-1957. Los daños fueron especialmente graves en los distritos de Zhongshan y Shunde. En algunos de los pueblos de Shunde, hasta un tercio de las personas recobraron sus tierras por la fuerza y empezaron a sembrar sus propias cosechas. Pegaron a los cuadros del Partido que trataban de intervenir. En la región de Zhanjiang, que abarcaba varios distritos, uno de cada quince aldeanos tuvo el coraje necesario para marcharse, con plena conciencia de que serían blanco de la violencia de la milicia. Esta les arrebataba el ganado y no permitía que sus niños fueran a la escuela. A algunos de ellos ni siquiera se les permitía transitar por las calles principales. En el distrito de Xinyi, granjeros enfurecidos destruyeron la propiedad colectiva, incendiaron los almacenes de cereales e incluso acudieron a las asambleas armados con cuchillos y amenazaron a los miembros del Partido que no les dejaban irse[8]. Algunos de los propios cuadros locales empezaron a pronunciarse contra la colectivización. Uno de ellos opinaba: «La vida en una cooperativa es peor que en un campo de trabajo». En Shantou, también situada en Guangdong, varias personas con responsabilidades en el Partido afirmaron que el monopolio sobre los cereales constituía un sistema de explotación todavía peor que el feudalismo del pasado. El 60 % de los cuadros del distrito de Bao’an se oponía al monopolio. Un vicesecretario del distrito de Luoding afirmó lo siguiente acerca de las granjas colectivas: «Antes de ir al campo, yo creía en la superioridad de las cooperativas, pero una vez llegué allí y comí gachas, me entró tal hambre que la cabeza me dio vueltas, y ya no pensé que fueran superiores en nada». En una reunión del Partido celebrada en el distrito de Yingde, varios participantes opinaron con franqueza que la economía funcionaba mejor antes de 1949. En el distrito de Ya (Sanya), más de 40 cuadros de alto rango y sus familias siguieron el ejemplo de los granjeros y se negaron a unirse a las cooperativas. El máximo responsable de una cooperativa del distrito de Yangjiang acusó al Partido de no haber ofrecido a los granjeros nada mejor que gachas en los tres años que habían pasado desde la introducción del monopolio. En un nivel más alto, se dictaminó que más de 10 000 de los 14 264 cuadros del Partido presentes en los once distritos que constituían la región de Huiyang tenían un pensamiento «confuso[9]». Algunos aldeanos —con o sin la connivencia de los cuadros locales— partían hacia la capital, a pesar de las restricciones que el sistema de registro por unidades domiciliarias imponía a la libertad de movimientos. En cualquier momento podían presentarse docenas de peticionarios frente al Consejo de Estado e intentar, como último recurso, que este reparara los agravios que habían sufrido. En uno de estos casos, una mujer compareció en la puerta principal, acompañada por cuatro niños demacrados y un cartel sujeto al cuerpo en el que se leía HAMBRE, a modo de escueta Página 254

acusación contra un régimen que había prometido que nadie moriría por falta de alimento. En otra ocasión, un hombre encendió un farolillo a plena luz del día y se acercó a la puerta principal de la sede del Partido en Zhongnanhai para solicitar una audiencia con el presidente Mao. Su mensaje resultaba obvio: el Partido Comunista era un agente de oscuridad que había amortajado el país entero en la penumbra[10]. Otros grupos de personas llegaban a la capital con sus agravios. 5,7 millones de soldados habían sido desmovilizados desde la liberación, pero tenían muchos motivos para quejarse. En el mejor de los casos, los abandonaban a su suerte en el campo, pero durante la colectivización a muchos de ellos se les trató como a parias, porque eran incapaces de ganarse la vida. Medio millón de ellos padecía enfermedades crónicas, aunque el Estado no demostrara mucho interés por sus necesidades médicas. Su rabia explotó el invierno de 1956-1957, en el que grandes grupos se unieron en las ciudades con el objetivo de presionar a las autoridades locales. Unos pocos comités revolucionarios organizados prometieron, con cierta bravuconería, que pondrían en marcha una guerra de guerrillas. Chen Zonglin, proveniente de una región de Anhui devastada por el hambre, argumentaba a voces: «¡Si el gobierno no nos da trabajo, lucharemos contra él hasta el final!». En cinco ocasiones distintas, grupos de veteranos acamparon frente al Consejo de Estado para hacer oír sus demandas[11]. Esto es lo que percibió Robert Loh al contemplar las huelgas en Shanghai: Se sentía una nueva vida que regresaba a las gentes pisoteadas e insuflaba un vigor indescriptible. Igualmente indescriptible fue el cambio de actitud de los funcionarios comunistas. Estaban confusos y asustados, y su arrogancia había desaparecido. Trataban de aplacar a todo el mundo, especialmente a los trabajadores, que parecían ver como a los más temibles.

Los cuadros del Partido tenían buenas razones para no reprimir las huelgas. El Presidente en persona había defendido el derecho democrático de estudiantes, trabajadores y campesinos a expresarse y salir a las calles. Se había erigido en campeón del pueblo y autorizaba a un centenar de flores a florecer[12].

Después de que Jruschov pronunciara su discurso secreto de febrero de 1956, Mao se tomó dos meses para examinar en detalle su propia posición. Tenía que mostrarse prudente con Jruschov. No solo era el poderoso líder del bloque soviético, sino que también había incrementado la ayuda a la República Popular y había tratado de iniciar una nueva andadura en las relaciones con Beijing tras la muerte de Stalin. Un año antes, Jruschov había llegado al punto de prometer a China que la asesoraría en todo lo necesario para construir una bomba atómica. El Presidente también se vio con las manos atadas cuando sus colegas propusieron introducir recortes en los proyectos industriales y frenar el ritmo de la colectivización. Invocaban a Jruschov para contener las políticas del propio Mao. La respuesta de Mao a la desestalinización se hizo pública el 25 de abril, ante una reunión ampliada del Politburó, con un discurso titulado «Sobre las diez grandes Página 255

relaciones». Anunció que China estaba preparada para avanzar por su cuenta y hallar una vía propia hacia el socialismo. El Presidente se refirió con términos mordaces a «los que lo copian todo sin discriminar y lo transplantan mecánicamente». En vez de contentarse con imitar ciegamente el viejo modelo estalinista y su desproporcionado énfasis en la industria pesada, China tenía que desarrollar su propia versión del socialismo. La Unión Soviética había cometido un grave error al gravar demasiado a los campesinos mediante un sistema de ventas obligatorias, pero China —explicaba Mao— tenía en cuenta los intereses tanto de los campesinos como del Estado al aplicar una tasa impositiva muy baja a la agricultura. Decía: «Nos ha ido mejor que a la Unión Soviética y que a varios países de Europa del Este», donde se habían descuidado la agricultura y la industria ligera. Al desarrollar su propio camino hacia el socialismo, China debería aprender incluso de los países capitalistas. Pero los que seguían a Jruschov en el rechazo a todos los aspectos del legado de Stalin también se equivocaban: «Cuando sopla el viento del norte, van con el norte; mañana, cuando sople el viento del oeste, irán con el oeste». Y añadió: «En la Unión Soviética, los que en otro tiempo ponían a Stalin por las nubes lo entierran de pronto a treinta kilómetros de profundidad». Mao se veía a sí mismo en un punto medio y declaró que Stalin había sido un gran marxista que había acertado en el 70 % y se había equivocado en el 30 %. El Presidente buscaba consensos y aceptaba muchas de las objeciones que sus colegas habían presentado contra la colectivización con el fin de ganarse su apoyo. Les robó el programa con la propuesta de buscar un equilibrio entre la industria pesada, por un lado, y la industria ligera y la agricultura por el otro. Era necesario para «garantizarle el sustento al pueblo». Había que resolver «los problemas que acuciaban en el trabajo y en la vida cotidiana», y mejorar los salarios. Mao defendía a la gente corriente. Pero no se contentó con las concesiones económicas. En un intento por recobrar el liderazgo moral sobre el Partido, trató de presentarse como protector de los valores democráticos. Reprendió a sus colegas —con lo que se ponía por encima de ellos—: «El Partido Comunista tiene dos temores: ante todo, teme a los que lloran como bebés, y en segundo lugar a los demócratas que hacen comentarios. Si lo que dicen tiene sentido, ¿cómo no vamos a escucharles?». Menos de un año antes, Mao había denunciado a Liang Shuming y a Peng Yihu como «contrarrevolucionarios». Ahora los elogiaba como guardianes de la democracia: Hemos conservado deliberadamente a los partidos democráticos, no hemos acabado con ellos, y tampoco lo hemos hecho con Liang Shuming ni con Peng Yihu. Debemos unir a todo el pueblo a nuestro alrededor, debemos permitir que nos arroje improperios y que se oponga a nosotros. Mientras sus improperios sean razonables, sin importarnos de dónde vengan, podremos aceptarlos, serán muy útiles para el Partido, el pueblo y el socialismo.

Tendió la mano a los demás partidos: «Debemos aclamar a dos partidos, larga vida al Partido Comunista y larga vida al Partido Democrático, pero no debemos aclamar a la clase capitalista, no deberían quedarle más de dos o tres años[13]». Página 256

Mao superó a Jruschov. Unos meses antes había tenido que ponerse a la defensiva, había ofrecido la imagen de un líder envejecido, desconectado de la realidad, que se agarraba a un modelo fracasado. Ahora el verdadero rebelde era Mao y no Jruschov. Empleaba un tono mucho más liberal y conciliador que su homólogo en Moscú. Una semana más tarde, el 2 de mayo, alentó la libertad de expresión entre los intelectuales y pidió al Partido que permitiera «que cien flores florezcan, que cien escuelas compitan». Pero Mao aún estaba molesto con sus colegas. Se había visto obligado a respaldar reducciones en el gasto y otras reformas económicas, y no podía hacer nada para impedir el retorno a los principios del liderazgo colectivo. Unos días más tarde subió a un avión y viajó hacia el sur. Su objetivo era conseguir el apoyo de los líderes regionales. A finales de mayo, envió una señal de advertencia a sus más allegados al nadar en el embarrado y peligroso Yangtsé, el río más torrencial de China. Lo hizo en tres ocasiones, a pesar de las fuertes corrientes y los remolinos, rodeado por el personal de seguridad. El doctor Li Zhisui tuvo que emplear todas sus energías para mantenerse a flote. Era un hombre que aprendía rápido. Se dio la vuelta y al cabo de poco flotaba sobre las aguas junto al Presidente, disfrutando del sol. Al desafiar al Yangtsé, el Presidente había demostrado su determinación ante sus colegas. No tardó en escribir un poema: «No me importa si los vientos me sacuden o las olas me golpean, | me enfrento a todos ellos, con mayor calma que si paseara por el jardín[14]». Durante los meses siguientes, Mao mantuvo su apoyo a la agitación popular y la discusión abierta de los problemas del país. Calló durante el VIII Congreso del Partido, que renunció a la Marea Alta Socialista, borró de la Constitución toda referencia al Pensamiento Mao Zedong y denunció el culto a la personalidad. El Presidente fingió voluntad conciliadora y aguardó la hora propicia. La revuelta húngara le brindó una oportunidad de recobrar la iniciativa. A principios de noviembre, mientras las tropas soviéticas aplastaban a los rebeldes en Budapest, el Presidente culpó al Partido Comunista de Hungría por haberse transformado en un «estrato aristocrático divorciado de las masas» y haber permitido que las quejas del pueblo se enconaran y escaparan a todo control. Mao quería una purga en las filas de su equivalente chino para que no corriera el mismo destino. Lo que proponía era nada menos que una nueva Campaña de Rectificación, con la que invocaba los días de Yan’an en los que había obligado a todos los miembros del Partido a pasar por la criba y había sacado a la luz pública a los espías y agentes enemigos. En una reunión con los máximos dirigentes, Mao expresó la opinión de que el verdadero peligro no radicaba en los trabajadores y estudiantes que se manifestaban por las calles, sino en el «dogmatismo», el «burocratismo» y el «subjetivismo» que se hallaban dentro del propio Partido. «El Partido está necesitado de varias lecciones. Es bueno que los estudiantes se manifiesten contra nosotros». En 1942, Mao había solicitado a unos voluntarios jóvenes e idealistas que atacaran al Página 257

«dogmatismo» dentro del Partido, con la intención de usarlos contra sus rivales del propio Partido. Ahora quería que el Partido Comunista de China aceptara las opiniones críticas que venían de fuera, con el objetivo de llevar a cabo un gran ajuste de cuentas. «Los que insultan a las masas deben ser liquidados por las masas». Mao utilizaba a los estudiantes y trabajadores que estaban en huelga por todo el país para advertir a sus camaradas[15]. Evidentemente, existía el peligro de que algunos intelectuales expresaran ideas contrarrevolucionarias. En 1942, los jóvenes voluntarios no habían seguido las indicaciones del Presidente, sino que habían criticado con dureza la manera como se administraba la capital roja. Mao se había ensañado con ellos y los había obligado a denunciarse entre sí en inacabables sesiones de lucha. Pero catorce años más tarde el Presidente confiaba en que no volviera a ocurrir lo mismo. Las repetidas campañas de reforma del pensamiento había moldeado una intelectualidad dócil. Tan solo un año antes se había arrestado a 770 000 personas como contrarrevolucionarias. Mao aseguraba a sus dubitativos colegas que no tenían nada que temer, porque: «Ya hemos acabado con nueve y medio de cada diez contrarrevolucionarios». Dos semanas más tarde, Luo Ruiqing, máximo responsable de seguridad, lo confirmó. Informó de que pocas semanas antes, durante el alzamiento húngaro, algunos escritos anónimos habían abogado por derrocar al Partido. Unos pocos habían llegado al extremo de querer echar al Presidente. Pero no eran más que voces aisladas, porque todos los semilleros de la contrarrevolución habían sido destruidos el año anterior[16]. Con todo, eran pocos los colegas de Mao que veían con entusiasmo la perspectiva de una nueva Campaña de Rectificación, y todavía menos si esta implicaba que personas que no estaban en Partido pudieran expresar en público su descontento. El Presidente les doró la píldora prometiéndoles una «brisa agradable y lluvia suave», porque los que se habían apartado del buen camino recibirían educación ideológica, y no castigo disciplinario. Aun así, dirigentes del rango más elevado, como Liu Shaoqi y Peng Zhen, temían que la situación se descontrolara si se animaba a la gente a expresar con franqueza sus quejas. Eran muchos los miembros del Partido que habrían preferido una persecución contra toda oposición popular. El Presidente tuvo que convencerlos. El 18 de enero de 1957 aventuró que quizá unos pocos contrarrevolucionarios cobrarían protagonismo, pero la represión no habría hecho más que empeorarlo todo. Pocos días más tarde les dijo: «No temáis los disturbios: cuanto más fuertes y prolongados sean, mejor. Que los demonios y los ogros salgan a la luz, que todo el mundo los vea… que esos cabrones enseñen la cara». No eran más que un puñado de malas hierbas que habían crecido entre las flores fragantes, y todos los años volverían a hacerlo, por mucho que las arrancaran. Más tarde, el 27 de enero, se preguntaba: Aun cuando se hubieran cometido errores en la línea del Partido y el país entero se hundiera en el caos, aun cuando varios distritos y provincias fueran ocupados, y las tropas rebeldes avanzaran por la avenida de Xichang’an de Beijing, ¿el país se hundiría? No, mientras contemos con el ejército[17].

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El gran día de Mao llegó el 27 de febrero de 1957, casi exactamente un año después del discurso secreto de Jruschov. Habló para una sesión ampliada del Consejo Supremo del Estado. Su discurso se titulaba «Sobre el correcto tratamiento de las contradicciones en el pueblo». Mao explicó que, si bien el pueblo había tomado las calles en Hungría cuatro meses antes, la mayoría de los que habían participado no eran contrarrevolucionarios. La culpa había sido del Partido, y más concretamente de los cuadros burocráticos que no habían sabido distinguir entre las inquietudes legítimas expresadas por el pueblo y las amenazas malintencionadas que provenían de los enemigos del régimen. Como resultado, se había recurrido a la fuerza y no a la persuasión. Mao reconoció que también se habían cometido errores en China, por ejemplo durante las campañas políticas de 1951 y 1952. Para tranquilizar a su público, dijo que muchos de los condenados a los campos de trabajo no tardarían en beneficiarse de la amnistía. Llegó al punto de lamentar la pérdida de vidas inocentes. También advirtió de que China podía correr la misma suerte que Hungría si no se atendía a las quejas legítimas de la gente corriente, porque las contradicciones que existían en el pueblo acabarían por convertirse en contradicciones entre este y el Partido, y entonces sería necesario el uso de la fuerza. Enumeró ejemplos de graves errores cometidos por el Partido Comunista de China. Parecía sincero. Habló con dureza sobre la burocracia del Partido. Anunció que no tardaría en ponerse en marcha una Campaña de Rectificación para ayudar a los miembros del Partido a mejorar su trabajo. Se requería que los ciudadanos corrientes hicieran públicas sus quejas para ayudar al Partido Comunista de China a corregir las injusticias sociales. No habría represalias contra los que hablaran. El Presidente repitió su teatral exhortación a «que cien flores florezcan, que cien escuelas compitan». Mao finalizó el discurso comparándose a sí mismo con una estrella de la ópera que ya tiene demasiada edad para interpretar el papel principal. Insinuó que quizá no tardaría en retirarse de los escenarios[18]. El discurso tuvo un éxito tremendo. Mao se había presentado como un defensor serio de una forma más humana de socialismo y se apartaba radicalmente de las tradiciones del pasado. El Presidente había hecho lo que mejor se le daba: conseguir el apoyo de una mayoría con promesas de un futuro mejor. Aparte de dirigentes del Partido Comunista de China y cargos gubernamentales, también habían asistido a la reunión miembros de organizaciones que no pertenecían al Partido. Esta se filmó y se reprodujo ante públicos seleccionados por todo el país. Robert Loh, que escuchó el discurso junto con otros 200 delegados en Shanghai, quedó convencido de la absoluta sinceridad de Mao. Llevaba más de un año de preparativos para fugarse a Hong Kong, pero en aquel momento quedó estupefacto. «Después del discurso de Mao, todo parecía posible. Por primera vez en muchos años, me permití una esperanza[19]».

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Las críticas tardaron en llegar. El alcalde de Beijing, Peng Zhen, utilizó su influencia para mantener bajo control a los periódicos oficiales, incluido el Renmin Ribao, y frenar la campaña[20]. Una vez más, Mao se puso en camino y viajó al sur en busca de apoyo. Por una parte, se valía de su atractivo personal para ganarse a los intelectuales y demócratas, y los apremiaba a dejarse de vacilaciones y hacer oír su voz. Por la otra, se reunía con militares y cuadros del Partido y empatizaba con sus ansias de reprimir a los estudiantes en huelga: Los intelectuales tienen cola, igual que los perros. Si les echas agua fría, la esconderán entre las patas, pero si adoptas una actitud diferente, la menearán en alto con arrogancia. Lo hacen porque han leído un par de libros. Tan pronto como los trabajadores vean esos aires arrogantes, cuando vean esa actitud, se sentirán algo incómodos[21].

El propio Mao albergaba profundos recelos hacia los intelectuales, pero esperaba que sus verdaderos seguidores recogieran el guante y hablaran contra la burocracia del Partido. Era una apuesta muy arriesgada. A finales de abril, Mao echó mano de toda su influencia para que la maquinaria de propaganda prestara su pleno apoyo a la campaña, y empezaron a oírse tímidas quejas. Pero en mayo el tono se volvió más agresivo. Al cabo de poco, el torrente de críticas se desbordó. Se pegaron grandes carteles en las paredes de las fábricas, dormitorios colectivos y oficinas, porque la gente escribía sus opiniones sobre láminas de papel rosa, amarillo y verde. Los había que escribían sucintos eslóganes en favor de la democracia y los derechos humanos, otros redactaban largos artículos en los que ofrecían análisis penetrantes sobre el papel de la democracia en un Estado socialista, la existencia de lacerantes desigualdades sociales en un sistema fundamentado en la igualdad y la presencia de la corrupción en las filas del Partido. Los estudiantes protestaban contra el estricto control que el Partido ejercía sobre la cultura y las artes. Clamaban contra las injusticias del pasado y la severidad de las primeras campañas con las que se había perseguido a los contrarrevolucionarios, y hablaban en favor de Hu Feng. Wu Ningkun, cuyo domicilio en la Universidad de Nankai había sufrido un saqueo un año antes durante la persecución contra los simpatizantes de Hu Feng, afirmó que la campaña entera había sido «injustificable y ridícula». También la calificó de flagrante violación de los derechos civiles, linchamiento oficial premeditado. La campaña en sí misma fue un error, un intento de acabar con la libertad de pensamiento y de expresión, siguiendo el modelo de las purgas estalinistas que Jruschov ya ha desenmascarado y denunciado.

Wu confiaba en que la Universidad de Nankai no tardaría en disculparse[22]. Otro de los blancos de la ira popular era Moscú, porque las personas reprochaban al Partido que imitara sin criterio a la Unión Soviética. Y parecía que todo el mundo protestara por las malas condiciones de la vivienda y los bajos salarios, y contrastara la caída del nivel de vida con los privilegios de los que disfrutaban los miembros del Página 260

Partido. Unos pocos redactaban largas diatribas contra todo el sistema, atacaban al Partido Comunista y a Mao Zedong en persona, y comparaban al Presidente con el papa. Alguien escribió que en los tiempos de Chiang Kai-shek se había disfrutado de una mayor libertad de expresión que en la Nueva China. Incluso en la prensa controlada por el Estado se publicaron condenas acerbas del Partido Comunista. Chu Anping, que había estudiado en la London School of Economics bajo la guía de Harold Laski, escribió un artículo cuyo título puede traducirse como «El Partido domina el mundo entero», en el que atacaba a Mao Zedong por creerse que el mundo le pertenecía. Chu Anping pertenecía a la Liga Democrática, igual que Zhang Bojun y Luo Longji, quienes organizaron una serie de asambleas con demócratas sin afiliación política. Muchos de ellos exigieron que los representantes del Partido abandonaran las escuelas, los organismos estatales y las empresas conjuntas, y unos pocos se burlaron del propio Presidente. La observación de Luo Longji de que Mao era un «intelectual amateur» del proletariado que trataba de guiar a los intelectuales profesionales de la burguesía debió de resultar particularmente hiriente[23]. Unos pocos defendieron la causa de los granjeros. Dai Huang, miembro del Partido comprometido con la causa y celebrado corresponsal de guerra, se sorprendió de los suntuosos banquetes y las bonitas casas de las que disfrutaban los cuadros locales del Partido en el campo, mientras que la vida de la mayoría de los granjeros apenas era mejor que antes de la liberación. Escribió una larga carta al Presidente con una serie de propuestas. Fei Xiaotong, un sociólogo que antes de la liberación se había labrado cierta fama con sus estudios de las zonas rurales, publicó un texto en el que explicaba una visita a un pueblo remoto de Jiangsu que había conocido en la década de 1930. Tan pronto como llegó, varias ancianas se dirigieron a él para quejarse de la escasez de comida. Fei escribió un informe moderadamente crítico, en el que señalaba que habría sido una «simpleza» creer que la colectivización resolvería todos los problemas[24]. Se produjeron confrontaciones mucho más violentas en foros a puerta cerrada a los que tan solo asistían los miembros del Partido. El teniente de alcalde de Shanghai recibió a 250 estudiantes que habían regresado de países extranjeros después de la liberación. El acto tuvo lugar en el Club de la Cultura, un edificio art déco que en otro tiempo había sido la sede del prestigioso Club Francés. Asistieron graduados de algunas de las mejores universidades del mundo, y cuando se les dio la palabra hablaron con extraordinaria vehemencia contra las mentiras y promesas incumplidas del régimen. Atacaron el trato arbitrario e injusto que sufrían los intelectuales, y expresaron su rabia ante la brutal represión que había acompañado a cada una de las campañas de reforma del pensamiento. Pero, por encima de todo lo demás, sentían amargura porque la Nueva China desperdiciaba su talento. Docenas de ellos chillaron al unísono. Sus voces desafinaban de pura emoción. El teniente de alcalde no tardó en perder la compostura y las gotas de sudor empezaron a caerle por el rostro. Tenía los cabellos revueltos y el uniforme arrugado. «Se quedó sentado, agarrándose a los Página 261

brazos del sillón, y sus ojos saltaban de uno a otro de los asistentes que gritaban sin cesar». El momento culminante de la reunión llegó cuando un ingeniero se quejó de que había renunciado a un sueldo mensual de 800 dólares estadounidenses para regresar y servir a la patria. No se le había permitido hacer nada útil, e incluso había visto rechazados por «burgueses» algunos consejos técnicos menores. Lo habían trasladado en cuatro ocasiones desde su retorno del extranjero en 1951. En cada una de dichas ocasiones le habían rebajado el salario y en aquellos momentos cobraba una miseria. El ingeniero, cada vez más enfurecido, se quitó de pronto la chaqueta, avanzó hacia el teniente de alcalde y se la agitó delante de la cara. Gritó: ¡Hace seis años que no me compro ropa nueva! Hace seis años que no se me permite mostrar mis capacidades ni mi preparación. Con todo lo que he sufrido, he perdido 15 kilos. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Cuánto tiempo creéis que vamos a aguantar vuestra estupidez y vuestra indiferencia? ¿Pensáis que nos vamos a quedar todos en silencio y dejaremos que los comunistas engordéis y nos insultéis[25]?

En aquel momento, todos los miembros del público gritaban como si hubieran enloquecido. Se consiguieron pequeñas victorias. El alcalde de Shanghai se disculpó en público ante un profesor que había sufrido una persecución injusta bajo la acusación de ser un elemento antipartido. Después de esta disculpa, otros intelectuales a los que se había acusado sin razón salieron de la cárcel. Uno de ellos fue Henry Ling, rector de la Universidad de Shanghai de 1945 a 1949. Los seis años que había pasado entre rejas se reflejaban en su cuerpo demacrado, pero acogió la libertad con gozo y con deseo de avanzar por el nuevo camino en el que había entrado el país[26]. Los estudiantes habían realizado huelgas y manifestaciones esporádicas desde el verano de 1956, pero en aquel momento salieron a la calle por decenas de miles. El 4 de mayo de 1957, unos 8000 se reunieron en Beijing para celebrar el aniversario del Movimiento del 4 de Mayo, una revuelta estudiantil fracasada que tuvo lugar en 1919. Erigieron un «Muro de la Democracia» cubierto de carteles y eslóganes que acusaban al Partido Comunista de la «liquidación de la libertad y la democracia en todas las instituciones educativas del país». Pidieron que se pusiera en marcha un movimiento de protesta en toda China y contactaron con manifestantes de otras ciudades. En Chengdu y en Qingdao, los estudiantes recurrieron a la violencia, golpearon a funcionarios locales y saquearon las sedes del Partido. En Wuhan tuvo lugar una verdadera revuelta, porque estudiantes de secundaria rabiosos contra el sistema de matrículas asaltaron la sede del Partido, reventaron las puertas y saquearon los archivos. Ataron a varias personas con cargos en el Partido y las pasearon por las calles[27]. Los trabajadores también salieron a la calle. Igual que los estudiantes, habían estado organizando huelgas durante casi un año y habían paralizado parte de la economía en Manchuria, Tianjin, Wuhan y Shanghai. Pero entonces la situación alcanzó un punto crítico. Tan solo en Shanghai, estallaron conflictos laborales que Página 262

implicaron a más de 30 000 trabajadores en más de 580 empresas, y que eclipsaron todo lo que se había visto hasta entonces en el país, incluso en los mejores días del régimen nacionalista durante la década de 1930. También tuvieron lugar incidentes menores en otras 700 fábricas. En algunos casos los obreros abandonaron el puesto de trabajo, y en otros hicieron huelga de celo[28]. Algunos trabajadores recurrían a la violencia y arrancaban de las paredes los eslóganes y carteles que los exhortaban a incrementar la producción. En su lugar aparecieron osadas denuncias contra el comunismo. Los funcionarios del Partido tenían que aguantar continuas interrupciones en las abarrotadas asambleas, donde los obreros presentaban largas y amargas quejas. Hubo un incidente en el que trabajadores descontentos llevaron a rastras a una autoridad local hasta el río Huangpu y, una vez allí, empezaron a sumergirle la cabeza bajo el agua en intervalos de dos o tres minutos. Al cabo de una hora, el rostro del hombre estaba cubierto de barro y sangre, y se arrojó al río para tratar de huir a nado. Los trabajadores apedrearon a un hombre que pasaba por allí y le ofreció ayuda. En Shanghai y en otros lugares se volvió habitual la imagen de los cuadros del Partido aterrorizados y humillados. Robert Loh informa de lo siguiente: «Varias veces, al ir por la calle, vi a cuadros que sufrían las ofensas, los insultos y las burlas de turbas enfurecidas». En palabras de otro de los protagonistas, Tommy Wu, el estudiante de Bellas Artes que años antes había formado parte de los «equipos de cazadores de tigres», «fue una verdadera catarsis colectiva[29]». El propio Robert Loh se sentía desconcertado ante aquella situación y prefería pasar inadvertido, aunque ciertos funcionarios del Partido le exhortaran a alzar la voz. Pocas semanas más tarde huyó a Hong Kong. Yue Daiyun, la miembro del Partido que durante la reforma agraria había tratado de proteger del pelotón de ejecución a un sastre empobrecido, sintió idénticas reservas: «A pesar de mis simpatías por los que se atrevían a hablar, un sentido de la prudencia impidió que me uniera al coro de voces críticas. Pensé que sería más atinado esperar y ver lo que ocurría antes de hacer mis propios comentarios». Decidió que su participación en la campaña consistiría en colaborar con otros jóvenes docentes, con los que discutió la posibilidad de publicar una nueva revista literaria[30]. Por todo el país, los funcionarios del Partido sentían pasmo ante el torrente de críticas que se había desatado con las Cien Flores. En Beijing, el propio Presidente estaba atónito. Había cometido un grave error de cálculo. Su médico, Li Zhisui, comentó: «Se quedaba en la cama, deprimido y aparentemente inmóvil por culpa del resfriado por el que me había vuelto a llamar, mientras los ataques se volvían más intensos. Estaba replanteándose su estrategia, planeaba la venganza[31]». El 15 de mayo de 1957, Mao escribió un artículo cuyo título se puede traducir como «Las cosas están cambiando». Se distribuyó entre los dirigentes del Partido. Mao les dijo:

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Permitiremos que los derechistas corran desbocados durante un tiempo hasta que alcancen su apogeo. Cuanto más desbocados corran, mejor para nosotros. Hay quien dice que tienen miedo de picar el anzuelo como un pez, y otros dicen que tienen miedo de que los atraigan a las profundidades, los acorralen y los exterminen. Ahora que un gran número de peces ha salido a la superficie por voluntad propia, ya no necesitamos ningún cebo en el anzuelo.

Mao planeaba un contraataque y pidió que la maquinaria de propaganda animara a más personas a criticar abiertamente al Partido. Sentía una rabia especial contra los miembros de los partidos democráticos que se habían mostrado tan indignos de confianza. «No son más que una cuadrilla de bandidos y rameras», le dijo a su médico[32]. Entre bastidores, el Renmin Ribao recibió la orden de preparar el ataque contra los que el Presidente llamaba ahora «derechistas». Hubo un primer aviso el día 8 de junio, en el que un editorial escrito por Mao acusó a un pequeño número de personas de planear el asalto contra el Partido y el derrocamiento del gobierno. El 11 de junio, se publicó por fin el discurso que había pronunciado pocos meses antes sobre las «Contradicciones en el pueblo», pero su tono conciliador había desaparecido por completo. Había sido meticulosamente reescrito para transmitir la impresión de que se había tratado, desde el primer momento, de una trampa contra los enemigos del régimen, concebida para «hacer salir de sus guaridas a las serpientes de la reacción». Todo se volvía del revés, con el fin de que pareciese que la incitación al debate por parte del Presidente tan solo había sido una astuta estrategia para desenmascarar a los enemigos de la revolución. El período de las flores y los debates había pasado. Mao se veía obligado a sellar una alianza provisional con los oponentes que tenía dentro del Partido. Estos, atacados por todos los lados, también hallaron la unidad en torno al Presidente. Deng Xiaoping y Peng Zhen, que habían dudado desde el principio, exigieron medidas contundentes contra todos los derechistas. El Presidente puso a Deng al frente de una campaña en la que se actuó contra cientos de miles de individuos. El 15 de mayo, Mao había expresado que el número de derechistas podía ser «el 1, el 3, el 5 o incluso el 10 %, los que sean». Al pasar los meses, el número de víctimas experimentó un incremento gradual hasta sobrepasar el medio millón de personas[33]. Los demócratas a los que Mao había calificado de «bandidos y rameras» sufrieron la acusación de haber seguido una «línea burguesa anticomunista, antipopular, antisocialista». Chu Anping, que había denunciado al Partido Comunista de China por pensar que dominaba el mundo entero, fue expulsado del Partido y se le obligó a realizar confesiones en sucesivas asambleas. Otros sufrieron el acoso de los activistas estudiantiles, que se organizaban espontáneamente en brigadas de persecución. En dos ocasiones, estudiantes leales de la Universidad del Pueblo irrumpieron en el despacho de Zhang Bojun, por aquel entonces ministro de Comunicaciones, mientras que Luo Longji, que no tardó en tener que cargar con la etiqueta de «derechista n.o 1 de China», tuvo que sufrir acoso en su propio hogar. Como ocupaban posiciones de

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liderazgo en la Liga Democrática, se les acusó de encabezar una «Alianza Antipartido Zhang-Luo» de carácter secreto y se les despojó de todos sus cargos[34]. Se adoptaron medidas mucho más severas contra los que habían participado en disturbios. Varios estudiantes de secundaria fueron ejecutados en Wuhan frente a una multitud de 10 000 personas. También a ellos se les acusó de seguir las órdenes de la «Alianza Antipartido Zhang-Luo[35]». Las personas se atacaban entre sí. Los propios Zhang Bojun y Luo Longji trataron de desacreditarse el uno al otro. Llegó un momento en el que Luo fue a casa de Zhang y golpeó la puerta con el bastón, en pleno ataque de rabia. Otros miembros de la Liga Democrática, como Wu Han, historiador y máximo dirigente de la Liga en Beijing, no quisieron quedarse atrás y se unieron a las acusaciones contra Zhang y Luo. En algunos casos, las denuncias desgarraron familias enteras. Dai Huang, que había hablado en defensa de los granjeros, padeció los ataques de su propia mujer, que colgó en una pared un cartel donde lo acusaba de conspirar contra el Partido. Fei Xiaotong se vio obligado a repudiar su propio informe sobre el campo y a efectuar una degradante confesión ante el Congreso Nacional del Pueblo, en la que reconoció haber respaldado a la «Alianza Antipartido Zhang-Luo» y haberse «opuesto a las metas del socialismo[36]». Al principio, muchas de las víctimas pensaban que la campaña antiderechista no iba con ellas, porque no habían hecho más que responder a las exhortaciones mediante las que el Partido las animaba a exponer sus puntos de vista. Ese fue el caso de Wu Ningkun. Pero después de que su facultad empleara semanas en estudiar las directrices del Partido y los editoriales de los periódicos, tuvo que retractarse y confesar su propia condición de derechista burgués. Sus colegas y amigos lo evitaban. Su posición en las asambleas era la de un delincuente que aguarda sentencia, y casi llegó al punto de sentirse aliviado cuando por fin lo enviaron a un campo de trabajo en el Gran Páramo Septentrional[37]. Incluso miembros del Partido que se habían creído libres de todo peligro tuvieron que enfrentarse a sesiones inquisitoriales, en las que hileras de severos miembros de comités sometían a sus víctimas a interrogatorios y denuncias sin fin. Ese fue el caso de Yue Daiyun, a la que pusieron al frente de un comité encargado de denunciar a cinco personas como derechistas. Se pasó todo el verano inmersa en el estudio de documentos que hacían referencia a docenas de colegas. Luego le llegó a ella el turno de enfrentarse a las acusaciones de derechismo: «Pensé que una acusación tan grave no podía dirigirse contra mí, que el error se corregiría enseguida». Tuvo que encararse con todo el departamento en el que trabajaba. Ocho o nueve personas se pusieron en pie una tras otra y la llamaron traidora y contrarrevolucionaria. Algunas de las acusaciones más sañudas provenían de un joven docente a quien también se había tildado de derechista, porque estaba deseoso de probarse ante el Partido[38]. Algunas de las sesiones degeneraban en tumulto. Las víctimas padecían agresiones físicas, les tiraban del cabello y les aplastaban la cara contra la tarima. Página 265

Varios profesores universitarios de Beijing tuvieron que sufrirlo. En cierta ocasión, uno de los participantes estaba tan rabioso que destrozó una taza de té sobre la cabeza de una de las víctimas. Ocurrió en el Instituto de Ciencias Políticas y Derecho de Beijing. Pero los intelectuales todavía estaban relativamente protegidos de la violencia física que estallaría durante la Revolución Cultural en 1966[39]. La arbitrariedad de la campaña era motivo de una desazón aún mayor. Mao había fijado cuotas de derechistas y todos los organismos del país tenían que cumplirlas. Los criterios para identificar a los derechistas eran tan vagos que podían llegar a incluir a casi cualquiera que hubiese expresado una opinión. «Oposición contra la cultura socialista», «oposición contra el sistema económico y político socialista», «oposición contra las políticas fundamentales del Estado», «negación de los éxitos de la revolución democrática del pueblo, de la revolución socialista y de la construcción del socialismo» y «oposición contra el liderazgo del Partido Comunista» eran algunos de los errores fatales que se podían cometer. A pesar de que los criterios fueran tan amplios, muchas de las víctimas eran igualmente —por usar una expresión del historiador Wang Ning— «disidentes accidentales». En algunos sitios, los cuadros del Partido tomaban una lista y elegían nombres al azar para cumplir la cuota. En un teatro se pidió a los empleados que echaran suertes. La etiqueta de derechista le tocó a un cajero. Un cuadro del Partido se dirigió a Qian Xinbo, periodista en el Servicio Central de Radiodifusión del Pueblo, y le preguntó por lo que sentiría si lo acusaran de derechista, porque varios de sus amigos ya habían recibido denuncias. Qian respondió en tono sumiso: «No tengo mucho por decir, que lo resuelva el Partido». Sabía que el comité del Partido ya había decidido su destino. Una muchacha de diecisiete años entró en el gulag por haber demostrado «fe ciega en productos extranjeros imperialistas». Había hablado bien del betún que se producía en Estados Unidos[40]. Como siempre, los celos y las enemistades personales también contaban. Un joven cayó en desgracia por haber ascendido con excesiva rapidez en la jerarquía. Tal como explicaba He Ying: Me transformé en derechista a los diecinueve años. Era el redactor más joven de una revista literaria de Jilin y me conocían bien en los círculos literarios de la provincia. Cobraba una paga superior a la de muchos de mis colegas y me había ganado cierta atención pública. Por todo ello, a veces exhibía cierta prepotencia y engreimiento. Muchos de mis colegas estaban celosos y tenían ganas de verme caer en desgracia. No hablé de política durante las Cien Flores, pero ellos convencieron al secretario del Partido de que me etiquetara como derechista cuando la campaña empezó.

La historia narrada por Yin Jie es sorprendentemente parecida: En mis tiempos de universitario, cobraba una asignación más alta que la de muchos de mis compañeros de estudio […] además, no estudiaba mucho, pero siempre sacaba buenas notas. Por ello, empezaron a sentir celos de mí. Había personas que me odiaban de verdad. Al empezar la campaña, animaron al jefe de mi departamento a etiquetarme como derechista[41].

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Una de las respuestas a las falsas acusaciones era el suicidio. Cong Weixi vio como una víctima se arrojaba por una ventana en mitad de una sesión de denuncia: Mientras los estridentes gritos de condena resonaban por toda la sala, un hombre que se sentaba un par de filas por delante de mí se incorporó de pronto. Antes de que pudiese darme cuenta de lo que sucedía, avanzó a toda prisa hasta el balcón del cuarto piso y saltó al vacío […] ¡Sangre! Cuando miré afuera, vi sangre. Me cubrí los ojos, porque no tuve valor para seguir mirando.

Hubo miles de casos parecidos, y el suicidio siempre se interpretaba como un acto final de traición al pueblo. Hu Sidu, que había denunciado a su padre Hu Shih en 1950 y había luchado para pertenecer al Partido Comunista, se quitó la vida tras ser acosado por haber presentado varias propuestas para la mejora de la calidad de la docencia en su facultad[42]. En el otro extremo se hallaban los que no solo aceptaban el juicio del Partido, sino que incluso se presentaban voluntarios para que los enviasen al Gran Páramo Septentrional en busca de introspección y regeneración. Ding Ling, que había sido la estrella de la literatura izquierdista durante la década de 1930, estuvo de acuerdo con su marido en que tenían que «regenerarse» y abrir un nuevo camino en el que se guiarían por los valores del Partido Comunista de China. Ciertos intelectuales habían ligado su destino al del Partido con lazos tan estrechos que no podían imaginarse su vida sin él[43].

Durante la campaña antiderechista se etiquetó como tal a más de medio millón de personas, entre las que figuraban intelectuales como Ding Ling que habían consagrado al Partido toda su carrera profesional. Incluso los máximos dirigentes estaban advertidos, porque sabían que Mao podía volver al pueblo contra ellos. Muchos de los dirigentes del Partido se sometieron, porque ya no se atrevían a cuestionar las políticas del Presidente. La prudencia de Zhou Enlai y Chen Yun en asuntos económicos se dejó de lado. Mao estaba pletórico de entusiasmo. No había pasado ni una década desde la liberación y ya estaba a punto para poner en marcha un nuevo y atrevido experimento que situaría a China a la vanguardia del campo socialista. Mao lo llamó el Gran Salto Adelante, porque el país aceleraría el ritmo de la colectivización y entraría en una utopía comunista en la que todo el mundo viviría en la abundancia. Durante los cuatro años siguientes, decenas de millones de personas morirían a causa de los trabajos forzados, el hambre y la tortura en la mayor catástrofe provocada por la mano del hombre en China.

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CRONOLOGÍA

6 y 9 de agosto de 1945 Las bombas atómicas caen sobre Hiroshima y Nagasaki. 8 de agosto de 1945 Stalin declara la guerra a Japón y las tropas soviéticas invaden Manchuria. 21 de agosto de 1945 Una ceremonia de rendición formal de Japón frente a China pone fin a la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico. Abril de 1946 Las tropas soviéticas se retiran de Manchuria tras permitir que los comunistas se adueñen del campo. Mayo de 1946 Mao apela a la redistribución radical de la tierra y a la lucha de clases total en el campo. Junio de 1946 Los nacionalistas persiguen a los comunistas hasta la frontera septentrional de Manchuria, pero se ven obligados a detener su avance porque George Marshall, en representación del presidente Truman, impone un armisticio. Las tropas comunistas se reagrupan y reciben entrenamiento de los soviéticos. Septiembre de 1946-julio de 1947 Truman impone un embargo de armamento. Diciembre de 1946-diciembre de 1947 Los nacionalistas siguen enviando a sus mejores tropas a Manchuria, que se transforma en una trampa mortal. Diciembre de 1947-noviembre de 1948 Tras poner sitio a todas las ciudades principales, los comunistas triunfan en Manchuria. 22 de enero de 1949 Beijing se rinde tras cuarenta días de asedio. Noviembre de 1948-enero de 1949

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Los nacionalistas pierden la batalla de Xuzhou en el centro de China y abren el valle del Yangtsé y todo el sur a la con-quista comunista. Abril-mayo de 1949 Nanjing, la capital nacionalista en la ribera meridional de Yangtsé, sucumbe ante los comunistas. Tras un asedio prolongado, los comunistas se apoderan de Shanghai. 30 de junio de 1949 En el vigésimo octavo aniversario del Partido Comunista chino, Mao anuncia que el país debe «inclinarse hacia un la-do» y seguir a la Unión Soviética. 1.o de octubre de 1949 Mao Zedong proclama la República Popular de China en la plaza de Tian’anmen, en Beijing. 10 de diciembre de 1949 Tras la caída de Chongqing, Chiang Kai-shek abandona China y huye a Taiwán. Diciembre de 1949-enero de 1950 Mao viaja a Moscú para obtener reconocimiento y apoyo por parte de Stalin. El 14 de febrero de 1950, China firma un Tratado de Amistad, Alianza y Asistencia Mutua con la Unión Soviética. Junio de 1950-octubre de 1952 Los comunistas ponen en marcha la reforma agraria en el sur. 25 de junio de 1950 Corea del Norte invade Corea del Sur y provoca la condena del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, así como una contraofensiva bajo el mando del general Douglas MacArthur. 7 de octubre de 1950 El Ejército de Liberación del Pueblo invade el Tíbet. 10 de octubre de 1950-octubre de 1951 Se pone en marcha un Gran Terror llamado «Campaña para la liquidación de contrarrevolucionarios». 18 de octubre de 1950 China entra en la guerra de Corea. Noviembre de 1950 Empieza una campaña bautizada «Resistid contra Estados Unidos, ayudad a Corea». Página 269

1951-1953 Después de la redistribución de la tierra, los aldeanos se incorporan a «equipos de ayuda mutua» en los que tienen que compartir aperos de labranza, bestias de labor y trabajo. Octubre de 1951-junio de 1952 La «Campaña de los Tres Anti» trata de purgar los órganos de gobierno. Octubre de 1951 Empieza una campaña de reforma del pensamiento concebida para controlar a la élite culta y absorberla en la burocracia del Estado. Enero-junio de 1952 Mao declara la guerra al sector privado en la conocida como «Campaña de los Cinco Anti». Febrero-abril de 1952 Beijing declara que Washington está llevando a cabo una guerra bacteriológica. 5 de marzo de 1953 Muerte de Stalin. 27 de julio de 1953 Un armisticio pone fin a la guerra de Corea. Noviembre de 1953 Introducción del monopolio estatal sobre los cereales, por el que los agricultores quedan obligados a entregar todo el «excedente» al Estado, por precios determinados por el propio Estado. 1953-1955 Los equipos de ayuda mutua se transforman en cooperativas. Los aperos de labranza, bestias de labor y el trabajo pasan a ser definitivamente comunitarios, igual que la tierra. Febrero de 1954-mayo de 1955 Gao Gang y otros dirigentes de alto rango son purgados por «traición» y por «dividir al Partido». Abril-diciembre de 1955 Hu Feng y otros intelectuales son denunciados por encabezar una camarilla «contrarrevolucionaria». Más de 770 000 personas sufren arresto como consecuencia de una campaña de persecución de contrarrevolucionarios. Página 270

Junio de 1955 Un sistema de registro por unidades domiciliarias restringe los movimientos de la gente del campo. Verano de 1955-primavera de 1956 Como parte de una campaña llamada «Marea Alta Socialista» con la que se busca acelerar la colectivización en el campo, los granjeros se agrupan en cooperativas en las que ya no son propietarios de sus tierras. En las ciudades se nacionaliza la mayor parte de la industria y el comercio. Febrero de 1956 Jruschov denuncia a Stalin y el culto de la personalidad en un discurso secreto en Moscú. Las críticas a la desastrosa campaña de colectivización de Stalin refuerzan la posición de cuantos se oponen a la Marea Alta Socialista en China. Mao interpreta la desestalinización como un desafío a su propia autoridad. Septiembre de 1956 La referencia al «Pensamiento Mao Zedong» desaparece de los estatutos del Partido, se alaba el principio de liderazgo colectivo y se denigra el culto a la personalidad. Se abandona la Marea Alta Socialista. Octubre de 1956 El pueblo húngaro, animado por la desestalinización, se rebela contra su propio gobierno y provoca que las fuerzas soviéticas invadan el país, aplasten toda oposición e instalen un nuevo régimen apoyado por Moscú. Invierno de 1956-primavera de 1957 Mao impone su voluntad a la de la mayoría de sus colegas y promueve un clima político más abierto por medio de la campaña de las «Cien Flores», con la que trata de evitar una agitación social como la que condujo a la invasión de Hungría. Los estudiantes y trabajadores se manifiestan, hay protestas y huelgas por todo el país. Verano de 1957 La campaña tiene un efecto contrario al deseado, porque genera un alud de críticas que llegan al extremo de poner en duda el derecho del Partido a gobernar. Mao cambia de actitud y acusa a las voces críticas de ser «elementos perniciosos» interesados en destruir el Partido. Pone a Deng Xiaoping al frente de una campaña antiderechista en la que se actúa contra medio millón de individuos, muchos de ellos estudiantes e intelectuales deportados a lugares remotos y condenados a trabajos forzados. El Partido cierra filas en torno a su Presidente, que pocos meses más tarde lanzará el «Gran Salto Adelante».

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AGRADECIMIENTOS

Quiero expresar mi gratitud por la beca de investigación HKU743 911H concedida por el Research Grants Council de Hong Kong y por la beca de investigación RG016P-07 de la Fundación Chiang Ching-kuo de Taiwan, que me han permitido llevar a cabo las indagaciones necesarias para escribir este libro. Varias personas han leído y comentado las versiones previas, en especial Gail Burrowes, May Holdsworth, Christopher Hutton, Françoise Koolen, Jonathan Mirsky, Veronica Pearson, Robert Peckham, Priscilla Roberts, Perry Svensson y Andrew Walder. Jean Hung, del Universities Service Centre for China Studies de la Universidad China de Hong Kong, me ha ayudado extraordinariamente. David Cheng Chang, Deborah Davis, Roderick MacFarquhar, Theresa Marie Moreau, Glen Peterson, Michael Sheng, Constantine Tung, Eddy U y Arthur Waldron han demostrado una gran amabilidad con sus comentarios, sugerencias y respuestas a mis preguntas. Estoy en deuda con Christopher Hutton por las ideas y puntos de vista que ha aportado sobre todos los aspectos de este libro. Mark Kramer me ha ayudado a acceder a los archivos de Moscú, y los custodios de la Società del Verbo Divino de Roma han tenido la generosidad de permitirme la consulta exhaustiva de sus archivos. He recurrido a varias entrevistas recopiladas por Tammy Ho y Chan Yeeshan en el año 2006 en el marco de un proyecto previo sobre la Gran Hambruna de Mao. Debo gratitud a Zhou Xun, que me ha proporcionado ficheros de los Archivos Provinciales de Sichuan. La Escuela de Humanidades de la Universidad de Hong Kong, y más especialmente su Departamento de Historia, me han brindado un entorno fabuloso para la investigación, y estoy en deuda Con todos los colegas que han respaldado el proyecto, en especial con Daniel Chua y Charles Schencking. También he contado con la ayuda de amigos y colegas de la China continental, a los que prefiero no nombrar por motivos obvios. Por otra parte, las notas finales demuestran que a menudo los estudios más sólidos y valientes sobre la época de Mao provienen de la República Popular. Estoy en deuda con mis editores, Michael Fishwick en Londres y George Gibson en Nueva York, y con Peter James, corrector de pruebas, así como con Anna Simpson, Oliver Holden-Rea, Paul Nash y todo el equipo de Bloomsbury. Querría expresar mi gratitud a mis agentes literarios, Andrew Wylie en Nueva York y Sarah Chalfant en Londres. La primera frase de un libro siempre tiene una gran importancia, y lo mismo podemos decir de la última. Por ello, quiero finalizar con un cariñoso agradecimiento a mi esposa, Gail Burrowes. Hong Kong, febrero de 2013

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BIBLIOGRAFÍA SELECTA

ARCHIVOS

Archivos no chinos AG SVD - Archivum Generale de la Societas Verbi Divini, Roma Archivos Nacionales en College Park - Archivos Nacionales, Washington Guoshiguan - Archivos Nacionales, Hsin-tien, Taiwan ICRC - Comité Internacional de la Cruz Roja, Ginebra PCE - Archivos de la Iglesia Presbiteriana de Inglaterra, SOAS, Londres PRO - Archivos Nacionales, Londres RGASPI - Rossiiskii Gosudarstvennyi Arkhiv Sotsial’no-Politicheskoi Istorii, Moscú Archivos centrales Ministerio de Asuntos Exteriores - Waijiaobu Dang’anguan, Beijing Archivos provinciales Gansu - Gansu Sheng Dang’anguan, Lanzhou 91 Zhonggong Gansu Shengwei (Comité Provincial del Partido en Gansu), 96 Zhonggong Gansu Shengwei Nongcun Gongzuobu (Comité Provincial del Partido para Asuntos Rurales de Gansu), Guangdong - Guangdong Sheng Dang’anguan, Guangzhou 204 Huanan Xingzheng Weiyuanhui (Comité Administrativo para el Sur de China), 217 Guangdong Sheng Nongcunbu (Departamento Provincial para Asuntos Rurales de Guangdong), Hebei - Hebei Sheng Dang’anguan, Shijiazhuang 572 Zhongguo Gongchandang Zhongyang Weiyuanhui (Comité Central del PCCh), 684 Zhonggong Rehe Shengwei (Comité Provincial del Partido en Rehe), 855 Zhonggong Hebei Shengwei (Comité Provincial del Partido en Hebei), 856 Zhonggong Hebei Shengjiwei (Comité Provincial de Inspección Disciplinaria de Hebei), 879 Zhonggong Hebei Shengwei Nongcun Gongzuobu (Comité Provincial del Partido para Asuntos Rurales de Hebei), 886 Hebei Shengwei Wuren Xiaozu Bangongshi (Oficina del Equipo de Cinco Personas del Comité Provincial del Partido en Hebei), 888 Hebei Shengwei Jieyue Jiancha Bangongshi (Oficina de Control del Ahorro del Comité Provincial del Partido en Hebei), 942 Hebei Sheng Tongjiju (Oficina Provincial de Estadística de Hebei), 979 Hebei Sheng Nongyeting (Departamento de Agricultura de la Provincia de Hebei), Página 273

Hubei - Hubei Sheng Dang’anguan, Wuhan SZ1 Zhonggong Hubei Sheng Weiyuanhui (Comité Provincial del Partido en Hubei), SZ18 Zhonggong Hubei Sheng Weiyuanhui Nongcun Zhengzhibu (Departamento del Comité Provincial del Partido para Políticas Rurales de Hubei), SZ29 Hubei Sheng Zonggonghui (Federación de Sindicatos de la Provincia de Hubei), SZ34 Hubei Sheng Renmin Weiyuanhui (Congreso Provincial del Pueblo de Hubei), SZ37 Hubei Sheng Renmin Zhengfu Tudi Gaige Weiyuanhui (Comité para la Reforma Agraria en Hubei), SZ44 Hubei Sheng Tongjiju (Oficina Provincial de Estadística de Hubei), SZ107 Hubei Sheng Nongyeting (Departamento de Agricultura de la Provincia de Hubei), Jilin - Jilin Sheng Dang’anguan, Changchun 1 Zhonggong Jilin Shengwei (Comité Provincial del Partido en Jilin), 2 Jilin Sheng Renmin Zhengfu (Gobierno Provincial del Pueblo en Jilin), 55 Jilin Sheng Nongyeting (Departamento de Agricultura de la Provincia de Jilin), Shaanxi - Shaanxi Sheng Dang’anguan, Xi’an 123 Zhonggong Shaanxi Shengwei (Comité Provincial del Partido en Shaanxi), Shandong - Shandong Sheng Dang’anguan, Jinan G26 Zhonggong Bohai Quwei (Comité del Partido en la Región de Bohai), G52 Ji-Lu-Yu Bianqu Wenjian Huiji (Documentos procedentes del Área de la Base de Ji-Lu-Yu), A1 Zhonggong Shandong Shengwei (Comité Provincial del Partido en Shandong), A14 Shandong Sheng Renmin Zhengfu Zongjiao Shiwuju (Oficina de Asuntos Religiosos del Gobierno Municipal del Pueblo en Shandong), A29 Shandong Sheng Jiaoyuting (Departamento de Educación de la Provincia de Shandong), A51 Shandong Sheng Gaoji Renmin Fayuan (Alto Tribunal del Pueblo en Shandong), A68 Zhongguo Renmin Yinhang Shandong Fenhang (Sucursal del Banco Popular de China en Shandong), A101 Shandong Sheng Renmin Zhengfu (Gobierno Municipal del Pueblo en Shandong), Sichuan - Sichuan Sheng Dang’anguan, Chengdu JC1 Zhonggong Sichuan Shengwei (Comité Provincial del Partido en Sichuan), JX1 Zhonggong Jianxi JK1 Zhonggong Xikang Shengwei (Comité Provincial del Partido en Xikang), JK16 Xikang Sheng Minzhengting (Departamento Provincial de Asuntos Civiles de Xikang), JK32 Xikang Sheng Weishengting (Departamento Provincial de Sanidad e Higiene de Xikang), Zhejiang - Zhejiang Sheng Dang’anguan, Hangzhou Página 274

J007 Zhejiang Shengwei Nongcun Gongzuobu (Comité Provincial del Partido para Asuntos Rurales de Zhejiang), J103 Zhejiang Shengwei Minzhengting (Departamento de Asuntos Civiles del Comité Provincial del Partido en Zhejiang), Archivos municipales Beijing - Beijing Shi Dang’anguan, Beijing 1 Beijing Shi Weiyuanhui (Comité Municipal del Partido en Beijing), 2 Beijing Shi Renmin Weiyuanhui (Congreso Municipal del Pueblo en Beijing), 14 Beijing Shi Renmin Zhengfu Zhengfa Weiyuanhui (Comité de Legislación y Políticas del Congreso Municipal del Pueblo en Beijing), Nanjing - Nanjing Shi Dang’anguan, Nanjing, Jiangsu 4003 Nanjing Shiwei (Comité Municipal del Partido en Nanjing), 5012 Nanjing Shi Minzhengju (Departamento Municipal de Asuntos Civiles de Nanjing), 5034 Nanjing Shi Gongyeju (Departamento Municipal de Industria de Nanjing), 5065 Nanjing Shi Weishengju (Departamento Municipal de Sanidad e Higiene de Nanjing), Shanghai - Shanghai Shi Dang’anguan, Shanghai A2 Shanghai Shiwei Bangongting (Oficina del Comité Municipal del Partido en Shanghai), A36 Shanghai Shiwei Gongye Zhengzhibu (Departamento de Industria y Políticas del Comité Municipal del Partido en Shanghai), A71 Shanghai Shiwei Funü Lianhehui (Federación de Mujeres de Toda China en el Comité Municipal del Partido en Shanghai), B1 Shanghai Shi Renmin Zhengfu (Gobierno Municipal del Pueblo en Shanghai), B2 Shanghai Shi Renmin Weiyuanhui Zhengfa Bangongting (Oficina de Legislación y Políticas del Congreso Municipal del Pueblo en Shanghai), B13 Shanghai Shi Zengchan Jieyue Weiyuanhui (Comité Municipal de Shanghai para el Incremento de la Producción y el Ahorro), B31 Shanghai Shi Tongjiju (Departamento Municipal de Estadística de Shanghai), B182 Shanghai Shi Gongshanghang Guanliju (Departamento Municipal para la Supervisión de Negocios de Shanghai), B242 Shanghai Shi Weishengju (Departamento Municipal de Sanidad e Higiene de Shanghai), C1 Shanghai Shi Zonggonghui (Federación Municipal de Sindicatos de Shanghai),

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FRANK DIKÖTTER (Stein, Limburgo, Países Bajos, 1961) es catedrático de Humanidades en la Universidad de Hong Kong y profesor de Historia Moderna de China en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres. Ha sido pionero en la utilización de fuentes archivísticas y ha publicado siete libros que han transformado la visión que los historiadores tienen de China, entre ellos, La gran hambruna en la China de Mao —primer volumen de la «Trilogía del pueblo»—, que le mereció el Premio de ensayo Samuel Johnson en 2011.

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NOTAS

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[1] Frank Dikötter, La gran hambruna en la China de Mao, trad. Joan Josep Mussarra,

Barcelona, Acantilado, 2017. (N. del E.).

Frank DIKÖTTER - La Tragedia de La Liberación - PDFCOFFEE.COM (2024)
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Name: Maia Crooks Jr

Birthday: 1997-09-21

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